La experiencia de haber dejado el país cuando la última dictadura militar ha sido narrada tanto en la ficción como en el documental, pero -por norma- de modo lateral, como un ingrediente. Aquí Di Fiorio, que sufrió ese exilio, lo cuenta a partir de testimonios de quienes tuvieron que quedarse en otra parte y, también, de sus hijos, lo que le otorga al tema una dimensión diferente aunque no del todo ambigua.
Es facilísimo odiar esta película: un padre y su hijo veinteañero, con el que no se lleva demasiado bien, se tienen que ocupar de una casa en la Toscana que perteneció a la esposa del hombre y madre del joven. Él es un artista (el hombre), y él no sabe mucho qué hacer de su vida (el joven). La metáfora de reconstruir la casa es bastante transparente -y fácil- y es lo que va sucediendo a medida que pasa la película: padre e hijo curan relación, aparece una señora para papá y una chica para el hijo, hay unos cuántos italianos que tienen que hacer ciertos trabajos y no tienen mucha sintonía con el inglés y Liam Neeson, que puede que esté para un cosido y para un fregado, es un gran actor que conoce los tonos de casi todo. Dicho esto, la película realmente hace sentir bien sin que, en ninguna escena, caigamos en la vergüenza ajena que esta clase de historias suele provocarnos cuando se exceden en glucosa. Nos rectificamos: no es tan fácil odiar esta película.
El aparato del merchandising no se detiene y, dado que los superhéroes venden, vamos a venderle a todos su propia versión. Faltan, por ahora, los superhéroes cubiertos con chocolate. O quizás no, hace mucho que la plata no da para pasar por el kiosco. En fin, aquí tenemos a un personaje del “canon” de Superman (Krypto, su superperro) que tiene que salvar a la Liga de la Justicia con la ayuda de otros superanimales que recién adquirieron poderes. Es decir, es un poco de cartoon tradicional, un poco de parodia, un poco de entretenimiento familiar, un poco de fábula con moraleja, un poco de diseño, un poco de todo. ¿Es algo, pues La liga de las supermascotas? Como mucha de la animación “de marca” que se amontona por estas épocas en la pantalla, trabaja sobre “lo conocido” para que el público sepa qué se puede esperar. Pero en realidad el problema de la película consiste en que le faltan verdaderos buenos gags. Algunos son previsibles, a otros les falta timing (esa componente imprescindible en la comedia y en casi todo) y hay algunos que aciertan. Da la impresión de un guión perezoso realizado a las apuradas para aprovechar, hasta la última gota, lo que la franquicia puede de sí. No aburre, seamos sinceros, y es probable que a los chicos les guste. Pero nada más.
Hay un señor con una niña en una casa y la niña desaparece tras traspasar la puerta de un clóset. Hay una presencia siniestra, un investigador paranormal y secretos (melodramáticos, como corresponde al cine coreano) que han dejado el pasado en busca de revancha. Y hay poco, más allá de algunos escalofríos causados por golpes de efecto bien dosificados. Una película de terror bastante a reglamento, pero prolija.
Bueno, después de dos explosiones a medias (la subvalorada Australia, la un poco barroca El gran Gastby), volvió el Baz Luhrman de Romeo + Julieta y, sobre todo, el de Moulin Rouge! Es decir, la aplanadora pop a pleno con todo lo que el término “pop” puede incluir (que, seamos precisos, es básicamente todo, también) puesta al servicio de narrar la historia de la primera gran aplanadora pop, ni más ni menos. Es difícil encontrar en la historia (del arte o la historia a secas) un tipo que influyera con tanta fuerza en las sociedades como Elvis Presley. No es solo la música, no es solo el rock, no es solo la ruptura de toda barrera: Presley es inasible. Y ahí es donde esta película que juega a todos los juegos al mismo tiempo (desde la biografía más ramplona hasta la caricatura: el personaje de Hanks se mueve entre esos dos polos constantemente) tiene su única debilidad. En efecto, después de acelerar de un modo hoy desaconsejado en el cine de gran espectáculo, aparece la “historia” y sus “grandes hits”, que hay que mostrar o mencionar. Es cierto que la vida de Elvis aparece curada por el ojo flamboyante de Luhrman, también que esta es una película de Luhrman que lo pone en juego y riesgo absolutamente. Pero hay algo de “Billiken” que está a punto de molestar. Solo a punto: el repertorio tremendo del icono (aquellas canciones de Leiber y Stoller, por ejemplo) rompe todo nuevamente y volvemos al encanto y al vértigo. En tiempos grises, hacía falta una película a todo color.
