Un western como los de antes En lugar de reelaborar paródicamente el género como es su costumbre, los creadores de Fargo eligen volver a contar la historia que alguna vez protagonizó John Wayne. Y lo hacen tomándose en serio a los personajes, pero sin perder el sentido del humor. Casi desde el mismo momento de su publicación, la novela de Charles Portis fue celebrada como un hito de la literatura estadounidense de posguerra. Y la primera versión para el cine, que allá por 1969, en el ocaso de su carrera, le valió a John Wayne su único Oscar, se sostiene todavía hoy como un sólido western crepuscular, en un momento en el que el género se animaba a dar cuenta de su propia crisis. Aunque más no fuera por esos precedentes, la decisión de los hermanos Coen de volver sobre la historia de Temple de acero es quizá lo más audaz de una película por lo demás clásica. Sin duda, la más clásica de los autores de Fargo, una dupla que siempre se caracterizó por reelaborar paródicamente los códigos del viejo Hollywood, desde el film noir (Simplemente sangre) hasta las historias de espías (Quémese después de leerse). Pero esta nueva versión de True Grit –que aspira a diez premios de la Academia de Hollywood, entre ellos a la mejor película– es, en esencia, un western filmado como un western, con sus caballos, sus grandes planos generales y su rigurosa estructura dramática aristotélica. Si no tiene el carácter trágico de algunos de los mejores ejemplos del género es porque el material original –más inclinado hacia la evocación irónica– no lo tenía, y por eso seguramente lo eligieron los Coen. Hay humor en esta nueva versión de Temple de acero, sin duda bastante más que en la primera película, dirigida por el veterano Henry Hathaway, pero en la mayoría de los casos es un humor que proviene directamente de las situaciones y los personajes, y no de las habituales boutades de sus directores. De la protagonista, por ejemplo, que parece escapada del famoso cuadro American Gothic, de Grant Wood, y a través de quien se narra toda la película. Mattie Ross (Hailee Steinfeld, en un sorprendente debut) tiene 14 años y acaba de perder a su padre, asesinado por un forajido que lo traicionó y se dio a la fuga. Pero no hay nada de debilidad o indefensión en ella. Casi con la misma determinación con que el personaje de Javier Bardem perseguía a su presa en Sin lugar para los débiles, Mattie está dispuesta a cazar al fugitivo Tom Chaney (Josh Brolin). Lo quiere ver colgar en la plaza pública de Fort Smith, como antes –no sin cierta satisfacción– vio balancearse a otros criminales. Para ello, sin embargo, necesita ayuda y recurre a un alguacil ya veterano, un cazador de recompensas con un parche en el ojo y una inocultable debilidad por el whisky, pero de quien Mattie escuchó decir que tiene “verdadero temple” (true grit). Es Rooster Cogburn (el gran Jeff Bridges), un gallo de pelea viejo y mañoso, que todavía mantiene sus garras afiladas. Lo que no sabe Mattie es que Chaney, antes de matar a su padre, ya debía otras dos muertes: la de un senador texano... y su perro. Por esos crímenes lo persigue también un presumido Texas Ranger llamado La Boeuf (Matt Damon), que comparte con Cogburn la misma desconfianza hacia Mattie. A ninguno de los dos les gusta la idea de internarse en territorio indio tras la pista de una pandilla de pistoleros –Chaney se ha unido a la banda de Lucky Ned Pepper– con una niña de trenzas que debería estar jugando con muñecas en vez de armas. Pero es ella, más que el legendario Cogburn, quien está dispuesta a demostrar que tiene un temple verdadero. En sus pocas declaraciones a la prensa, los Coen dicen haber sido más fieles a la novela que a la película anterior, pero aun así las coincidencias con el western dirigido por Henry Hathaway son muchas, empezando por escenas y diálogos enteros, que sin duda provienen del afilado texto de Charles Portis. La mayor diferencia está no sólo en el punto de vista, que en el film de los Coen es, como en la novela, el de Mattie, sino en los actores. En la versión de 1969, John Wayne interpretaba a Rooster Cogburn con su propia, inmensa leyenda como bagaje dramático. Nadie mejor que él, en sus últimos años, podía encarnar a un personaje que simbolizaba la historia del western, y por eso el Oscar que le entregó la Academia pareció más un reconocimiento a su carrera que a esa interpretación en particular, inferior sin duda a la de Más corazón que odio (1956), mucho más exigida y compleja, y por la que ni siquiera fue nominado. La aproximación de Jeff Bridges al personaje, por supuesto, tenía que ser distinta: el suyo es un Cogburn más cáustico, más consciente de su propia decadencia –un poco como su Dude de El gran Lebowsky–, pero no por ello menos dispuesto a defender la fama que supo labrarse. Desde la dirección, los Coen nunca le permiten que pierda ese delicado equilibrio, ni siquiera cuando lo enfrentan a los dos únicos momentos de la película que responden inequívocamente a su visión absurda del mundo: un ahorcado que cuelga de una rama desproporcionadamente alta o un extraño jinete solitario que aparece de la nada envuelto en una piel de oso, cabeza incluida. Así como la película de los Coen empieza de manera más sintética y precisa que la primera versión, incluye sin embargo una coda, una suerte de epílogo que resulta quizás anticlimático y donde queda claro que el paso del tiempo ha convertido a los grandes nombres del Oeste en figuras de circo, como ya había sugerido Robert Altman en Bu-ffalo Bill y los indios (1976). Por lo demás, este nuevo True Grit es un caso curioso, incluso inédito en la filmografía de los Coen brothers: una película que sin perder el sentido el humor es capaz de tomarse en serio a sus personajes.
