La premisa, seguramente, ya la conocés. Y si viste el trailer, tenés la justa sensación de que ya la viste. Jack (Himesh Patel) es un músico mediocre que sufre un accidente durante un extraño y gigantesco apagón. Cuando se recupera, descubre que es el único que parece conocer a los Beatles. Y claro que su vida puede cambiar a puro repertorio de los fab four. El director Danny Boyle y sus guionistas, Jack Barth y Richard Curtis, tienen entre las manos un material doblemente interesante. Por un lado, el potencial para una comedia capaz de superar tanto la anécdota simpática como la consabida parábola del ascenso a la fama. Para explorar un montón de cosas vinculadas a, por ejemplo, los cambios (o continuidades) en los gustos culturales o musicales. Por otro, las extraordinarias canciones. Pero a medida que pasan los minutos, una sucesión de escenas graciosas basadas en el malentendido central, esas posibilidades se van cayendo como pétalos de una margarita. Ni por ahí, ni por allá: Yesterday prefiere el camino del centro, el seguro, y desdeña los atajos. Así se relata la transformación de Jack, que no es un tipo especialmente interesante, es el chico de pueblo, con una amiga demasiado amiga para pasar a novia, un trabajo en un almacén y sueños musicales, en la nueva gran cosa del pop mundial. Una parábola entretenida, aunque previsible. Que se agota pronto, cuando los chistes se parecen todos a un mismo chiste. Claro que hay ingredientes divertidos, como el rol de El Sheeran y el de la codiciosa manager americana que compone Kate McKinnon, sacudiéndole el estereotipo con talento y gracia. Pero la comedia romántica más convencional, y una historia de triunfo, a la vieja usanza, se imponen en una serie de curvas argumentales con poco filo. Y con tendencia al almíbar, como confirman algunas decisiones y cameos hacia el desenlace. Pero con canciones de los Beatles, como para "volver a enamorarse". Por lo demás, mejor imitar a los personajes y no fijarse ni preguntar por la banalidad de su incongruencia, sus cabos sueltos y el disparate de todo el asunto.
Dos hombres curtidos, trabajadores, viven en el monte, a orillas de un río, en 1978, durante los años de dictadura de Stroessner, en Paraguay. Hablan en guaraní, tienen un perro, Negro, que se hizo salvaje y a veces se escucha porque, dicen "huele sangre". Es que los hombres tienen un trabajo: enterrar, desaparecer los cuerpos que llegan hasta su orilla. Los paquetes que envían los militares, mientras ellos sólo parecen interesados en saber cómo va el mundial de fútbol, porque el trabajo con la muerte (llegan cadáveres de mujeres, de hombres muy, muy jóvenes) parece ser para ellos como cualquier otro. Hasta que un día, uno de los paquetes respira, está vivo. Y los dos hombres no saben qué hacer, ni están preparados para matar. El vivo (Jorge Román, el estupendo actor de Monzón) habla español y no los entiende. Y parece empecinado en escaparse de ahí como sea. Áspera, concisa, seca, física, acaso un poco teatral, la película de Hugo Giménez es un potente alegato sobre los efectos del terrorismo de Estado. Desde un enfoque, y una cinematografía (la paraguaya), novedosos. Y con una puesta que privilegia primeros planos, luces y sonidos del ámbito casi selvático en el que transcurre, como una imagen de lo opresivo.
Rodolfo es un médico obstetra viudo (Luis Brandoni) que se jubila. Y se encuentra de pronto en su casa, matando el tiempo con la TV, comiendo solo. Apenas tiene ganas de responder a las invitaciones para celebrar el comienzo de esta nueva etapa. Más bien, parece tener sólo ganas de una cosa, que lo dejen en paz. Cuando su empleada santiagueña desaparezca, dejándole a su hijo a cargo y sin previo aviso, Rodolfo no tendrá otra que ocuparse del pibe. Primero solo, en su estilo huraño, y luego con la compañía de su hija (Nancy Dupláa), de la que está algo distanciado sin motivo. El retiro es una comedia agridulce sobre las segundas oportunidades para los afectos. Pero también una interesante exploración sobre la soledad, que no se queda en los lugares comunes sino que hace lugar a las más verdaderas. A la reivindicación de las soledades buscadas y las relaciones adultas entre padres e hijos, esas que respetan los deseos del otro, aunque no se parezcan a la imagen publicitaria de una familia feliz. Sin apartarse de las convenciones esperables de este tipo de relatos, en el que los personajes se verán transformados (unidos) por la situación inesperada, consigue entretener con una serie de secuencias bien construidas. Sin pretensiones ni vicios de cierta comedia argentina, en un tono medido, contenido, que permite más sutileza que griterío y, finalmente, emociones.
