Con su auspicioso debut con Sector 9, el realizador Neil Blomkamp abrió las puertas de la ciencia ficción hacia un lugar interesante, con contenido social y poco miedo al gore y prejuicios del mainstream. Se habló entonces de “Sci-fi para adultos”, que hace rato venía escaseando, más cercano a los inicios del género que a la bastardización hollywoodense de las últimas décadas. Su siguiente película, Elysium, lamentablemente borró todo rastro de madurez cinematográfica: el argumento fue débil, infantil, y los héroes y villanos apenas rozaban lo caricaturesco. Con un acierto y un fracaso, su más reciente película, Chappie, debía ser la encargada de inclinar la balanza y determinar si el realizador con su opera prima apenas tuvo un golpe de suerte o si, por el contrario, se trata de un verdadero autor a ser venerado. Tristemente, el saldo es negativo, y éste absurdamente hueco film sobre la inteligencia artificial puede que no sólo sea un paso atrás sino que sencillamente se trate de la peor película del año. Las primeras dos referencias obvias a las cuales alude el director son Robocop (Paul Verhoven) y Cortocircuito (John Badham), pero lo hace desde lo meramente referencial, desconociendo por completo la solidez narrativa y estilística de la primera, y la ternura empalagosa y kitsch de la segunda. Chappie es la historia de un robot-policía con alma de niño que un buen día despierta gracias a la inteligencia artificial que le otorga su creador, Deon (Dev Patel), y se encuentra con que el mundo no es el Disneylandia que le prometieron. Se encargan de hacérselo notar especialmente los insufribles integrantes de la banda Die Antwoord (no es ésto una crítica a su música sino simplemente a sus pésimas actuaciones) y, claro, el pequeño robot termina por absorber la misma educación insoportable que éstos le proponen. La figura de Deon, creador bondadoso, queda desdibujada y así el verdadero “Padre” de la criatura apenas reaparece al final de la película, cuando el guión recuerda tardíamente que su personaje en una de esas necesitaba tener algún peso dramático. Peor suerte corren Sigourey Weaver en un rol secundario y prescindible, limitándose como CEO de una compañía a decir cosas como “buen trabajo” o “esfuércense más”, y Hugh Jackman, el “malo” de la película cuyas intenciones no quedan del todo claras. O, mejor dicho, no se entiende porqué es él quien ocupa el rol de villano: después de todo, su teoría sostiene que “no es buena idea dejar la justicia en manos de robots inteligentes”. Suena sensato. Una lástima que su personaje al decirlo ya había firmado el contrato del film con la etiqueta de “rufián”. Parece que no se puede luchar contra eso. Chappie no sorprende siquiera desde el aspecto visual, que se parece demasiado a Elysium, que a la vez se parecía demasiado a Sector 9. Una nueva secuela de Alien ha sido recientemente anunciada, y si el fracaso de taquilla y de crítica de Chappie no lo impide, todo indicaría que ésta podría caer en manos de Blomkamp. De ser así, ya sabemos al menos que los monstruos de Giger caminarán por las polvorientas calles de Johannesburgo y, si las cosas no cambian, posiblemente será otro enorme chasco.
