En Formosa, un chico poco popular y maltratado por sus compañeros se deja seducir por el alumno recién llegado, pero la actitud rebelde del chico nuevo llega más lejos de lo esperable. "A veces para asustar hay que lastimar", le dice su nuevo amigo. Podría tener más ritmo, y algunas escenas funcionan peor que otras, pero El Corral, escrita y dirigida por el formoseño Sebastián Caulier es una historia de iniciación bien contada.
El veterano director británico (el de Mi nombre es Joe o Agenda oculta), sigue con la cámara atenta a las historias de la clase trabajadora de su país. Yo, Daniel Blake es como una esencia de esa obra, y si bien no su mejor película, la que le ganó la Palma de Oro en Cannes 2016. Un relato que abre con su protagonista (Dave Johns) iniciando los trámites burocráticos que siguen a un infarto, que no vemos pero que le impide seguir trabajando al menos por un tiempo. Peor es la situación de Katie, madre soltera de dos hijos pequeños que no tiene trabajo, ni prácticamente para comer fuera de la ayuda estatal. Con ella Blake se une como familia, una creada por la desesperación o, mejor, la solidaridad entre los que casi nada tienen. En esa relación, mediada por los chicos, aparece la ternura capaz de suavizar -un poco- la tremenda aspereza del sistema que los corroe. Pero Loach parece estirar demasiado ese relato, acumulando desgracias para ambos personajes y bordeando un miserabilismo que, paradójicamente, le quiza fuerza a su denuncia. Con menos golpes, la mirada hacia los desfavorecidos de ese sietema, en el primer mundo opulento, hubiera sido igual de claro y contundente.
Primer largo de ficción de la señora esposa de Francis Ford Coppola, esta comedia romántica madura se desarrolla a lo largo de un par de días, los que se toma la pareja protagónica en viajar desde Cannes a París. Están en la ciudad de la Costa Azul porque son gente de cine: Michael (Alec Baldwin), un importante productor, su mujer Anne (Diane Lane) y el socio francés Jacques (Arnaud Viard). En el preámbulo, a ella le duelen los oídos, así que prefiere evitar la avioneta privada que los llevará a París, y Jacques se ofrece, solícito, a llevarla en su viejo Peugot. Ella se deja llevar, y luego invitar y agasajar, en la serie de paradas magníficas que el francés le propone. Cómo no sucumbir a los encantos de verdaderos banquetes de la mejor cuisine mientras se atraviesan campos de lavandas en flor, como en un cuadro impresionista. La sensualidad de los sabores de las frutillas salvajes recién cortadas y los mejores vinos se va desplegando frente a esta bella mujer estadounidense, si bien amada, amada por un marido demasiado ocupado. Hay indicios, al principio, para sospechar del francés, casi un estereotipo de lo galante, como cuando le pide a ella su tarjeta de crédito o se pasa de la raya con los piropos. Pero Coppola no tira de esos hilos, más intrigantes y atractivos. En su lugar, París puede esperar termina siendo una especie de catálogo gastronómico, que entierra la potencial sutileza de su planteo de base bajo capas de platos y galantería, en una letanía difícil de seguir sin aburrirse y pareciéndose más a un vehículo de difusión turística que a una película con alma.
