Mistificame Koan la hace fácil. O difícil, según se mire. Fácil, porque haciendo de lo místico, lo introspectivo y lo espiritual su núcleo duro, en verdad aquel espectador que no ingrese en sus códigos no podrá relativizar fácilmente lo que acaba de ver. Es que ¿cuánto podemos juzgar de una serie de elemento icónicos que se nos disponen de manera tan críptica? ¿Acaso no es una forma un tanto imperativa de instalar su verdad cinematográfica? Creer o reventar, de eso tal vez se trate. Pero también es difícil lo de Koan, porque aquellos elementos no fluyen de manera aceitada, el relato se vuelve tedioso y su transitar, más allá de sus escasos 69 minutos, se hace decididamente tortuoso. Es difícil, decíamos, para el espectador. Pero hay más de esta dicotomía entre facilidad y dificultad que propone la película de Osvaldo Ponce y Karina Kracoff. Más allá del poder de lo simbólico que imponen los realizadores, cuando uno logra quitar esas capas de textura sensorial, se encuentra con que en el medio, en el hueso, hay más bien poco. Un fotógrafo viaja y se cruza en un pueblo con una especie de curandero: ambos son iguales, tanto que los interpreta el mismo actor. El conflicto se da entre la búsqueda interior del fotógrafo y la frustración del curandero, quien por primera vez no puede sanar a un enfermo. Sin demasiados diálogos, con una predilección por las imágenes con cierta poética, la película habla en definitiva del dejarse ir, del abandonar posturas y abrirse a lo desconocido. No deja de ser un conflicto universal, ya transitado en el cine, pero contado de una forma demasiado intrincada, como si diera vergüenza lo simple. Pero lo que no pueden los realizadores es darle sustancia a su búsqueda. Las imágenes no logran las dimensiones buscadas, la parquedad de los diálogos y lo corporal no encuentra en las actuaciones un canal comunicativo adecuado, y la película se termina diluyendo en el aburrimiento más absoluto. Sólo queda esa prepotencia de lo intrincado como modo evasivo. A lo sumo la falta final de pretensiones hace que Koan no termine ingresando al panteón de lo bochornoso. Apenas un fallido viaje a lo sensorial.
Para el cine lo que es del cine El documental Tras la pantalla, de Marcos Martínez, podría ser visto en un doble programa sobre la distribución y exhibición de cine en Argentina junto a Un importante preestreno, de Santiago Calori. Claro, mientras Un importante preestreno no puede eludir cierta melancolía por un tiempo que se fue y aparentemente será imposible que regrese, Tras la pantalla está ganado por la presencia enérgica y verborrágica de su protagonista, Pascual Condito, y eso le da una vitalidad impensada ante el panorama terminal que presenta. Es que este film de Martínez hace un recorte en la vida de Condito, ese que va del cierre y demolición de la vieja sede de Primer Plano -la distribuidora de cine nacional que maneja el empresario cinematográfico- a la reapertura en otro barrio porteño y en un espacio mucho más reducido. El director tiene la pertinencia del buen documentalista. Porque en vez de hacer una historia de vida, elige mostrar ese fragmento que permite ver el todo: para Condito ese trabajo ha sido su vida, se relaciona con aquel momento de la infancia en que descubrió el cine y se lo comunicó a su abuela italiana, y se proyecta al futuro, claramente: el empresario no ve otro destino en el horizonte que hacer eso que sabe. Distribuir cine no es distribuir fideos, por poner un ejemplo. No es necesario que Tras la pantalla construya una biografía documentada y temporal, alcanza con el apasionamiento que el personaje demuestra en pantalla y en ese fragmento de tiempo: discute con exhibidores, también con la inmobiliaria que se encargará del viejo e histórico edificio, charla en su oficina con referentes (directores, críticos, guionistas) sobre la distribución de cine y cómo se ha vuelto progresivamente una actividad difícil e insatisfactoria de realizar lejos de las majors. Son momentos de intensidad, que permiten descubrir una profesión y que, más allá de algunos momentos que se descubren un tanto forzados desde la puesta en escena, exhiben la verdad de ese “tras la pantalla” que reza el título: ¿qué hay detrás de la magia del cine? Negocios. Hay muchas bolsas de residuos en el film, y mucha gente tirando pósters, recortes de diarios, material de difusión de las películas en esas bolsas. Tras la pantalla es un documental sobre recuerdos que se van, que no soportan el paso del tiempo. No deja de ser un poco cruel, sin embargo la presencia de Condito sirve para ponerle un límite a esa nostalgia: lejos del new age y del mensaje espiritual, el empresario con su impronta material invita a seguir luchando. Lo que queda claro es que este tipo de personajes pintorescos es algo que el mundo de los negocios ya no se permite. Posiblemente el inconveniente con Tras la pantalla, a partir de esa decisión del director por impedir el relato biográfico, es cuánto puede interesar a alguien totalmente ajeno al cine, o al menos ajeno desde un espacio vinculado con la gestión de películas o el periodismo cinematográfico: no hay un “quién es el personaje”, el documental entiende que quien lo mira sabe de antemano. Tras la pantalla es una película sobre el cine para gente de cine. Y en ese encierro sobre sí mismo tal vez se digan inconscientemente algunas cosas sobre el negocio del cine y sobre este tiempo que se va.
