Solo en la dirección, sin Mariano Cohn, Gastón Duprat se mete en un mundo que conoce, el de las artes plásticas, con guión de su hermano, director del Bellas Artes. Pero más que el esperable comentario mordaz sobre el snobismo, a cargo de los autores de El Ciudadano Ilustre, la apuesta, esta vez, va más hacia el corazón que hacia la acidez, con una historia de amistad de toda la vida en el centro del asunto. Entre un galerista de buen pasar (Francella) y un pintor de talento (Brandoni) al que se le pasó el cuarto de hora. Ninguno es un manojo de virtudes, pero el pintor se deja ayudar tan poco por el galerista que termina perjudicándolo fuerte, a pesar de lo cual terminarán por pergeñar juntos una vuelta de tuerca conveniente para ambos, que no hay que contar. La amistad. Jugando con los códigos de la comedia popular argentina junto a dos de sus mayores actores, Duprat consigue sostener el entretenimiento, con su ingenioso giro argumental. Y redondear una comedia ni blanca ni negra, tan generosa en tics de lo muy argentino como universal en su tema. Con Francella y Brandoni pasándolo bien en dos papeles que les quedan como anillo al dedo.
Vamos a ver cómo es el reino del revés: una madre rockera, que fuma, bebe, va en moto y vive en la casa de su hija. Y una hija estructurada, seria, que trabaja, planifica y está embarazada. La hija y su novio, que trabaja en su tesis, dan la feliz noticia a los padres, que están separados pero cuyo reencuentro termina en embarazo... ¡de la madre! Así que ahí están, conviviendo las dos en distintas etapas de gestación, que van marcando secuencias como capítulos. Con la hija superada por los acontecimientos: no sólo le han robado el protagonismo, sino que sigue teniendo que bancar económica y psicológicamente a su madre infantil. Un personaje en el que lo aniñado convive con un reviente adolescente, como si no hubiera pasado nunca de los 18. Parece que Juliette Binoche se divierte en esa piel, haciendo payasadas, pero todo el asunto, empezando por su personaje, es tan inverosímil desde un principio, que la diversión no se transmite. El guión acumula situaciones de enredo y confusión en torno a un único chiste, bueno, dos. La sensación de desgaste prematuro es inevitable. Y la película tiene pocas herramientas para hacerle frente.
Una mujer, embarazada de mellizos, da a luz, pero sólo uno de ellos nace vivo. El proceso puerperal, instalada con el bebé y el marido en su enorme caserón, es difícil. Al punto que se niega a deshacerse de la segunda cuna instalada en la habitación, mientras se dedica, amorosamente, a su pequeño hijo. Rodeada de artefactos sonoros y visuales, baby call y cámaras ubicadas en las habitaciones, la mujer, que pasa buena parte del tiempo sola, empieza a escuchar ruidos extraños. Primero, el llanto de un segundo bebé, pero pronto sombras y figuras que se acercan a la cuna de su hijo. La presencia amenazante se hace cada vez más densa, mientras la joven madre, que ya ni duerme ni cree en su propia salud mental, contacta con alguien que vivió una experiencia parecida y se convence de la existencia de un ente que pretende arrebatarle al hijo. Pero la duda -¿se volvió loca?- también es una amenaza. Sobre musicalizada en sus golpes de efecto, con bastantes desprolijidades y algunas actuaciones débiles, la de terror de la semana tiene algunas ideas, pero las esconde bajo un manto de sustos a reglamento y esquemas vistos mil veces.