Existen distintas maneras de afrontar una tragedia: una es recoger los vidrios rotos y seguir adelante, otra es superarla con incontables horas de terapia y otra es sencillamente no hacer nada y dejar que el tiempo pase. Es esta poco recomendable opción la que elige Dwight tras el asesinato de sus padres, evitando una clausura hasta el punto de abandonar su vida para dedicarla al vagabundeo. Sus razones nada tienen que ver con el ocio, sino con una necesidad de desprenderse de su historia personal, tratando de apartar a un lado el dolor ocasionado. Pero, se sabe, los cierres en la vida llegan aunque no los busquemos, y el pobre hombre tendrá que descubrirlo por las malas: cuando una oficial de la policía le comenta que Wade, el asesino de sus parientes, acaba de salir en libertad de la cárcel, su ya ajetreado mundo termina de venirse abajo. Y es aquí donde comienza una nueva historia. teñida de sangre y sed de venganza. Jeremy Saulnier elige así una de las estructuras más conocidas del thriller, pero la aborda desde una simpleza extraordinariamente eficaz y, por ende, real. La violencia es cruda, brutal, sucia y no hace más que atraer más violencia. Sin ningún tipo de redención, el personaje principal se adentra en este oscuro mundo hasta convertirse en lo mismo que lo destrozó. Lo sabe, así como también sabe que el ser consciente de ello no va a detenerlo. Blue Ruin es uno de esos extraños exponentes de cine independiente que surgen casi por milagro (filmada con un presupuesto ridículo, interpretada por el mejor amigo del director) que funcionan no a pesar de sus limitaciones sino justamente gracias a ellas: el tono silencioso y parco refleja no sólo la psiquis del protagonista sino el verdadero horror de tomar la vida de un tercero, y la fotografía -por lo general en exteriores y natural- conincide con una sensación de agobio y miseria, aún cuando el sol golpea fuertemente el suelo del Estado de Virginia. Saulnier entrega una obra sencilla pero contundente que lo perfila como un nuevo realizador a ser tenido en cuenta.
Antes de la proyección de Poltergeist en cine, predeciblemente el espectador presenciará una serie de avances de otras películas de terror. Todas ellas (Insidious 3 es un buen ejemplo) harán uno de una serie de lugares comunes que, al final del día, parecen siempre redundar en el golpe de sonido efectista que no asusta sino que apenas superficialmente sorprende. Ese es el cine de terror que hoy abunda e irónicamente también es uno que, hace ya bastante tiempo, dejó de funcionar. Uno de los últimos exponentes que supo aprovechar los clichés y sustos casi ATP fue Poltergeist (Tobe Hooper, 1982), una sencilla historia de fantasmas ya para la época algo trillada, que se valió de situaciones conocidas (la casa embrujada, el placard oscuro, las voces en el pasillo, el cementerio debajo de la casa, etc) para construir un relato fantástico más cerca del universo spielbergiano (productor manipulador de resultados) que de los mejores exponentes del género. La fórmula, sin embargo, funcionaba por la estilización y lo novedoso de los efectos especiales. Hoy, año 2015, lamentablemente el género no se puede decir que ha avanzado mucho sino más bien redundado, y lo ha hecho sobre esas bases endebles: la sorpresa efímera, la caracterización simplificada y el grito fácil. Por eso resulta interesante el caso de esta desabrida remake de Poltergeist: en sí, es casi la misma película que la original, con los mismos elementos y la misma prolijidad técnica, y sin embargo, no funciona. O, lo que es peor para el cine de género, no asusta y casi no entretiene. Todas las puntas de la original están ahí: la familia que se muda a una casa maldita y experimenta situaciones paranormales, y la integrante más joven del clan que puede comunicarse con los entes malvados porque es "inocente y pura de espíritu". Todo está ahí, pero ya lo está desde hace por lo menos treinta años y por eso ha agotado la fórmula. La nueva versión de esta historia de fantasmas remite a recientes exponentes como El Conjuro, que a la vez remitían a la versión original de esta remake. El ciclo se completa, la historia se repite, y por eso todo resulta tan aburrido y predecible.