Comedia de acción a la americana, pero muy argenta, pero con elenco internacional y el gigante Depardieu y Santiago Segura. Sólo se vive una vez es una película simpática y entretenida (en la primera parte) sobre la desventura de un chanta llamado Leo (Peter Lanzani), perseguido por una mafia después de quedarse con un contrato para la producción de un conservante de carne. Hay bastantes chistes sobre, y contra, la argentinidad, muchos de ellos eficaces, y es definitivamente gracioso ver a Depardieu, al que le basta con estar ahí, tomando mate, o a la comunidad judía que dirige el rabino interpretado por Luis Brandoni, desconcertada por el arribo de Leo, que encuentra como falso judío un refugio. Los problemas de Solo se vive una vez, quizá por la cantidad de gente que opinó en el guión y aportó en la producción, son de verosimilitud y puesta de la cantidad de situaciones a las que se ven expuestos estos personajes, apenas esbozados, que entran, salen, mueren o se enamoran sin desarrollo que lo haga creíble y por lo tanto nos involucre un poco. Los diálogos, en torno de un personaje de chanta callejero, se escuchan escritos, poco naturales, muy lejos de la fluidez con la que una película como Nueve Reinas atrapaba esa coloquialidad. Como comedia de acción, además, tiene un ritmo errático, que termina por decaer cuando debiera atrapar y subir, y muchas de las situaciones de acción -peleas, persecuciones con coches que estallan- se ven forzadas y torpes. Si la película se ve con una sonrisa es gracias al buen trabajo de sus actores, incluída la poco aprovechada, por breve, participación de Eugenia "China" Suárez. Un elenco carismático, dispuesto a sacarle jugo a los papeles más chicos, que parece disfrutar de lo que está haciendo -ciertamente, un género con pocas oportunidades en el cine argentino- y transmite esa diversión aún por encima de las limitaciones anteriores. Con un protagonista que ya ha probado su capacidad como actor versátil: el ex Teen Angel puede hacer catorce personajes de Ibsen en el Cultural San Martín, el atribulado Alejandro Puccio o este delincuente de buen corazón con vitalidad y talento.
Una más en la tendencia de transformar series vintage en películas actuales. Tendencia que ha dado pocos frutos realmente jugosos, y esta recuperación de los Guardianes de la Bahía no es excepción. Cuesta entender, a medida que avanzan las dos horas de película, qué quisieron hacer los realizadores, con los guiños a la nostalgia por un lado (la cámara lenta, los metachistes sobre el uso de la cámara lenta, las presencias de Pamela Anderson y David Hasselhoff), la trama policial que pone a los guardianes en modo detectives y los chistes guarros en plan película de estudiantina hormonal, que más que de nueva comedia americana parecen de una vieja. Baywatch es apenas entretenida, y debe los mínimos a sus dos actores centrales, Dwayne La Roca Johnson y Zac Efron, una tonelada de músculos primero rivales y luego previsiblemente amigos. Decir que ni The Rock salva la película, con su sentido del humor dudoso o poco gracioso -y generalmente las dos cosas- es decir bastante, porque el gigantesco héroe de acción, uno de los actores mejor cotizados del mercado, hace el personaje que tan bien le sale, grandote temible pero simpático, noble y de buen corazón. Su nobleza, como la de su personaje, el que vela por su playa, no alcanza para que Baywatch llegue al salvavidas antes de hundirse en la marea de la banalidad.
Un pescador algo tosco y primario de Corea del Norte sale con su bote pero la red queda atascada en la hélice. Mientras intenta en vano arrancar el motor, cruza sin querer hacia aguas limítrofes, vigiladas por autoridades de Corea del Sur. Detenido, encerrado en una especie de largo trámite policial, kafkiano pero capitalista, recibe buen trato, comida y duchas calientes,mientras es interrogado como sospechoso de espionaje. El director Kim Ki-Duk (Hierro 3, Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera) dirige, esta historia mínima que es evidente retrato de cosas más grandes: una dictadura, un capitalismo mercantilista y paranoide, una sociedad sometida a los absurdos de la política. Y lo hace con vigor, buenas ideas y un gran ritmo para contar, uniendo momentos esenciales, una historia que en sus manos atrapa sin distracciones.
Kenny Wells (Matthew McConaughey) quiere hacer dinero. Pero los años pasan, los kilos llegan, y los negocios no le sonríen. Así que un buen día decide hacer realidad un sueño y se toma un avión a Borneo, donde un viejo amigo le habló alguna vez de los yacimientos de oro. Entre el delirio, la fiebre de la selva y la más terrenal de las ambiciones, negociaciones y tramoyas para ganar plata, la película tiene por momentos un aire a La Gran Estafa Americana, de David.O.Russell, aunque nunca termina de decidirse, o de ahondar, en el "género estafadores". Esa especie de tono pendular -el film arranca con un largo y bastante aburrido preámbulo de Kenny como hombre de negocios medio pelo- termina por cargar innecesariamente a su narrativa, que se vuelve, aún frente al espectáculo de ese actor tan magnético, tan interesante que es McConaughey, tediosa y pesada.
