DEPREDADORES Guionista de Sin nada que perder, Taylor Sheridan continúa en Viento salvaje -su segundo film como director- un camino atravesado por los códigos del western y del policial árido, pero fundamentalmente una exploración hacia la Norteamérica interior, donde la ley (terrenal, divina) está ausente y los hombres deciden su destino… o al menos lo que pueden de él. Como en aquella, el cruce cultural entre blancos y nativos genera tensiones, pero aquí las cosas son más secas y concretas: la aparición del cadáver de una joven en medio de la nieve da pie a una investigación que involucra a una inexperta agente del FBI y a un agente de la reserva encargado de cazar depredadores. Con maestría, el director y guionista no sólo involucra emocionalmente a los protagonistas, sino que los encierra en un contexto donde la violencia subterránea aflorará tarde o temprano para modificar definitivamente sus experiencias. Viento salvaje es un film parco, cuasi lúgubre, y hace recordar por momentos a la pesadez de Manchester junto al mar por cómo los hechos del pasado relacionados con pérdidas irrecuperables instalan un andar taciturno y sombrío en los personajes (incluso por la utilización de la música). La diferencia aquí es que estamos ante un policial, y las reglas del género aportan un recorrido diferente: especialmente, esas reglas les permiten a los personajes la explosión que sacude la agonía. Sheridan inscribe su relato dentro de ese otro gran relato del cine Americano, aquel que explora lo intrínseco de una cultura donde la violencia masculina está institucionalizada y donde el orden material, desarticulado ante el imperio de la naturaleza, pierde sentido y promueve la desolación. El film es atravesado por hombres apesadumbrados ante el filo de la introspección: cometer el peor de los crímenes es una opción real. Así, Sheridan, estima que determinado tipo de violencia no es más que una consecuencia del sistema, y no necesariamente una excepción. Si bien podemos cuestionarle al director cierto flashback que pierde de vista la lógica que el relato llevaba hasta ahí con el punto de vista, sin dudas que estamos ante un film notablemente sólido en materia expositiva. Sheridan nunca sucumbe ante las posibilidades que se abren, y se permite todo el tiempo del mundo para ir ensamblando las piezas de un policial que se va cocinando a temperatura baja, hasta llegar a una de las secuencias más electrizantes del año, un fuego cruzado entre diversas fuerzas de seguridad. Si corremos el hilo policial, el verdadero tema de Viento salvaje termina siendo ese choque cultural que enfrenta a nativos con blancos, y a lugareños con extraños, como esa agente de Fort Lauderdale perdida en medio del paraje nevado. Si Jeremy Renner (notable) elabora con sabia parsimonia a su meticuloso Cory, Elizabeth Olsen sorprende en la piel de esa agente involucrada en algo que la supera y la quiebra emocionalmente. Viento salvaje es una película sobre hombres, crueles o pasivos, y sobre las formas que tienen de afrontar sus pesares y forjar su destino, siempre alejados de lo lúdico o azaroso. Porque como bien explica Cory, en un lugar como ese, perdido en el mundo, es imposible hablar de suerte: los que logran contar el cuento lo hacen por puro espíritu de supervivencia. El cazador, en el fondo, siempre puede ser cazado. Y lo que sobran son depredadores.
UNA MONTAÑA RUSA MORAL Diego Lerman es un director valiente, no tanto por los temas que aborda sino por la forma en que elige abordarlos, especialmente en sus últimas dos películas (Refugiado y esta Una especie de familia) donde no sólo trabajó similitudes temáticas y narrativas, sino también porque encontró un estilo que funde el cine autoral con un registro más industrial y genérico. En ambas películas la familia es el centro, su disolución y reconstrucción o su construcción lisa y llana, y también el punto de vista femenino asolado por la violencia machista o por la violencia institucional como en este caso. Pero en Una especie de familia ese punto de vista femenino se desdobla en los roles de Malena (Bárbara Lennie), la mujer que va la Mesopotamia a buscar un hijo adoptivo, y Marcela (Yanina Avila, actriz no profesional que nos regala la escena más impactante y emotiva de toda la película), la madre biológica de ese niño que se convierte en una suerte de botín de guerra a espaldas de un estado ausente y tironeado entre múltiples intereses espurios y aberrantes. En el medio, claro, el deseo obsesivo de la maternidad, y otros deseos de clase que quedan sutilmente sugeridos y atropellados por el tour de force al que se ve sometida la protagonista en territorio extraño. Como en Refugiado, Lerman encuentra la manera de abordar temáticas sociales desde una suerte de cine espectacular sin caer en el entretenimiento abyecto: Una especie de familia habla de los problemas de la adopción, pero se aleja tanto de la denuncia lineal como de la posibilidad de convertirse en material de debate para magazines televisivos con panelistas. De ahí la valentía señalada anteriormente: su cercanía con el thriller