Una enfermera vuelve a su pueblo, entre las montañas jujeñas, ante la muerte de su madre. Ahí, peleando contra los efectos de la altura, que parecen efectos del regreso, deberá enfrentar el duelo pero también la relación con su hijo Félix, el chico que se ha criado con su abuela. Además, hay un puma suelto, atacando al ganado, y la tradición, que los suyos cumplen y respetan, indica que para mantenerlo a raya hay que subir al monte para realizar una ofrenda, un ritual. Magalí (Eva Bianco) está más preocupada por volver a su trabajo, arrastrando al niño, que la rechaza. Pero ahí, en el aislamiento del paisaje seco y pedregoso, terminará por encontrar algo que tiene mucho que ver con encontrarse. La opera prima en el largo de Di Bitonto es una película sensible y bella, cuya fotografía saca buen provecho de un lugar increíble (Susques, cuatro mil metros sobre el nivel del mar). Profunda sin solemnidades, atenta a la cadencia secreta, de pocas palabras, de la gente del altiplano, observa las diferencias culturales, y los encuentros, desde un guión inteligente y comprometido. Mientras permite tomar contacto con un universo fascinante que está demasiado ausente en el cine argentino.
La extraordinaria Agnés Varda, directora de films emblemáticos como Sin techo ni ley, Cleo de 5 a 7 o la más reciente Visages Villages, murió en marzo pasado. Dos meses antes, presentó esta película como forma de despedida y, sí, de regalo de un legado. Es, entonces, un documental autobiográfico, en el que la cineasta más loca, activa, creativa y generosa comparte sus ideas sobre la realización. Que, por supuesto, son también sobre la vida. "Hay tres palabras importantes para mí -dice-, inspiración, creación y compartir". Las imágenes de su propio cine, combinadas con su propia imagen y su palabra, son, por supuesto, una masterclass. Y no sólo para cinéfilos.
Si te gustó la gran novela americana, y best seller, de Donna Tartt, es muy probable que esta adaptación te decepcione. Pero también si te acercás a ella sin información previa. Desde que un artefacto de dos horas y media (esperable: el libro tiene 1.200 páginas) que tiene en el centro a un niño huérfano y solo en el mundo, rodeado de adultos peligrosos, apenas consigue conmover. Theo (el inexpresivo Ansel Elgort, de la sobrevalorada Baby Driver) va con su madre al museo Metropolitan cuando un atentado terrorista convierte todo en cenizas. Su madre muere y él, sin saber por qué, sale de ahí, entre los pocos sobrevivientes, portando el pequeño óleo del jilguero, que el pintor holandés Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt, pintó en 1654. Ese será su secreto, a medida que el tiempo pasa, primero como adoptado temporal en casa de una familia rica y luego cerca de Las Vegas, con su padre biológico (Luke Wilson) y su estrafalaria esposa (una estupenda Sarah Paulson). Una peripecia que se narra como un largo flashback, voz en off mediante, hasta un desenlace que roza el thriller. Es notable que, sobre una base que cortaba el aliento de sus lectores, El Jilguero falle a la hora de lograr una tensión dramática. Todo parece pasar frente a nuestros ojos como una sucesión de imágenes inanimadas, como las de una naturaleza muerta, con una gran distancia entre lo que se nos dice que pasa y lo que transmite la pantalla. Solo parece cobrar fuerza en algunos tramos, como el de los pre adolescentes a la deriva, con un muy buen aporte de Finn Wolfhard (Stranger Things, It). Pequeños relámpagos, aislados, que logran involucrarnos en su tremenda historia de desesperanza.
A Sergio Garcés (Diego Peretti) lo llaman "el francés", porque supo grabar covers en español de las canciones de Serge Gainsbourg. Pero de eso hace tiempo ya. El tipo, ahora, es un actor con trabajos esporádicos como extra y hasta en el porno. Fanático de la selección argentina (la acción sucede durante una copa del mundo), seductor, va por la vida con una actitud canchera, hasta que sufre un accidente en su bicicleta que le rompe la nariz, y acaso lo obliga a asumir la mala racha. Iniciales S.G. es una película difícil de descifrar. Que se regodea en un protagonista neurótico con el que cuesta empatizar o que directamente cae mal. Con un argumento plagado de situaciones gratuitas, y bastante truculentas, que aparecen (y desaparecen) porque sí, mientras se burla, desde la voz en off de un relator (Daniel Fanego) de situaciones que tienen muy poca gracia, desde la humillación a las mujeres al suicidio o los festivales de cine a la Bafici. Con intención quizá de provocar, y a pesar del oficio de su protagonista -la mayor virtud de todo el asunto-, una película que juega con el cinismo, y hasta con la crueldad, con tan poca justificación que el resultado está más cerca de lo desagradable.
Roy McBride (Brad Pitt) es un astronauta de grandes talentos y un hombre muy solo. Dos cuestiones que sabemos pronto, a través de las fantásticas imágenes creadas por el director James Gray. Que antes filmó otra película sobre un viaje extraordinario, la brillante Z, la ciudad perdida. Y que arranca la historia de esta travesía con una explosión sideral, en todo sentido, que pone los pelos de punta. Ahora, la travesía es hacia los confines del sistema solar. Y McBride es elegido no sólo por su pericia, sino por el objetivo: su padre (Tommy Lee Jones), una leyenda de la industria aeroespacial, al que se dio por desaparecido veinte años atrás, parece estar vivo, en algún rincón de la galaxia. Con ecos de Solaris, 2001 o Interestelar, este nuevo ejemplar para la colección de películas de ciencia ficción metafísica es una especie de one man show para Pitt (se habla de un Oscar), con su personaje solo en medio de la nada y el resto del elenco, salvo Lee Jones, en roles muy acotados. Pero lo que empieza como una aventura espacial con protagonista atormentado, deriva en un asunto de resolución de daddy issues. Entonces se impone el psicologismo ramplón y solemne. En un largo y sinuoso camino que entretiene poco, con situaciones como paradas inocuas, mientras la voz en off, y algunos diálogos al borde del ridículo, nos llevan a mirar el reloj o el celular.