El profesional Como codirector, Lucas Marcheggiano había logrado en El ambulante construir un relato documental alrededor de un personaje imposible: un hacedor de cine, un tipo que recorre pueblos rodando películas y estrenándolas en tiempo récord, con un aprovechamiento notable de los pocos recursos con los que cuenta. Como allí, pero ahora en solitario, el director logra encontrar ese personaje increíble, en este caso un especialista en control de plagas que vendría a ser como la máxima eminencia en el rubro, al menos así lo aseguran en una especie de congreso de desratizadores. Marcheggiano elabora el acercamiento a esta persona/personaje como si de un policial se tratase, también de un cómic de antihéroes urbanos y nocturnos. Lo que Un enemigo formidable termina siendo es un gran film sobre profesionales, sobre un tipo que hace su laburo con total dedicación, esmero y obsesión. No hay testimonios a cámara en Un enemigo formidable. Por el contrario, hay una puesta que se vale de elementos ficcionales y que trabaja sobre cuestiones reales: invasiones de roedores en casas y fábricas, enjambres de abejas que siembran el pánico. El montaje es preciso y la fotografía es excepcional: Marcheggiano reconoce los paradigmas audiovisuales de los géneros y los pone a jugar con el universo en el que se mueve su personaje. Así, la luz puntual persigue la huida de las ratas entre cajas y paneles. La textura y el abordaje estético de la película permiten edificar esa imagen casi mitológica que se erige sobre la figura de Carlos Borghi, el especialista en plagas. Las dos estructuras, la policíaca y la súper-heroica, le sientan perfectas al documental. Borghi se enfrenta a la invasión de roedores como un detective: sigue pistas, planta cebos esperando que el victimario caiga en la trampa, analiza la escena del crimen, ata cabos, investiga y se capacita para cumplir el objetivo. Y mientras su faceta profesional discurre, el otro costado de Borghi es más mítico: casi no hay tiempos muertos, cuando no está cazando roedores se entrena, incorpora conocimientos, se queda a altas horas de la noche en la computadora, recorre las calles haciendo justicia (baja la tapa de un contenedor de basura para evitar que eso convoque a más ratas), se hace tatuajes con actitud casi tribal, tiene reuniones con amigos que indagan en su vida sin mayor suerte: suena el teléfono y alguien sospecha, “debe ser una de sus amiguitas” arroja. Pero no, es un cliente. Y allí parte Borghi, con su atuendo habitual, casi como Bruce Willis en El protegido. Documental sobre el trabajo y el profesionalismo, Un enemigo formidable permite ver en Marcheggiano a una voz que dentro del documental nacional, ganado por el revisionismo histórico, ofrece nuevos elementos para indagar en historias realmente asombrosas. Parece decir que, como su protagonista, sólo se trata de afinar el ojo y posarlo en lugares insospechados.