la aleja del vacuo esteticismo festivalero y del regodeo intelectual en el que muchas veces caen estas propuestas, a la vez que la imposición de un registro autoral en el que las cosas son sugeridas antes que pre-digeridas y explicitadas permite que la película crezca mucho más allá del tema que transita. Hay momentos en los que Lerman camina por una delgada cornisa en la que se puede llegar a caer del lado Iñárritu de la vida, pero gracias a su habilidad como narrador su película nunca cede al miserabilismo típico del realizador mexicano. Una especie de familia denuncia con herramientas puramente cinematográficas (ahí se luce una memorable secuencia con la protagonista acechada por una plaga de langostas), donde el uso del sonido y el fuera de campo son instancias clave para construir un clima de constante tensión, un universo de mercancía humana y desaprensión. Hay en la película, eso sí, una instancia en la que el drama social no fluye adecuadamente con los trucos del thriller, como sí ocurría en la perfecta Refugiado. Se me ocurre ahora la secuencia de la requisa policial, donde las decisiones de los personajes parecen demasiado extemporáneas y hasta forzadas por el guión para desencadenar un nuevo giro en la trama, más allá de que se pueda comprender ligeramente cómo el nerviosismo hace mella en la lógica de los personajes. Y hasta incluso molesta un poco la verbalización de cierto episodio del pasado que comentan Malena y su marido, que atenta contra la sutileza del resto del relato: ese episodio motoriza lecturas sobre el comportamiento de la protagonista que hasta ahí permanecían ausentes y hacían mucho más intrigante el recorrido. Pero claro, Lerman es un gran director y logra sortear los escollos que el guión impone (tal vez demasiado concentrado en la protagonista, y a riesgo de perder un poco la potencia de algunos personajes de reparto como el médico que interpreta Daniel Aráoz) con la construcción de imágenes poderosas, como en esa última secuencia donde, al igual que en un western, dos personajes se estudian, se observan tratando de comprender del otro aquello que no terminan de decodificar, mientras el paisaje los va moldeando dejando huellas imposibles de borrar. En ese final, Lerman sintetiza el viaje de su protagonista -e incluso el del espectador- por una montaña rusa moral que no parece tener final.
APUESTAS QUE FALLAN No se puede negar que hay apuestas en Los que aman, odian, y que esas apuestas la distinguen por encima del resto de un cine comercial argentino que se muere de previsibilidad. La película de Alejandro Maci se pretende masiva y popular, pero lo hace sobre la base de un tipo de relato que no suele tener anclaje emocional en el público argentino que consume cine argentino: ni hay una mirada urgente sobre una realidad circundante como puede ser en el Trapero post Carancho, ni una reflexión sobre el “así somos” a lo Campanella, ni un entretenimiento canchero y efectista a lo Szifrón. Los que aman, odian es una propuesta casi huérfana, la adaptación de un libro de Silvina Ocampo y Bioy Casares que juega con el policial clásico y que desde su propia esencia (un grupo de personajes casi que encerrados entre las paredes de un hotel) le pide más al espectador que confíe y se involucre en sus trucos que lo que le da a cambio. Claro, hablamos de apuestas y una película es mucho más que eso que se intenta: también exige resultados y en este caso del debe es bastante grande. Apuestas hay también por parte de Guillermo Francella y Luisana Lopilato, una pareja que se aleja de sus personajes habituales para buscar nuevos horizontes: Francella limitando aún más su galería gestual en un personaje entre obsesivo y patético, y Lopilato construyendo una suerte de femme fatale alejada de la imagen más naif que siempre ha proyectado. Y ya sea por sus propias limitaciones (a él se lo nota demasiado envarado) o por personajes trazados de manera lineal (ella no puede mucho con esa criatura histérica y superficial), los resultados también por el lado de las actuaciones son bastante fallidos. De hecho, el resto del elenco sufre cierta imposición lúdica de jugar al policial clásico, entre líneas de diálogo demasiado marcadas y artificiales. Los que aman, odian es un relato dividido en dos partes. En la primera y más extensa, se sigue la llegada de los personajes a un hotel anclado entre los médanos: un médico que huye de algo, la mujer de la que parece estar huyendo -su obsesión-, la hermana de ésta y su novio. Y hay más. Lo que el relato debería haber sido durante esa hora larga es un retrato satírico de cierta burguesía ilustrada de los 40’s, y sus costumbres de descanso en la costa atlántica. Pero a cambio, la película parece concentrarse exclusivamente en el juego de pasiones que despierta la inquieta Mary, en cómo seduce y repele. Digamos que a Maci le corresponde, como guionista y director, hacer el recorte y la reescritura de la novela original que le parezca. El problema de la película es que por un lado resulta excesivamente redundante y poco sutil (los comportamientos de sus criaturas son