Un ¿astronauta? vive en una nave que parece abandonada y obsoleta con la única compañía de una bebé de meses. Se llama Monte (Robert Pattinson) y su rutina consiste básicamente en sobrevivir. La directora francesa Claire Denis, en su primera película hablada en inglés, propone desde el principio lo que parece ir más allá del género, la ciencia ficción. Una visión despojada, y pretendidamente profunda, sobre la condición humana. En la línea de los films espaciales que, con excepción de la extraordinaria Gravedad, siguen la tradición de 2001, o de Stalker, para usar el espacio exterior como metáfora. Del vacío, del pasado, del mundo interior, de la locura o de lo que venga. La idea argumental de High Life es interesante: Monte pertenece a un grupo de convictos -delincuentes, drogadictos- que se utilizó para experimentar en el espacio. Pero además de la compañía que tuvo, como sabemos muy al principio, hubo también una extraña médica bruja (Juliette Binoche). Una mujer de largo pelo negro que ejercía el poder y a la que, por algún motivo, estaban sometidos. Una mujer que tomaba muestras de su semen para probar si era posible llevar a término una gestación en esas condiciones, por algún motivo, mediante inseminación. Y una mujer que tenía sexo con una máquina, una especie de consolador mecánico, Fuckbox. Con tramos incómodos, bizarros y otros directamente de mal gusto, High Life quiere acaso subvertir las convenciones de la épica espacial, y en buena parte lo consigue. Si uno es capaz de aceptar los azarosos caprichos de su argumento, resignar la comprensión o jugar a escandalizarse, como el burgués confortable al que parece destinada la pataleta. Eso sí, ciertamente podemos enamorarnos, como la cámara de Denis, de ese actor bello y siempre interesante que es Pattinson, lo mejor de la película.
Un periodista se levanta una mañana y su mujer le dice que está embarazada de su mejor amigo. Así arranca esta comedia romántica felizmente desencantada, coescrita junto a Jean Claude Carriére, dirigida y protagonizada por Louis Garrel después de Los dos amigos. Algunos años después, el amigo muere y la relación de la pareja se retoma, ahora con el hijo de ella en medio. Además, hay una joven (Lily-Rose Depp, hija de Vanesa Paradis y Johnny Depp), que está locamente enamorada del protagonista. El triángulo, claro, no es el único absurdo en esta historia que suma capas de sentido y juega con las miradas y los puntos de vista: el niño, por ejemplo, cree que su madre mató a su padre. La mujer que está ofreciéndole al protagonista una taza de té justo en ese momento. Hay mucho humor y buenas ideas atravesando todo el asunto, que también puede resultar en algunos momentos un poco vueltero y tedioso, con su narración en off y su exposición distante de los sentimientos, íntimos, de sus personajes. En todo caso, la inteligencia y la irreverencia para ocuparse de ellos, son más que bienvenidas. Un homenaje simpatiquísimo y con mucho vuelo a la Nouvelle vague.
El debut como director del actor Max Minghella (hijo del director Anthony) se centra en la historia de una chica (Elle Fanning) bastante solitaria que vive y trabaja en una zona rural de Wight, en Inglaterra. Pero las durezas de su vida cotidiana tienen una vía de escape en el canto y la música, que escucha todo el tiempo en sus auriculares. Un día, parece que su sueño puede hacerse realidad, porque hay convocatorias a un concurso de talentos, Teen Spirit. Como es menor, le pide a un ruso bastante hosco, el único que la aplaude en el bar donde a veces canta, que la acompañe. Entre el cuento de hadas pop y la clásica historia de triunfo, Minghella hace una película que si se sigue con cierto interés, quizá por esa relación con el extraño manager y la curiosidad por el marco. A pesar de un guión de vuelo bajo que defrauda, a medida que avanza y esquiva todos los asuntos potencialmente interesantes en la historia de la joven talento. Cuyos clips son, bueno, poco memorables.
