Cierto encanto burgués El capital humano es de esas película que generan, incluso entre nosotros los críticos (sobre todo entre los críticos), algunos amores simplistas de clase media y algunos odios marxistas de clase media. Desde aquí en un principio diremos que su director Paolo Virzì parece tener las pretensiones filosóficas y misantrópicas de González Iñárritu, pero que logra apartarse lo suficiente de ese camino como para que finalmente su película sea tolerable. De hecho, el film comparte la estructura de las primeras películas del director de Birdman, aquello de las historias individuales que confluyen en una tragedia. El capital humano está dividida en cuatro capítulos, donde lo que fundamentalmente cambia es el punto de vista, y donde también se explicitan los puntos de contacto de las historias. Este artilugio narrativo viejo y gastado a veces es efectivo, otras veces una mera arbitrariedad. Digamos que al director le sirve para ordenar lo que quiere contar y también para ajustar el tono de lo que está narrando. Hay un movimiento cuanto menos atendible en la película, cuyo primer capítulo es de un tono burlón y despojado que luego va mutando en un melodrama un poco demasiado solemne, que a pesar de todo no aburre ni indigna en su bajada de línea políticamente correcta. Se le puede achacar a Virzì que sus personajes sean un poco unidimensionales o demasiado arquetípicos, lo cual es cierto en tanto a los personajes negativos sobre los cuales la tesis misantrópica de la película caerá sin clemencia. Pero cuando debe hablar de los jóvenes, o de cierta psicóloga sensible, se filtra en la mirada del director cierta esperanza, que sin ser una línea ultra-pogre, va en contra de la mirada prejuiciosa que tiene sobre los personajes más odiables. Por otro lado, hay que subrayar el desprecio del director por la historia del personaje que es la víctima de la tragedia en la que confluyen las historias. A pesar de que claramente el foco de la película es otro, su historia apenas se menciona y se desarrolla casi a regañadientes. Esto no termina afectando del todo la validez de El capital humano, que se salva por su buen ritmo que hace que, a pesar de volverse paulatinamente más seria, no nos terminemos aburriendo casi nunca. Para el final vamos a acusar al director de esta película de cometer lo que a este crítico le parece uno de los errores criminales del séptimo arte: los textos que aparecen inmediatamente después del final. Y no tanto aquellos que sirven para reconfirmar los destinos de los protagonistas como la Copa Suruga Bank, sino aquellos que quieren agregar o subrayar un concepto que debería inferirse tan sólo por haber visto la película. El ejemplo más notorio de esto que estoy diciendo es el final de Irreversible, con aquella frase de que el tiempo todo lo destruye. Pero esa película es una porquería y su director un imbécil, así que Virzì con su inofensiva El capital humano todavía tiene el beneficio de la duda.
Duro de rescatar Por innumerables razones era deseable que Más notas perfectas fuera, sino excelente, al menos una muy buena película. Es la secuela de una comedia brillante como Ritmo perfecto; está protagonizada por la buena de Anna Kendrick y las interesantes Rebel Wilson y Brittany Snow entre otras, además de incorporar a la protagonista de la Temple de acero de los hermanos Ethan y Joel Cohen, Hailee Steinfeld; también tiene inmejorables actores de reparto como John Michael Higgins y Elizabeth Banks, quien además dirige. Pero claramente la lógica de la acumulación no garantiza calidad cinematográfica, y los nombres admirables involucrados en Más notas perfectas no logran que la película se acerque ni un poco a la perfección de la primera parte. FAT AMY Ya desde la introducción podemos empezar a desconfiar un poco del criterio de Elizabeth Banks como realizadora. La secuencia tiene su gracia y funciona como disparador, aunque ya podemos sospechar algo del desgaste que veremos más adelante, sobre todo con el personaje de Rebel Wilson (Fat Amy) que es una de las fallas más notorias de Más notas perfectas. Aclaremos que la mejor actriz con sobrepeso de la historia es Melissa McCarthy, quien ha encontrado su mejor versión trabajando con el director Paul Feig (Damas en guerra; Chicas armadas y peligrosas; Spy, una espía despistada). En sus personajes, McCarthy suele hacer hincapié y subrayar aquellos aspectos personales que no tienen que ver con su sobrepeso. Quienes hemos sido gordos toda la vida sabemos que cuando las personas notan que uno tiene sobrepeso parecen olvidar que uno sigue siendo