UN HEROÍSMO TAN POSIBLE COMO NECESARIO Como toda buena película, lo de Héroe corriente parece sencillo pero no lo es. El documental de Migue Monforte, no sin cierto nivel de osadía aún en su mesura formal, se mete con el tema Malvinas y sin perder de vista el dolor que genera esa causa en la sociedad argentina, aproxima una mirada compleja y políticamente incorrecta. Porque un documental en el que un ex combatiente dice que las autoridades británicas lo atendieron mejor que las argentinas, no deja de ser tan interesante como doloroso de aprehender. Luego de su paso por festivales y por el circuito alternativo de estrenos, este film marplatense encuentra su lugar en la cartelera local y llega -afortunadamente- a estrenarse en salas comerciales de la ciudad. Héroe corriente parte de una experiencia personal, la del ex combatiente Julio Aro y su movida para que se reconozcan a los soldados cuyos cuerpos permanecen enterrados en las islas como NN. Y a través de este recorrido, traza una aproximación crítica a ese vínculo contradictorio que tenemos los argentinos con la causa de los ex combatientes. La película está dividida en tres bloques bien precisos, el primero que pone en situación al espectador, un quiebre donde se convierte en una suerte de road movie con la visita al hogar de varios ex combatientes y una tercera parte en la que se mete con lo más político y burocrático, que es el intercambio con funcionarios de aquí y de allá. El trabajo de montaje de Monforte es muy bueno, porque hace recortes precisos en cada tema sin dejar ningún espacio por abordar pero a la vez siendo muy sintético. Y, además, le aporta a la película un ritmo que lo hace interesante de seguir. Si bien la película tarda un poco en arrancar, tras una primera parte donde se hace un poco reiterativo el uso del busto parlamente, Héroe corriente se vuelve apasionante a partir que la cámara sale a la ruta y acompaña a Aro en un viaje por el interior del país. Lo que encuentra Monforte es a un personaje increíblemente cinematográfico, carismático, que le termina dando un sentido una coherencia al relato. Porque en el fondo Héroe corriente no deja de ser más que la historia Aro, la historia de un joven que tuvo que madurar en medio de una guerra, y que fue descubriendo progresivamente su misión sobre esta tierra. Pavada de cruz que carga el propio Aro, como un Cristo que lo es -en este caso y ante la falta de respuestas- por propia elección. Lejos del nacionalismo que invade a estas causas cuando se las piensa y se las debate, el documental de Monforte encuentra una suerte de heroísmo posible y muy necesario.
ANIMACIÓN QUE NO FUNCIONA En Anida y el circo flotante, nuevo film animado de Liliana Romero, un grupo de personajes resiste al dictatorial manejo de Justine, la dura anfitriona de un circo rodeado por el agua, una suerte de isla que se encuentra aislada de la ciudad. El lugar, que remite a un tipo de entretenimiento de antaño, con sus ferias y sus espectáculos de varieté, más un grupo social que recupera la estética de los tiempos de los conventillos, es una suerte de espacio anclado en el pasado que le sirve a la película para reflexionar sobre un tema fundamental: la memoria, la identidad y las consecuencias de las actitudes represivas en torno a esos dos asuntos. Lamentablemente, Anida y el circo flotante no termina de encontrar cohesión como relato, ya sea por algunos recursos un poco ruidosos, por el fragmentario retrato de los protagonistas o por una animación que impide la fluidez necesaria. La película remite a elementos del western, con el forastero que llega en el momento preciso a un pueblo y en el que será finalmente clave para la modificación de las estructuras de poder. Aquí es un mago el que llega hasta el circo flotante, quien se sentirá curioso por la adivina Anida y quien terminará enfrentando a la déspota Justine. Que la película lleve el nombre de uno de los personajes y que ese personaje desaparezca por momentos del relato no hace más que aportar a la dispersión del film, que crece cuando se animada a fusionar lo disneyano con lo local, especialmente en unas canciones bastante pegadizas que tienen sonido rioplatense y esencia tanguera, pero que no logra imbricar adecuadamente en otros apartados esa mezcla de raíces autoconsciente. Romero trabaja con la técnica de cut out o animación de recortes, donde las figuras están unidas por las articulaciones generando un tipo de movimiento particular, casi de títeres. De más está decir que la técnica se aplica de manera poco fluida, ralentizando la narración e impidiendo la aparición del vértigo que las instancias finales requieren. Tampoco ayuda demasiado el trabajo de voces, que utiliza terminologías de antaño que no terminan de hacerse verosímiles con el relato. Anida y el circo flotante incorpora temas trascendentes, construye personajes con algo de melancolía y hasta se anima a reflexionar sobre la importancia del cine en la construcción de la memoria, pero son elementos esporádicos, ideas sueltas que no hacen sistema dentro de una película que además confunde respecto del público al que apunta: para los chicos resultará casi tediosa y para los adultos una experiencia liviana, sin mayor atractivo.
