Culpas y verdades en el hospital Aún sin estar a la altura de Rosetta o El Hijo, el último filme de los hermanos Dardenne es un ejemplo de cine austero e introspectivo. Los hermanos Dardenne serán por siempre garantía de un cine sobrio y contundente, por encima de la media. La forma de reposar la cámara sobre sus heroínas (Rosetta, Lorna, Sandra) destila una bondad desafiante, una empatía que arrastra el planteo moral hacia territorios coherentes y tangibles. Partiendo de un individuo aislado y roto, perplejo ante una injusticia, los Dardenne reivindican un cine político, pero sin ningún rudimento discursivo o ligereza panfletaria. La crudeza social está en pos de redimir al personaje dentro de un contexto hostil. En este sentido, los Dardenne son profundamente humanistas. El reverso de tener semejante impronta estética es la temible zona de confort. Hay una serie de recursos naturalizados que funcionan al tiempo que sofocan la imaginación, como los encuadres que colocan al protagonista en un centro excluyente de la escena y nos hacen ver a través de sus ojos el fuera de campo, o el austero diseño sonoro, o la exacta paleta cromática, o el oxígeno de las tomas, nunca abruptas ni aletargadas, e inclusive la tipografía de los títulos y créditos. Bastan cinco minutos para saber que estamos ante una película de los hermanos Dardenne. La chica sin nombre regresa a los entresijos de la clase media francesa, aunque esta vez no gravitacionalmente, como en Rosetta (1999) o Dos días y una noche (2014), sino desde un lugar periférico, desde la óptica de una joven médica de guardia que renuncia a los privilegios de trabajar en un sanatorio para seguir viendo a sus pacientes marginales. El guion le dará a la doctora Jenny Davin una razón: el asesinato de una mujer desconocida que irrumpe en su consultorio y ella se rehúsa a atender. Atormentada por la culpa, la doctora Davin querrá saber el nombre de la fallecida, extrayendo datos de sus otros pacientes. El principal problema del filme es el predominio de la metáfora por encima de la historia: el policial existe para mostrar los síntomas de un cuerpo social enfermo. “Si te desconcentran, no podrás hacer un buen diagnóstico”, le dice la doctora Davin a un pasante en una de las primeras escenas, y todo lo que sigue será un desarrollo de esta hipótesis: descubrir qué tipo de patología agredió al tejido social para poder sanarlo y restablecer la armonía. Si bien la impronta de los Dardenne no habilita el subrayado, esta idea palpitará con la presión demasiado alta viniendo de cineastas tan hábiles para la sutileza.
Imagine alguna telenovela emblemática de la televisión argentina, por ejemplo Grande Pa, Verano del '98, Casi Ángeles, Campeones o Graduados. Ahora imagine esta tira compactada en dos horas, pero no a modo de resumen o de "mejores momentos"; imagine que con el material acumulado durante años, un montajista inventa una película autoconclusiva. Nada cinematográficamente coherente saldrá de algo pensado para un formato diario, con planteos lisos para evadir en el televidente cualquier esfuerzo hermenéutico. Moisés y los 10 mandamientos es una experiencia traumática: toma el material grabado para televisión y moldea con ello una película. Su visionado no brinda siquiera un placer nostálgico, por el contrario, equivale a testimoniar el ultraje del traspaso: los saltos narrativos son obscenos, cientos de personajes secundarios se extravían y las escenas carecen de atmósfera al ser simples cúmulos climáticos. Es como desmembrar un cadáver y sin el torso rearmarlo para una exhibición altanera y triunfal. Suponer que un despliegue de extras o el uso de decorados naturales hace cinematográfico per se a un producto audiovisual, es grosero. Este pensamiento primitivo incluso denigra al formato televisivo, dando por sentado que el ADN del cine se detecta en sus recursos de producción. Moisés y los 10 mandamientos fue y será una telenovela, regurgitar la misma historia en la sala de un complejo es un acto de mala fe, una operación canalla que injuria el legado de la serie al convertirla en no-película. Imaginemos ahora a un espectador virgen, desconocedor de la materia prima. De estas dos horas sacará las siguientes conclusiones: la trama es zigzagueante, las actuaciones son chillonas, el vestuario es una comparsa, las paredes están pintadas con aerosol, la música fue hecha con samplers y los efectos especiales son trabajos prácticos de un taller de postproducción. Este espectador virgen también se preguntará por qué los hebreos le reclaman a los egipcios “mejoras salariales” o en el palacio los criados le dicen “señora” a Nefertari, replicando con tanta fidelidad la jerga novelesca. La Biblia es una obra literaria excepcional. Se necesita estar enfermo de codicia para maltratar así una estructura dramática que suele dar buenos resultados. Lo mejor que le podría pasar a Moisés y los 10 mandamientos es huir cuanto antes de la cartelera, cediéndole su espacio a películas que, fallidas o no, se pensaron como cine y apuestan por un encuentro con el espectador.