Revolución y star-system Los caminos de las sagas cinematográficos son más curiosos que los caminos del señor. Por ejemplo, en el caso de Los juegos del hambre, la saga vio cómo su incipiente promesa Jennifer Lawrence se convertía en el camino en una estrella interplanetaria del cine. Así, lo que en un comienzo era un producto que estaba un poco a su disposición, terminó convirtiéndose en algo sólo justificado por su presencia. El crecimiento entre protagonista y franquicia no fue parejo, Lawrence se devoró todo con su carisma. Más allá de que los conflictos de la historia están centrados en su personaje Katniss Everdeen, la saga fue perdiendo progresivamente las dimensiones de los personajes secundarios. Lo curioso es que la saga logró así una particular simbiosis con la realidad, ya que la Katniss objeto del deseo del poder halla en su sacrificio ciertas similitudes con el derrotero emocional de la actriz, objeto del deseo del poder del mainstream hollywoodense. Lawrence se entrega en cuerpo y alma, en definitiva, a un producto que no merece del todo su talento arrollador. Pero que se vale de su presencia para montar su parafernalia discursiva. Este cierre de la historia, que padece en su primera hora la falta de tensión que arrastraba de la primera parte de Sinsajo, es una buena síntesis de lo dicho anteriormente. Sinsajo – El final casi no tiene escenas en las que Katniss no aparezca, todos los sucesos y eventos están puestos en función de cómo impactan en la protagonista, así lo que pierde de vista el film es la mirada del pueblo y del plan superior que ella representaba. Así, el discurso sobre las masas, el poder político y los medios de comunicación, se desvanece subrepticiamente para centrarse pura y exclusivamente en Katniss: la sátira del primer capítulo fue reemplazada por una gravedad soporífera. Ni el Glade de Liam Hemsworth, ni el Haymitch de Woody Harrelson, ni el Snow de Donald Sutherland, ni el Plutarch de Philip Seymour Hoffman, ni la Coin de Julianne Moore, ni la Effie de Elizabeth Banks, ni el Flickerman de Stanley Tucci, que tuvieron sus momentos de gloria, tienen aquí peso como para balancear un relato que potencia demasiado el derrotero del héroe individual, contradiciendo un poco la interesante mirada política que tenía la franquicia para el estándar de productos adolescentes que se ven hoy en el cine. Todo viró al Katniss-centrismo, al Lawrence-centrismo. Los juegos del hambre transitaba sobre tres patas fundamentales. El camino de la heroína a su pesar que representaba Katniss; la mirada sobre el poder (el totalitario y el revolucionario) y el uso y abuso de los medios de comunicación; y el periplo romántico de la joven, balanceándose entre su deseo (Peeta) o el compromiso (Glade). Sinsajo – El final toma una decisión mortal para la propia construcción épica del film: elige como centro entre sus tres tópicos, el menos interesante, el del triángulo amoroso, jugado con una frialdad y torpeza en determinadas resoluciones que llaman poderosamente la atención. El epílogo bucólico, sin entrar en spoilers, le resta potencia a un film que en determinado momento, y cuando las escenas de acción se acumulan con ese espíritu más lúdico que alentaban los Juegos del primer y fundante capítulo, tiene un brío aceptable. En ese sentido, la presencia de Francis Lawrence en la dirección fue un acierto. El tema es que la acción y la tensión fueron desapareciendo progresivamente, para que tome protagonismo una discursividad obvia y estática. Lo único más o menos relevante que pasa en este desenlace, es que definitivamente Katniss toma decisiones y se apodera de su vida y su destino: y en verdad hay que ver hasta dónde sus decisiones son sus decisiones, o una serie de impulsos generados a partir de eventos que impactaron en sus emociones más primarias. Esa es la revolución que obtiene la saga, pequeña si la ponemos en relación con lo que se venía contando hasta aquí. Pero Los juegos del hambre pasó de contar sobre tributos sacrificiales, a rendirle tributo a su estrella principal -que encima se ganó un Oscar en el camino-, y sacrificar lo interesante que tenía para contar. Los Snow que comandan Hollywood, por esos caminos insondables que hablábamos al comienzo, pasaron de una saga con potencialidad de sátira a una franquicia ganada por la auto-importancia y el mármol de lo trascendente, donde el discurso sobre la rebelión de las masas es reemplazado por el desarrollo de una heroína individual, a espaldas del pueblo y ni siquiera tiene la inteligencia de ver lo irónico en ese movimiento. El star-system no es un buen lugar para comenzar revoluciones.