UN DOLOROSO MONÓLOGO INTERIOR Un papá singular (horrible título local para el más exacto Brad’s status) es una suerte de diálogo interior extremo: mientras recorre universidades con su hijo, Brad (Ben Stiller, excelente) se debate en su cabeza sobre su vida, sobre aquello que no alcanzó a cumplir, sobre las posibilidades que dejó escapar y sobre lo que él mismo representa en un presente que considera mediocre, lejos del éxito y el glamour de sus ex amigos, entre los que hay escritores famosos, empresarios millonarios, tipos que se dedican a la buena vida. Lo extremo del asunto no pasa sólo por cómo Brad se autoflagela desde el pensamiento, sino porque el guionista, director y coprotagonista Mike White recurre a una voz en off constante que se ilustra con una banda sonora repetitiva y puntual, que redunda en un recurso por momentos asfixiante, hacia el espectador y hacia la propia narración. Sin embargo, White puede ir más allá de lo verbal, de la oralidad, para construir imágenes que tanto contradicen el relato de Brad como demuestran que aquello que se representa es en ocasiones una construcción del frustrado protagonista. Lo de la voz en off de Un papá singular es clave: uno puede sentirse saturado, realmente, y abandonarla a los 20 minutos. Pero si se logra atravesar esa instancia, si uno se entrega a ese monólogo terrible con el cual el personaje se desgarra ante nuestros ojos, sin dudas que nos enfrentaremos a una propuesta que alcanza altos índices de honestidad y humanidad. Y, también, a una identificación que por momentos nos revela nuestra propia oscuridad. A Brad lo puede la insatisfacción y lo moviliza una ambición un tanto negativa: ve en la oportunidad que tiene su hijo para ingresar a una buena universidad, la chance de elevar ese estatus social que tanto lo obsesiona. A partir de ahí, celos, egoísmos, individualismo, que surgen al compartirnos su mundo interior. Por fuera, Brad trabaja para una ONG y trata de ser un hombre amable, por más que no puede pegar un ojo cada noche. Esa contradicción es notable, una fachada que no evidencia la incomodidad interior y que también fortalece la honestidad de la película: no cae en lugares comunes, no construye un personaje sórdido ni terrible o fácilmente asimilable, y ni siquiera sucumbe ante las enseñanzas de vida o a la afectación indie. Mucha de la honestidad que desprende la película se debe a la notable interpretación de Stiller y la simbiosis que logra con Austin Abrams. Se sabe, Stiller es un gran comediante del mainstream, pero también ha sabido hacerse un lugar en el cine independiente. Y lo ha hecho en películas que tienen un aire de comedia (Tus amigos y vecinos, Greenberg), pero con un registro mucho más sutil y que en ocasiones desemboca en lo dramático. Si uno de los temas en las comedias más directas de Stiller es la incomodidad en espacios sociales (La familia de mi novia era un tratado sobre la incomodidad), cuando transita el circuito indie esa incomodidad se reconvierte en una textura metafísica. En Un papá singular, esa incomodidad, ese corrimiento del eje que sufre el protagonista es siempre disimulado físicamente pero aparece con toda la fuerza en el relato en off. Junto a Stiller, Abrams construye un coprotagonista ejemplar: es el hijo que padece en silencio la obsesión y hasta la presión del padre, y el que mejor interpreta ese derrumbe emocional que está sufriendo, aunque lo asume con pasividad. Un papá genial es también una película sobre un padre y un hijo, y cómo intentan conectar. El mayor logro de White es el de construir un film doloroso y lacerante, que nunca pierde cierta amabilidad. Eso se debe a la comedia que amortigua la acidez. Pocas veces el cine de Hollywood ha tenido la valentía de plantear que ese mundo que muchas veces se nos vende como ideal desde las películas, no es más que el deseo sectario de una minoría blanca y de clase media norteamericana. Uno de los personajes se lo espeta al pobre Brad, que tal vez hará en ese momento el clic necesario para darse cuenta que el problema no es tanto lo que el mundo ha hecho con él, sino el hecho de que sus idealismos del pasado se han pervertido en función de algunas comodidades burguesas. Y que eso es, en el fondo, inevitable. Un papá singular es una película realmente compleja y ambiciosa, que tal vez se resiente por su ritmo algo monótono, pero que nos ofrece a cambio una dosis de verdad poco habitual.