Un fracaso en tres dimensiones La serie de los ’60 tenía estilo y elegancia. “Belleza Negra” era un cochazo y encima lo manejaba Bruce Lee, como el inefable Kato. Después de tanto revival del comic y los seriales pop de los ’60 en clave dark (léase los Batman de Christopher Nolan), prometía la idea de agarrar a algún otro superhéroe y despojarlo de todas las psicopatías y solemnidades al uso. Y El Avispón Verde parecía ideal. Sobre todo si se lo daban a dirigir al francés Michel Gondry, que siempre probó tener imaginación, desparpajo y muy buen ojo para todo lo que fuera dirección artística y diseño visual. El problema es que el proyecto era de Seth Rogen, estrella en ascenso de la llamada Nueva Comedia Estadounidense, que quería hacer del Green Hornet su trampolín hacia las grandes ligas de Hollywood. El salto, sin embargo, no pudo ser más fallido. Como en Supercool, Pineapple Express y Ligeramente embarazada, aquí Rogen también juega con todas las cartas a su favor: no sólo es el protagonista sino también el guionista y coproductor, junto a su socio de siempre, Evan Goldberg. La fórmula también es la misma a la que está acostumbrado: la del buddy movie. Pero la camaradería de opuestos no funciona en El Avispón Verde, donde el sobrepeso de la producción se carga, los chistes tardan en llegar y, cuando llegan, no tienen fuerza ni gracia. Las punch lines son pocas y malas. Y para colmo Jay Chou podrá tener velocidad y talento para lanzar patadas voladoras, pero no parece el partenaire más indicado para devolver frases supuestamente ingeniosas. De los aportes de Gondry (¿qué fue del director de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos?) no parece haber quedado nada, salvo su costado más frívolo y superficial, como esas flores de colores primarios que hace estallar en 3D. Y de la tridimensionalidad sólo se destaca ese capricho; por lo demás, la película sería igualmente inocua y ruidosa en dos dimensiones.
Missouri Breaks Las cosas no andan bien por casa de Ree. La chica tiene apenas 17 años, pero ya está a cargo de todo: de sus hermanos menores, que no van al colegio y casi no tienen qué comer; de su madre, que parece postrada y muda desde siempre, refugiada apenas en su triste álbum de recuerdos; y de un hogar que hace rato dejó de serlo, cuando el padre de Ree los abandonó para ganarse la vida con la única fuente de trabajo que aparentemente hay en la zona: la droga. Es un invierno crudo en las montañas de Mi-ssouri, el frío aprieta y en la olla no hay mucho más que poner que unas pocas papas. Pero Ree tiene todavía algo más urgente que hacer: encontrar a su padre para que se presente en una Corte Federal. Alguien puso una fianza por él y él puso como garantía lo único que le queda a Ree: la casa. “Y sin la casa ya no voy a poder sostener todo esto”, desespera. El problema es que el fugitivo no aparece y se empieza a escuchar el rumor de que podría estar muerto... Estrenada en el Festival de Sundance del año pasado y exhibida inmediatamente después en el Forum del Cine Joven de la Berlinale, Lazos de sangre no es la clase de película que suele encontrar un lugar en el corazón de la Academia de Hollywood, pero sin embargo logró colarse en el pelotón principal, con cuatro candidaturas al Oscar: a la mejor película, actriz protagónica (Jennifer Lawrence), actor secundario (John Hawkes) y guión adaptado (Debra Granik y Anne Rosellini, sobre novela de Daniel Woodrell). La directora Debra Granik (Cambridge, Massachusetts, 1962) proviene del campo del cine independiente y éste es recién su segundo largo, en el que demuestra un buen pulso como narradora. Su película empieza sin dilaciones, en el centro del problema. Cuando la cámara se topa con Ree (Lawrence) ella ya tiene el agua al cuello y a partir de allí da la impresión de que no dejará de hundirse. Sin embargo, Granik no precipita los acontecimientos. Se toma su tiempo para dar una pintura de ambiente y, de paso, ir introduciendo personajes secundarios: una amiga que tiene la misma edad de Ree y ya carga con un bebé en brazos; unos sórdidos vecinos, más interesados que solidarios; un tío de naturaleza violenta (Hawkes), que sabe más de lo que dice acerca de su hermano desaparecido. También rondan por allí un sheriff que no quiere arriesgar su pellejo, un cazador de fianzas y una familia dedicada al crimen que no parece tener nada que envidiarle a la de Ma’Grissom. Todos estos personajes le dan a Lazos de sangre una tonalidad tirando a negro, pero un noir más bien rural, un poco en la tradición de miseria, sordidez y violencia de la literatura de Jim Thompson. Pero a diferencia de las impiadosas novelas de Thompson (como 1.280 almas), aquí hay un personaje positivo, un eje moral: Ree hará todo lo que tenga que hacer por salvar a su familia. Y, curiosamente, cada uno de los descastados de ese valle perdido de Missouri, al margen de la ley de Dios y de los hombres, la ayudarán en su cometido, aunque en el camino la vayan marcando a golpes y le dejen como recuerdo unas cuántas cicatrices. Ya en catálogo del Forum de la Berlinale, Granik sugería el carácter de cuento de hadas de Lazos de sangre, la manera en que Ree tiene que encontrar su camino en un bosque espeso y repleto de oscuras acechanzas. Hay algo de eso, sin duda, también en los bellos rizos dorados de la jovencísima Jennifer Lawrence, que debe vérselas con los ogros malos y feos de la zona. Pero al margen de esta lectura, que enriquece la visión de la película, no se puede evitar la impresión de que Lazos de sangre termina estilizando demasiado el realismo sucio que utiliza como material de base. Hay algo impostado, no del todo verdadero en el film de Granik y que proviene de sus elogiadas actuaciones, que le consiguieron precisamente dos de sus cuatro nominaciones al Oscar. Se notan las composiciones: el esfuerzo de Lawrence por lucir sufrida o el de Hawkes por parecer amenazante. Y esas convenciones y estereotipos son los que valora la Academia de Hollywood.