Detrás del desquicio absoluto que es Mad Max: Fury Road hay, aunque no lo parezca, una idea que va mucho más allá de una explosiva road movie post-apocalíptica: una peregrinación, un fundamentalismo propio de la religión exacerbada y -cuándo no- un sistema agobiante y excluyente capaz de decidir quién vive y quién muere. Sí, puede que a una película tan anclada en el heavy metal y la violencia sobreestilizada, un analisis exhaustivo le sea demasiado, pero hay que tener en cuenta que detrás del film está, una vez más, George Miller (responsable de toda la saga) quien sabe hacer hablar (y también callar) a sus personajes. Al silencioso Max se suman en esta aventura la intrépida Emperatriz Furiosa (Charlize Theron en otro gran rol atípico para su carrera) y Nux (Nicholas Hoult), un involuntario desertor del regimen totalitario de Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne). ¿Qué une a estos personajes en este paisaje bellisimamente desolador? A algunos, la codicia, a otros, una suerte de “Tierra prometida”, y a Max, claro, la mera supervivencia. Puede que Tom Hardy no sea Mel Gibson (ciertamente, no tiene su carisma) pero conviene olvidarse de ello y dejarse llevar por casi dos horas de explosiones e increibles escenas de acción filmadas por un septuagenario que se mantiene más actual y vigoroso que muchos de sus colegas contemporáneos.
Con apenas la notable excepción de Capitán América: El Soldado de Invierno, las segundas partes del universo Marvel han tenido en cine poca suerte: Iron Man 2, tras el entusiasmo inesperado que generó en su primer capítulo, palideció en comparación, mientras que Thor 2 fue sencillamente inmirable. Avengers: La Era de Ultrón no se encuentra, claramente, en ésta última categoría pero sí se acerca bastante a la desilusión de lo “ya visto” y es presa del peor pecado de marketing que a menudo comete la Marvel: no es una película, es un trailer. Un extenso (demasiado, en sus dos horas y media) anuncio de “lo que vendrá”, cuando los superhéroes se peleen, enfrenten entre sí, y se vean obligados a amigarse de nuevo para combatir un mal en común. Si recordamos que ésta fue la estrategia del estudio en sus inicios, es difícil no ver La Era de Ultrón como un paso atrás. El equipo está completo (a excepción de las parejas de dos protagonistas como lo son Iron-Man y Thor, apenas mencionadas en un chiste poco efectivo), y se enfrenta a todo tipo de amenazas. Claro que no todas representan el mismo peligro y, hábil, Tony Stark reflexiona: no es lo mismo enfrentar traficantes de armas que alienígenas destructores. Y es justamente gracias a esta filosofía de “mejor prevenir que curar” que el hombre de hierro comete una imprudencia, cuando junto con Bruce Banner (más conocido como Hulk, para los paracaidistas ajenos a la historieta) decide crear un sistema de inteligencia artificial para proteger al planeta. Cual Skynet malvado, el plan falla y lo hace a lo grande: engendrando un ser, el Ultrón del título, que entiende por “paz” la “guerra” y así concluye que la única armonía posible en el universo no contempla la vida humana. Stark sin quererlo provoca una crisis en el núcleo duro del grupo, y Los Vengadores enfrentan a un villano más amenazante que el de la anterior película, pero que aún se ve desdibujado en proporción a sus contrincantes. Joss Whedon dirige una vez más, aunque lo hace con un tono completamente distinto al de la anterior entrega, ya que los colores vívivos se apagan y reemplazan por tonalidades oscuras, intentando llevar la saga hacia un lugar menos “kid-friendly” y un tanto más siniestro. Los chistes, disparados a mansalva entre puños y disparos, tampoco dan siempre en el blanco. Si bien el resultado es ciertamente menos impactante que la primer reunión del grupo, la inteligente puesta en escena de Whedon y un guión que entretiene constantemente, hacen de La Era de Ultrón un producto de factura técnica impecable y muy divertido. El desencanto saluda desde la comodidad de haber recurrido a lo predecible y lo fácil. Repetir y repetir para no terminar de avanzar.