bastante ridículos por momentos), y que tampoco logra hacer de eso que le pasa a los protagonistas algo decididamente interesante. El giro del film se da con un crimen, y allí el relato ingresa en la estructura del whodunit a lo Agatha Christie: un personaje muere y hay varios sospechosos. La presencia de lo genérico no es del todo lograda, pero al menos moviliza una trama que comenzaba a estancarse sistemáticamente. Claro que si hay un misterio y un par de personajes de los cuales dudar, el mayor problema que arrastra Los que aman, odian es esa primera parte donde nada interesa demasiado. Por eso, que ni preocupa la muerte de un personaje ni tampoco intriga descubrir al asesino: esta todo construido de manera tan forzada que la historia se vuelve anodina. Sobrevuela entonces la idea de que Los que aman, odian es una película de excesivo diseño: hay un diseño de producción bastante atendible, la película es bella visualmente (más allá de ciertos rasgos televisivos en la puesta en escena), pero también se da una construcción que de tan pensada se vuelve artificial, donde la autoconciencia no termina de convertirse en un rasgo positivo y atenta contra la reescritura del policial clásico. Así como en esa primera hora se recrean ciertos hábitos burgueses sin mayor profundidad o análisis (se los muestra, se los actúa, pero se los interpela poco), esa misma recreación es la que se hace con los códigos del policial británico o el noir americano en la última media hora (se podría decir que la primera parte es noir, y la segunda un whodunit tradicional). Los que aman, odian es casi una fiesta de disfraces donde cada intérprete cumple un rol con esfuerzo, con responsabilidad, con profesionalismo, pero sin la posibilidad de hacer de eso algo real, algo que vibre. Una apuesta fallida, definitivamente.
UN PERRO FIEL AL MAINSTREAM España es uno de los productores de cine animado periférico a Hollywood que más desarrollo ha tenido en los últimos años, pero a diferencia de las animaciones asiáticas, francesas o belgas (por nombrar a aquellas que logran tener estreno en Argentina), que tienen sus particularidades a pesar de que por acción u omisión refieran al mainstream norteamericano, los films animados españoles carecen de cualquier tipo de identidad que las distinga: vean aquí por ejemplo esos suburbios donde viven los protagonistas, muy poco españoles. Son películas pensadas para un público global, con un diseño tanto narrativo como visual que busca a toda costa emparentarse con los productos de Pixar, Dreamworks o el que sea, y que en última instancia terminan cayendo presos de esa impersonalidad. Ozzy: rápido y peludo -coproducida con Canadá- es el más reciente eslabón de esta débil cadena de películas que recorre un camino previsible y forzado sin la mayor perspicacia como para que, aún en la repetición, se observe algo que valga la pena. En la película, Ozzy es un perro que vive lo más tranquilo con su familia humana y que es enviado a una guardería perruna cuando aquellos tienen que irse de viaje. Pero el lugar no es el paraíso que las publicidades mostraban, sino una suerte de cárcel regenteada por perros vigilantes que someten a otros pares en lo que es en realidad una fábrica de frisbee. Digamos que si no original, la historia aporta al menos algunos elementos delirantes como para que la película estalle por los aires el disparate y la anarquía de la mejor tradición del cartoon clásico. Cosa que no sucede porque en contrapartida los directores Alberto Rodríguez y Nacho La Casa eligen el camino más previsible, el de la historia de auto-descubrimiento que va transitando progresivamente todos los lugares comunes de la animación contemporánea y sin el nivel de efectividad de las principales compañías. Lo que queda es un film con sus momentos de comicidad, sus comic-relief, sus villanos lineales, y su final abruptamente emotivo, como forzando todas las piezas que -se supone- no pueden faltar porque son las que el público/consumidor busca. Ozzy: rápido y peludo tiene un prólogo mal narrado (con un truquito temporal innecesario) y un epílogo que busca subrepticiamente la emoción sin que se haya generado a partir de la experiencia de los personajes. Pero, igualmente, ese nudo narrativo ubicado en la cárcel tiene algunos pasajes divertidos, especialmente gracias a un perro salchicha miope especialista en fugas fallidas y a una subtrama deportiva que remeda a la de Escape a la victoria y que enfrenta a presidiarios con carcelarios. Situaciones que si bien evidencian por momentos una animación de calidad dudosa, a partir del montaje imponen el ritmo que el resto de la película añora. Son esos momentos, en los que Ozzy: rápido y peludo homenajea al subgénero de películas carcelarias donde el film encuentra un recipiente mejor donde trabajar su dependencia cultural audiovisual. Porque en definitiva Ozzy: rápido y peludo es una película que sólo se sostiene en el andamiaje de un cine cuyos códigos están excesivamente digeridos y masificados, su producción es seriada y saturada, y su aceptación es tan inmediata como fugaz.