"Inútil es que trates de entender o interpretar quizás sus actos/él es un rey extraño/un rey de pelo largo". En su séptima película, Luis Ortega parece tomar al pie de la letra los versos de la canción central de El Ángel, clásico de La joven guardia. En lugar de tratar de entender o interpretar a su protagonista, menos aún juzgarlo, arma un artefacto audiovisual que es pura oda a lo enigmático, lo fascinante, lo magnético, asuntos todos inútiles de entender. Antes que explicaciones acerca de los motivos que llevan a un chico casi adolescente a robar compulsivamente y luego matar como por deporte, hay un baile solitario, en el espacioso living room de una casa ajena, estampa del animal humano que se retrata, uno al que no le importa nada, que sin preocupaciones va, pero que además va en un raro estado de felicidad. Con esa introducción, para cuando la película empieza a sumar elementos -su familia, su milanesa con puré, su colección de cosas afanadas- ya tenemos una imagen, una idea bastante desconcertante acerca de Carlitos. Que es Robledo Puch, como se nos anunció, pero para nada una biopic. A esto se suma (en cada plano, con algunos detalle que se regodean en su boca gruesa), la jugadisima elección de un debutante, Lorenzo Ferro que, como Carlitos, es una creación de Ortega para el cine. Hasta el amateurismo de Ferro parece jugar a favor de esa creación, fascinante y resbaladiza de tan imprevisible, tan absolutamente peligrosa. El efecto es notable, en el espectador y en quienes lo rodean. Basta ver la mirada de terror/amor de su propia madre, la de las milanesas, -Cecilia Roth, sacándole provecho a cada escena- o la mirada un poco lasciva, admirada de los siniestros padres de su amigo Ramón -Chino Darín-, a cargo de unos estupendos Daniel Fanego y Mercedes Morán. Presencias sostenidas con más misterio y sugerencia que información, para bien del clima cinematográfico. Gentileza de un guión compartido entre Ortega y Rodolfo Palacios, el periodista autor del libro sobre Robledo Puch en el que se basa el film, y el escritor Sergio Olguín. Hay varias escenas de una contundencia memorable, que guiñan al cine de Scorsese y su mirada sobre lo criminal. Escenas en las que la violencia adquiere una extrañeza alucinada, aunque es una violencia estilizada, casi irreal. Y el sexo, otro gran tema de El Ángel, flota, tensa los vínculos, pero no tiene una carga de presencia directa. El uso estruendoso de la música de los setenta es clave, como la dirección de arte y vestuario, la fotografía, rubros en manos de expertos en esta producción generosa que además sale a más de 300 salas en todo el país. Un combo pensado para atraer, en el que la música vintage arropa el relato, marcando la cadencia de una sociedad efervescente y reprimida a la vez, en la que las fiestas libres y "ditellianas" convivían con una policía que amenazaba con picanas y lo siniestro estaba ahí, agazapado entre lo cotidiano. Como Carlitos.
"¿Qué es la utopía?", pregunta Fernando Birri a conocidos e ignotos, a los que tienen una idea cerrada para responder y los que necesitan que les explique el significado de la palabra. El realizador, padre del nuevo cine latinoamericano desde que en su escuela de cine de Santa Fe pergeñó películas fundacionales como Tire dié y Los Inundados, murió el fin de año pasado, a los 92 años,en Roma, donde vivía. Figurón del cine y de la izquierda latinoamericana, con su larga barba canosa, recibe con este film un valioso y merecido homenaje, porque la directora Carmen Guarini lo sigue, con su cámara, en pleno trabajo, de regreso en su país, registrando material para un proyecto basado en dos premisas: la utopía y la figura del Che Guevara. En ese recorrido, hay conversaciones de Birri con Ernesto Sabato en Santos Lugares, con Eduardo Galeano en su casa de Montevideo, con León Ferrari y otros que, como él ya no están. Tanto por esas ausencias como por los temas de debate, quedados en el tiempo, la película transmite una melancolía inevitable. Pero también registra el buen humor y la energía de Birri, sus reflexiones por el camino o en sobremesas compartidas con su equipo, preguntándose por la naturaleza de la pasión, atrapa una vitalidad, y una personalidad, única.
Después de verse en Bafici se estrena este estupendo film cordobés de Rosendo Ruiz, el director de De Caravana, crónica de un tipo en crisis narrada con una solidez, una dedicación y un virtuosismo notables. Gustavo Almada, también guionista, es Alejandro, un profesor de letras que vive con su madre, enferma de cáncer y busca un departamento para alquilar. Tiene una pareja con la que se lleva más o menos, y sexo ocasional con conocidas o prostitutas. También tiene una hermana bastante egoísta que lo deja solo con la convalecencia materna, y un amigo que lo acompaña como puede. Con un muy buen uso de las herramientas del cine, una fotografía inspirada y funcional, escenas en las que todo viene a cuento, Ruiz consigue, con esta historia nimia, armar un fresco memorable. De un personaje, un lugar y sus ecos, en los de esa generación que ya no es tan joven pero para la que todo es difícil, enfrentada a la idea de muerte de los padres, tironeada por el abismo del fracaso personal, obligada a acciones y decisiones que, como dice el director, bordean conflictos éticos y morales. Difícil de contar sin que suene pomposo, lo que vale es ver Casa propia, una película sustancial, elegante, con escenas que se degustan hasta su final redondo.