Un despilfarro de fuegos artificiales La película más cara de la historia del cine chino resulta un carnaval fílmico incoherente y desalmado. Si las estructuras narrativas del Antiguo Oriente se caracterizan por su sobriedad y determinación poética, debemos reconocer que esta adaptación no se embebe de su tradición, apenas extirpa ideas de una leyenda para desplegar un cachivache fílmico que exhibe mucho y cautiva poco, como si se tratase de fuegos artificiales en blanco y negro. Matt Damon es un mercenario que viaja a China con su partenaire de tropelías, Pedro Pascal, en busca de la pólvora para exportarla y hacerse rico. En el camino se topa con la famosa muralla, retratada más como un spa hotel que como un fuerte de contención. Allí Damon descubrirá que fue construida para mantener a raya a unos dinosaurios que vinieron del espacio en un meteorito verde y que cada 60 años quieren saltar la muralla y que se comunican telepáticamente y que comen gente para luego regurgitar los restos sobre su reina y así reproducirse. Todo esto es literal. La película no insinúa ser paródica ni reírse de su aparatosidad; por el contrario, gotea solemnidad y se yergue altiva en el disparate. Hay más: en la muralla vive un ejército llamado la Orden de los Sin Nombres, dividido en cinco facciones; cada facción tiene un color y un animal, por ejemplo, las grullas azules o los alces violetas. Tanta acumulación de baratijas folklóricas crea en el espectador la sensación de estar caminando por el barrio chino de Belgrano, combatiendo estímulos kitsch. Quizás el problema de La gran Muralla no sea su despilfarro, sino la impericia de su director, Yimou Zhang, para organizar con elegancia este exotismo anabólico. Zhang creó buenas piezas de lo que sería el revival épico chino, como Hero (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006). En estas películas uno aprecia imágenes líricas, musicales, pero en La gran Muralla ningún fotograma tiene belleza: las texturas y los colores funcionan igual que en un pelotero. Como consecuencia de esta insensibilidad, la película decide contarse en piloto automático, rematando subtramas con torpeza y recurriendo a elipsis en lugares inadecuados. Los dedos de Zhang se inflamaron junto al presupuesto, incapacitándolo para manipular pinceles tan finos. Por suerte existen maravillas como The Assassin (2015), de Hsiao-Hsien Hou, para recordarnos de qué están hechas las leyendas.
Después de La gran aventura Lego, ahora es Batman el que tiene su propia película ensamblada. Y valió la pena el intento. Cada tanto aparecen películas que proponen visionados distintos, nuevos desafíos para el espectador. Cuando se estrenó La gran aventura Lego, nadie depositó expectativas, quizás por el vacío temático de estos muñequitos ensamblados. Sin embargo, desde la carencia de identidad, el filme relució un potencial furioso, convirtiéndose en un collage alucinado, un retorcimiento de lugares comunes dentro de una trama que aprovechaba la condición genérica de los juguetes para rearmarse cuantas veces quisiera. Los productores tomaron de esta perla a uno de los personajes secundarios, Batman, y le inventaron su propia película. Podría objetarse que le falta la virginidad de La gran aventura Lego, aunque también debe resaltarse que mantiene el libertinaje posmoderno que hizo tan especial al filme del 2014. Ya desde su inicio, una voz en off decreta la autoconsciencia cómplice que habilita un vale todo narrativo. De hecho, su guion es como un delgado y gigantesco bloque subterráneo que unifica infinitas piezas absurdas. Hasta su conflicto básico es un chiste: Batman no logra reconocer a un otro que lo defina existencialmente, manía filosófica que suele entorpecer los argumentos de DC. Así que este superhéroe de plástico no registrará ni al Guasón, ni a Alfred, ni a Robin. La disyuntiva del personaje es lo menos atractivo para una película majestuosa gracias a su colapso visual. No hay un solo fotograma desabrido; el diseño cromático viene saturado al límite, es un torbellino de neón. Esta rabia pictórica comulga con la furia mental del filme. Los chistes se suceden a una velocidad inusitada, en efecto de yuxtaposición. Es como si la parodia se parodiase a sí misma, desmontando la lógica una y otra vez para empezar de cero. El espectador hallará dos estados: o sorpresa perpetua o desconcierto nauseabundo. Quienes pacten con la soberbia kitsch del guión, obtendrán diversión en caída libre. Los restantes, aunque se mareen, también reirán, porque Batman Lego: La Película maneja códigos de humor múltiples. De su acumulación algún chiste prende por descarte. Resulta obligatorio ver la copia subtitulada con las voces de Will Arnett (Batman), Michael Cera (Robin), Zach Galifianakis (Guasón) y Ralph Fiennes (Alfred). Por el mismo frenesí del filme, sólo la fonética original logra adaptarse al complicado diseño sonoro. En su versión doblada, los diálogos desafinan, suenan muy impuestos para una película que calculó tan milimétricamente su locura.