JUSTO EN LO PEOR DE MI VIDA Aurore tiene los primeros calores de la menopausia y, para rematar esa idea de que se está haciendo vieja, una de sus hijas le comunica que está embarazada y se va a convertir en abuela. Pero a Aurore no le interesa demasiado, el centro de su relato es ella misma, sus miedos, sus pesares, sus dolores. Y también lo es para la película de Blandine Lenoir, que en el original lleva el adecuado título de Aurore y que aquí, como para desviar la atención, se llama 50 primaveras. Si bien esa cantidad de primaveras dan idea del paso del tiempo, para la película es sólo un tema de fondo, lo realmente importante es la reafirmación de su protagonista, ese acomodarse en esta nueva etapa de su vida donde encima su jefe, porque queda mejor, le cambia el nombre a los empleados y a ella le ha correspondido Samantha. El film de Lenoir es otro ejemplo de ese cine francés mainstream, amable y poco arriesgado. Un cine que puede meterse con temas complejos, pero que elige siempre el camino de la despreocupación. El verdadero fracaso de este tipo de propuestas está dado en el hecho de que se pretende más complejo de lo que realmente es. Y las intenciones de Lenoir, disimuladas en un comienzo, terminan siendo las peores hacia el final: un relato que se asume como feminista, pero que no puede más que reproducir cierto imaginario conservador como síntesis de la felicidad. La protagonista, Aurore, no sólo sufre sus cambios hormonales, también arrastra algunos fracasos sentimentales que el reencuentro con un viejo amante no hacen más que lacerar hasta arder. El suspenso en 50 primaveras está en el hecho de saber si la directora y guionista sucumbirá finalmente al drama romántico más convencional, o si preferirá alejarse de ese territorio para reflexionar por medio de sus personajes sobre el paso del tiempo, los vínculos de pareja y los roles que socialmente aceptamos ocupar por medio de esas viñetas de la vida moderna que sabe construir. Digamos que cuando la película lo hace, acierta y resulta amena entre diálogos y situaciones que escenifican aquello con bastante honestidad y humor. En todo caso, y si la película termina cayendo en los peores lugares comunes, la notable Agnès Jaoui vuelve a construir otra de sus maravillosas heroínas urbanas como para que nos olvidemos todos los problemas de 50 primaveras. La actriz tiene el talento para funcionar tanto en el drama como en la comedia, y aquí lo demuestra con un personaje al que encima no teme ponerle el cuerpo, su cuerpo, como mayor muestra de aceptarse a sí misma.
SE DOBLA PERO NO SE ROMPE “Mañana la llamo” es lo último que se escucha en El futuro que viene. La frase, trivial, no podía ser más perfecta para concluir la ópera prima de Constanza Novick: porque la película protagonizada por Dolores Fonzi y Pilar Gamboa se construye en base a esos momentos triviales que comparten Romina y Florencia, una amistad de la infancia que la película registra en tres tiempos, y donde en todo momento se busca mirar detrás del grandes éxitos de una historia de vida compartida. Lejos de lo estridente, con enorme sensibilidad y calidez, El futuro que viene toma la amistad más como contenedor que como continente, porque lo que hace la guionista y directora es mirar ese vínculo mientras es atravesado, invadido, lacerado por el paso del tiempo y por las decisiones que van tomando con sus vidas Romina y Florencia. Así, El futuro que viene es una película sobre la amistad, sí, pero también y más aún una sobre la maternidad, la vocación, el trabajo, las tareas que emprendemos por necesidad pero sin placer, la construcción de una familia, y varios temas más. Y ahí permanece la amistad, que se dobla pero no se rompe. El futuro que viene arranca en los 80’s y llega hasta el presente. En la infancia, Romina y Florencia comparten colegio, tienen vínculos especiales con su madre y con la madre de la otra. Los hombres, en ese marco, son una ausencia o un fuera de campo. La madre de una parece más liberal, la madre de la otra un poco más conservadora. El tiempo, claro, encontrará a cada hija siguiendo un camino diferente, ya sea por oposición fortuita o buscada: la hija de madre liberal estará inmersa en un matrimonio infeliz, y con hijo; la hija de madre conservadora, será una suerte de tiro al aire imprevisible. Novick expone todo esto, juega a trabajar el destino de cada personaje como una suerte de causa y efecto, pero nunca lo remarca. Los personajes están ahí, son eso, sus vidas se han convertido en un espacio bastante frustrante, cada una a su manera. Lo bueno de la película, su genialidad intrínseca, es cómo hace esto sin subrayados, con una sutileza y una amabilidad poco habitual en nuestro cine, afecto al costumbrismo grosero o a la introspección afectada. El futuro que viene, incluso, no le hace asco a un humor que tiñe los pasajes más absurdos. Y siempre en el medio, Romina y Florencia, dos criaturas reales, tangibles, hermosas en sus contradicciones. El film de Novick es notable no sólo por su fluidez narrativa, sino por lo intrínseco, por cómo cuenta lo que cuenta y desde dónde decide contarlo. Esa es su mayor clarividencia y lo que la distingue: se centra en diálogos geniales, pero que no rebosan inteligencia a la manera de un guionista que quiere sobresalir. Son