una persona. Para ilustrarnos mejor al respecto está aquel ambiguo y glorioso capitulo de Los Simpson donde Homero quiere engordar para trabajar en su casa. En cambio, el personaje de Rebel Wilson trabaja el otro aspecto de la cuestión, nos espeta en la cara que es gorda y que, al menos en apariencia, no le importa. Hay cierto cinismo, pero nunca se explicita un conflicto. Y luego cuando hay que hacer chistes, se apela principalmente a lo más grotesco de su apariencia y más ridículo de su personalidad. ¿Qué hace Fat Amy? ¿Se defiende o enfrenta al mundo? Por momentos tan sólo parece un bufón. DE NUEVO RITMO PERFECTO PERO MAL Esencialmente, Más notas perfectas es una secuela clásica, es decir, suma elementos pero sigue siendo la misma trama que su antecesora. Por lo tanto, las protagonistas se enfrentan de nuevo a un concurso de canto a capella, lo cual es una excusa para contar nuevamente los desafíos de crecer y enfrentarse a la vida adulta. A medida que la directora va encontrando los gags que funcionan con cada personaje, luego se limita a repetirlos. Hay una cantidad de subtramas acumuladas que deshilachan el conjunto ya que no coordinan demasiado bien, y tampoco están bien resueltas. Sorprende incluso lo apurado y poco resuelto del final. Banks no logra que nos interesen nuevamente los destinos de los personajes de Kendrick y Snow, y mucho menos el de Steinfield. Además, me informan que el final se resuelve igual que el final de un capítulo de Glee, señal de que tengo que dejar de escribir sobre esta película que se termina pareciendo al Boca de Arrubarrena, que cuanto más se lo analiza, más fallas tiene.
De aquel lado del muro No hace falta ser Gonzalo Bonadeo para saber que todo atleta centroamericano o soviético relevante de los años 80 ha recurrido al dopaje. Y tampoco hay que ser muy lúcido como para entender la inmensa hipocresía que suponen los controles antidoping que aplican las mismas instituciones que luego exigen a sus atletas más y mejor rendimiento. Juego limpio parece que habla un poco de este tema. Tenemos en principio la historia de Anna (Judit Bárdos), una joven atleta checoslovaca que entrena en el equipo nacional para llegar a competir en los Juegos Olímpicos de 1984. Sí, el año del boicot, hecho histórico que inspiró ese chiste fundacional en la historia de Los Simpson: aquel del concurso de hamburguesas gratis patrocinado por Krusty. Es decir, rápidamente sabemos al menos el destino deportivo de la protagonista, pero claro, la película de Andrea Sedláková se va a centrar en hablar (una vez mas) de cómo fue vivir en aquel lado del Muro. La directora despliega, no sin gracia, un catálogo de lugares comunes de las cosas que podían sucederte si eras alguno de los oprimidos ciudadanos de la tardía y decadente Unión Soviética de mitad de los años 80. Hablamos de gente obligada a emigrar, persecuciones políticas, acción política clandestina, etcétera. En el caso particular de Anna, el Estado le proporciona esteroides para que mejore su rendimiento, ya que obviamente, los atletas soviéticos deben demostrar ser los mejores. En Juego limpio, el Estado soviético es un ente absolutamente negativo que sólo está allí para molestar y hacer el mal. En contraposición, Anna, la deportista que aborrece los esteroides, es el símbolo de la libertad: de hecho, en alguna línea ella dice no ser parte de ese sistema. Estamos quizás ante una mirada política un tanto simple o superficial. Si fuera un producto de Hollywood se lo achacaríamos sin piedad, pero siendo una película de la ex Unión Soviética, la reflexión que no deja de ser insuficiente cobra otra dimensión. Y por otro lado, estamos ante un melodrama que explora las emociones de los personajes, que por suerte lucen y se entienden legítimas. Porque también podríamos decir que Juego limpio atenta contra cierta verosimilitud, dado que alrededor de Anna suceden un montón de conflictos al mismo tiempo, pero entendemos que funciona dentro de los territorios del género. Además, a pesar de cierta repetición y alguna escena decididamente superflua, la película de Sedlácková sostiene el interés en todo momento, con un ritmo continuo y libre de distracciones que incluso nos hace olvidar que algunos personajes desaparecen repentinamente y no los volvemos a ver ni en IMDB. Una rareza para nuestra habitual grilla de estrenos que a la vez es una pequeña grata sorpresa. Un melodrama deportivo con bastante deporte (hay largas secuencias de entrenamiento) que demuestran que la buena de Judit Bárdos deja todo por esta historia. Muy diferente a la situación de Gago.