La película nominada al Oscar es una biopic que respeta cada marca del género. Llevadera, entrañable y didáctica aunque sin nada que la haga especial. Tres genias mujeres afroamericanas trabajan para la Nasa durante la década de 1960, en plena carrera espacial con Rusia. Esta idea es la que promociona a Talentos ocultos, un milhojas de lugares comunes que amaga con desarmarse pero que no obstante sale indemne, en parte gracias a la dosis de humor que aplica su director, Theodore Melfi, y específicamente por la humanidad que le imprime su elenco. Estamos ante un filme que no es ni memorable ni bochornoso, resistiendo su propia grandilocuencia como una cápsula que atraviesa la atmósfera terrestre. Rasgo bastante meritorio, considerando que se combinan aquí tres substancias que dan malos resultados en Hollywood: biopic de genio incomprendido, problemática racial y trasfondo épico-histórico. Encima, el guion no se conforma con el derrotero de su protagonista, una experta en geometría analítica (Katherine), también expande su horizonte sobre una ingeniera espacial (Mary) y una mecánica informática (Dorothy). El trío de amigas negras trenzará sus trayectorias a lo largo del filme, simulando ser piezas imprescindibles de una misma maquinaria. Ahí yace la principal falencia de Talentos ocultos: disimular su carácter multiforme para que todo parezca causa y efecto. O en otros términos, sugerir que la Nasa es incapaz de hacer despegar un simple cohete sin el encastre de estas mentes brillantes. El esfuerzo para que las parábolas se junten es tosco y las historias acaban boicoteándose, no ganan autonomía ni se retroalimentan; son carriles paralelos que el director entrevera abusando de secuencias de montaje, creando la ilusión de simultaneidad. Lo único cierto será que estas tres mujeres tendrán en común la raza, la ciencia y la camaradería. El resto es emotividad sincronizada. Otro inconveniente al que se enfrenta el filme (o beneficio, según la óptica), es la coyuntura de Estados Unidos. Aunque las películas anti-racistas ya sean un subgénero, es inevitable no sentir una comezón extracinematográfica. Talentos ocultos hace de la mujer afroamericana un baluarte social, pero este saludable feminismo no tendría por qué inmunizarla de sus temblequeos narrativos. Una película, por su ideología, no está a priori bendecida. Por esta misma ventaja discursiva resultan cuestionables ciertos subrayados discriminatorios, escenas sueltas que buscan la misericordia del espectador sin una funcionalidad en el relato. Estos golpes bajos encuentran su contrapeso en la sobriedad gestual de la actriz Taraji P. Henson (interpreta a Katherine G), de ojos vidriosos y angustiados pero nunca extorsivos. Talentos ocultos, en su balance, deja la sensación de estar contenida, de ser ágil para el humor y efectiva para el drama. Lástima que, en ocasiones, entre la pericia y la chatura los límites se tornen imperceptibles.