No debe haber peor pesadilla para un hincha fanático que la mufa. Y si hay que pisar caca porque da suerte, se pisa, más cuando el equipo, Atlético Saavedra, se juega el ascenso. El chiste de esta comedia "varonera", por no decir sexista, es precisamente ese: los amigos que se van a ver el partido clave y sus desesperados intentos porque no los acompañe uno que es mufa. Simpático, irresistible si fuera un cuento de Fontanarrosa. Como película, poco más que un catálogo de tics nac&pop y costumbrismo, agotador y que se agota pronto. Envuelto en un envase anticuado, como de un cine popular de otro tiempo, en el que cierto tipo de chistes, de humor televisivo, y cierta picaresca argenta debieron tener otra gracia. Con la consabida oda a la amistad y la pasión futbolera en el centro.
La película elegida para abrir la última edición del Bafici porteño, del actor y director Sebastián de Caro, es una comedia bastante disparatada y desconcertante. La historia de una extraña fiesta de casamiento, o mejor, de una wedding planner (Dolores Fonzi), que viste como una azafata y tiene modos de institutriz severa. A cargo de una celebración que la novia no quiere consumar y que parece suceder de manera anárquica. Con elementos que remiten a homenajes cinéfilos varios, desde El bebé de Rosemary a La fiesta inolvidable u Ojos bien cerrados, Claudia va y viene entre dos micromundos complementarios: el de la planner y su ayudante, y el de los invitados. Y mientras el primero es un hervidero de nervios y llamados, de recepción de quejas y decisiones sobre la marcha, el segundo va descubriendo extrañas personalidades e intenciones. A esto se suman elementos como el esoterismo y la magia. Pero el desconcierto por sus cambios de tono, de registro (¿parodia?, ¿grotesco?, ¿suspenso?, ¿comedia cool?), se impone a la diversión real. Y la distancia, que resulta del esfuerzo por entender de qué se trata, o hacia dónde va todo esto, impide la empatía necesaria como para meterse en la situación. Hay en Claudia una búsqueda valiosa y personal, de juego con géneros reconocibles, de repaso por gustos cinéfilos. Pero la película se enreda en su propio enredo, como extraviada. Y con más impostación que gracia, termina por dejar al espectador afuera.
Es poco habitual que el cine argentino se juegue al género de terror con ambiciones o a películas como Bruja, que proponen una lectura con anclaje casi histórico de cuestiones como la magia negra y el ocultismo: la brujería como forma de discriminación. En este caso, de Selena (Erica Rivas), que malvive con su hija adolescente en las afueras de un pueblito, donde no le permiten encajar, aunque no haga mal a nadie, porque, bueno, es una bruja. También es interesante la idea de que este personaje, con sus poderes, conviva aquí y ahora con los comunes mortales. Y que sea una madre amorosa y atenta, que prohíbe a su hija tener celular y, claro, se preocupa cuando la nena desaparece. Porque todo ese poder latente parece capaz de estallar ante la necesidad. Y cuando la joven (Miranda De la Serna, hija de Rivas) es secuestrada junto a otras chicas por una especie de red de trata muy cruel, la venganza puede ser terrible. Con las virtudes de su búsqueda, que no son pocas, Bruja tiene problemas de puesta, cuando el exceso -con la suma de los efectos visuales- va en detrimento del peso dramático. Y los apuntes sociales se perciben demasiado evidentes y subrayados. Incluso en una película como esta, menos puede ser más.
De los estudios Laika, los hacedores de Coraline, llega esta película de extraordinaria animación stop motion, sobre una criatura de otra era, Mr. Link, un simio amable con la voz de Zach Galfianakis en la versión original. Es el eslabón perdido que busca el investigador Lionel Frost (Hugh Jackman) para demostrarle al mundo su peso como investigador de leyendas. Con un argumento acaso no tan trabajado o inspirado como su estética, hay en la historia humor suficiente como para que el resultado sea más que satisfactorio. Con chistes eficaces que surgen de las dimensiones de Mr. Link y su literalidad. Además de los que darán pie los encuentros con otros personajes a lo largo de sus viajes, incluyendo potenciales enemigos y amenazas.
El escocés Gerald Butler vuelve al rol de Mike Banning, el noble agente encargado de custodiar nada menos que al presidente de los Estados Unidos (Morgan Freeman). El hombre tiene un hijo pequeño y una salud maltrecha, pero salva heroicamente la vida de mandatario cuando, en plena excursión al aire libre, sufren un atentado en el que muere todo su equipo. Como único superviviente, y con el presidente en coma, Banning resulta acusado y todo su entorno se vuelve rápidamente en su contra. Como una mezcla de El Fugitivo con cualquier thriller de intrigas en la Casa Blanca, Presidente bajo fuego sigue la huida hacia adelante de Banning, que una vez intenta sobrevivir y desenmascarar a los que urdieron el complot que lo tuvo como blanco. Que, por supuesto, pertenecen a su mismo bando. Suena conocido, sí. Y las secuencias de acción con muchas explosiones, a reglamento, ayudan tan poco como la sobre musicalización y la previsibilidad del argumento, a lo largo de dos horas que dejan poco.