Sólo un punto de partida Es difícil no sentir empatía con la premisa de Aguas abiertas. Es la historia de cuatro amigos adolecentes con capacidades diferentes que practican natación juntos. La directora Marcia Paradiso intenta contarnos lo que fácilmente se puede imaginar: cómo desarrollan su vida diaria Joaquín, Tobías, Facundo y Christian, y la importancia vital del deporte que los une. Hay un punto de partida respetable en este documental, pero las reiteradas fallas de guión y puesta en escena hacen que los escasos -a priori- 65 minutos de duración sean difíciles de transitar. El documental tiene, como cualquier género, sus convenciones y recursos, y además particularmente posee una excesiva reputación de realista. Es una obviedad decir que el documentalista compone una puesta en escena, y que no es solamente un ojo libre de prejuicios que se posa a una distancia prudencial para captar la realidad. Como tal, Paradiso elige mostrarnos cómo entrenan los chicos para diferentes desafíos, el más importante de los cuales es un maratón acuático que reservará para el final. Los protagonistas se ven obligados a actuar, de alguna manera, las acciones más naturales, como atender un teléfono o alguna conversación informal y casual, por lo cual hay un velo de obvia artificialidad que le juega en contra al conjunto de la obra. Cuando la acción se traslada a lugares más amplios, con gente que no tiene que ver directamente con la producción, se recobra un poco de la naturalidad perdida, vemos otras interacciones y un tono que quizás hubiera sido el más adecuado para el total del film, que cuando retoma la intimidad vuelve a ser artificial. A esto sumémosle un guión tosco y repetitivo: el film entero consiste en contarnos tres entrenamientos anteriores a tres desafíos o torneos. Decíamos que el punto de partida es respetable pero también vale decir que es insuficiente, por lo menos para las pretensiones iniciales. Desde el sitio web de Aguas abiertas, se dice que el documental se propone entre otras cosas: “… reconocer las capacidades de fortalecimiento de las experiencias deportivas juveniles, revalorizando los esfuerzos que realizan las personas con discapacidad y transformando su representación en los medios masivos de comunicación”. En ese sentido, el documental es escaso porque las experiencias de los cuatro protagonistas no alcanzan como representación universal, y además redunda en una idea que de todas maneras ya está incorporada por gran parte de la sociedad. Nos referimos a cómo el deporte transforma positivamente, a nivel social y psicológico, las vidas de las personas con discapacidad. Aguas abiertas es un registro aceptable de los logros de un grupo de personas particular, pero su anécdota es tan íntima que termina siendo difícil que sostenga el interés para espectadores absolutamente ajenos. Y nos hace preguntar si todas las historias de grandes esfuerzos deben convertirse en una película que se estrena en un cine comercial. No estamos en contra de la existencia de Aguas abiertas y similares, pero habría que pensar si no convendría hacerlo transitar por otras vías de difusión, como INCAA TV por ejemplo, o algún ciclo que tenga que ver con el tipo de producción.