Hay una gallina que no puede poner huevos pero tiene un gran talento musical, separada de una dueña que la adora y ha perdido la memoria, y el cuento del reencuentro a través de un circo. No hay nada más que eso y, en muchas variaciones, la tradicional canción que hicieron famosa Gaby, Fofó y Miliki. “Pero jefe, ¿vale la pena pagar la entrada?”. Y, vea... no es indecorosa, tiene buenos momentos, no se aleja de fórmulas recontra establecidas y tiene un villano que no está en los anales de los más grandes de la historia. Pero aún así, incluso si pretende ser un cuento aleccionador desde que se entra a la sala hasta que se sale de ella, uno no siente nunca vergüenza ajena: la realización tiene un estándar de calidad que nos permite mantenernos (moderadamente) interesados en la anécdota durante todo el rodaje. Se llevó premios en todas partes (los Platino, los Goya) y es probable que no estén del todo injustificados.
Ganadora en el último Berlín, esta coproducción parece tomar cono influencias estéticas el cine del mexicano Carlos Reygadas y cierto recuerdo en la manera de filmar del estilo de Lucrecia Martel. Es un relato coral, un tejido en el que, en un marco rural, se reflexiona sobre las diferentes formas de la violencia a partir de la historia de una pareja, su hija y una serie de personajes a los que la cámara visita con rigor estético. Hay otro defecto: una tendencia a declamar o denunciar no desde la palabra sino desde la imagen. Pero esa tendencia se equilibra con un intento muchas veces logrado de crear un misterio: algo, quizás sobrenatural, rodea a los personajes. Hay ingenio y hay habilidad en esta construcción, y sin dudas un gran talento para construir y encontrar las imágenes pertinentes a la fábula -o serie de fábulas- que la película presenta. Una notable ópera prima que se ve con interés constante aunque por momentos es difícil sentir empatía por sus habitantes.
¿Novedades? Pocas en el sentido estético del término: esta cuarta película del superhéroe dios nórdico sigue el camino de sitcom vertiginosa de Thor:Ragnarok, la anterior intervención del comediógrafo Taika Waititi en el campo de los superhéroes. Por lo tanto, van a divertirse mucho y reírse mucho, y van a notar que el despliegue gigantesco de efectos especiales tiende más al absurdo y a jugar con la pose heroica de las historietas que a asombrarnos (aunque también asombre). Porque en última instancia, la película trata (como Dr. Strange en el Multiverso de la Locura) sobre la pérdida. En este caso, Thor, interpretado con muchísimo humor por Chris Hemsworth, de la pérdida de sentido: ¿qué hace que Thor sea Thor? ¿Qué hace que un superhéroe sea un superhéroe? Y para el villano -un gran Christian Bale divirtiéndose- con aliento trágico, es parecido: ¿qué sentido tiene que haya super tipos si las cosas malas van a pasar igual, si incluso los super tipos pueden ser “malos”? De hecho, el humor de la película es un vehículo para preguntarse por qué nos cautivan estos cuentos llenos de ruido y furia, o de amor y trueno. Hay amor también y la relación entre Natalie Portman y Tessa Thompson hace más por el feminismo y la igualdad entre los géneros que mucha declamación a reglamento. En medio del caos, una película para disfrutar como un chico, y la falta que hace.
Sé, positivamente, que van a decir que este es un lugar común muy francés: el hombre mayor, experimentado, cansado de su bienestar burgués que se relaciona con una joven fresca e inteligente. Sí, bueno, ok, bingo, tienen razón. Pero aquí hay dos cosas que valen la pena. La primera, como siempre, Lucchini, uno de esos actores que incluso a la peor cosa le pone garra, y esta no es “la peor cosa”. La segunda, analizar la relación no solo entre personas de diferentes generaciones, sino la de la política con lo cotidiano. En las conversaciones entre ese alcalde que quiere ser presidente y esa licenciada en filosofía que busca ayudarlo a salir del estancamiento en el que se encuentra el hombre, no hay romanticismo, se rompe el lugar común del “amour” y sí hay conversaciones sobre qué hacer y cómo. La película no carece de inteligencia al disponer de estos temas desde el esquema de una historia casi coral alrededor del poder y su ejercicio, y nos permite, pensar en otras cosas.
Emilio García Wehbi, uno de los creadores del Periférico de Objetos y renovador constante del lenguaje teatral en la Argentina, es objeto de este film que combina ficción, documental y libertad absoluta. No solo es una exposición respecto del trabajo del artista sino, con más precisión, de lo que sucede en su interior, plasmado con varios tipos de registros, el límite entre lo ficcional y lo real. Más que recomendable.