UNA ADAPTACIÓN VACÍA Lo realmente curioso en esta adaptación a la gran pantalla de la serie de novelas creadas por Stephen King es que mientras la obra literaria es una de las piezas más ambiciosas y épicas de su autor, la película de Nikolaj Arcel no sólo luce económica en su nivel de producción sino además gris y chata en cuanto a sus pretensiones. Es como si La torre oscura se asumiera, en el marco de un cine industrial gigantesco, como una pieza menor dentro del andamiaje de Hollywood. Y el gran error es, seguramente, el de hacerlo sobre un texto mítico que le queda demasiado grande. En la serie de novelas creadas por King no sólo se pueden rastrear referencias que van de Tolkien al Clint Eastwood actor (en los tiempos en que el autor imaginó esta historia era todavía impensado el Eastwood gran director), sobre una base de relato de ciencia ficción que se cruza con el western para pensar algunas ligazones históricas en la mitología de la gran aventura norteamericana. Y dentro de esas herencias y continuaciones, el pistolero Roland Deschain era una suerte de último ejemplar de un linaje de héroes que avanzaba torturado hacia su extinción indefectible. Es interesante cómo La torre oscura de alguna manera contó el fin de un tiempo (pensemos en Vietnam y en cómo impactó en el cine norteamericano de los 70’s), que en la historia narrada estaba representado nada más y nada menos que por la eterna lucha entre el bien y el mal, pero que muy probablemente significara hacia afuera el deceso de cierto entretenimiento sostenido en la nobleza de personajes honestos y éticos, y la progresiva invasión del cinismo. Un poco lo que planteaba, en otros términos (y perdonen la insolencia), Toy Story al representar esa lucha antagónica entre el vaquero Woody y el viajero espacial Buzz. Y La torre oscura, en su versión cinematográfica de Arcel, que es en verdad una suerte de relectura más que una adaptación directa, no sólo que todos estos elementos se pierden, sino que además su reflexión sobre el entretenimiento que la sostiene está puesta en función de pensarse a sí misma como una cruza entre aquellas películas de aventuras de los 80’s, con algún joven involucrado en situaciones que lo superan, y los universos plagados de CGI del presente. La comparación con la autoconciencia del original no hace más que plantear la pobreza conceptual de esta película, puesto que si en King había una relectura de un tipo de relato mítico y su potencial reconstrucción desde el presente, aquí hay apenas una lucha interna por convertirse en un producto de consumo acorde a las exigencias del espectador actual. Y ni siquiera se acierta, cuando el film luce dubitativo en relación a qué público busca: hay un horror sugerido que impondría un target más adulto, pero una representación lavada y decididamente dirigida al espectador infanto-juvenil. Pisando un terreno similar, la aún fallida Cowboys y Aliens se animaba a ir un poco más allá. Si King pensaba la historia desde el espíritu de una época, aquí hay un mero asunto de diseño. Si algo sostiene mínimamente La torre oscura es la presencia del siempre sólido Idris Elba como el pistolero, un actor que entiende estos personajes introspectivos y que con su porte clásico es capaz de transmitir la coherencia y nobleza que la historia precisa. Y que no se aprecia en ningún otro rincón de este subproducto sin gracia, alma, ni imaginación, explícito en su analogía cristiana y construido en base a múltiples clichés y lugares comunes.