Adiós Goku En 2013, Akira Toriyama se convenció de que necesitaba hacer más dinero con la franquicia de Dragon Ball y volvió a escribir una aventura para Goku, Vegueta y demás personajes. El resultado fue Dragon Ball Z: la batalla de los dioses, extraña visita al universo creado en 1984 donde veíamos a los personajes reunidos en una especie de evento de egresados, rememorando, comiendo y festejando el reencuentro. Aparecía la amenaza de Bills, el dios de la destrucción que era una especie de gato egipcio gigante y caprichoso que aceptaba no destruir la Tierra a cambio de los deliciosos manjares que aquí se cocinan. La película era pequeña pero amable, distendida y cariñosa. Toriyama aprovechaba para sacarle algo de solemnidad y agregar un poco de ese humor pícaro que tanto le gusta y al que no pudo acudir durante el desarrollo de Dragon Ball Z, que le exigía enemigos poderosos, batallas, entrenamientos y repetir el mecanismo hasta el infinito. Lamentablemente los otakus y simpatizantes del manga y el animé han sido padres, y de esos que no pueden permitir que sus hijos tengan gustos propios. Entonces hay un ferviente ejército de niños que están desesperados por ver un Goku de su época, y padres desesperados por alguna excusa para ver Dragon Ball de nuevo. Atrás ha quedado la infame Dragon Ball GT y la mutilada edición y remasterización llamada Dragon Ball Z Kai y, luego del éxito de La batalla de los dioses, el camino es uno solo: secuela y reboot llamado Dragon Ball Z: la resurrección de Freezer. El título es elocuente, ya que vuelve Freezer, el enemigo más agotador de la historia de la televisión: su batalla con Goku debe haber sido la que más capítulos abarca en la historia de la serie y el mundo. Luego de entrenar, junta un ejército y se va a la Tierra a matar a Goku. En la Tierra las cosas están más o menos igual a lo que veíamos en La batalla de los dioses. Por supuesto, se viene una gran batalla. Aquellos que hayan visto algunas de las 14 ó 15 películas anteriores basadas en Dragon Ball Z notarán la diferencia de aquellas escritas por Toriyama o no. Es decir, aquí Toriyama vuelve a imprimir ligereza, desparpajo y humor, pero como está contando un reboot nos quiere también introducir personajes y explicar desde los diálogos un montón de datos innecesarios para la película, los cuales seguramente sean importantes en la nueva serie que pronto tendremos llamada Dragon Ball Z Súper. Esto termina pareciéndose a ese corpus de películas-prólogo a las cuales nos tiene acostumbrados Marvel, cuyo peores exponentes son Iron Man 2 y Thor, donde no importa lo que sucede sino qué datos nos aportan para lo que viene. Desde ese punto de vista, la película pierde bastante interés: nada va a suceder más que acomodar los tantos como para que lo que sigue no quede tan descolgado. Además, como transición tampoco funciona del todo: es ociosa y un tanto larga, se toma mucho tiempo para llegar al clímax de una premisa que es demasiado simple, con dos tramas bien definidas y lineales. Esto nos hace pensar que debería ser obligación, a partir de este año, que todos los realizadores deban entender la narrativa desde el visionado de Intensa-mente. Mientras miraba la enésima piña que le pegaba Freezer a Goku y viceversa, pensé que quizás ya no puedo permitirme ver Dragon Ball Z desde la inocencia, el fanatismo y la melancolía. Por lo tanto, aunque mire cada uno de los capítulos de Dragon Ball Z Súper, voy a ser un espectador ajeno porque esos personajes ya no me pertenecen, sino que son de una generación nueva y también de Akira Toriyama y su camión lleno de billetes.
Hablemos de Alberdi mejor Antes que nada lo que está bueno: Belgrano, una película pirata es claramente un film sobre el popular club de fútbol cordobés pero también es algo más y eso se agradece. En sus excesivos 116 minutos de duración (sí, entendimos lo maravilloso que es ser de Belgrano) desarrolla dos vertientes bien diferentes: por un lado, la parte más densa y obvia acerca de lo glorioso que es el club; y otra un poco más sutil e interesante acerca de la dimensión política y social del territorio en el cual nace el club que es el barrio Alberdi de Córdoba capital. ALBERDI Con esa exageración característica de la izquierda revolucionaria de fines de los 60, Alberdi ha sido declarado primer territorio libre de América. Lo cierto es que como vemos en Belgrano, una película pirata, este barrio contiene una fuerte identidad. Desde sus historiadores informales, pasando por la cultura cotidiana se nos cuenta sobre el pasado comechingón, el presente multicultural, el omnipresente fútbol, la cervecería y la interesante movida de un grupo de jóvenes comprometidos en recuperar aquello que el tiempo y los intereses económicos quieren borrar de un plumazo: la unión, la identificación colectiva; en definitiva, la identidad. Desde el Cordobazo y Agustín Tosco, a la explosión de Rodrigo “El potro” a fines de los años 90, según la película de Gastón Bailo y Martina Faux Marambio, Alberdi parece ser el corazón o el alma de toda una región, donde se vive y se es de una manera, por supuesto positiva. No hay razón para no creerles. C.A.B. Hace dos meses tuvimos otro de esos hechos ridículos y violentos a los cuales nos tiene acostumbrados nuestro fútbol, el famoso pimienta-gate del Boca vs River de la Copa Libertadores. Tenemos la teoría inocente esa de que unos pocos violentos nos sacan el espectáculo a una mayoría no violenta. Hay una minoría violenta legitimada por un discurso mayoritario constante y corrosivo, que hace 40 años no se detiene acerca del “aguante”. Por supuesto que las famosas barras existen con sus conexiones políticas pero hay una mayoría que de alguna manera intrínseca (y a veces concreta) las sostiene. Lamentablemente, Belgrano, una película pirata adhiere a ese discurso de la pasión por encima de todas las cosas. Me voy a apresurar a decir que no podemos esperar más de un film partidario que pretende exaltar las cualidades del club y su lugar de residencia. El amor y el arraigo que siente la gente por ese lugar, su identidad y su amado club de fútbol. Pero sí vale la pena subrayar que, aunque sea por contexto o inconscientemente, adhiere y festeja ese discurso acerca de lo grandioso que es el club del cual uno es hincha y que está por encima de todo, madres e hijos incluidos. Aquello de que hay que dejar más que fútbol en la cancha, piernas y vida. En definitiva, ese decir violento que legitima. Y de que hoy, en un país que juega sin hinchada visitante, el otro casi que ni es necesario; no hay una sola mención a Talleres en este documental. Apenas Artime menciona tímidamente un clásico espectral.