Aprender a soltar La protagonista, Hortensia, es una chica sensible y solitaria, algo introvertida. Y es, también, una hermana lejana de Amelie y de algunos personajes de Wes Anderson. Esta comedia deadpan y absurda de la dupla Diego Lublinsky y Alvaro Urtizberea trabaja a pura estética visual y dialéctica (los diálogos son toda una construcción en sí misma, más que el diseño de arte vintage) el drama habitual sobre aquellos niños eternos que deben soltar las manos de sus padres y crecer. Pero también, utiliza toda una serie de cruces y referencias más como una brújula que como un freno a su propia creatividad e imaginación. Si Amelie era una fronteriza a toda prueba, Hortensia es una chica que se aferra a algo pero eso no le impide tomar decisiones y transitar un camino de búsquedas y equivocaciones. El viaje de Hortensia es, en definitiva, uno más convencional de lo que la apariencia del film indicaría. Pero como dicen, lo que importa es más el viaje que el destino, entonces Lublinsky y Urtizberea se divierten con un universo lunático, repleto de situaciones que descolocan la construcción más tradicional del cine narrativo. En ese juego entran también las actuaciones, y ahí están algunos de los desacoples de la película: hay decididamente una marcación hacia la parquedad. Y en esa fricción entre lo verbal (eléctrico) y lo físico (apagado), deudor un poco del cine de Aki Kaurismaki -al que se homenajea explícitamente en los últimos bellos planos del film-, el que mejor sale parado es David “Toto” Szechtman, con su rubio zapatero que sabe colocar sus líneas de diálogo en ese espacio abstracto donde una simple frase como “pero yo quería café” se convierte en una humorada notable. Hortensia es, a veces, más apuesta que propuesta: los primeros minutos están ganados más por la selección de planos novedosos y la dirección de arte, y cuesta bastante ingresar en su propuesta. Sin embargo, a medida que avanzan los minutos y especialmente hacia el final, cuando la travesía de la protagonista se siente más emocional que cerebral, acomoda sus piezas y consigue una energía liberadora tanto para el personaje como para la propia película. Y así como ella logra soltar la mano del fantasma de su padre, el film toma distancia de las referencias y construye algo sumamente original. Una comedia realmente novedosa para un cine argentino que parece, en el humor, estar tomado por un mediocre costumbrismo televisivo.
Lejos de la zona de confort está el riesgo El amor, la convivencia y sus vericuetos, tema recurrente del denominado Nuevo Cine Argentino en su etapa más contemplativa, a la que la directora y guionista Gladys Lizarazu parece querer competirle con un miedo al quietismo que moviliza una trama en varias subtramas y personajes. Amor, etc. es una película que si en su primera parte juega con los silencios y con el único espacio, ese departamento que comparten Lisa y DIB, progresivamente se va abriendo y perdiendo el centro narrativo, pero sin dejar que las emociones de aquella pareja dejen de conducir los giros del relato, algunos mejores algunos peores. Si hay algo que se puede observar en este film, es la habitual ambición de la ópera prima: porque si bien la propuesta es más bien humilde desde su nivel de producción, hay un exceso de metáforas, de imágenes poéticas, simbolismos y de indicios sobre los personajes, como si Lizarazu quisiera expresar el todo en apenas 77 minutos, que es lo que dura su película. Obviamente, de esa forma sólo logra fracasar en el intento, porque es más que complejo tener las ideas totalmente definidas en un primer trabajo. Sin embargo, en el contexto de un cine independiente argentino que tiende más a la contención que al exceso, no deja de ser interesante que la directora arriesgue sumando capas y capas a esta historia que debería ser más bien intimista y pequeña. Los conflictos de los personajes son clásicos: él parece ser ese eterno adolescente al que le cuesta crecer, ella la chica que hace lo correcto hasta que descubre que se miente y decide salir a explorar. Hay un costado obsesivo en ella a partir de unas llamadas telefónicas equivocadas que recibe, pero es una línea argumental que lamentablemente la película abandona demasiado pronto. Más allá de algunos diálogos un poco sobreescritos, María Canale y Alberto Rojas Apel encuentran el tono perfecto, especialmente