LOS NIÑOS GANAN Con los estrenos de Un jefe en pañales y Las aventuras del Capitán Calzoncillos, Dreamworks gana cómodamente la temporada de cine animado mainstream con dos películas que apuestan decididamente a pensar el universo infantil respetando su punto de vista y recurriendo a su lógica fantasiosa e imprevisible. En especial Las aventuras del Capitán Calzoncillos es un film que además de aplicar ese recorrido zigzagueante de manera extrema (casi que la narración, aprovechando la imaginación de sus protagonistas, se va forjando de atajos y decisiones de último momento que llevan al relato por caminos inesperados), profundiza en el sentido más subversivo de la niñez: ese que siente un desprecio inconsciente por el orden y la autoridad, desbaratando segundo a segundo los espacios institucionales aquí representados por la aburrida y monótona escuela. La película de David Soren, escrita por el gran Nicholas Stoller -basándose a su vez en las novelas de Dav Pilkey-, avanza sobre unos de los tópicos fundantes de la comedia norteamericana contemporánea, esa que Stoller conoce de memoria: la amistad masculina. Ese concepto aquí es expuesto en su etapa germinal ya que los protagonistas son dos niños que van a la escuela primaria y que utilizan su enorme nivel de imaginación para hacer bromas pesadísimas y producir cómics de superhéroes totalmente ridículos: su personaje es el Capitán Calzoncillos del título, un hombre gordo y calvo con poderes, que viste exclusivamente una capa y un calzoncillo de algodón. De hecho, tener una cantidad infinita de calzoncillos es uno de sus poderes. No sería alocado pensar este film como una versión animada e infantil de las comedias que Stoller ha realizado con Seth Rogen, Jonah Hill o Jason Segel. El primer nivel del relato es específicamente ese mundo de amigos, construido en base a códigos e intereses comunes, y muy especialmente a un humor que podríamos definir de tocador, con referencias constantes a pedos, eructos, vómitos y demás versiones que incluyan fluidos corporales. Las aventuras del Capitán Calzoncillos explota esa textura deliberadamente e, incluso, autoconscientemente: “es la expresión más baja de la comedia”, dirá un personaje en determinado momento. Pero hay otro nivel que la película explora y que se define bien avanzada la trama y cuando entra en escena un villano totalmente ridículo, digno exponente del universo del Austin Powers de Mike Myers: y ese nivel está representado por la comedia, el humor, la capacidad de reírse como uno de los atributos fundantes de la infancia. Desde Las aventuras del Capitán Calzoncillos, desde las posibilidades que habilita la animación, es que Stoller se permite la hipérbole del humor escatológico, muchas veces discutida y cuestionada en sus comedias para adultos. Que el film de Dreamworks respete como pocos la lógica de los niños es por un lado una forma de honestidad hacia su público potencial, pero es además una manera de reflexionar sobre la constitución del humor y la depuración que hacemos cuando adultos. La película invita -y es un festival audiovisual en ese sentido- a despojarnos de los prejuicios y a disfrutar, suspendiendo en el camino la búsqueda de enseñanzas y entregándonos al juego desenfrenadamente. Si bien es cierto que George y Harold aprenden un poco que sus bromas pueden tener límites, es una enseñanza menor en el marco de un relato anárquico y donde la escuela es demolida, casi literalmente. Si bien no alcanza el huelo formal y teórico de Un jefe en pañales (tampoco lo busca, dada su constante apelación a lo grosero) y puede que su ritmo resulte por momentos un tanto agotador, Las aventuras del Capitán Calzoncillos es tal vez una de las películas animadas del mainstream norteamericano reciente que mejor sabe incluir a los adultos en el universo infantil que propone. Porque no lo hace en base a excesivos guiños pop, ni a rebuscados conflictos o emociones, ni a un refinamiento cinematográfico (más allá de recurrir en determinados segmentos a diferentes formas de la animación), sino básicamente en permitirle al adulto el derecho, en la oscuridad de la sala, de volver a reírse con lo más básico, prosaico, bochornoso e irreverente.
APLICACIONES Y EXPLICACIONES Tras los aciertos evidentes de Angry Birds: la película, los prejuicios podían quedar a un lado de cara a Emoji: la película, básicamente la misma idea (explorar un fenómeno posmoderno y construir un universo allí donde sólo hay un concepto) pensada por la misma compañía (Columbia) y con un desarrollo y diseño similares: al poco imaginativo “the movie” que acompaña al título, se suman pósters casi calcados y un germen igual para desandar lo narrativo. Otra vez la idea del diferente, el que se sale de la norma que gobierna la lógica del mundo que habita, y cómo su influencia terminará generando cambios en el entorno. Todo, claro está, sobre la base del film de aventuras con pinceladas de humor constantes. Básicamente, el molde de la animación mainstream de Pixar a la fecha. Como decíamos, nada hay de malo en estas fórmulas probadas si las mismas son ejecutadas con inteligencia. Además, las formas de la animación permiten que el espíritu lunático aporte su toque de imprevisibilidad. Ahora bien, que los autores hagan uso de una serie de lugares comunes para transitar un terreno conocido en el marco de un cine industrial que no se permite el ensayo y error es comprensible, pero que encima esto carezca de cualquier tipo de gracia ya es un problema mayor que la película no puede disimular. Porque Emoji: la película es una de las producciones animadas más desangeladas vistas en mucho tiempo: a personajes sin gracia se suman situaciones rutinarias y amontonadas sin la mayor organicidad narrativa y un diseño visual bastante feo. El director Tony Leondis tiene como antecedente la interesante Igor, que si bien perdía mucho en su humor apagado y poco efectivo, tenía una sensibilidad y un desarrollo de personajes que aquí brilla por su ausencia. Es como si Leondis no se sintiera cómodo trabajando