Poco insidioso Vivimos en una época que ya no se conforma con remakes o continuaciones tardías de viejas glorias: sólo por nombrar algo de este año, vimos Jurassic World, Mad Max: furia en el camino y se viene otra de Terminator. Es una época donde todo producto más o menos aceptable se convierte en una franquicia que incluye una cantidad exagerada de entregas. Por supuesto que la calidad depende de las personas involucradas y en el caso de La noche del demonio 3 se nota la ausencia del director de la primera y segunda entrega, el efectivo James Wan. Le llegó el turno de debutar en la dirección a otro de los creadores de la saga de El juego del miedo, el actor Leigh Whannell, quien interpretaba a uno de los dos prisioneros de Jigsaw en aquel baño infernal. A Whannell, al igual que a su película, les queda grande la camiseta. Su problema es comparable al de Annabelle -la película de la muñeca de El conjuro-, es decir, la falta de sustancia, además de la incapacidad de sus respectivos directores por imprimirles algo de garra al asunto. Al igual que la película de la muñeca, esta tercera entrega de La noche del demonio es una precuela con apenas algunos elementos que forman el nexo entre las historias. En Annabelle era claramente la muñeca, aquí es Elise Rainier, la médium de la primera entrega interpretada por la actriz cuya expresión es una sugerencia constante de que está hablando con los muertos, Lin Shaye. Algo así como si Mirta Busnelli resultara creíble. Digamos que el personaje de Shaye es simpático, pero su origen es como un partido entre Defensa y Justicia y Aldosivi: jamás pensé en él pero si está en la tele lo miro. Lo que quiero decir es que con Insidious no se ha construido un universo lo suficientemente denso como para contener una saga. Sencillamente carece de profundidad y esta historia surgida por la tangente gasta más esfuerzos en avisarnos que pertenece a ese universo que en generarnos tensión o terror. Fuera de esto, la película es una más del montón en el peor de los sentidos: no hace nada por salirse del molde industrial del que proviene, y más allá de alguna escena de susto realmente lograda, el resto es un conjunto de elementos y matices compactados y elegidos al azar para dar siempre el mismo resultado. Poco nos van a importar las motivaciones y los traumas de la protagonista Quinn (Stefanie Scott, que extrañamente tiene la misma edad que su personaje) y su familia disfuncional genérica, sobre todo sabiendo que al menos para el personaje que a nosotros nos interesa las cosas salieron bien. Esta película, al igual que otra tanta cantidad de engendros, es producida por el director de Actividad paranormal, Oren Peli. La próxima vez que vean ese nombre piénsenlo dos veces, es el verdadero espíritu maligno que nos persigue para obligarnos a ver películas insufribles que llenen sus bolsillos.