Veinte años después de su obra maestra, Ed Wood, Tim Burton vuelve a trabajar con los guionistas de dicha película y la excusa es nuevamente una biopic. No se trata del único paralelismo: también, en este caso, la protagonista en la cual se inspira la película es una artista menor y notablemente despreciada por la crítica. A diferencia de Ed Wood, donde resultaba fácil empatizar con el carismático perdedor compuesto por Johnny Depp, aquí el rol que cae en la piel de Amy Adams (impecable desde lo actoral, por cierto) redunda -desde el guión- en una previsible pose de víctima que conlleva a la débil manipulación. La historia de Margaret Keane es curiosa y merecía ser contada: se trata de una gran estafa perpetrada por su marido, Walter, quien pasó de mero representante a ladrón de título, apropiándose del trabajo de su esposa. La excusa era simple y el engaño efectivo: de acuerdo a éste, “nadie compraría la obra de una mujer en un mundo de hombres”, por lo cual su razonamiento no es injusto sino apenas lógico. Así, al menos, presentaba a su mujer él las cosas y ésta, débil e indefensa al principio, elegía tolerarlas. Lo que comienza como un melodrama teñido de comedia negra concluye en un thriller judicial, cuando la autora demanda a su ahora ex-esposo por fraude. Burton concentra su cámara en un hilarante juzgado atónito ante lo absurdo del caso, y consigue en éste último tramo recuperar algo del interés que suponía en un principio el relato. Christoph Waltz tropieza con algunas exageraciones (es, sin dudas, un gran actor pero que necesita también de un gran director) y así el realizador de El Joven Manos de Tijeras y Beetlejuice cae en el mismo desdibujado grotesco en el estilo de la parte más reciente de su carrera. Big Eyes no es el regreso en forma que muchos auguraban aunque claramente es un paso adelante tras notables decepciones como su versión de Alicia en el País de las Maravillas y Dark Shadows.
La pérdida de identidad y la muerte en vida que supone haber sobrevivido a una tragedia como lo fue el Holocausto, pasa a un plano completamente literal cuando, tras una cirugía facial para recuperar su antiguo rostro, Nelly se encuentra con que su marido ya no le reconoce. Entra así en escena el principal tema de la película: la negación, que dice presente por partida doble a través de sus dos personajes principales. Por un lado está el hombre que se rehusa a pensar que pudo haber traicionado a su esposa, y por el otro la mujer que rechaza aceptar que ya no podrá vivir la misma vida que tenía antes. Es esta relación de negaciones cruzadas la que hace tan atrapante la historia de estos dos seres que contínuamente se desencuentran. Pero la metáfora del fin de un camino y comienzo de otro por momentos cede ante la estilización de un relato que, por definición, le escapa al drama y se adentra en los códigos del film noir. En Ave Fénix, Christian Petzold se aleja del tono que había conseguido con su anterior Bárbara, y apuesta por una ambientación que por momentos recuerda, al menos estéticamente, a El Tercer Hombre de Carol Reed. Este distanciamiento del clásico relato de posguerra es no sólo un acierto por su original enfoque, sino porque además trasciende al mero documento histórico para convertirse en arte. En la obra de Petzold no vemos jamás en pantalla la guerra, pero la sentimos en cada plano: desde los escombros que yacen en el piso como vestigios del pasado (escombros que, claro, anidan también en el derrumbado rostro de Nelly) hasta las acciones y comportamientos de sus personajes que, entendemos, dejaron de ser simples seres vivos para convertirse en sobrevivientes a secas. Ahí radica la fuerza de Ave Fénix: no necesita redundar en imágenes de cuerpos mutilados ni llantos quebrados para esbozar el horror, porque comprende que un rostro desilusionado puede transmitir igual -o mayor- angustia. El director trasciende así el relato de época y evoca temas como el olvido, la traición y, claro, la posibilidad de perdonar ambos estados. Ave Fénix es otra muestra de la maestría de Christian Petzold para tocar temas incómodos, como la posibilidad (o imposibilidad) de la gente de seguir adelante tras vivir situaciones que, por momentos, son capaces de transformar a una persona en fantasma.