en el mainstream animado y teniendo que competir con propuestas similares. Sin embargo, en Emoji: la película hay más que falta de gracia y aburguesamiento narrativo, porque además de ideas de producción similares la película hace uso de una serie de recursos argumentales que son refritos de otras películas recientes. Por ejemplo, el universo de emojis intenta parecerse al universo lisérgico de legos, incluso el film también avanza sobre el mundo laboral del protagonista y cómo se convierte en una suerte de falla en el sistema. Pero fundamentalmente a la que más se parece Emoji: la película es a Intensa-Mente, aunque -claro- sin la pretensión formal y reflexiva de la película de Pixar, lo cual no es un desmérito: si aquel film que se metía en las emociones de una niña construía una universo tan complejo que precisaba ser explicado a cada instante (lo que le pasaba a El origen de Nolan, por ejemplo), la película se volvía explícita en sus metáforas, perdiendo todo tipo de fluidez. Era -a pesar del consenso que hubo a su alrededor- una película que se pasaba de sofisticada y terminaba siendo demasiado obvia. Con Emoji: la película pasa lo mismo. Ese tránsito de los personajes entre las aplicaciones del Smartphone genera que se construya sobre un dispositivo que merece ser clarificado a cada segundo, como para que el espectador comprenda algo de lo que está pasando: “ahora ingresamos en Spotify, entonces pasa esto”. El recurso se repite varias veces y el film se vuelve rutinario y repetitivo, además de excesivamente fragmentado (con segmentos injustificados como ese del Candy Crush sólo a los fines del chivo grosero) como para que la aventura de esos personajes nos importe un poco. Es entonces la falta de confianza en la imagen (curioso para una película animada, donde la imagen se puede crear desde cero) la que impide que la película se explique por otros medios y resulte mínimamente atractiva.
EL VACIAMIENTO DE LA POLÍTICA Que la política es mala, lo sabemos quienes hemos sido parte de la clase media argentina desde la más tierna infancia. Sobremesas y sobremesas escuchando frases asertivas sobre lo malos que son los dirigentes y lo indefensos que somos nosotros, los inocentes ciudadanos “de a pie”, no pueden tener -salvo una revelación al discurso paterno/materno- otra consecuencia que la de instalar un punto de vista acrítico. Si bien un poco esa idea generalizadora se sostiene sobre datos de la realidad, también es cierto que sirve para justificar una posición poco comprometida, facilista y definitivamente cómoda. El cine, en ese sentido, ha sido bastante servil a la moción, reproduciendo un discurso simplista que resulta de fácil absorción por parte del público: el reírse del otro, porque el otro es el problema, siempre funciona. La hora del cambio, la película italiana escrita, dirigida y protagonizada por el dueto cómico que integran Salvatore Ficarra y Valentino Picone, ahonda en esta mirada sobre la política pero se arriesga al poner el dedo sobre la llaga de la sociedad, ejerciendo un raro caso de mea culpa que si no termina de ser efectivo es básicamente porque no puede salir de lugares comunes y porque deja de lado cualquier rigor narrativo para poner en primer plano un discurso lineal. En los papeles, no hay nada malo con La hora del cambio: en un pueblo ficticio del sur de Italia los habitantes se muestran disconformes con el intendente, un tipo a toda vista bastante corrupto que ha sumido a la ciudad en el caos y la desidia más absoluta. De cara a las elecciones, la aparición de un noble profesor parece el cambio justo para el poder, un hombre honesto y querido por la comunidad. Sin embargo, cuando el profesor asume, comienza a generar una serie de cambios positivos que resultan contraproducentes: exigencias impositivas, dureza en el cumplimiento de las normas de tránsito, una atención especial por el medio ambiente y por combatir los intereses espurios de aquellos empresarios dispuestos a corromper el Estado, entre otras cosas. Estos cambios, entonces, precisan del esfuerzo de los ciudadanos, que progresivamente se van dando cuenta que no están tan dispuestos a hacerlo ya que pierden algunos de sus beneficios. Ficarra y Picone pertenecen a ese segmento de los creadores cinematográficos que gustan de construir películas que hablan de nosotros mismos para congraciarse con un público que por algún motivo precisa de ese espejo. Pero tal vez el giro aquí es que a la indulgencia que suele sucederle a este tipo de propuestas (pienso en Juan José Campanella y en películas como Luna de Avellaneda), La hora del cambio le opone un final oscuro y pesimista. En ese sentido, los directores (complementarios, uno es el histriónico y el otro es el moderado) logran complejizar aquello que no pueden por otras vías: el humor es de lo más ramplón y poco elaborado, el rigor con el que se muestra la política es nulo (y llama la atención que en una película que discute formas del poder, lo realmente político esté ausente) y los giros de guión muestran una desaprensión absoluta por la coherencia narrativa. El descuido en muchos pasajes (sumado a un encuadre cercano al sketch televisivo) sobresale en un film que avanza velozmente y a puro vértigo, perdiendo en el camino cualquier posibilidad de solidez discursiva. En La hora del cambio, por ejemplo, el intendente está en su peor momento y sale a la calle sin que nadie en el camino lo cruce para decirle algo: va de la comuna a su casa como quien va de la casa al almacén de la esquina. Los protagonistas (Ficarra y Picone) llevan el peso del relato hasta los últimos minutos, pero inexplicablemente desaparecen en el epílogo dejando al relato huérfano de un punto de vista. En estos casos -y sucede a lo largo de sus más de 90 minutos-, lo que queda en evidencia es la necesidad de la película por decir antes que por mostrar, por vociferar verdades que por muy oportunas que sean no encuentran desde lo cinematográfico una organicidad adecuada. Y ese es el gran fracaso de esta comedia bastante mediocre.