La batalla del tiempo El tiempo, ese movimiento irrefrenable y lineal, desde el pasado hacia el futuro donde el presente inasible sucumbe constantemente. En El otro lado del éxito el ahora es la presencia espectral y cautivante de Kristen Stewart, quien se encuentra en medio de la tensión inevitable entre el pasado (Juliette Binoche) y el evidente futuro que representa Chloë Grace Moretz. Esta interpretación simple o –también- este trazo grueso está presente en toda la película de Olivier Assayas, pero insertado con talento en un mar de sutilezas que dan la apariencia de apenas sugerir. BINOCHE Francia es un pueblo obsesionado con el tiempo en sus diferentes formas. Desde la melancolía que Woody Allen le pide prestada al Hemingway de París era una fiesta para Medianoche en Paris, a las medidas desesperadas en las que tuvo que caer Marcel Proust para recobrar su tiempo perdido, pasando por lo que sea que haya querido decir Sartre. Francia ha querido adueñarse del tiempo. Maria Enders la actriz de edad madura que interpreta Juliette Binoche está enfrentando en primera línea el fin de su época. Va a interpretar luego de 20 años el papel del pasado en una obra que la consagró en su juventud interpretando, obviamente, al futuro. Desde esta premisa, Assayas despliega una serie de alegorías y reflejos que dialogan con los diferentes moldes en los que puede encontrarse la forma del tiempo. La muerte de Wilhelm Melchior, escritor de la obra que interpreta la protagonista, consecuencia fundamental del tiempo; el ciclo de la serpiente de nubes en Sils Maria, fenómeno extraño y eterno; referencias e intromisiones que van engrosando de capas y complejidad el tema de la película que es más bien fríamente simple. STEWART Y MORETZ Estados Unidos, el pueblo que posee el tiempo, al menos durante algunas décadas ha sido presente y futuro a la fuerza e indiscutible. Valentine, la asistenta de Maria Enders interpretada por una muy interesante, o digámoslo, brillante Kristen Stewart, es durante casi todo el film el presente. El contrapunto de su relación con el personaje de Binoche es uno de los momentos más altos de El otro lado del éxito. Una relación enfermiza, dependiente y destructiva disfrazada de amistad relajada y abierta. Aquí aparecen los diálogos sobre cine y arte, que despliegan lo que tiene para decir Assayas, a quien podríamos acusarle de caer en algún lugar común, pero quien también nos demuestra su total autoconciencia en algún dialogo en una noche de casino y bebidas. Y aparece Jo-Ann Ellis (una quizás demasiado convencional Chloë Moretz) la joven súper-estrella que quiere ser tomada en serio, y que va a interpretar el personaje que Enders hizo hace 20 años. El único movimiento posible para Valentine es admirarla e idealizarla, Ellis es lo que viene y deviene. Para María Enders y para todos nosotros queda la aceptación de la derrota.
A medias Digamos, total nadie nos censura, que al día de hoy con el estreno de Chappie, Neill Blomkamp continúa una especie de saga personal de largometrajes donde revisa los temas clásicos de la ciencia ficción: la invasión extraterrestre en Sector 9; la distopía clásica en Elysium; la robótica y la inteligencia artificial con Chappie. Y sí, la ciencia ficción es a veces un género preocupado y filosófico, lo cual implica que puede producir bodoques aburridos e injustificadamente festejados como 2001: odisea en el espacio, y esas cosas que hace Christopher Nolan últimamente. Pero Blomkamp, que es consciente de estos peligros, tiene la voluntad de incluir en sus películas el movimiento como eje narrativo, y también quiere intentar reflexionar sobre la tecnología y la deshumanización, y también quiere contarnos la política y la realidad social de su Sudáfrica natal. Todo esto metido a presión en el guión de Chappie que, sin dudas, es confusa. Desde la introducción se van sugiriendo una cantidad de tramas bastante densas, algo así como tres películas en una, y Blomkamp no termina nunca de decidirse cuál es la importante. Lo que más recordaremos es la historia de la relación de Chappie con los humanos que él cree que son su padres, un par de gánsteres de medio pelo. Si Blomkamp utilizaba a los extraterrestres de Sector 9 para decir las obviedades que él creía que tenía que decir sobre el Apartheid, aquí aprovecha para descargar su sabiduría obvia sobre los mecanismos de las familias disfuncionales. Así uno puede ir enumerando una cantidad de elementos que se quedan a medias, una suma de medio pelo que hacen un conjunto que tiende a la mediocridad. Por ejemplo, los personajes de cartón que interpretan las estrellas que legitiman esta producción, Sigourney Weaver y Hugh Jackman, un desaprovechamiento absoluto de dos talentos probados cuya participación final es olvidable. Lo de Weaver es comparable al anti-carisma mostrado por Julianne Moore en Los juegos del hambre: Sinsajo parte 1. Blomkamp debe ser uno de los directores que filma de manera más verosímil el metal, todas las maquinas en sus películas se ven reales; además su capacidad como director se ve más claramente en las secuencias de acción, a pesar de que en esta película abusa de la cámara lenta y demuestra no ser implacable en este apartado. Los críticos deberíamos poder responder concreta y claramente por una película que vimos, esbozar al menos algunos juicios sueltos que describan y valoren al mismo tiempo, o casi. Si alguna vez me preguntan rápidamente que pienso de Chappie creo que deberé contestar que es una película cuyo protagonista es el robot consiente de Yo, robot, pero con la lógica de un cachorrito; cuyo guion es el de Robocop, pero en Sudáfrica; cuyos actores más famosos son Wolverine de X-men y Ripley de Alien, el octavo pasajero; y que gracias a ella nos dimos cuenta que su director, como dice el Cuarteto de Nos, se viste como Kant y piensa como Armani.