La película en inglés, dirigida por el chileno Sebastián Lelio (Una mujer fantástica, Gloria), es sombría y tiene en el centro, -como Carol, como La vida de Adele-, una historia de amor entre mujeres. En su preámbulo, un rabino discursea sobre los mandatos de Dios y la desobediencia. Lo hace con extraña vehemencia y minutos después se desploma. Desde Nueva York llega su única hija, Ronit, (Rachel Weisz), para el entierro. Es fotógrafa y no pertenece a esta comunidad judía de las afueras de Londres. Tanto se ha alejado que la reciben con frialdad y dureza, como su fuera un cuerpo extraño, y lo es: no usa peluca, fuma, no se ha casado ni formado una familia. Pero ahí están sus anfitriones: el discípulo, ahora casado con Esti (Rachel McAdams, oscarizable), con la que, sabremos, Ronit tuvo una relación. Lelio construye su relato atento a los silencios, las miradas, las omisiones que dicen más que las palabras, códigos de una comunidad religiosa de luto. Pero la presencia incómoda de Ronit es una puerta hacia el afuera, el mundo del que celosamente se guardan, y ese contraste, entre lo guardado y lo suelto, lo ordenado y lo caótico, es una tensión que se va haciendo evidente, un logro de una narración inteligente y sutil. Al punto de que es capaz de dar un giro y poner el foco en su otra protagonista, Esti, que gana peso e impone su punto de vista. Lo que no gana Desobediencia es calor y emoción, como si el tono reprimido de sus personajes, que apenas conocemos y apenas sonríen. que no se tocan, se trasladara a la manera de mirarlos. La escena de sexo entre ambas, pura metáfora liberadora y bastante obvia, es a la vez pacata y desagradable, más allá del atractivo de ver -hasta ahí- a dos estrellas haciéndose el amor entre las sábanas. Como drama romántico, crónica de una lucha entre el deseo y el deber, asunto serio con mayúsculas, Desobediencia transmite menos pasiones que grisura, bajón y aburrimiento.
Ana y Marcos (Morán, Darín) llevan muchos años juntos cuando despiden a su único hijo, que viaja a estudiar afuera. Esa marcha abre una forzosa nueva etapa, en la que todo (el departamento elegante lleno de bellos objetos, la rutina, el tiempo para estar solos) parece obligado a resignificarse. Y aunque son una pareja muy bien avenida, como se decía antes, cariñosa y capaz de divertirse, terminan por ponerle nombre a su presente -romántico e individual- y se separan. El amor menos pensado, debut como director de un largo del experimentado productor y guionista Juan Vera, es una clásica comedia de rematrimonio. Es decir, se sabe hacia dónde va y ese es su único tronco, su plot central. Todo lo que pasa en el medio de alguna manera llena, desvía, pospone esa resolución. Por eso la duración sorprende: El amor menos pensado es larga, dura bastante más de dos horas, y el resultado de esa decisión, tan aparentemente a contramano de la norma para una comedia posromántica, es interesante. En sus peores efectos, empantana el relato, lo estira sin sentido, con situaciones y personajes que podrían no haber estado ahí sin que nada cambiara mucho. Y hacia su segunda mitad, reiterando asuntos que ya están claros, como si después de presentado cada tópico se quedara dando vueltas en torno, sobrevolando sin aterrizar. Porque la separación da paso a la liberada nueva soltería, el tramo de comedia más divertida de la película, en la que cada uno explora, encuentra y desencuentra nuevas relaciones, con picos para la desatada cita de él, vía Tinder, gentileza de Andrea Politti, o de ella con un perfumista estirado a cargo de Juan Minujín, citándose un poco a sí mismo con mucha gracia. Además, como capas organizadas en una escaleta narrativa, los amigos (Luis Rubio, un hallazgo), los padres (grandes momentos: Briski, Lapacó, Novarro) y finalmente las nuevas parejas, con más carnadura en un caso, más forzada en otro. A pesar de sus debilidades, la película funciona y se planta, sólida, como firme candidata a encontrar un público amplio, a pesar de su inteligencia y su falta de concesiones -su duración-. Tiene un buen guión, una puesta adecuada y un extraordinario casting. En el centro, Darín y Morán hacen de sus personajes dos seres humanos, reales y vivos, virtuosos y fallidos, con tanta convicción como para ponerse al hombro la historia, dure lo que dure.
Sin ningún tipo de afán de objetividad, este documental, muy bien realizado, en torno de una muy buena cantidad de material, se centra en el juicio que siguió al asesinato de Cristian Ferreyra, militante vinculado al Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), que figura como productor del film. Los testimonios hablan por sí mismos, sin necesidad de subrayados ni relatos. Lo mismo pasa con las imágenes, que no se andan con chiquitas a la hora de mostrar una realidad en conflicto, cuya vida cotidiana puede parecer dura y brutal a ojos porteños, como deja en claro la segunda toma del film, en la que un padre y su pequeña hija le cortan el cuello a un cabrito mientras los perros lamen la sangre derramada.
Otro traslado a la pantalla de un best seller para adolescentes, el nicho que está sosteniendo la maltrecha industria editorial. Con un asunto pariente de Hechizo del Tiempo, que cruza lo fantástico: un espíritu viaja de cuerpo en cuerpo, convirtiéndose cada día en una persona diferente. Así que la protagonista, la rubia Rhiannon, fascinada por un día inusualmente atento y romántico con su novio, termina por descubrir que está enamorada de alguien diferente cada día. Hombres o mujeres, blancos o negros, según un dispositivo demasiado explícito y dicho, en boca de sus distintos personajes para una sola personalidad. Pero aún así, con una mirada interesante sobre la diversidad de los vínculos y los afectos, y bastante más melancólica de lo que parece.