diálogos que exudan cotidianeidad, charlas de amigas y reencuentros que dejan adivinar la oscuridad subterránea pero siempre con la necesidad de ser amable en la superficie. Así una puede aseverar con un desgarro anestesiado que si sabía cómo era eso de tener un hijo, no lo tenía. Se dice eso, y la charla sigue. Novick no tematiza, construye una película que se alimenta de los grandes temas pero alejándose tanto de la bajada de línea como de la enseñanza de vida. Y es curioso, porque si hay algo que vemos pasar delante de nuestros ojos durante la película es eso, vida, la vida de dos minas que carecen de certezas, que pueden herirse, pero que son amigas. Ese es otro acierto del film: no pensarse desde lo seguro, sino mostrar su inseguridad a cada momento. Y para que todo salga perfecto como sale, El futuro que viene tiene dos ejecutantes increíbles: Dolores Fonzi, encontrando luz entre tanto personaje torturado, y Pilar Gamboa, jugando con diversión la imprevisibilidad de su criatura. Lo que hacen Fonzi y Gamboa en la pantalla es de una complicidad increíble y de una fascinación arrolladora para el espectador. A pesar del dolor que atraviesa a los personajes, de historias desdichadas que encuentran su consuelo en ese vínculo extraño llamado amistad (que no se parece a la familia ni a la pareja, pero es igual de intenso), El futuro que viene es una película feliz y luminosa. Porque la vida, al fin de cuentas, es como la amistad: se dobla, pero no se rompe.
CAPITÁN NO TAN FANTÁSTICO Basada en el libro autobiográfico de Jeannette Walls, El castillo de cristal narra la historia de vida de la escritora y periodista, y especialmente la relación con su padre, una suerte de torbellino humano que resumía en su actitud hippismo, anarquismo y varios ismos más de aquellos que por los años 60’s buscaban en los Estados Unidos otras formas de vida al margen del sistema capitalista y consumista (Capitán fantástico, a su manera, contaba algo similar). Jeannette, junto a sus tres hermanos, atravesaron una infancia difícil, presos de múltiples necesidades insatisfechas y llevando adelante una vida nómade junto a sus padres, a la vez que tuvieron que lidiar entre la pasividad de su madre, una pintora bohemia, y el alcoholismo y carácter intransigente y violento de su padre. El film de Destin Daniel Cretton aborda esta historia en una suerte de flashback que va del presente (un presente fijado a fines de los 80’s) al pasado. Allí Jeannette, ya instalada en la acomodada burguesía neoyorquina, recuerda su historia (una historia que oculta hacia los demás) como una forma de hallar su identidad y aceptar de alguna manera a su padre. Si bien El castillo de cristal no se aparta demasiado del molde de biopics que buscan la enseñanza de vida y la moraleja, su director tiene la habilidad como para demostrar no sólo su talento con la cámara sino también su sensibilidad para que el melodrama no se pase de rosca. Su cámara, siempre al lado de los personajes (especialmente de los cuatro niños), realiza movimientos elegantes para meterse en la intimidad de esta familia, e incluso un plano secuencia en el que los chicos tratan de auxiliar a su madre del asedio del padre, genera la tensión que el momento requiere, y hasta tiene el pudor de no volverse demasiado exhibicionista. Si la historia tiene sus momentos sórdidos y sus truculencias, hay una distancia curiosa que Cretton maneja con llamativa solidez: la película es explícita en algunos momentos, pero nunca resulta ofensiva o maniquea hacia el espectador. A lo sumo, la manipulación pasa por el lado de las emociones y la necesidad de que la historia refleje un esquema de causa y efecto: es un cine afectado cuyo mayor logro es el de manejarse en un nivel de moderación. En mucho ayuda para que la película se sostenga a pesar de algunos excesos, la presencia de un elenco notable liderado por Brie Larson, Woody Harrelson y Naomi Watts. De los tres, el personaje más ingrato es el que le toca en suerte a Harrelson, una criatura algo caricaturesca que puede ser base para múltiples tics, pero que el actor controla con su habitual pericia para los personajes excesivos. Por su parte Larson, que ya había trabajado con el director en la premiada Short term 12, demuestra una vez más que estamos ante una de las actrices más prometedoras de su generación. Sin un gesto de más, construye a Jeannette desde la perspectiva de quien tiene que resignificar su pasado para alcanzar algún tipo de paz con su presente: en su mirada se adivina la desilusión ante un castillo de cristal -la figura paterna- que se derrumba. Una actuación enorme, alejada de mohines y gestos ampulosos. No de gusto, Larson es la protagonista del último memorable plano de El castillo de cristal. Un traveling va de lo grupal a lo individual, para volver finalmente al retrato de grupo. Lo que allí se ve es a varias personas contando anécdotas de un tiempo pasado compartido. Tanto el gesto de la actriz como la elegancia del director para que la cámara nos meta de lleno en ese instante de enorme intimidad, son de esos momentos luminosos que la película tiene para mostrar cada tanto. Allí, El castillo de cristal emociona con honestidad y sencillez, y se aleja de la bajada de línea que en otros momentos achica el alcance de esta propuesta.