Postales negras del Bósforo El director de Lejano y Climas vuelve a sus temas de siempre –la incomunicación, los círculos viciosos en las relaciones–, pero adolece de la complejidad de sentido de sus films anteriores y queda prisionero del formalismo que siempre rondó su obra. No es el único, por cierto (parece injusto que el cine de Zeki Demirkubuz, por ejemplo, no sea más conocido fuera de su país), pero Nuri Bilge Ceylan es el director turco con mayor reconocimiento internacional, incluida la Argentina, donde hasta ahora se han conocido todos sus films. En la Sala Lugones se descubrió su primer largo, El pequeño pueblo / Kasaba (1997), y el Bafici lo premió como mejor director por Nubes de mayo (1999), un film muy inspirado por el cine de Abbas Kiarostami, que incluso llegó a disfrutar de un módico estreno comercial en Buenos Aires. Posteriormente, llegaría su consagración en Cannes con Lejano / Uzak (2002), que obtuvo el Gran Premio del Jurado y también se vio en el Bafici. No se puede decir que Climas –premio de la crítica en Cannes 2006– haya estado a la altura de la obra previa del director, pero era sin duda un film sólido, pleno de ideas y de una impactante estética visual, producto de su rodaje en el sistema digital de alta definición (HD). Con Tres monos (otra Palma de Cannes, esta vez al mejor director de la edición 2008) Bilge Ceylan vuelve a sus temas de siempre –la incomunicación, los círculos viciosos en las relaciones–, pero adolece de la complejidad de sentido de sus films anteriores y queda prisionero del formalismo que siempre rondó peligrosamente su obra. La primera media hora del film es ejemplar, por su capacidad de síntesis y por sus sabias elipsis, que van haciendo avanzar la trama sin necesidad de dar demasiadas explicaciones, dejando trabajar al espectador. Un auto, una ruta desolada en la noche profunda, un accidente. El conductor que atropella a un peatón y huye es un candidato político en plena campaña electoral. Dice que no puede permitirse el escándalo y le propone a su chofer (que esa noche estaba de franco) que asuma toda la responsabilidad. “Será como máximo un año de cárcel y a la salida te espera una buena recompensa”, dice el corrupto Servet (Ercan Kesal). Para el sumiso Eyup (Yavuz Bingol) no parece haber otras opciones. Acepta con tanta resignación como rapidez. Quizás piense que eso es lo mejor para su mujer (Hatice Aslan) y su hijo Ismail (Ahmet Rifat Sungar). Pero nada será tan fácil como se creía. El de la familia de Eyrup es un mundo cerrado, hecho de rutinas agobiantes, de cosas no dichas, de deseos insatisfechos, de pequeños secretos tras las puertas. El hijo hace rato que ha dejado de ser adolescente, pero se sigue comportando como tal: sólo parece salir de su apatía cuando lo tienta la violencia. Y está acostumbrado a tomar siempre el camino más corto, como ese atajo que usa diariamente para cruzar las vías del ferrocarril y que se intuye una metáfora de su vida. La madre es una mujer madura pero aún bella, que parece haber vivido a la sombra de su marido y de su hijo, sin que nadie tenga en cuenta sus sueños y deseos, tan simples quizás como la canción romántica que ha elegido como ringtone para su teléfono celular. Un poco a la manera de El malentendido, de Albert Camus (cierta sombra de existencialismo ya asomaba en Climas), al comienzo todo hace pensar en una estructura de tragedia clásica, donde el destino de los personajes se ve en constante tensión con sus afectos. Pero sin embargo el film de Ceylan va inclinándose paulatinamente por un melodrama asordinado, con rasgos de film noir. No habría nada de malo en esto (al fin y al cabo El cartero siempre llama dos veces –la novela de James M. Cain, tantas veces filmada– era una tragedia contemporánea) si no fuera porque el director se va dejando tentar por un formalismo vacío y antiguo. Se regodea con las posibilidades que le da el registro digital para estilizar la imagen, apela a la cámara lenta y a la disociación del sonido, no puede evitar caer en la trabajada postal cada vez que encuadra planos generales en el estrecho del Bósforo. Es como si una brillante superficie de papel satinado se impusiera por sobre la profunda oscuridad de su tema.