La razón de estar contigo fue confeccionada para un espectador deseoso de lágrima inmediata. Este filme viene precedido de una polémica absurda: un backstage que muestra cómo un ovejero alemán se rehúsa a mojarse. Indignarse por este maltrato animal da cuenta de lo poco que comprende el espectador una instancia de rodaje, operando su mente con la misma mala fe del consumidor que agarra una colita de cuadril en el supermercado y suprime en su imaginación el caos del matadero. Si este ejemplo resulta tendencioso, piense usted cómo fastidia a su mascota cada vez que quiere sacarse una selfie, reteniéndola mientras ajusta el encuadre de su smartphone. Ahora magnifique la situación a una jornada de rodaje, en donde cada minuto es la cuenta regresiva de un presupuesto millonario. Toda película con animales se filmará a contravoluntad del animal, así que no tiene sentido sentenciar un procedimiento de por sí cruel. Lo que nos compete, en definitiva, será el resultado. La razón de estar contigo es lo nuevo de Lasse Hallström, un director que entregó el clásico ¿A quién ama Gilbert Grape? (1993), y a principios de siglo tuvo su auge con Las reglas de la vida (1999) y Chocolate (2000). Bajo este prontuario, uno deduce que el filme garantizará la dulzura usando cualquier artilugio: atardeceres, praderas, violines. En esta ocasión, seguimos las reencarnaciones de un perro que no sólo es adorable por apoyar su hocico tristón sobre el regazo de sus dueños, también les resuelve la vida como una suerte de ángel canino. Dentro del dominó de reencarnaciones, Hallström decidirá cuál dueño es el elegido, entonces el relato toma ribetes metafísicos y las aventuras adquieren un Propósito, un Llamado, un Reencuentro. Así, con mayúsculas. Hay decisiones formales fallidas: una cámara subjetiva simplemente fea, que no logra adentrarnos en la perspectiva del animal, y una voz en off perpetua, correspondiente al pensamiento del perro. Esta voz en off, si no explica lo que ya estamos viendo, hace chistes cancheros sobre las costumbres de los humanos. Baudrillard sostenía que el triunfo de las mascotas significaba el fracaso de las relaciones interpersonales. He aquí una película que lo ejemplifica a la perfección.
De un glamour técnico que obliga a verla en cine, La La Land es un combo exacto de ternura pop, clasicismo y soberbia actoral. Las grandes películas cuentan con alguna escena memorable, de una particularidad que parecería comprimir su esencia. Son escenas que resucitan toda la gama emocional del filme, una suerte de evocación exprés o droga de efecto inmediato. Allí están, en los anaqueles del cine, el hundimiento del Titanic, la paternidad asumida de Darth Vader, Vito Corleone de smoking, el interrogatorio al Joker, el Doc colgado desde la torre del reloj, por citar ejemplos indestructibles en el imaginario colectivo. Son pedacitos de cine absoluto. Lo que se propuso Damien Chazelle con La La Land es estructurar una película que consista en una sucesión de escenas emblemáticas, un estado de gracia que dure desde su plano inaugural hasta su plano de clausura. Por supuesto que esta empresa es imposible, pero el director, que al planificar esta alevosía no llegaba ni a las tres décadas de vida, sostuvo la aspiración del filme eterno hasta el final. Y seamos justos: con sutiles trampas logró su objetivo. La sensación de estar viendo un clásico sin que el paso del tiempo lo certifique se debe a que Chazelle, además de contar con una autoexigencia casi patológica (rasgos que proyecta en sus personajes), se embebió de los íconos hollywoodenses y los ordenó a conciencia en el relato, ya sea como patrones de guion o como perfume de la puesta en escena. Todo en La La Land es hipertexto a otros clásicos. No obstante, esta manía evocadora no está ni lo suficientemente velada ni lo suficientemente explícita: un cinéfilo encontrará citas a Rebelde sin Causa, Siete novias para siete hermanos, Cantando bajo la lluvia, Los paraguas de Cherburgo o New York, New York, mientras que el espectador virgen será cautivado desde lo puramente sensorial. La La Land funciona con o sin enciclopedia, hábil para enamorar a un público universal, fusionando tradición (o nostalgia) con novedad (o collage). Si Chazelle nos deja atónitos en sus dos horas de metraje, es porque dentro de esta fórmula puntillosamente testeada también le cede lugar a la espontaneidad. Una espontaneidad curiosa, ubicada a la fuerza para catalizar la gloria. La La Land acaba siendo el chantaje más hermoso, bienintencionado y puro que nos pueda regalar el cine: efectista y natural, calculada y enamoradiza, de imperfecciones deliberadas y dosis milimétricas de capricho. Aunque el Hollywood clásico quede inserto en la genética del filme, la ambición de Chazelle lo tentará a imponer reformulaciones conceptuales, ejecutando una lectura casi hereje del género. La secuencia final desarticula al filme por completo, cuestionando la educación sentimental del artificio cinematográfico. Es otro factor clave para que esta película llame tanto la atención. A Ryan Gosling y Emma Stone solo le cabe un sustantivo: carisma. El número A Lovely Night suspende los signos vitales así se lo vea mil veces. Porque La La Land se obsesionó con ser un clásico y afortunadamente todos caímos en su trampa.