Catálogo de exportación Me dicen que Carlos Saura ha hecho esto otras veces: no sé, no tengo la suerte de haber visto sus películas anteriores. Zonda: folclore argentino (a partir de ahora Zonda a secas), por algún extraño mecanismo de la asociación libre me llevó a un nombre de fines de los 70: Sean S. Cunningham. Un mercenario del cine, productor de alguna película inaugural en la carrera de Wes Craven (La última casa a la izquierda), y director de la primera entrega de la saga emblemática del slasher Viernes 13. Esta asociación de una arbitrariedad abrumadora es una comparación forzada que, por alguna razón, en algún momento de fragilidad me pareció genial, hasta una epifanía: Saura con Zonda le hace al folclore argentino lo mismo que Cunningham con Viernes 13 le hace a Halloween de John Carpenter. Es decir, Cunningham y Saura son extractores de esencias que pretenden un producto final similar a las obras originales que usan de fuente porque de alguna manera tienen a disposición los mismos elementos constituyentes. Pero Viernes 13 no es ni remotamente Halloween y Zonda sólo roza la superficie de un corpus de obras que apenas se pueden seguir llamando folclore argentino. Saura sacrifica la rigurosidad histórica y técnica apelando a una puesta en escena despojada y estilizada y una fotografía digamos que correctísima, y entonces Zonda termina siendo un catálogo prolijo y cuidado del estado actual del folclore argentino, como para venderlo en el exterior o alguna empresa de cruceros que necesite animadores exóticos. Además, al ser un largo video musical cuyo concepto orgánico tambalea, dependemos de la música y de las interpretaciones para sostener el interés. Zonda tiene casi en el inicio a Soledad Pastorutti y al Chaqueño Palavecino, representantes más populares de la música tradicional que más allá de sus limitaciones no se puede negar la energía que despliegan. Más adelante nos encontraremos con una gloriosa interpretación de Gabo Ferro y Luciana Jury, y también los siempre irreprochables Pedro Aznar y Liliana Herrero, que cantan por separado pero con la misma actitud de “soy el mejor artista argentino vivo/a”. Tenemos un homenaje obvio a Mercedes Sosa con una hermosa canción obvia como Todo cambia (Julio Numhauser). Y es que Mercedes Sosa siempre ha sido una artista obvia porque eligió para su repertorio siempre las mejores canciones posibles, es decir las obvias, y además, digámoslo, siempre conmueve. Y sin embargo, el mejor momento de Zonda es el también obvio homenaje a Atahualpa Yupanqui, donde se ve una foto característica y se escucha Preguntitas sobre Dios que es básicamente un alegato ateo-comunista de esos que golpean seco en la cara. Por supuesto que podemos apreciar en Zonda la complejidad y las posibilidades de la música argentina conocida como folclore. Lo que no vemos es de dónde viene, ni tampoco un recorrido más o menos ilustrado de sus géneros que prácticamente se ven reducidos a tres o cuatro. No hay payada por ejemplo, no están José Larralde ni Horacio Guaraní y, más allá del homenaje a Yupanqui, el folclore según Zonda carece de toda dimensión política, y en nuestro país, la posta política en el universo musical siempre la ha sostenido el folclore más que ningún otro movimiento.