en esos momentos de intimidad que comparten, evidenciando que la convivencia es un juego de códigos no escritos que cuando se rompen, se rompen. La clave está, claro, en impedir eso. El dilema: ¿cómo reconstruirlos cuando se quiebran? Afortunadamente Lizarazu no intenta dar todas las respuestas. Y resulta extraño, pero si bien la directora maneja formidablemente el intimismo y los silencios, decide apostar e ir más allá, con la aparición de personajes que en ocasiones no suman mucho o son un mero estereotipo, como la amiga de Lisa. Sin embargo, lo que se agradece de Amor, etc. es precisamente esa zona fallida donde la realizadora arriesga y se sumerge en un mar de dudas, mucho menos seguro que la comodidad de retratar los tiempos muertos de los protagonistas. Al igual que la vida en pareja, el secreto del cine está en salir de la zona de confort y poner en crisis el propio discurso. Que Lizarazu se haya planteado -tal vez inconscientemente- este desafío en su primera película no hace más que albergar esperanzas hacia el futuro de su cine.
Apenas un correcto melodrama Hay una línea de coproducciones internacionales que buscan estoicamente mantener la épica del melodrama: ese género que en buena parte del Siglo XX, a partir de películas enormes en dimensiones, fue el padre de todos los géneros cinematográficos. Lo hacen con películas sobre-producidas, bien vestidas y ambientadas, si adaptación de algún hito literario mejor, con estrellas y un aspecto visual que luce tan profesional como poético: hay una fotografía que parece calcada de film en film. Suite francesa (producida por Inglaterra, Francia, Canadá y Bélgica) pertenece a ese universo, y tiene como contexto dramático la Segunda Guerra Mundial, tal vez el escenario ideal para estos relatos entre románticos y trágicos. El director de Suite francesa es Saul Dibb, cuya anterior obra fue La duquesa, película que lograba escaparle a los estereotipos del cine de época británico, y zamarreaba el qualité con una dosis de amargura y honestidad llamativas en la construcción de personajes. Entonces su presencia generaba expectativas en el marco de un relato como este, que partía de un concepto cinematográfico prefijado. Y algunos elementos convocan el interés: contra la heroína sufrida del melodrama, Dibb construye una protagonista que a partir de un giro dramático toma decisiones que hasta podrían resultar antipáticas. Suite francesa aborda la invasión nazi en Francia y cómo los soldados y jerarcas alemanes, que se instalaban en las casas de los locales, se relacionaban con las mujeres del lugar. Mujeres solitarias en la mayoría de los casos, que esperaban la vuelta al hogar de los hombres que estaban en la guerra. Obviamente, entre la pobre esposa solitaria de Michelle Williams y el nazi de Matthias Schoenaerts surgirá algún tipo de sentimiento. Y el romance servirá no sólo para alentar las miradas prejuiciosas del entorno, sino además para reflexionar de alguna manera sobre qué nos acerca al otro, en qué podemos llegar a parecernos por más que sean unos asesinos criminales como eran los nazis. Se podría decir que Suite francesa es un melodrama clásico, con una mirada inevitablemente contemporánea sobre el género, pero llegado el momento no podrá dejar de desarrollar una mirada básica sobre el bien y el mal. Detrás de todo el ornamento y la pomposidad de la puesta en escena, el film termina siendo una cáscara vacía. Dibb, más allá de algunas secuencias notables como el ataque con aviones sobre un grupo de franceses que huyen por la campiña, no logra aquí insuflar emoción ni construye personajes interesantes como aquellos de su anterior La duquesa. Estamos ante una película mucho más convencional, incluso bastante desapasionada, que responde casi como con un manual de instrucciones a los lugares comunes del género. En todo caso termina siendo más interesante la historia real de Suite francesa y de su autora, Irène Némirovsky, quien murió durante los días del Holocausto y nunca terminó de escribir esta historia planificada en varias obras. Fue una de sus hijas, tras guardar el material durante seis décadas, quien decidió leerlo y comprendió que se trataba de una serie de novelas inconclusa. Se publicó en 2004, y desde entonces es un best-seller. Lamentablemente la película nunca le hace honor a semejante historia. Es apenas un correcto melodrama.