EXIJO UNA EXPLICACIÓN Sepan disculpar por la obviedad del título de esta crítica, pero eso fue lo primero que me pasó por la mente -parafraseando al propio Condorito- cuando terminé de ver la película de Alex Orrelle y Eduardo Schuldt. Porque… ¿en qué momento un cómic humorístico pícaro y bastante absurdo se convirtió en una aventura infantil impersonal, que busca público a los gritos entre padres nostálgicos y los restos que quedan en los márgenes de Pixar, Dreamworks o Ilumination Entertainment? Más allá de que el humor funcione en cuentagotas en Condorito: la película y que la aventura carezca de la imaginación suficiente como para sostener el relato, el problema mayor de esta coproducción entre Argentina, EE.UU. y Perú es su falta de precisión respecto del target buscado, falta de precisión que termina derivando en una confusión alarmante. Alguien debería explicarnos qué fue lo que pasó. Lo exigimos. Me cuenta Matías Gelpi que desde hace un tiempo las revistas de Condorito buscan instalar el personaje de Coné, sobrino del protagonista, como un referente para los niños, con un apuntalamiento de sus aventuras por sobre el resto de los personajes. Decisión que indudablemente tiene que ver con un reposicionamiento del producto y una búsqueda de nuevos públicos. Pero si bien Coné nunca fue Daniel el travieso, ni tampoco una suerte de sobrino del Pato Donald, lo cierto es que había en su espíritu infantil una ingenua maldad que derribaba en ocasiones el universo de mentiras piadosas de su tío. Si incluso la película, en su búsqueda de instalarse entre los más chicos, hubiera apostado a trabajar ese universo infantil sin reglas como, por ejemplo, Las aventuras del Capitán Calzoncillos, al menos tendríamos un concepto que analizar. Pero nada de eso hay por aquí. La obra del chileno Pepo, autor de Condorito, tenía virtudes y grandes defectos. Entre los primeros estaba el planteo de un universo de criaturas delirantes desde lo gráfico (la hipérbole era Huevoduro), que como Roberto Gómez Bolaños en El Chavo del 8 jugaba con el costumbrismo para posicionarse en un lugar ambiguo respecto de la moralidad de sus personajes. Eran buenos tipos, sin dudas, pero también podían cometer algunas maldades desde la más absoluta inimputabilidad. Y entre sus defectos podemos mencionar cierto conservadurismo (aunque en ocasiones hubiera burlas a instituciones como la policía) y una recurrencia a la picaresca que en ocasiones bordeaba cierto machismo bastante rancio (si es que el machismo tiene opción de no ser rancio), el cual podemos vincular con el humor de sketch televisivo que durante buena parte del Siglo XX reinó en la televisión argentina. Sin dudas que uno de los objetivos de los autores detrás de la película (entre los que se encuentra Martín Piroyansky) fue el de licuar esa incorrección política para que el producto pueda funcionar en el presente. El tema es que una cosa es licuar esa incorrección política y otra convertir a Condorito en una reflexión sobre el bullying contra la suegra Tremebunda. En la película, Condorito vuelve a lidiar con su suegra Tremebunda, que se interpone por enésima vez en sus deseos de estar junto a la voluptuosa Yayita. Harto, el pajarraco la negocia con un extraterrestre (¿?) que la termina abduciendo mientras se roban un chiste de Los Simpson. Esa es la premisa, y desde ahí arranca un intento de fusión de comedia y aventuras que tiene homenajes innecesarios a Indiana Jones, y donde Condorito y Coné viajan al espacio para intentar recapturar a la señora e impedir que el líder de los extraterrestres se quede con un histórico amuleto con el que controlaría a toda la humanidad. En la película nada o muy poco funciona, el grupo de amigos queda relegado a un incómodo comic relief y sólo sobresalen los aspectos técnicos de un film animado que nada tiene que envidiarle a una segunda línea del mainstream hollywoodense. Tal vez lo más interesante sea el villano (buen trabajo en la voz de Jay Mammon), un líder al que nadie respeta y que es motorizado por el más absoluto rencor. Pero poco se profundiza y las cosas llegan hasta ahí. Seguramente la peor decisión de la película sea la de incluir en los créditos finales las viñetas de Pepo, con los viejos chistes que entretenían mis tardes de infancia ochentosa. En esos momentos aparece la película que tendría que haber sido y ya nunca será.