La primera vez que vemos a Michael Keaton en Birdman éste se encuentra de espaldas, literalmente elevado por los aires haciendo la posición del loto. Cómo ha alcanzado ese estado de elevación aún no lo sabemos, pero sospechamos de entrada que ésta película de Alejandro González Iñárritu será, cuando menos, distinta. Distinta al promedio de estrenos (aún en temporada de Oscars) y, mejor aún, distinta respecto a su gastada filmografía. A diferencia de la narración fragmentada que había utilizado hasta el hartazgo en Amores Perros, 21 Gramos y Babel, en Birdman la secuencialidad no se limita únicamente al desarrollo de la historia (que es, para colmo, contada en tiempo real) sino que hasta se infiltra en el aspecto técnico: en esencia, aún con cortes disimulados, la película está compuesta por un único plano secuencia. A esta altura, tenemos la certeza ya de que nos encontramos frente a una de las películas más interesantes y delirantes del año. Birdman es una devastadora crítica al arte interpretativo desde el teatro y el pomposo status de “celebrity”, pero es también una lectura del estado actual del cine, las franquicias, el voyeurismo y, sobre todo, el narcisismo exacerbado, arriba de las tablas medido en reseñas, abajo estupidizado en posmodernas selfies. La vida de Riggan (Keaton), otrora protagonista del film de superhéroes del título (y paralelismo evidente con la real interpretación de Keaton del Batman burtoniano), trastabilla entre delirios de grandeza y la necesidad de reconocer que, de no poder convencer al mundillo del espectáculo que puede ser un gran actor, podría caer presa del más cruel olvido. Ese mismo olvido que lo llevaría inevitablemente a tener que repetir un personaje exitoso pero ciertamente no respetado. Riggan es, sin embargo, tan sólo un actor más obsesionado con la idea de “inmortalidad a través del arte”: conviven allí Edward Norton, un soberbio y pedante -pero reconocido- actor de Broadway, Naomi Watts, una actriz menos apasionada pero moderadamente talentosa y Zack Galifianackis, su representante eternamente preocupado por números y contratos. Ninguno de ellos, de todos modos, siente tanto el peso del arte dramático como Riggan, que en verdad más bien lo padece. Por eso impacta ver cómo aún con ese peso el aquejado hombre con el tiempo se eleva, al igual que lo hace la película a medida que el dilema existencial que lo sofoca se va tornando cada vez más oscuro. El delirio se convierte netamente en pesadilla y la línea entre lo real y lo ficiticio termina de borrarse cuando, ante un aparente salto al vacío, alguien pregunta “¿esto es real o es una película?”. La respuesta, claro, es la segunda opción. Iñárritu lo sabe y quiere transmitírselo al espectador. Y para ello elige hacerlo a través de una impecable lección de cine.
A algunos genios se los reconoce en vida, a otros se los celebra tardíamente cuando ya no pueden escuchar los aplausos y a otros, directamente, se los mantiene ocultos por medio siglo bajo el rótulo de “Secreto de Estado”. A ésta tercer categoría perteneció Alan Turing, el simbólico padre de la computación moderna, que con su máquina de descifrar códigos llamada Cristopher, no sólo hizo uno de los aportes más significativos al Siglo XX en cuanto a tecnología se refiere sino que, además, logró salvar la vida de millones de personas en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial. El Código Enigma es, en orden de estreno, la segunda biografía (o biopic, en la jerga hollywoodense) que compite por el Oscar a mejor película este año, siendo la primera La Teoría Del Todo, basada en la vida de Stephen Hawking. Una diferencia crucial, sin embargo, juega a favor de la película sobre Turing dirigida por Morten Tyldum en detrimento de aquella que narra las relaciones amorosas de Hawking: aquí lo que importa es el contexto, el invento y sus enormes logros, y en un segundo plano, la sufrida vida del protagonista, mientras que en el otro caso, los avances de la ciencia son apenas anecdóticos. No por ello, sin embargo, El Código Enigma es una obra carente de sentimientos humanos, sino más bien todo lo