La segunda parte de la adaptación del clásico de terror de Stephen King, It (1986) llega a dos años de que la primera se convirtiera en un éxito fenomenal. Y con su director, el argentino Andy Muschietti, pisando definitivamente fuerte en Hollywood. Como muestra de la confianza de esa industria, basta esta secuela, de presupuesto generoso y con estrellas de primera línea en los roles adultos de los que en la primera parte fueron niños. Han pasado 27 años, pero uno de los losers, ante las primeras señales de que el mal con forma de payaso puede estar de regreso, convoca a sus viejos amigos a volver a Derry. El que llama es el único que sigue viviendo en el pueblo porque, claro, quién querría quedarse ahí después del horror que empezó con la desaparición del pequeño Georgie en las alcantarillas. Volver es difícil, pero hay un juramento que cumplir. Y casi todos los ahora adultos (cada uno cargando con sus traumas y sus curiosas formas de controlarlos) se reencuentra con su pasado y un objetivo: acabar con el monstruo. Sin el ángel de su elenco juvenil y sin el horror iniciático, Muschietti arma una estructura episódica, coral, para su film de adultos. Aunque los flashbacks están a la orden del día y, en gran medida, inciden en las injustificables casi tres horas de duración de la película. Con el repaso por turnos de la historia de cada uno, la interacción entre los personajes queda abierta a un juego en el que se replican modos infantiles, deseos y sentimientos que no fueron olvidados. Entre todo eso, la acción -los sustos- se dosifican a ritmo parejo, pero tanta prolijidad termina por percibirse como una especie de rutina, que desgasta la historia ya conocida. Como si toda la magia del terror, y la diversión, se confirmaran pertenecientes a la infancia, que no volverá por mucho que se la invoque, una y otra vez, desde la imagen o la palabra. Que Muschietti tiene buenas ideas y capacidad para llevarlas a cabo, ya se sabía y aquí está claro. Si bien las mejores secuencias de la película, las pocas realmente perturbadoras, son las que se habían anticipado. Su elenco acompaña bien, especialmente el encargado del humor, el siempre fantástico Bill Hader. Y hay algunos guiños y visitas para celebrar. Pero la sensación es que It2, que no es una mala película y está hecha con evidente cariño, tiene menos para ofrecer.
La directora cordobesa Liliana Paolinelli sorprende con una divertida, inteligente, comedia de lesbianas. Una película en la que casi no hay hombres y que se centra en una pareja que lleva años unida, aunque no convive, y cómo su relación de confort, algo rutinaria, se sacude con la llegada de una joven de la que una de ellas se enamora. Con la estupenda Susana Pampín en el centro del asunto, que por momentos se parece a una comedia de enredos (y por otros, a una observación de diferencias generacionales), un film bien concebido y ejecutado por un conjunto de mujeres talentosas en estado de gracia. Que merece encontrar su público.
Sumando nuevos serial killers a su ya prolífico catálogo, Netflix sigue a su documental sobre Ted Bundy con este film de ficción basado en el mismo asesino múltiple y a cargo del mismo director, Joe Berlinger. Con Zac Efron como Bundy en una elección precisa, por el parecido y el atractivo que, además de sus más de treinta asesinatos probados, hizo famoso al femicida de Vermont, que murió en la silla eléctrica en 1989. Esta película está contada desde el punto de vista de su pareza Liz (Lilly Collins), que durante mucho tiempo se negaba a aceptar que su novio fuera otra cosa que inocente. Aunque esa mirada no se sostiene a lo largo de todo el relato, y mientras la decisión de contar a Bundy desde su intimidad conyugal, sin mostrar lo que hacía fuera de ella, tiene un efecto algo frustrante. Como si prescindiera de la potencial fascinación de un personaje como ese porque cuenta con algo más interesante, aunque la angustia de la mujer no parezca entrar en esa categoría. Y mientras las noticias sobre Bundy, que se escapa, entra y sale de distintas prisiones en distintos estados, aparecen como un racconto confuso, sin tensión narrativa. Paradójicamente, lo mejor de la película que ficcionaliza el caso real está en el bonus final, documental.
El director Francois Ozon cuenta la terrible historia real de los abusos a menores cometidos por un sacerdote (con complicidad y silencio de sus superiores), de la iglesia de Lyon. Lo hace a través de una de sus víctimas, un padre de familia de misa rigurosa, que decide denunciar lo que sufrió treinta años atrás. Y luego, centrándose en otro, y en otro, hasta que la sumatoria se convierte en una asociación de víctimas que consigue dar a conocer al mundo lo que pasó, y buscar Justicia. Para eso, como se suele ver en otros casos similares de la realidad, deben derribar varias barreras. Desde que 'de eso no se habla' a la prescripción que establece que los crímenes quedan impunes pasadas dos décadas de los hechos. Con cartas que van y vienen, en las voces de los protagonistas como recurso narrativo, Ozon consigue un relato potente, aunque largo, en buena medida por la decisión de darle, a cada personaje, el tiempo y el marco familiar que lo rodea y lo acompaña. Ese espacio para hijos, padres, hermanos, se revela como verdaderamente conmovedor.