IMITACIÓN DE UNA VIDA El biopic no es un género demasiado transitado en el cine argentino, especialmente el biopic que involucra una recreación del pasado. Se sabe, es un género bastante caro de producir entre diseños de vestuarios y de interiores, y la utilización de locaciones que no caigan en el anacronismo. Pero Teresa Costantini, la misma de Felicitas, parece tener la capacidad económica para hacerlo: Yo soy así, Tita de Buenos Aires, film que recorre un tramo de la vida de la actriz y cantante Tita Merello, luce en ese sentido. Desde los tugurios donde la artista transitó sus primeros pasos, hasta su ingreso en la alta sociedad del espectáculo porteño, Yo soy así… reproduce con fidelidad y exuberancia una Buenos Aires de antaño. Lo que no parece tener Costantini es la capacidad para hacer con eso algo interesante, incluso una película que viva o vibre y justifique el abordaje del personaje. El recorrido por la vida de la Merello no lo es tal en la película. En verdad, a Costantini le importa más que nada ese tramo de la vida que va del romance de la actriz y cantante con Luis Sandrini hasta su ruptura definitiva. Algo de los orígenes humildes se cuenta, pero el personaje es tan rico en matices vinculados con su personalidad y con un fuerte posicionamiento como referente del feminismo, que lo que hace la película es achicar la leyenda, acotarla y ceñirla a un molde cinematográfico que tiene una rápida asimilación por parte del público pero que pierde interés minuto a minuto. Porque lo que Yo soy así… hace en definitiva con aquel recorte es construirse como una suerte de melodrama con aires trágicos, donde se apela a lo lacrimógeno y sensiblero, sin ponerse a pensar en el peso de la figura abordada dentro de la historia del país que la contiene. Tita Merello vivió casi cien años y sin dudas la riqueza del contexto se pierde. Indudablemente el modelo que elige Costantini se parece muchísimo al de La vie en rose, con Marion Cotillard interpretando a Edith Piaf, película que tiene una estructura a la que esta se parece mucho; sospechosamente mucho. Aquella era también la historia de una figura legendaria del mundo del espectáculo trazada por un recorrido trágico, a la que se hacía un abordaje desde el melodrama clásico. La diferencia es que básicamente aquel film francés conocía mucho mejor los resortes que terminaban involucrando al espectador e impactaban en sus emociones. La de Costantini es una suerte de fiesta de disfraces en la que cada actor imita al famoso de turno, y donde el espectador asiste con una visión turística. Lo de las actuaciones es una buena síntesis de las motivaciones de esta película. La Merello de Mercedes Funes es una caricatura, una suerte de Merello 24 horas que termina agotando y deja en evidencia el esfuerzo que hace la actriz por parecerse al personaje. A partir de ahí, todo se resume a una suerte de imitación, nunca a una recreación. La directora no logra apoderarse de la historia, sino que la viste y la adorna sin poder dejar de demostrar la falta de vida del conjunto. Está claro que Yo soy así… cree en la prepotencia del diseño de arte antes que en las herramientas que brinda el cine. El final abrupto no hace más que dejar en claro lo antojadizo del producto en su concepción, y su falta de ideas respecto de lo que desea representar de su personaje principal.