En busca del tiempo perdido El meticuloso trabajo de animación de Chomet, heredero en su dibujo artesanal de la llamada “línea blanca” de la historieta franco-belga, le calza como un guante al guión de Tati, de un lirismo tan sensible como elegíaco. “Tati y Bresson son los dos genios gemelos del cine francés”, escribió alguna vez Marguerite Duras. Para Jean-Luc Godard, “Tati tenía el sentido de la comedia porque tenía el sentido de la extrañeza”. Y según François Truffaut, “Tati, como Bresson, reinventa el cine en cada film”. Formado en el ambiente del teatro de varieté y el music-hall, Jacques Tati (née Tatischeff, 1909-1982) le dedicó al cine una obra tan escasa como influyente, apenas seis largos y un puñado de cortos de un rigor y una pureza extremos. Actor, guionista, productor y director de sus propios films, Tati fue un autor total, que gozó simultáneamente de la popularidad del gran público (particularmente en sus primeros tres films) al mismo tiempo que era admirado y celebrado por sus colegas más exigentes. Su figura ha quedado asociada por siempre con la de su creación, el legendario Señor Hulot, protagonista de casi todos sus films e incansable batallador por un mundo más habitable, a escala humana, contra la homogeneización y la frivolidad de una cultura que se dice moderna. Para Serge Toubiana, director de la Cinémathèque Française, “en sus seis películas Tati captó algo esencial: el paso del tiempo, la evolución del mundo”. Y el crítico Michel Chion sintetizó: “Tati es un mundo en sí mismo”. Es imposible referirse a El ilusionista sin mencionar a Tati. No sólo porque el segundo largometraje del animador Sylvain Chomet –el realizador de la celebrada Las trillizas de Belleville– está basado en un guión escrito por Tati que nunca llegó a poner en imágenes, sino también porque el propio Tati es el protagonista, a partir de una historia que, aunque no es precisamente autobiográfica, tiene mucho de personal (ver entrevista a Chomet). Si en el vértigo ciclístico de Las trillizas de Belleville Chomet ya insinuaba su admiración por Tati, al que homenajeaba explícitamente con una cita de Día de fiesta (1949), su primer largometraje, aquel en el que un cartero repartía enloquecidamente la correspondencia trepado a una modesta bicicleta, ahora en El ilusionista Chomet vuelve a Tati en pleno, pero al Tati de los últimos años, marcado por la melancolía y escéptico de las bondades del mundo moderno, en el que se sentía fuera de lugar. Si en Mi tío (1958) –una de cuyas escenas Chomet ahora alude literalmente– el emblemático Monsieur Hulot, alter ego de Tati, se preocupaba por el viejo París que iba quedando atrás con la uniformización y automatización de la nueva ciudad, en El ilusionista reaparece, como un leitmotiv, ese mismo tema: el transcurso del tiempo, los cambios en las costumbres, la inadecuación frente al mundo. El ilusionista del título es Tatischeff, un viejo mago profesional, tristón y solitario, que allá por los años ’50 comienza a sufrir las mutaciones en los gustos del público y la aparición de nuevos espectadores, que ya no serán los suyos. El mundo del music-hall está en decadencia, las luces del varieté comienzan a apagarse y ya casi no queda audiencia para sus repetidas rutinas. Probará salir de gira, pero nomás llegar a Londres descubrirá el signo de los tiempos que corren: las adolescentes histéricas ante cada nueva actuación de The Britoons, algo así como un supuesto antecedente de los Beatles. Más lejos, en un pueblo perdido de Escocia, encontrará no sólo algo de su viejo público entre los parroquianos de un pub. También conocerá a una muchacha pobre e ingenua, que cree descubrir en el mago el misterio de un mundo desconocido y ajeno y a quien Tatischeff adoptará casi como a una hija. Como en toda la obra de Tati, en El ilusionista el argumento es lo de menos. Lo que verdaderamente importa son los ambientes, los detalles significativos, las pequeñas acciones reveladoras, los apuntes no por laterales menos importantes. El meticuloso trabajo de animación de Chomet, heredero en su dibujo artesanal de la llamada “línea blanca” de la historieta franco-belga, le calza como un guante al guión de Tati, de un lirismo tan sensible como elegíaco.