contrario. La vida de Turing, interpretado aquí con grandeza por Benedict Cumberbatch estuvo siempre marcada por la introspección, la soberbia y un hermetismo al borde de la misantropía que radicaba en un secreto fuertemente guardado: su homosexualidad, acaso un crimen inadmisible para la Inglaterra de mediados de siglo pasado. Éste y otros silencios hicieron de la vida del matemático un verdadero infierno, que le llevaron hasta a ser sospechado un espía del bando soviético. El imperio británico, aún así, no tuvo otra opción más que concederle sus demandas para vulnerar el sistema de encriptado nazi llamado Enigma, una máquina prácticamente indescifrable que albergaba, día tras día, los comunicados y estrategias oficiales del Ejército Alemán. Información valiosa que, claro, en las manos adecuadas tenía el poder de finalizar la Guerra. El Código Enigma es un título mal adaptado del original The Imitation Game (“el juego de la imitación”) que no hace justicia a la frase de Turing, cuando esboza las borrosas y ténues diferencias que pueden a veces haber entre una máquina y un ser humano. Diferencias que, aún desde la prehistoria tecnológica, esbozan principios fundamentales de la computación como hoy la conocemos. Tyldum, un director noruego experimentado que venía de otra interesante película como Headhunters (Cacería Implacable, 2011), da un enorme salto al cine comercial internacional con esta notable película que comprende las virtudes del género biográfico, sin olvidar jamás el entretenimiento ni descuidar el aspecto histórico. El Código Enigma se convierte así en uno de los estrenos más disfrutables de esta temporada de premios, sin la necesidad de efectismos ni golpes bajos.
Cuando la hiperactiva esponja marina dio un enorme y espectacular salto a la pantalla grande allá por el año 2004, ante el éxito de crítica y taquilla todos los fanáticos esperaban una inminente secuela. Increíblemente, ésta llegó pero con notable retraso: uno no puede evitar preguntarse qué habrá sucedido para que los Estudios Nickelodeon tardasen tanto en concretar este tan esperado proyecto. Afortunadamente, nada de esto importa ya, puesto que Bob Esponja: Un Héroe Fuera del Agua valió la pena la espera y superó la enorme expectativa con creces. Es posible que, aún cuando el año recién empieza, se convierta en la mejor película de animación del año y le sobran méritos para demostrarlo, tanto desde el aspecto técnico (el juego que propone entre diversas técnicas de animación es notable) como el narrativo. Al igual que su predecesora, esta segunda parte dirigida por Paul Tibbitt bordea el surrealismo puro al sobrepasar inclusive los límites del absurdo. La premisa es sencilla y gira en torno a un viejo leitmotiv de la serie original: Plankton, ese diminuto enemigo de Don Cangrejo, busca robar la fórmula de las Cangre-Burguers, y sus andanzas desatan un caos inesperado. Entra en escena el bueno de Bob, y todo lo que puede salir mal simplemente sale...peor. Al cocktail explosivo se suma Antonio Banderas, en una historia que inicialmente parece arrancar como una narración paralela pero termina cruzándose con la de nuestros héroes. Un cuidado guión se encarga de que estos elementos no choquen sino que se potencien, y es ahí cuando se advierte la maestría de los realizadores. Ahora bien, si los avances publicitarios prometían un Bob-Esponja tridimensional alejado del trazo más tradicional de la serie, conviene una advertencia: eso constituye apenas el 20% de la película y, afortunadamente, el otro 80% varía en los más diversos estilos, pero hace foco en la simpleza del célebre dibujo que, en sus más de quince años televisivos, no ha perdido siquiera un poco de brillo. Stephen Hillenburg, padre de la criatura, oficia aquí como productor ejecutivo y es el autor apenas de la “historia”, no así del guión, pero su pulso y timing por la comedia cartoon se nota en cada decisión estética y chiste bien ejecutado. Aunque esta nueva aventura no llegue del todo a la excelencia de la anterior, Un Héroe Fuera del Agua se acerca lo suficiente como para que niños y adultos salgan de la sala pidiendo más.