Juan Solanas, hijo de Pino, es un director de cine de ficción. Pero, ahora radicado en Uruguay después de vivir casi toda su vida en Francia, siguió de cerca la campaña pro aborto legal, seguro y gratuito en la Argentina. Al punto que, en la víspera del debate parlamentario, profundamente conmovido, tomó su cámara y se dedicó a registrar lo que pasaba en las afueras del Congreso. El documental Que sea ley, que provocó los pañuelazos verdes en Cannes y San Sebastián, donde acaba de ganar el premio de Televisión Española, es bastante más que eso, claro. A los testimonios e imágenes de la calle suma los de sus protagonistas, legisladores, activistas, referentes. Y aunque también hay espacio para los mal llamados provida, esta es una película militante, que ya desde su título se erige como un vehículo de difusión a favor de la aprobación de la ley. Además, Solanas viajó por el país y, es uno de los puntos fuertes de su película, entrevistó a víctimas, en casos terribles consecuencia de la imposición del aborto clandestino. Escuchar a esas víctimas, a sus familiares, a los involucrados, implica enfrentar eso que dice haber buscado con la película: una verdad incontestable. Y la emoción es inevitable.
Director de films de terror y fantástico (Necrofobia, Ataúd blanco), Daniel de la Vega incursiona, con Punto Muerto, en el misterio clásico y el cine negro. Con un anclaje literario aquí: un escritor de novelas policiales, Peñafiel (Osmar Núñez) llega a un encuentro con lectores llevando su nueva novela, en la que resuelve el misterio de la habitación cerrada, una de las obsesiones en torno del crimen perfecto. Lo rodean un crítico feroz, capaz de pulverizar su obra (Luciano Cáceres) y un escritor joven que lo admira y ha leído todos sus libros. Pero en paralelo a ciertas ideas del papel, habrá un crimen y Peñafiel parece sospechoso. En blanco y negro, y en ambientes cerrados, con actores que parecen estar pasándolo bien, el puñado de personajes jugará un juego de enigma que bebe de fuentes conocidas, las guiña y homenajea. Mientras la historia, una vez aceptada su propuesta algo excéntrica, funciona y entretiene.
Una película que va dedicada a Ronald Melzer ya empieza bien. El fallecido crítico de cine y árbitro de fútbol uruguayo fue, tanto desde su videoclub en Pocitos, donde daba pequeñas clases magistrales a cada cliente, como desde las páginas de Brecha, una figura central de la difusión y el entusiasmo cinéfilos. En Porno para principiantes, de elenco y equipo uruguayo-argentino, es Aníbal (Nicolás Furtado) el que pide, detrás del mostrador, que los clientes rebobinen la cinta antes de devolverla, so pena de multa. Su amigo Víctor (Martín Piroyansky) está por casarse con Leticia (Nuria Fló), que es además su musa en los cortometrajes bizarros que dirige. Pero como no quiere vivir de su trabajo como cadete toda la vida, ni someterse a las humillaciones de su suegro, acepta un encargo para dirigir una película porno. Con Aníbal como productor y eventual protagonista, Víctor se pone a la tarea de hacer porno pero con pretensión artística. Mientras va cayendo a los encantos de la actriz principal, Ashley (la brasileña Carolina Manica). Todo un plot que se relata como flashback: lo que le cuenta, años después, un Víctor devenido cura (el estupendo Roberto Suárez) a un chico en confesión. Que no se trate del mismo actor es uno de los varios caprichos del juego que propone el director, Carlos Ameglio, en esta comedia. En la que no todas las bromas funcionan igual de bien, sobre todo en la última parte. Hay, hasta que la película porno empieza a producirse, un desarrollo divertido, con ritmo, por momentos -y en gran medida gracias al woodyalleniano Piroyansky- desopilante. Pero, así como a su Víctor las cosas se le empiezan a trabar, algo parecido le sucede a la película, que por momentos flirtea con ponerse más seria, pierde ritmo, y termina acumulando información, con sus vueltas de tuerca, en los minutos finales, atolondrada y como con apuro. De todas formas, más allá de sus puntos débiles, Porno tiene la simpatía y la gracia suficiente como para hacernos pasar un buen rato. Con su homenaje al cine disidente y -en la línea de films como Be Kind Rewind, de Gondry-, a esos espacios de la nostalgia, los videoclubes, que habrá que explicarles a los millenials y centennials.