Un filme chato y aburrido solo para fanáticos Pura redundancia en el supuesto capítulo final de la saga Resident Evil. Basado en el popular videojuego, resulta un filme chato y aburrido. Sólo para fanáticos. Lo único meritorio en esta sexta entrega de Resident Evil, es su mímesis con la experiencia gamer: la cámara acompaña siempre a Alicia (Milla Jovovich), que debe sortear obstáculos para llegar del punto A al punto B, liquidando niveles. El problema no es menor, ya que el único propietario del joystick es su director, Paul W.S. Anderson (a quien rogamos no confundir con Paul Thomas Anderson, autor de obras supremas como Magnolia, The Master o Inherent Vice). Por lo tanto, ver Resident Evil equivale a ver jugar al propietario codicioso de una consola, y eso no tendrá relación alguna con el pacto cinematográfico. Los rostros de los actores cuentan con el mismo repertorio de una publicidad de desodorante, mientras que la imagen adquiere un tono plástico y lavado, evocando las animaciones que introducen los niveles de un videjuego. La historia macro es de una pobreza indignante y la conducta de los personajes, menos sofisticada que la de un hámster. Para los que no vieron los cinco largometrajes previos, la misma película hará un racconto de todo lo sucedido, como el previously de una serie pero más tosco, enumerando los periplos de Alicia desde que la encuentran en El Panal hasta la revelación de su identidad. Así que el espectador desprevenido que se metió por error a la sala ni siquiera tendrá que chequear de qué va el asunto en Wikipedia. Resident Evil: Capítulo final contiene los ingredientes que ya nos vienen mostrando: clones y zombis hiperkinéticos. No sólo humanos, también hay perros zombis y hasta dragones zombis. Los héroes llevan consigo un dispenser infinito de balas y en momentos cruciales se encuentran con cuchillos, linternas o computadoras que los sacan del apuro. El escenario es un mundo devastado, con un total de cuatro mil sobrevivientes que se cruzan en las carreteras desérticas como si fuese el pasillo de una pensión. Alicia va convenciendo a otros camaradas para que se sumen a su cruzada, y así uno a uno irá cayendo, más por deseo de mostrar sangre que por compromiso narrativo. Las vueltas de tuerca del último tramo son insultantes y todo el paquete vendrá editado con una impericia videoclipera que sumado a los lentes 3D genera un masoquista dolor de cabeza. Definitivamente, resulta una película sólo apta para fanáticos de la saga.