Lo que vendrá viene de los años ’80 Aunque no está a la altura del original en cuanto a visión de futuro, la nueva Tron propone una aventura cibernética en la cual los efectos 3-D parecen bastante más orgánicos y justificados que en la mayoría de la producción de Hollywood al uso. Allá lejos y hace tiempo, por 1982, la Disney dio a luz un producto por demás extraño a la compañía, una película de ciencia-ficción titulada Tron, que no estaba necesariamente pensada para el público infantil y que utilizó por primera vez (al menos en forma extensiva) imágenes generadas por computadora, aquello que luego Hollywood llamaría por sus siglas en inglés, CGI. Pese a la novedad, la película ni siquiera fue nominada al Oscar en el rubro efectos especiales, lo cual puede dar una idea del ninguneo que sufrió no sólo por parte de la industria sino también del público, que en ese momento le dio la espalda. Pero con el tiempo, aquel Tron –que en una época en que ni se soñaba con la existencia de Internet ya manejaba una jerga informática que luego sería moneda frecuente– pasó a convertirse en un film de culto, no sólo porque era difícil de ver (Disney lo tuvo descatalogado por años) sino también porque generaciones posteriores reivindicaron su carácter anticipatorio, tanto en sus rubros técnicos como conceptuales. Toda la idea de inmersión e interacción con un mundo virtual, a la manera de Second Life, ya estaba, por ejemplo, en el Tron 1.0. ¿Qué mejor entonces para Disney que crear una continuación, con todo lo que la tecnología de hoy puede comprar? Esa secuela se llama Tron: Legacy y aunque no está a la altura del original en cuanto a visión de futuro, porque descansa en la misma imaginería creada casi treinta años atrás, la actualiza visualmente y arma una aventura cibernética en la cual los efectos 3-D parecen bastante más orgánicos y justificados que en la mayoría de la producción de Hollywood al uso. La película dirigida por el debutante Joseph Kosinski y escrita por un ejército de guionistas a partir de los personajes creados por el realizador primigenio, Steven Lisberger, tiene la ventaja de contar con el protagonista original, el gran Jeff Bridges, que después de años de sube y baja parece estar en su apogeo (viene de ganar el Oscar por Loco corazón y está a punto de estrenar la remake de Temple de acero, de los hermanos Coen, en el mismo personaje que le valió la estatuilla a John Wayne). El asunto es que Bridges vuelve aquí por partida doble: no sólo interpreta nuevamente al mago informático Kevin Flynn, que se había perdido en su propio mundo virtual, sino también –gracias al CGI, capaz de hacer unos milagros de rejuvenecimiento que harían las delicias de Mirtha Legrand– a su maligno avatar Clu, siempre joven y lozano, que ahora ha tomado el control de ese ciberespacio paralelo y retiene al viejo Kevin como prisionero. No sea cosa de que el genio pueda escapar de su botella y volver a convertirse otra vez, desde una pantalla y un teclado, en el amo deseoso de pulsar el botón de “delete”. El asunto es que quien viene a rescatar a Kevin de su prisión digital es nada menos que su hijo Sam (el hierático Garrett Hedlund), resentido por haber crecido sin su padre a la vista, pero dispuesto a luchar por sus ideales, que ahora venimos a descubrir –un poco tarde– que son los del software libre. Sucede que mientras Kevin pensaba como Richard Stallman y los predicadores del copyleft, en su empresa aprovecharon su larga ausencia para sacar rédito de sus creaciones y seguir al pie de la letra las lecciones de Bill Gates: gratis, nada. (Algo no muy distinto, por cierto, a lo que piensa la propia Disney, que con este Tron: Legacy piensa volver a llenar sus arcas no sólo con el relanzamiento en dvd del film original sino con toda una serie de videojuegos inspirados en la nueva película, que nadie podrá disfrutar si no es pagando la licencia correspondiente, claro.) A diferencia del film original, que debía conformarse con lo que podía hacerse por aquella época (que no era poco, por cierto), este Tron: Legacy apuesta casi todas sus fichas al diseño de producción digital, creando dentro de ese videojuego un mundo propio, onda disco, hecho de neones, luces estroboscópicas y bodysuits de látex negro o fluorescente, especialmente pensados para el lucimiento de las chicas del elenco (la morocha Olivia Wilde, la rubia Beau Garrett, una buena y otra mala, claro). ¿La mejor escena? La primera batalla de Sam dentro del juego creado por su padre, en la que los “programas”, en un remedo de circo romano, quieren que corra la sangre de un “usuario”. ¿La más berreta? Kevin/Bridges meditando como una suerte de Yoda en su palacio kitsch de cristal. ¿La más bizarra? Aquella en la que Michael Sheen (el David Frost de Frost/Nixon) encarna a una estrella de la noche que parece salida del universo glam de David Bowie en su período Ziggy Stardust.