Hay una escena en Guasón en la que el protagonista entra a la casa donde una mujer intenta dormir a su hija. Asustada, ella lo reconoce y le indica que se ha equivocado de puerta. Es un buen momento, ingenioso, que resignifica algunas cosas que vimos antes. Pero el director y guionista Todd Phillips (¿Qué pasó ayer?) se siente obligado a explicarla, con una secuencia de flashbacks modificados. En la que lo que habíamos visto hasta ese momento resulta que no era tan así. Con un protagonista psicológicamente deshauciado, la triste historia de origen del enemigo de Batman parece casi obligada a jugar con el cruce entre la realidad y aquello que se cuece en su cabeza. Pero esa escena debe ser explicada, como si no bastara, o no se confiara lo suficiente, en la elocuente síntesis de esa imagen, de ese diálogo breve. Joker -ganador del León de Oro a Mejor Película en el Festival de Venecia, todo un hito para un film de superhéroes- es todo lo oscura esperable. Como corresponde a la sucesión de desgracias en que se basa su historia: la de un tipo solitario llamado Arthur Fleck (Joaquín Phoenix), que sueña con ser comediante de stand up pero se gana la vida como payaso de ocasión. Vive con su madre, a la que baña y atiende, y lleva una tarjeta que explica su risotada maniática como condición mental, para evitar malentendidos y represalias. Sin embargo, desde la primera escena de la película, cuando unos chicos malos le dan una paliza vestido de payaso, parece claro que su condición de freak provoca más rechazo que compasión. Entre sucesivas humillaciones y desgracias, el tipo irá acumulando enojo, porque como sabemos, es la semilla del Guasón. Y matar tendrá para él un efecto liberador. Lo cierto es que, además, las víctimas se lo merecen, como emergentes de esa sociedad brutalizada que lo ha hecho así. Y la película invita (como tantas con protagonista perturbado, seamos justos) a ponerse de su lado o leerlo como una especie de justiciero deforme. Gotham es una ciudad parecida a la Nueva York de los setenta, azotada por las mega ratas, la basura y la violencia gratuita. Allí no hay presupuesto ni para la asistencia de tipos como Fleck, y la irrupción de un criminal disfrazado de payaso provoca una especie de gran revuelta. Una revolución. Contra los ricos, culpables de todo aunque sean buenas personas. Como los padres de un tal Bruce Wayne. Por un lado, los apuntes sociales marcan, sin grandes sutilezas, el camino para entender a Guasón como un síntoma distorsionado de (esta) época. Una especie de despojo. Por otro, el drama que suma, al paria marginal, a la Taxi Driver, traumas de origen con madre y padre (otra que falta de cariño). En el centro, está Joaquín Phoenix. En una actuación tan terriblemente intensa, y agotadora, que uno tiene ganas de pedirle que se tome unos minutos, que haga un respiro. La mueca retorcida, las risotadas agónicas, el atragante, la danza espasmódica, el caminar encorvado, el cuerpo escuálido y puntiagudo: no hay segundo de paz para su Fleck. Que incluso cuando calla está, con su mirada dramática, rabiosamente presente. Toda esa intensidad va al servicio de una historia atractiva, filmada con recursos, que se sigue con la expectativa lógica y viene a poner una nueva marca en el camino de las historias basadas en cómics de superhéroes. Pero que, al final, deja la sensación de que su penoso protagonista, como emblema del vacío y la deshumanización, es una construcción más declamada que transmitida. En este caso, a través de un statement sobre la indiferencia hacia el otro, en la secuencia climax, más básico y trillado que profundo. Tampoco la música que la ensalza es demasiado inspirada: una lista de extraordinarios clásicos sobre sonrisas, felicidad y payasos, en la voz de La Voz. Con el homenaje directo a Scorsese (El rey de la comedia, Taxi Driver y la presencia de Robert de Niro) y al cine de finales de los setenta, Guasón es una película potente y capaz de impactar. Aunque quizá, para ser importante, no baste con vestirse de importancia.
En 2009, el adolescente Luciano Arruga, de 16 años, no se presentó en casa de su hermana Vanesa. Fue la fecha en la que empezó la pesadilla, con ella y su madre en largo y penoso peregrinaje cuesta abajo, por los laberintos más oscuros de la violencia y la complicidad policial del conurbano. La tortura en una sede policial que no estaba habilitada para alojar detenidos -hoy espacio de la memoria- y la posterior desaparición de Luciano constituyó un caso conocido, y difundido, de la crónica de la violencia institucional. Esta película, que arranca con el desgarrador relato de esa hermana en sede judicial, reconstruye la historia de Luciano Arruga a través de los testimonios de familiares, pero también de los que fueron involucrándose para apoyar la lucha por su Justicia.
Co dirigida por Ciro Guerra (El abrazo de la serpiente) y Cristina Gallego, esta curiosa película colombiana, de bellísima fotografía, se mete en el corazón de Guajira, al norte de Colombia y Venezuela. Allí, los Wayuus combinan ritos tribales ancestrales con trapicheos y contrabandos muy contemporáneos. Hablada en lengua original y español, Pájaros abre con la ceremonia de iniciación como mujer de la bella Zaida, bailes tradicionales incluidos. Parece una película antropológica, pero el casamiento, la entrega de la joven incluye una dote que el pretendiente deberá conseguir. Estructurada en capítulos, sorprende, y acaso no del todo felizmente, cuando el asunto deriva en la inclusión del narcotráfico, la guerra entre clanes y la violencia desatada.