JUGUETE SEXUAL Dos hermanitas miran un western en la tele. Una de ellas toma una almohada con la que simula un caballo, comienza a cabalgarla y así, como inocentemente, tiene su primer orgasmo. Y se desmaya. Su hermana, sorprendida, llama a la madre, que entra en escena con una serpiente enroscada en el cuello mientras la música inunda la pantalla con el registro de un culebrón de las cinco de la tarde. Este es el arranque de Desearás al hombre de tu hermana, una secuencia que va de lo provocador a lo incómodo y finalmente a lo ridículo, y que nos invita en esos primeros minutos a ingresar en sus códigos o abandonarla al instante. Porque, avisamos, a partir de allí todo se irá para el lado del extremo y los excesos. La película de Diego Kaplan es unos de los artefactos más raros que ha dado el cine comercial argentino en mucho tiempo. La primera sensación que tenemos frente a ese arranque es dudar si estamos ante un juego kitsch autoconsciente o ante un melodrama involuntariamente gracioso. Luego, la secuencia de créditos nos permitirá vislumbrar aún más las intenciones del director: Desearás al hombre de tu hermana, con su banda sonora subrayada, su uso del zoom violento, su sexualidad epidérmica y grasosa, y sus líneas de diálogo imposibles, es antes que nada una comedia desaforada que mezcla un poco de aquellas telenovelas autoconscientes y pasadas de rosca del programa televisivo ChaChaCha con el hedonismo puramente estético de los videoclips de Babasónicos. De hecho, una versión del tema Rubí no sólo permite un anacronismo divertido (la película está ambientada en los 70’s) sino el momento de comedia más brillante de toda la película. La obra de Kaplan aborda el conflictivo vínculo entre dos hermanas, Lucía (Mónica Antonópulos) y Ofelia (Carolina Ardohain), y especialmente su relación con el sexo y el goce; mientras una lo disfruta todo, la otra lo padece. Desearás… hace varias jugadas arriesgadas (de hecho hay mucho más riesgo aquí que en Zama de Lucrecia Martel, película que autoproclama su riesgo a cada instante), pero la principal es la de promocionarse como “la película erótica de Pampita” y atraer a un público que evidentemente busca otra cosa, distinta a lo que finalmente se encuentra. Porque ese juego kitsch con altas dosis de guarrada (incluso con una secuencia seminal que haría sonrojar a los propios hermanos Farrelly) puede ofender a muchos, e incluso sin llegar a ofender se construye desde códigos audiovisuales que no son del gusto de la mayoría o hasta se prestan a ser malinterpretados. Porque la duda es inevitable: ¿son o se hacen? Claro que Desearás… funciona cuando avanza como comedia excesiva y paródica, y mucho menos cuando a fuerza de flashbacks busca imponer cierta lectura sobre la actitud de los personajes, e incluso reflexionar sobre el deseo y la sexualidad femenina. En esos pasajes el juego de códigos se vuelve mucho más extremo, menos evidente (la luz deja de lado esa textura Clase B setentosa), y por momentos ingresa la duda sobre si el feísmo deliberado es entonces una búsqueda o una consecuencia de su incapacidad por reflexionar con profundidad. Tampoco funciona cuando quiere promocionarse como film erótico, ya que su sexualidad más verbal que visual deja en claro un poco la pose desde la que se edifica la propuesta. En todo caso podemos ver a Kaplan como un director escurridizo -como esta película-, que nos provoca incluso desde su propia filmografía previa: a su arranque indie con la prometedora ¿Sabés nadar? le siguen dos bodrios suarescos como Igualita a mí y Dos más dos. De hecho, Desearás… parece una reversión trash y autoconsciente de aquel intento de comedia swinger espantosa. Entre las certezas y las dudas nos deja Desearás al hombre de tu hermana, película lúdica que incluso invita a jugar a sus protagonistas: Mónica Antonópulos, Guilherme Winter y Juan Sorini lo entienden y se lucen, Andrea Frigerio también lo entiende pero se pasa de rosca y construye una suerte de Graciela Borges hiperbolizada, y Carolina Ardohain desde su pobre presencia es una real incógnita. El que lo entiende todo es Iván Wyszogrod. De lo que no hay dudas es que Desearás al hombre de tu hermana, con sus momentos de comedia explosiva y lúcida que parte de una puesta en escena luminosa (porque el humor surge de la construcción narrativa, que se impone al aire trágico con el que los personajes parecen transitar la película) es una de las películas más divertidas del año.