Dos en el camino Wendy & Lucy consigue trascender aquello que narra para describir un estado de situación mucho más amplio, el triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza. Una chica, una perra y un auto. Eso es todo lo que necesita Kelly Reichardt para hacer una pequeña gran película, capaz de dar cuenta del triste paisaje de hoy en los Estados Unidos, surcado por el desempleo y la desesperanza. Filmada con un presupuesto equivalente al que en Avatar apenas si pagaba el catering de una semana de rodaje, Wendy & Lucy es además una película consecuente consigo misma: su producción es tan austera como su estilo, seco y despojado. Esto no implica, sin embargo, que se pueda hablar de minimalismo: es verdad que Reichardt se libra de todo aquello que no es absolutamente esencial a su relato, pero al mismo tiempo Wendy & Lucy consigue trascender aquello que narra, su pequeña anécdota, para terminar describiendo un estado de situación mucho más amplio, que habla de un nuevo desencanto del famoso sueño americano. No deja de ser sintomático que una película que tiene todo el espíritu de una road movie empiece con un auto que ni siquiera se puede poner en marcha. Se supone que Wendy (Michelle Williams, estupenda) y su cariñosa perra Lucy vienen viajando de lejos en su destartalado Honda Accord. Pero para cuando llegan a una ciudad como tantas del estado de Oregon, en su improbable viaje a Alaska, el coche una mañana se niega a seguir. El asunto es más grave de lo que parece, no sólo porque la reparación saldría más cara de lo que vale el auto, sino porque ese auto es el hogar de Wendy y Lucy, su único refugio, el último madero al que parecen poder aferrarse. La plata también empieza a escasear y una idea malhadada de Wendy, que la lleva a pasar unas horas en la cárcel, implica que pierda a su querida Lucy. Su deambular en busca de Lucy por ese pueblo monótono, casi vacío, que parece salido de un mal sueño, expresará muy bien la soledad casi metafísica de Wendy. A diferencia de lo que sucedía con el llamado Nuevo Cine Americano de los años ’70, donde salir a la ruta implicaba conocer otros mundos y nuevos personajes, toda una realidad sucia y dura pero viva que Hollywood parecía haber escondido debajo de la alfombra, en Wendy & Lucy la protagonista ya casi no tiene con quién encontrarse. Salvo por ese veterano empleado de seguridad que se pasa doce horas por día vigilando una playa de estacionamiento siempre desocupada (“Es mejor que mi trabajo anterior”, dice, con lo cual ya da una idea del estado de las cosas), Wendy prácticamente no tiene un verdadero diálogo con nadie. Los hippies con quienes al comienzo se cruza cerca de un playón de ferrocarril –y que ya vuelven vencidos de esa Alaska a la que Wendy pretende llegar– son figuras del pasado, fantasmas de un cine con el que Kelly Reichardt sin duda se siente identificada pero que sabe que ha quedado definitivamente atrás. Los largos de trenes de carga que abren y cierran Wendy & Lucy –una imagen icónica de la idea de libertad y del viaje al margen del sistema– recuerdan a los de Pasajeros profesionales (1972), de Martin Scorsese, y a los de Esta tierra es mi tierra (1976), de Hal Ashby. La sombra de la Gran Depresión de los años ’30 de la que daban cuenta estas películas está allí, a la vuelta de la esquina. Pero ahora ese mismo paisaje parece definitivamente vaciado de toda esperanza. Ya no hay otros desclasados con quien compartir el viaje. Ya no hay tampoco con quién enfrentarse. Como en una novela apocalíptica (¿The Road, de Cormac McCarthy?) apenas queda el instinto de seguir adelante, de sobrevivir. Una crónica de Wendy & Lucy no debería dejar de consignar la precisión de los fugaces retratos que hace Reichardt de las pocas figuras que pasan por delante de su cámara: los dos fugaces planos mudos, por ejemplo, que le dedica al rostro de la compañera del guardia del estacionamiento parecen expresar el infinito cansancio de toda una vida. ¿Será así Wendy en el futuro? No se sabe, pero en principio no está dispuesta a rendirse. Piensa llegar al final de ese camino que ella misma ha trazado en un mapa, cada vez más ajado. No queda claro qué busca ni qué la espera en la meta. Y quizá sea la última en intentarlo. Pero viendo la película de Reichardt no se puede sino sentir que vale la pena seguir adelante.
Uno contra todos Bellocchio construyó una fábula bella, oscura y farsesca sobre la angustia de un hombre agobiado por el peso de las instituciones: familia, escuela, iglesia y Estado. “Dejame en paz, andate, quiero estar solo”, expresa con vigor, pero al aire, un niño no mayor de seis años, en el comienzo de La hora de religión, el extraordinario film de Marco Bellocchio. “¿Con quién estás hablando?”, le pregunta muy preocupada su madre, a lo que el chico responde: “Con Dios, le digo que me deje tranquilo, si está en todos lados no estaré libre ni un momento”. Esa asfixia, esa opresión que siente el niño y que trae de la escuela, de su clase de catecismo, es un poco la misma que se apodera de la película toda, signada por la agobiante omnipresencia de la religión en todas las esferas de la vida cotidiana italiana. Lejos del naturalismo al uso, en su antípodas incluso, L’ora di religione es un film soberbio precisamente porque con elementos de la realidad se permite construir una fábula bella, oscura y farsesca sobre la angustia que se abate sobre un hombre cuando el peso de las instituciones –la escuela, la familia, la Iglesia, el Estado– se confabulan para quebrar su independencia y su libre albedrío. El protagonista en cuestión es Ernesto (gran trabajo de Sergio Castellitto), un pintor e ilustrador de cierto renombre, padre de ese niño atormentado del comienzo y en vías de separación de su esposa. Una mañana, sin aviso previo, se le aparece en su estudio el secretario de un cardenal pidiéndole su ayuda para la beatificación de su propia madre, asesinada unos años atrás a manos de su hermano, un enajenado mental. Al enviado papal no le parece necesario dar muchas razones: confía en que Ernesto aceptará de buen grado comparecer ante el Vaticano y contribuir a la santificación de su madre. Pero a la suspicaz sorpresa inicial le sigue la tenaz resistencia de Ernesto contra todo un entorno que parece conjurado para extraer su consentimiento y doblegar su voluntad. Al fin y al cabo, él no cree en Dios. Y quiere ser coherente, consigo mismo y con su hijo, al que se sintió impelido a inscribir en “la hora de religión” porque era el único de su clase que no acudía... Hay algo profundamente subversivo en el film de Bellocchio, que va más allá de las banales