UN CINE ENERGÉTICO Y FELIZ El cine de Edgar Wright tiene un alto componente de modernidad, especialmente por una velocidad narrativa desquiciada y una voracidad notable para licuar, apilar y resignificar guiños y referencias. Pero -y ahí la diferencia con otros pares generacionales y británicos como Guy Ritchie, por ejemplo- su pose cool no va en detrimento de sus personajes o de las historias que cuenta, sino que aporta un nivel de lectura y un territorio definido que nunca se impone en primer plano. Es decir, lo cool es ligereza y liviandad expositiva que nunca se confunde con canchereada, cinismo o una mirada superada sobre las criaturas que habitan el mundo de cada una de sus películas. Esa ligereza es fundamental, ya que es la comedia el género que agrupa toda la filmografía de Wright, aunque desde el humor pueda reflexionar sobre los códigos del cine de zombies (Muertos de risa), la buddy movie (Arma fatal), la ciencia ficción apocalíptica (Bienvenidos al fin del mundo) o el romance adolescente (Scott Pilgrim). En su nuevo film, Baby, el aprendiz del crimen, todos estos conceptos se vuelven a potenciar para concretar una de las películas más energéticas vistas en mucho tiempo. La velocidad es clave aquí, también la precisión, no de casualidad dos de los componentes fundamentales de la comedia. Y la velocidad y la precisión son claves, como lo son siempre en las películas sobre robos maestros: Baby (en una consagratoria actuación de Ansel Elgort) es chofer y trabaja para un mafioso (Kevin Spacey, demostrando que en la comedia está siempre en estado de gracia) que organiza atracos perfectamente sincronizados y ejecutados. El golpe debe ser milimétrico, y Baby es la pieza principal por su maestría al volante. Los motores, las frenadas, las aceleraciones, las salvadas a último momento son un territorio ideal para que Wright pise el acelerador a fondo y orqueste un festival audiovisual donde el sonido y el montaje son piezas indispensables. Como verán, el director continúa inspeccionando los subgéneros del cine y aquí homenajea a esas películas motorizadas de los setentas, donde los autos y los robos sincronizaban con un espíritu incorrecto y liberador. De hecho, por ahí aparece Walter Hill, director de la emblemática The driver. Y tal vez de manera menos esperable, se filtra otro componente en Baby, el aprendiz del crimen que resulta -también- indispensable: una banda sonora siempre presente, que va de lo previsible a lo imprevisible y agudiza el ritmo frenético de la película. Pero más que una banda sonora que acompañe de fondo, Wrigh opta, a partir de un muy conveniente conflicto del protagonista, por poner esas canciones en primer plano, jugar con la literalidad de sus letras, aprovechar cada inflexión musical para fusionarla con el montaje o, incluso, con los elementos que integran la puesta en escena como en ese formidable plano secuencia del comienzo. Hasta se podría decir que Baby, el aprendiz del crimen es un film musical por la forma en que la música se integra con los personajes, con su experiencia frente a los acontecimientos de la historia, con sus cuerpos y con el movimiento dentro del cuadro. La idea de unir música y autos además está emparentada con un imaginario romántico de la carretera, ese lugar al que piensan dirigirse Baby y Débora, su novia camarera, y que muy icónicamente se imprime en esa imagen en blanco y negro que aparece fugazmente por ahí. Pero el gran hallazgo de Baby, el aprendiz del crimen tal vez sea el de apostar al vértigo con una sabiduría poco habitual en el cine contemporáneo: si el vértigo es la adrenalina que motoriza a los personajes, la película sabe trabajar los niveles con que esa excitación es transmitida al espectador: los que se exaltan son los personajes; el espectador no es sacudido estúpidamente a lo Michael Bay. Wright no monta un espectáculo histérico, sino que adecuadamente construye personajes que nos importan y que crecen ante nuestros ojos, y para eso es fundamental la construcción de tiempos muertos entre secuencias a 100 Km por hora. Ese clasicismo que se fusiona magistralmente con la noción de modernidad que aporta el montaje es lo que permite que el cine de Wright se aleje del cinismo malicioso y se compromete enteramente con el componente humano. Claro que para muchos la historia de amor de Baby y Debora puede sonar naif o demasiado adolescente, pero está claro que la ebullición hormonal de los jóvenes amantes, la ansiedad y el juego con los límites no es más que otra maquinaria puesta en funcionamiento a pura pulsión hiperbólica. La experiencia de Baby, el aprendiz del crimen es física, uno sale del cine con una energía inusitada y contagiosa, estamos ante un cine combustible que estalla ante nuestros ojos. No hay dudas: Edgar Wright filmó la felicidad.