Predestinada a ser un éxito de taquilla del cine argentino, la película ostenta un elenco soñado que le imprime un ritmo ascendente. Dos ráfagas vapulean a Nieve Negra: una psiquiátrica y atmosférica, otra policial y efectista. La combinación debería arrastrarnos hacia un género harto probado y transitado: el thriller psicológico, pero en la desunión de estos elementos primarios surge la peculiaridad del filme, junto con algunos temblequeos que lo sacan de eje, como si a Nieve Negra le costase negociar una identidad, acomodándose en una ambigüedad que le sofoca el potencial. El argumento atrapa por su simplicidad: tras la muerte del padre, tres hermanos heredan un terreno en el sur del país: Marcos (Sbaraglia), Salvador (Darín) y Sabrina (Fonzi). Esta última está loca y cautiva en un manicomio, así que la disputa por vender las tierras será entre Marcos y Salvador. El inconveniente es que Salvador se convirtió en un ermitaño recluido en su cabaña de infancia; antisocial y al borde de la insania, la visita de Marcos para convencerlo removerá un prontuario familiar turbio. Si hay algo irreprochable en esta producción, es la alquimia del elenco: su director, Martín Hodara, sabe que cuenta con Darín y Sbaraglia, y le exprimirá hasta la última gota de sangre a las escenas conjuntas. En pantalla se genera un vibrato actoral único: miradas esquivas, silencios incómodos, gestos microscópicos, que con el devenir dramático se irán resignificando, dándole a los personajes un relieve que estos intérpretes superdotados resuelven a pura elegancia. Cuando el filme concluye, uno recapacita por qué Sbaraglia y Darín son íconos del cine nacional. Pero la finura de estas actuaciones se ve interferida por el corte policial del relato. El rencor entre hermanos destila un enigma sutil y envolvente que los giros del guión opacan. La necesidad de crear acción induce a incongruencias psicológicas, conductas arbitrarias que tienen un fin obvio: darle frenesí marketinero al producto. Aquí lo sugestivo se hace burdo y la claustrofobia emocional deriva en vodevil físico. Aquello que podía resolverse sigilosamente y perturbar más, se subraya con viciosas vueltas de tuerca. Aún bajo estas fisuras identitarias, Nieve Negra jamás decae y convencerá a un público amplio. Darín y Sbaraglia ofrecen hasta el último fotograma matices alternativos para sus caracterizaciones, logrando que cada revelación sórdida se balancee con pericia actoral. El diseño sonoro es formidable: las ventiscas y el crujido de la nieve se incrustan en el pecho del espectador; asimismo la dirección de fotografía: el blanco infinito de esos bosques y montañas refuerzan el minimalismo cromático, haciendo de los personajes pequeños puntos oscuros en una inmensidad helada y mortecina.
Aún con un elenco imponente y aciertos en el terreno cómico, Belleza Inesperada se queda con un saldo negativo. Nuestra calificación: Regular. A Will Smith se le muere una hija de 6 años. Antes de eso, dirige una agencia de publicidad cool con el siguiente lema: Amor, Tiempo, Muerte (¿?). La escena inaugural lo presenta como un gurú dando charlas motivacionales También te puede interesar La historia de "Belleza inesperada", la película que ayudó a Will Smith a decirle adiós a su padre Elipsis de tres años: Smith deprimido arma hileras de dominó en la oficina, metáfora ridícula y recurrente a lo largo del filme para expresar la concatenación de los actos de la vida. Mientras las piezas de dominó se desmoronan, lo mismo sucede con las acciones de la firma. Sus socios –Edward Norton, Kate Winslet y Michael Peña–, harán lo imposible por reactivar su voluntad. Este es el disparador de Belleza Inesperada, la última película de David Frankel, director oscilante y misterioso, sin rasgos formales que lo caractericen, siempre plasmando guiones ajenos, pero que aún bajo esta modalidad, despachó dos películas emblemáticas: El diablo viste a la moda (2006) y Marley & yo (2008). Si en la primera certificó su pericia para la comedia popular, contando con la genialidad de Meryl Streep, en la segunda deslumbró con una sensibilidad reposada y aromática, regalándonos el drama canino más honesto y maduro de la historia del cine. En Belleza Inesperada, la faceta cómica está semidormida, en potencia, mientras que la faceta emotiva se convierte en un discurso de autoayuda bochornoso, un trazo burdo e inverosímil que si no fuera por su música manipuladora a fuerza de piano y violín, desataría una carcajada cruel. De a ratos, el desastre inspira lástima, porque dentro de este tarro de mermelada se esconde otra película, una suerte de sitcom que parodia el planteo melodramático. Cuando los socios de Will Smith entren en pánico, a Edward Norton se le ocurrirá contratar a tres actores decadentes para que interpreten al Amor, al Tiempo y a la Muerte, poniéndolos a charlar con Will Smith. Este disparate dickensiano es lo mejor de la película, con Helen Mirren brillando en su rol de Muerte con boina y estola de plumas. Pero la comedia del simulacro dura poco, fagocitada por la aspiración Enya del relato. David Frankel sacrifica la ironía inteligente por la metamorfosis lacrimógena. El filme se estanca en un drama de revelaciones místicas, fantasea con la idea de que todo está conectado por alguna razón, y entonces cada personaje halla una luz trascendental que le despeja la vida. Encima, a esta pereza intelectual hay que soportarla en decorados navideños. Esa New York con nieve y lucecitas que ya vimos en innumerables ocasiones.