acusaciones de anticatolicismo que la película recibió en Italia en el momento de su estreno, hace ya ocho años. La primera subversión está en el campo de la forma: el director de Vincere plantea una puesta en escena aparentemente realista, pero en la cual se van produciendo pequeñas fracturas, que van ubicando al film en una esfera de creciente extrañamiento. No se trata solamente del hecho de que Ernesto se siente prisionero de una suerte de complot, que involucra desde las más altas autoridades eclesiásticas hasta su círculo más íntimo. Hay algo más hondo allí y tiene que ver con materiales fuertemente simbólicos, como si la película toda se tratara de un sueño que debe ser interpretado. Bellocchio trabaja libremente con una riquísima red de relaciones y de asociaciones de ideas y va construyendo una suerte de mosaico, no por legible menos complejo y abierto a diversas lecturas simultáneas. Ernesto es el padre de ese hijo conflictuado por “la hora de religión” del título, pero es un padre que se resiste a ocupar el lugar de padrone que los demás quieren que ocupe. Y de esa madre a punto de ser santificada dice que era “una estúpida” y que, antes de convertirse en la víctima de su hermano, fue su asesina, porque lo mató en vida, lo terminó ahogando con esa sonrisa beatífica que ahora Ernesto ve, como en una pesadilla, magnificada en gigantografías impresas especialmente para promover su canonización, como si se tratara de una candidata política. Esa espectacularización propia de los rituales de la cultura italiana es un blanco constante de los dardos de L’ora di religione, que carga por igual contra las figuras de la nobleza, la educación, la religión y la familia. Es un film que, además, trabaja en base a la circulación de deseos y pulsiones, como esa puerta que Ernesto deja permanentemente abierta para que entre a su casa no sólo esa bella maestra de religión de la que cree haberse enamorado (¿una fantasía?, ¿acaso las maestras de religión no son feas?), sino también la inspiración que parece necesitar para su labor artística. La hora de religión también tiene humor, como cuando Ernesto no puede tolerar la vista del Vaticano y se esconde en el asiento trasero del auto que lo conduce a la casa papal, parapetado detrás de unos anteojos oscuros y en posición fetal. Tiene momentos de una intensidad dramática verdaderamente infrecuente, como cuando el hermano de Ernesto, encerrado en su propio dolor, vuelve a maldecir a Dios y a la Virgen (como cuando mató a su madre), y él no puede sino abrazarlo conmovido. Y tiene secuencias de un raro misterio, como esa en la que un arquitecto preso en un manicomio –presidido por la imagen de la Virgen– le confiesa a Ernesto que él enfermó por causa de la fealdad del monumento Vittoriano, ese siniestro altar de la patria que se alza en pleno centro de Roma y que hubiera querido dinamitar. Será Ernesto quien finalmente lo destruya, al menos simbólicamente, en una de sus obras. Y no es difícil ver detrás de él al propio Bellocchio, cargando contra ese símbolo nacional, tan opresivo como el del Vaticano.
Tres amigos demasiado solos Nunca se extrañó tanto la ausencia de los grandes nombres del cine inglés que dieron vida a los distintos personajes de la saga y que aquí ya han desaparecido, o aparecen apenas muy fugazmente, reducidos casi a la situación de meros cameos. Cada vez más dirigida a los incondicionales de la saga, esta séptima entrega de Harry Potter tendrá valor solamente para los iniciados, pero puede llegar a ser tan mortífera como Lord Voldemort para todo aquel que no ingrese a la sala ya rendido de antemano ante los personajes creados por J. K. Rowling que han hegemonizado la cultura infanto-juvenil de los últimos tres lustros. Tan es así, tanta es la confianza en la franquicia y en la fidelidad de sus seguidores, que el último libro de la serie ha sido dividido en dos para su versión cinematográfica y aquello que por ahora se puede ver –con un final más que abierto: directamente trunco– es apenas la primera parte de un todo que recién tendrá su continuación en... ¡julio del 2011! El comienzo es claro: Hogwarts y el Ministerio de la Magia están bajo el control absoluto del Amo de las Tinieblas, que ha instaurado una dictadura de inspiración nazifascista. Y Harry, el único que puede revertir la situación y derrotar a Lord Voldemort, como lo viene intentando desde hace tiempo, está en peligro, más que nunca antes en su vida. Lo cual es decir mucho. Cuidándole las espaldas se presentan sus leales amigos de siempre, pero con una baja de proporciones: ya no está el venerable Dumbledore, su guía y mentor, eliminado en el libro-película anterior. Y los pocos fieles que quedan también van menguando, lo cual es más un problema para la película que para Potter. Lejos del siempre variado escenario escolar de Hogwarts, que Harry ya no puede pisar, y perseguido en pleno centro de Londres por unos mortífagos que ni siquiera respetan las fronteras entre el mundo real y el de la magia con tal de aniquilar al Elegido, esta primera entrega de Las reliquias de la muerte transcurre en su mayor parte en digitalizados bosques, colinas y praderas donde Harry, Ron y Hermione se refugian de la ira de Voldemort, mientras intentan descubrir y destruir las “horrocruxes”, esos talismanes de los que se vale el maldito para consolidar su oscuro reinado. Pero –y ahí está el problema– los chicos están demasiado solos durante gran parte del metraje. Y ya se sabe hace rato, desde que dejaron de ser adolescentes y siguen queriendo pasar por tales: si hay algo que Daniel Radcliffe, Emma Watson y Rupert Grint no tienen es carisma, gracia, encanto. En fin, magia... Nunca se extrañó tanto la ausencia de los grandes nombres del cine inglés que dieron vida a los distintos personajes de la saga y que aquí ya han desaparecido, o aparecen apenas muy fugazmente, como el Severus Snape de Alan Rickman o el Hagrid de Robbie Coltrane, reducidos casi a la situación de meros cameos. La única que le saca un poco el jugo a su brevísimo paso por la pantalla es Helena Bonham-Carter, más loca que nunca como la siniestra Bellatrix Lestrange. ¿Un momento a destacar? El relato que lee Hermione referido a las reliquias de la muerte del título y que son ilustradas por una inspirada secuencia de animación, realizada a la manera del cine de siluetas de la pionera alemana Lotte Reiniger, autora de las legendarias Aventuras del Príncipe Achmed (1926). Son apenas unos pocos minutos, pero en ese tramo creado por el animador suizo-británico Ben Hibon se respira un aire artesanal que oxigena un producto por lo demás demasiado sintético.