MÁS BAY QUE NUNCA Si el estilo de Michael Bay es la hipérbole estructurada a partir de los códigos del videoclip más espástico (que ha logrado algún que otro buen resultado en La Roca, por ejemplo), esta quinta entrega de su saga Transformers es toda una apuesta dentro de sus propios términos: suelto y haciendo lo que quiere, Bay en El último caballero narra menos que de costumbre, pega imágenes, las acumula sin sentido, también amontona ruidos y amontona personajes. Y a lo largo de 150 minutos construye algo que se parece a una película pero que nunca lo es: estamos apenas ante un compendio de imágenes que se suponen espectaculares y no son más que estética y vacuidad en el peor de los sentidos posibles. Es como ir a un museo, tomar todos los cuadros y pegarlos con la intención de lograr movimiento. En este caso, un movimiento que aturde, abruma y aburre desde el mismísimo comienzo. Agotados ya todos los recursos, Bay vuelve a dibujar la mitología Transformer, en este caso pegándola a otra mitología inagotable: la del Rey Arturo y sus Caballeros de la Mesa Redonda. Hay que reconocer una cosa: ver al Mago Merlín al lado de Optimus Prime es una idea alocada y delirante, que en la mano de uno de esos artesanos autoconscientes de la Clase B como David R. Ellis podría convertirse en una aventura medio berreta pero sin dudas estimulante y divertida. Sin embargo, Bay no es esa clase de director y para él toda esta mezcla no es más que una nueva posibilidad de sumar solemnidad y pedantería al universo de estos robots en constante dilema existencial. Y, claro, otra posibilidad de seguir explicitando su amor por el militarismo y las ideas reaccionarias. Lo llamativo en todo caso es que aún dentro de sus propias reglas, las cuales Bay conoce y ha convertido en sello distintivo de su cine, la película no funciona ni cinco minutos. Transformers: el último caballero corre el riesgo de disgustar, incluso, a sus propios fanáticos (hay gente para todo). El bochinche es tal, que aún aceptando que la coherencia narrativa, la complejidad argumental y la claridad expositiva no son virtudes que Bay pueda contar entre sus pertenencias, lo increíble de la película es que ni siquiera pueda sobrevivir al calor del carisma de su protagonista, Mark Wahlberg, algo que sí ocurría relativamente en la un poco más digna cuarta entrega. De hecho, los personajes son insertados de forma poco fluida, dejando en claro que para el director el componente humano no existe o es apenas un eslabón más dentro de un muestrario desfachatado de tecnología mal usada. Lo único que sobresale aquí (sí, en lo niveles en que puede sobresalir algo dentro de este bodoque) es la presencia de Anthony Hopkins, tomándose esto mucho más en serio que las últimas 150 películas en las que se lo vio. Con grandes “Momentos Marta” (gracias Batman vs Superman: el origen de la justicia por regalarnos un concepto inmortal), resoluciones vergonzosas, múltiples finales que agotan y un tedio general por una estructura que se repite descaradamente borrando lo escrito anteriormente, Transformers: el último caballero es tiempo perdido y un dispendio de dinero destinado a lo más bochornoso del andamiaje de Hollywood. En mamarrachos como Escuadrón Suicida al menos se veían ideas que resultaban fallidas en la práctica. Aquí hay un desprecio por el espectador y por el cine mismo, y un único hallazgo: Michael Bay hizo la peor película posible, y dentro del contexto de esta saga es un logro para nada desdeñable.