El documentalista Diego Frenkel observa el mundo de los premios amateurs a artistas y comunicadores, de los que él -como dice la voz en off- ni probablemente nosotros teníamos noticia. Premios Galena, Faro, Quijote, Lanín, añádase De Oro a todos ellos, o los centenares de premios que entrega Garufa producciones, ese tipo de cosas. Entrevista gente que gana siempre y acumula premios. Gente que se encuentra con otra gente multipremiada. Mezclando videos de youtube con sus testimonios, y dedicando casi la mitad de la película a mostrar el antes, durante y después en los preparativos de una ceremonia de entrega de 240 premios, Frenkel invita a la risa, a lo desopilante. Y lo hace poniendo en evidencia ese cierto patetismo, esa ridiculez, desde una mirada que parece en el límite entre el respeto y la burla, usando el off the record como parte del material (y hasta dejando las sospechas de los entrevistados de que ya están siendo grabados, como chiste), dejando la cámara fija durante minutos en el rostro de un multipremiado -que al final se enoja, y no sin cierta razón- y marcando deliberadamente, de una forma que lo acerca a ciertos films de la dupla Cohn-Duprat (en cierto modo, da lo mismo si se trata de gente común o de ex presidentes de la Nación), todos los detalles bizarros que pueden tener los que están frente a su cámara. Como pretendida reflexión acerca del éxito y la felicidad, Los Ganadores parece reírse de los otros, de los protagonistas de la película.
Alex de la Iglesia firma esta historia de planteo claustrofóbico, en torno a un puñado de personajes que quedan encerrados en un bar madrileño, del que son habitués o al que llegan por casualidad, cuando un tiroteo deja dos muertos en la vereda. Y eso es sólo el principio. Lo que sigue, entre el humor negro, el gore y el suspenso, géneros del director, parece un cóctel entre versión castiza de Los 8 más odiados de Tarantino, los films clásicos de zombies, el suspenso de personajes de Agatha Christie, Epidemia y El ángel exterminador. Como ya le pasaba en sus películas más recientes, de Balada triste de trompeta a Mi gran Noche, De la Iglesia parece tan embelesado con su historia que no se detiene, el chiste sigue y sigue aunque haya perdido gracia. En El Bar, el asunto termina por sentirse como un largo, reiterado y finalmente cansador exprimido de cada idea visual, ocurrencias que se repiten sin que contribuyan necesariamente a una narrativa. Cuando las secuencias son como estampas, íconos juguetones de la cinefilia, se puede admirar la imagen, el encuadre y la bestialidad de la broma, pero el efecto acumulado es el contrario, genera desgaste. Y uno termina -excepto que sea muy fan de todo lo que hace el director de las tanto más frescas e inspiradas El día de la Bestia o Muertos de Risa- preguntándose hasta dónde llega todo esto, cuándo termina.
El maestro italiano Marco Bellocchio (Vincere, Buenos días, noche) entrega con Dulces Sueños un melodrama intenso, profundo y de una belleza imborrable, gracias a su particular manera de narrar, yendo y viniendo entre pasado y presente, para contar la historia de Massimo (Valerio Mastandrea), que pierde a su mamá siendo un niño y se transforma en un adulto marcado por esa ausencia. Un melancólico periodista que se ha formado sobre retazos de información de lo que pasó con ella, filtrados por los adultos y la Iglesia, y la ayuda de Belfegor, un villano de una serie de TV que miraba con su madre y que hizo las veces de amigo imaginario. Con momentos de gran cine, durante dos horas, Bellocchio hace un film sobre los ecos fantasmales de la infancia, el peso de la pérdida, el tiempo como rompecabezas, la religión como impuesta historia oficial de la vida privada. Hay estallidos de emoción a lo largo de este relato que parecen llegar desde lo más hondo para interpelarnos (un grito en la noche, un baile frenético, una carta de respuesta a un lector que se "viraliza"), nacidos para el cine desde la misma materia con la que parecen hechos los recuerdos, tan arbitrarios en su permanencia. Esa especie de collage de momentos, expuesta con libertad y vigor, alejan a esta gran película del melodrama convencional y la inscriben entre las obras que dejan huella como sólo el cine es capaz.