De Bond queda un espectro James Bond es un gran personaje. No tanto por lo que él representa, sino por el entorno en el que se mueve. Bond es él más su contexto, y la fricción que se genera ahí es lo que termina por construir uno de los universos más prolíficos de la historia del cine. Por eso que lo que más resiente el recorrido de esta nueva saga protagonizada por Daniel Craig es la intención de abordar el mundo interior del agente. Adentro de Bond no hay nada, el personaje es una cáscara vacía que se mueve zigzagueante en un mundo de villanías universales, lujo desmedido, chicas seductoras y peligrosas, y ambigüedad. Por eso que la síntesis perfecta del personaje son las escenas de acción, especialmente aquellas que le dan inicio a cada aventura. Intentar darle a eso una carnadura moral es una de las grandes fallas. Y Spectre es un nuevo viaje en ese sentido, tal vez el último si tenemos en cuenta que Craig se despide del 007. Si las películas de Bond deben entenderse como segmentos individuales que intentan continuar un movimiento que simbolice la aventura (sin lograrlo nunca, existen pocas grandes películas del personaje), hay que reconocer que Spectre aprendió algunas lecciones. La enorme secuencia de arranque en México, por ejemplo, es una demostración cabal de lo que el personaje y su mundo habilitan: hay un largo y elegante plano secuencia, que culmina con un par de esos momentos donde el personaje brilla. La acción hiperbólica, desmesurada, se vuelve verosímil ante la dimensión que adquiere un personaje imposible como este. Lamentablemente, el resto de la película no está a su altura y el film se va desinflando acorde transcurren los minutos. Más allá de lo que pueda decir cierta parte de la crítica que lo desprecia, la presencia de Sam Mendes dentro de la saga Bond permitió que el personaje disfrute algunos pasajes de buen cine, cosa que parecía bastante alejada del más prosaico mundo de acción directa del 007. Hay encuadres poderosos, un uso de la luz que es asombroso y un trabajo del sonido que refuerza la fisicidad buscada. Si bien estas películas parecen más de diseño, hay que aceptar que ese esteticismo no le sienta del todo mal a un personaje que es en primera instancia pura superficie. Pero hay que decir que así como en Operación Skyfall ese viaje hacia el interior del personaje lograba darle cierta solidez a las secuencias de acción, en Spectre el intento cae en saco roto y resulta menos interesante. Si bien el villano de Christoph Waltz tiene motivaciones personales, se extraña esa locura y exageración de los malos que ha enfrentado el agente con licencia para matar. Y ahí está una de las falencias de esta nueva saga: si por un lado hay un arco dramático que evidencia un crecimiento del personaje de película en película (y aquí vuelve más la sexualidad y el humor, tradicionales en el personaje), también hay intensidad buscada que nunca llega y deja al descubierto la futilidad del personaje: porque un Bond con consciencia deja de ser Bond automáticamente y se convierte en otra cosa no demasiado satisfactoria. En ese viaje, Spectre tiene para lucir algunos buenos momentos y no mucho más.