EL HOMBRE QUIETO El regreso de Lucrecia Martel tras demasiados años desde la excelente La mujer sin cabeza se da con una película sobre la que se ha dicho tanto, y tanto tan grandilocuente, que empezar negando su cualidad de obra maestra es una suerte de necesidad. No, Zama no es una obra maestra; es incluso la peor película de la directora, un errático relato que sobrevive gracias a las habituales virtudes de Martel para la puesta en escena, aunque aquí se noten por momentos como repeticiones un poco perezosas, ecos de sus films anteriores incrustados en un relato que nunca vibra, nunca tensiona, nunca seduce ni fascina más allá de apreciarse el diseño y la técnica. Y eso precisamente es Zama, el artefacto de una directora que por primera vez (porque sus tres films previos son ejemplares e irreprochables) antepone su ingenio a los personajes y a lo que tiene para contar. Zama, adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, es un film sobre la espera: un funcionario de la Corona española que en tiempos del virreinato espera y desespera el ansiado traslado que lo devuelva a su tierra. Martel se centra en esa espera y en una serie de episodios que va aumentando el grado decadente de un sistema y un poder en retirada: ese sistema y ese poder está representado por Diego de Zama, el Corregidor al que la corte de personajes que lo rodean va ridiculizando minuto a minuto. También lo hace la cámara, que lo recorta en ocasiones sacándolo del cuadro y hasta haciéndole perder fuerza dentro del plano, como aquel momento en el que la intrusión de una llama va ganando relevancia y demostrando la insignificancia que va ensombreciendo al protagonista. Es buena la síntesis que logra ahí la directora, ya que si el personaje es la síntesis de un sistema, ese espacio que se representa es una suerte de sinécdoque de todo el virreinato. Y si bien uno entiende el carácter episódico con el que Martel va construyendo la experiencia del protagonista (lo mejor son sus acercamientos infructuosos al personaje de Lola Dueña), lo cierto es que la fragmentación le quita interés y fluidez al relato. Se sabe que Martel elude todo tipo de conservadurismo narrativo (aunque habría que pensar si su sistema ya no representa un lugar cómodo dentro de su propio cine y dentro de un esquema de cine de autor) y que esperar la causa y efecto que haga avanzar el relato es inútil. Pero no es eso lo que mina el interés en Zama (algo que de hecho funcionaba notablemente en La ciénaga), sino lo escasamente interesante que le va ocurriendo al protagonista. Es raro, porque Diego de Zama se mueve (exterior e interiormente) pero la película parece permanecer estanca en un espacio indefinido, algo alucinado (el trabajo con el sonido es clave), donde el telón burgués en bancarrota es registrado con tal linealidad (y obviedad) que todo es unívocamente igual. Si en La mujer sin cabeza Martel lograba la metáfora perfecta que partía de una historia mínima para recrear la pesadilla de un país fundado en el silencio atroz y la negación ante el otro y su desaparición, aquí lo que se ve es lo que hay, o está preso de simbolismos encriptados dispuestos para la sobre-interpretación. En Zama hay temas importantes, que afortunadamente Martel aligera con toques de humor satírico dignos del cine de Otar Iosseliani, pero nada de lo que se dice, quitado el velo de lo simbólico, es demasiado revelador. Tal vez el mayor pifie de Martel sea el de pensar que sus herramientas discursivas puedan aplicarse a cualquier tipo de relato. Su cine previo gozaba de una coherencia estilística envidiable, ya que esas burguesías de provincia se permitían ser leídas a partir de silencios y tiempos muertos que funcionaban como bisturíes en sus conciencias. Incluso, el trabajo con el lenguaje era fundamental, demostrando que la directora recreaba un universo que conocía. En Zama, por otra parte, parece pesarle a Martel la necesidad de tener que apoderarse de un texto reputado de la literatura argentina, aunque lo que falla en verdad es la forma en que la realizadora se acerca. Porque en vez de pensar en profundidad el espíritu de un texto y cómo puede conectar con su propio mundo, lo que hace es rodearlo y vestirlo de sus signos más reconocibles, construyendo casi un grandes éxitos de su cine. Zama es una película de superficie, ingeniosa y creativa en su primera parte, pero totalmente redundante y tediosa hacia el desenlace. A partir de una elipsis bastante abrupta, Martel desemboca en una última parte donde se hace presente la aventura. O algo parecido. Porque si en Zama puede haber rastros del cine de Werner Herzog, lo cierto es que la directora no logra hacer avanzar el relato a partir del movimiento como sí lo haría el realizador alemán. Lo que hay es estilización, encuadres sofisticados, y una confusión que, es cierto, podría ser la mente de Diego de Zama apoderándose del relato, pero estaríamos cayendo presos de la sobre-interpretación que la película necesita como combustible. Recién en el último plano, donde se convocan lo simbólico y lo literal, la película parece hallar una interpretación a la travesía del protagonista. Un hombre, sin manos, suelto por fin a su libertad. Una imagen poderosa que dice más que la travesía congelada que durante dos horas nos paseó por un mundo tan lustroso como irrelevante.