Con las increíbles imágenes de Islandia, filmada con preciosismo, Mujer en guerra es una extraña suma de asuntos con resultado más que estimulante. Un drama ambientalista, y una comedia con toques musicales, y por sobre todo, la crónica de la vida de una mujer, Halla, que es muchas a la vez. Los seguidores de la serie Trapped seguramente se van a sentir en terreno común, sobre todo de su segunda temporada. Porque Halla (Halldóra Geirharosdottir, en doble papel, porque interpreta también a su hermana gemela), con sus rutinas suaves, su dirección de un coro, su casa impecable, es también una activista apasionada, a quien llaman La Mujer de la Montaña. Cuyas acciones van de actos de vandalismo a planes más grandes para desbaratar la alianza entre el gobierno y la industria local del aluminio, para la construcción de una nueva planta. Hay momentos absurdos e hilarantes, siempre inteligentes, en esa crónica. Que encuentra un punto de quiebre cuando Halla recibe la noticia de que se aprobó su antiguo trámite de adopción. Y que en Ucrania, una niñita huérfana, sola en el mundo, la espera.
Montevideo, capital de la Suiza de América. Años sesenta, Ciudad Vieja. Un entramado de oficinas grises abrumadas de trabajo: comprar y vender dinero. El puntilloso escenario en el que el director Federico Veiroj (Belmonte, La vida útil) ubica a su personaje, Humberto Brause (un Daniel Hendler perfecto, y con extraños dientes), que es sólo gris en apariencia. Como aprendiz y protegido de un cambista importante (Luis Machín), que pronto será su suegro, queda claro que Brause tiene mucha ambición y pocos escrúpulos. Los negocios, cada vez más turbios, incluyen lavar dinero de la política, ubicándolo en el centro de escándalos de corrupción. Y, a medida que la situación política de ambas orillas se va poniendo oscura, mezclándose con las valijas de dólares que huelen a sangre y tortura. Y convocando al peligro cercano y real, en el siniestro personaje de Benjamín Vicuña. Con un retrato de época impecable, e implacable, Veiroj, en su película de narrativa más clásica y producción más grande, se acerca al tono de los hermanos Coen, con cierto humor negro y un patetismo que no perdona a nadie en su grupo de personajes. Brilla ahí, especialmente, la Gudrun que compone Dolores Fonzi, como la esposa de Brause. Una mujer dura y misteriosa que se mantiene firme e impasible en un matrimonio infeliz, tomando lo que le ofrece el ascenso social sin hacer preguntas. La historia del cambista, basada en un relato del mismo título, funciona como ventana para mirar un pedazo de la trágica historia reciente desde el ángulo poco explorado por el cine rioplatense: el de los negocios que florecían en sus sótanos. No hacen falta carteles señaladores, bajadas de línea ni subrayados. Veiroj cuenta una historia, y arma un film de género, con garra, inspiración, sutileza y cinefilia. En el que una maravillosa escena final, en apariencia serena, con diálogos dichos al paso y sin mirar a los ojos, puede resultar más devastadora que la más terrorífica de las secuencias de acción.
Con un 3D absolutamente impecable, y una historia que remite a muchas de amistad entre niños y monstruos, de ET en adelante, esta es la historia de Everest. Un joven yeti que aparece en el techo del departamento de Yi. Para reunirlo con su familia, ella y sus amigos se embarcan en una aventura épica con destino imposible: el punto más alto de la Tierra. Claro que además, tendrán que sortear amenazas: desde la científica al poderoso millonario que quieren capturarlo. Ciertamente, no hay grandes novedades en la propuesta de Mi amigo abominable en términos narrativos. Pero al atractivo que tienen para los chicos los films con monstruo friendly, vale sumarle el placer de su puesta visual, en la que la naturaleza luminosa y pródiga, a la Moana, parece estallar frente a nuestros ojos.
Gustavo Fontán es un director argentino más que interesante. Creador de dos trilogías muy personales y capaz de filmar con un sentido estético notable. Como muestra, La Deuda, un laberinto de imágenes azulinas de espacios poco iluminados, cerrados (un auto en movimiento, un dormitorio asfixiante) o abiertos (la calle nocturna, el tránsito humano, un bar). En el centro, Mónica (Belén Blanco), una mujer que carga la desesperación de devolver los quince mil pesos que se robó porque sino la van a echar del trabajo. Para conseguir la plata, se acercará a una serie de personajes. Y aunque su actitud es más bien áspera, pronto se revela que su máscara tiene grietas, a través de las cuales se puede ver a una mujer que sufre. Hay referencias a lo social, una empresa que echó empleados, la relación de la gente con lo que cuestan las cosas. Pero si La Deuda, más allá del dedo señalador de su título, hace de su historia una metáfora, al menos elige el camino de la sutileza, preocupada por cuidar su narrativa antes que por bajar línea.