¿Qué más se le puede pedir a la vida? Si en su película anterior, Sonrisas y lágrimas, Soldini hacía de un tema social un problema de alcoba, en Cosa voglio di più, por el contrario, es capaz de insinuar en un asunto pasional algunos conflictos latentes de dinero, de cultura y de origen. Gran esperanza blanca del cine italiano de alcance masivo, el milanés Silvio Soldini (n.1958) tuvo su primer gran éxito internacional con Pan y tulipanes (2000), con la que también desembarcó en Argentina, donde el año pasado se conoció en una retrospectiva la totalidad de su obra, signada por personajes de todos los días envueltos en problemas cotidianos. Cosa voglio di più –su film más reciente, lanzado en febrero pasado en la Berlinale– transita en esa misma línea, pero a diferencia de sus trabajos anteriores, que tendían a asegurar al espectador en un cómodo conformismo, aquí Soldini se arriesga a plantear un problema sencillo pero para el cual no da por sentada ninguna solución. Es más, se diría que si en su película anterior, Sonrisas y lágrimas, hacía de un tema social (el desempleo en las clases medias) casi un problema de alcoba, en Cosa voglio di più, por el contrario, es capaz de insinuar en un asunto pasional algunos conflictos latentes de dinero, de cultura y de origen. ¿Qué más puedo pedir? se pregunta desde el título mismo de la película la joven Anna (Alba Rohrwacher). Como empleada de un estudio contable, tiene un empleo modesto pero seguro y cuenta con la confianza de su jefe, que la valora y considera. Es querida tanto por su familia como por sus amigos y parece llevar una feliz relación de pareja con Alessio (Giuseppe Battiston), con quien comparte las rutinas de una apacible vida en común. Pero a poco de andar, el film empieza a exhibir cierta insatisfacción en Anna, a exponer su presunción de que afecto y ternura para ella –a diferencia de lo que le sucede a Alessio– no son lo mismo que amor. La irrupción de Domenico (Pierfrancesco Favino), capataz de una agencia de catering, casado y padre de dos hijos, provocará en Anna el despertar de una pasión que la sorprende a ella misma. Oriundo de “Calabria saudita” como él mismo se burla, Domenico sin embargo ya no es uno de los tantos inmigrantes del sur perdidos en Milán, a la manera de otros tiempos (recordar aquí Rocco y sus hermanos parece una exageración). Está bien instalado en la ciudad, aunque el color de su piel es bastante más oscuro que el de la pálida rubia del norte que es Anna. Y tiene más problemas de dinero que ella. Quizá porque ella todavía no tiene hijos... En Cosa voglio di più se habla de hipotecas, de deudas, de préstamos y se aprende, por ejemplo, que en la Italia de Berlusconi darle una inyección a un hijo sale 67 euros. El dinero es una constante en el film y no deja de determinar conductas. “Mi patrón ya se casó tres veces”, se ríe Anna, en uno de sus encuentros secretos con Domenico. A lo que él le contesta: “Y claro, así es fácil, tiene plata”. Si esos encuentros íntimos lucen en la película de Soldini algo irreales (la escenografía levemente kitsch del hotel alojamiento, el modesto exotismo de la fugaz escapada turística a Túnez) debe considerarse un mérito de la puesta en escena, que parece querer marcar la diferencia entre la asfixiante rutina de todos los días de ambos en sus respectivas casas –con las presiones familiares y sociales siempre encima– y el ambiente de fantasía dannunziana (degradada por la televisión) que parece ser el único en el cual Anna y Domenico pueden vivir su amor, dos horas a la semana. No todos los personajes están desarrollados con la misma precisión y algunos, como el pueril Alessio, parecen determinados por el guión hasta acercarse peligrosamente al estereotipo. La película es también reiterativa y sus 126 minutos quizás excesivos para lo que tiene para contar. Pero las sólidas actuaciones de Rohrwacher y Favino y el excelente trabajo de cámara del argentino Ramiro Civita contribuyen para que Cosa voglio di più se convierta en el film más maduro y menos complaciente de Soldini.