Pintando desde la memoria Carmen Guarini es una de las documentalistas más prolíficas y talentosas del cine nacional actual, quien a través de varias obras ha tematizado un asunto como la memoria y expuesto teorías a su alrededor. En Walsh entre todos continúa ese camino a partir de un abordaje cercano a la obra del artista plástico Jorge González Perrin, quien se ha referido al asunto de los derechos humanos, los crímenes de la dictadura y el legado de los familiares de los desaparecidos desde una perspectiva que unificó el discurso artístico con el político (se puede decir que todo arte es político, pero aquí hay una intención mayor): por un lado un aspecto formal bien definido y por otro lado una apuesta por lo colectivo. La obra de referencia, y la que le da título al documental, tiene que ver con un retrato de Rodolfo Walsh realizado por cientos de personas, cada uno pintando una pequeña porción, en el marco de las movilizaciones por el 24 de marzo. Las películas de Guarini son como un ovni en el panorama del documentalismo argentino. Si lo que proliferan son los diarios de viaje y las apuestas autorreferenciales, donde el autor sobresale explícita y ególatramente en el discurso, la directora esquiva esas opciones y recupera las más nobles herramientas del cine: una cámara que se mete en el proceso creativo, que analiza a su personaje y su palabra, que deja expresar sin intrusiones, que apuesta por la invisibilidad del autor a favor de la potencia del discurso de los entes que pueblan el encuadre. En Walsh entre todos lo que la directora captura sin intromisiones es cómo las decisiones artísticas tienen una fuerte impronta política, que en el caso de González Perrin tienen que ver con la recuperación de la memoria a través de la utilización de los colores en sus pinturas. De ahí, que esa memoria se actualice y continúe viva. Y que de eso participen varias manos, no es un dato menor y permite la recuperación de los sectores populares sobre las herramientas discursivas del arte, muchas veces enclaustradas y restrictivas. Lo que sí se extraña en Walsh entre todos, en relación a otros trabajos de Guarini como Tinta roja o Gorri, es la ausencia de un discurso que problematice los símbolos que se exhiben. Es como si la directora no tuviera preguntas que hacer sobre el aporte de González Perrin, alguien que evidentemente reúne formas heredadas del ámbito publicitario en sus acciones. Sin que ello vaya en detrimento de la causa de fondo (la memoria y el recuerdo a los desaparecidos), sería interesante algún aporte vinculado sobre cómo el más banal ámbito de la publicidad y sus modos de transmisión pueden generar un vínculo con el discurso político y militante. Tal vez las banderas de La Cámpora o Kolina, y las remeras de Néstor y Cristina, que aparecen en algunos encuadres de este documental, digan más sobre este asunto que el prolijo trabajo que entrega esta vez Guarini.
Un viaje por las supersticiones El universo de supersticiones y creencias del norte argentino se revela como un espacio para la experimentación cinematográfica en 7 salamancas, y a través de la cámara del realizador cordobés Marcos Pastor. La Salamanca es una suerte de espacio mítico, vinculado con lo diabólico, un lugar donde por medio de un pacto, aquel humano que cumple con alguno de los requisitos (abandonar la fe cristiana, por ejemplo; besar un sapo, también) y entrega su alma al “maligno” recibe a cambio un don. Pastor construye el relato sobre la base de la road movie, un viaje de curiosidad y misterio que recolecta relatos sobre lo verídico o imaginario de este mundo movilizador para muchos. Es interesante la variedad de recursos que presenta el director: su película se vale fundamentalmente del documental para acopiar testimonios, voces que le dan voz a esas otras voces supuestamente del inframundo, y hay elementos de ficción que se filtran lejos de la ilustración de la oralidad y más cerca de la exploración de los sentidos. Y entre lo documental y lo ficcional, el registro adquiere rasgos experimentales: la cámara se detiene en unos insectos, bichos que parecen ser la representación del Zupay (así se llama este demonio) en la Tierra. Esa es la parte hipnótica y seductora, la que le da fisicidad a un universo por demás espectral. Si bien se aprecia la intención del director por imbuir al espectador en un viaje sensorial, lejos del documental periodístico y donde la luz y el sonido juegan un partido especial, también es cierto que por momentos 7 salamancas resulta un tanto repetitivo en esa serie de códigos ancestrales que se exhiben sin mayor red conceptual. Si el objetivo es escudriñar en ese mundo de creencias sin dejar de lado una tensión narrativa, la dispersión de algunos segmentos y la ausencia de un norte habilitan instancias de arbitrariedad. El final abrupto tampoco ayuda. 7 salamancas podría haber sido una serie de imágenes fascinantes, pero la intrusión del relato más convencional genera expectativas que se ven frustradas.