Un enamoramiento Basada en una novela de Patricia Highsmith -bastante autorreferencial y firmada con seudónimo en aquellos “tolerantes” años 50’s-, Carol no sólo representa un nuevo y elegante acercamiento a la obra de esa escritora genial, sino también el regreso de Todd Haynes, tal vez el director contemporáneo que mejor filma lo ambiguo. Precisamente la ambigüedad (moral, sexual) es algo que se observa con obsesión recurrente en las novelas de Highsmith pero también en el melodrama clásico, aquel que Haynes ya desarticuló en la superior Lejos del paraíso y al que ahora regresa con Carol, film que construye múltiples puentes con aquella película. Carol es la historia de dos mujeres de diferentes clases sociales (una de buena posición casada y con hijos, la otra una humilde vendedora de tienda) que se enamoran en un momento de la humanidad donde la homosexualidad no era lo correcto. El film avanza, por medio de la operación genérica habitual del director, hacia un registro sobre el deseo y aquello que se impone a su definitiva consumación. A diferencia de Lejos del paraíso, Carol no evidencia una intención metalingüística fundante. Es decir, no hay aquí un juego con los códigos del cine clásico a los que se subvierta como forma de relectura postmoderna. El film de Haynes adapta una obra de aquel tiempo y el director decide contarla con la respiración de su época representada en el cine: desde la progresión dramática al trabajo de planos, pasando por la textura visual y la presencia iconográfica de su elenco, el film es un modelo vintage a contrapelo del cine del presente. Esa es su mayor subversión: ser clásica. Si en Lejos del paraíso Haynes elegía mostrarse moderno -y se hacía presente en cada decisión formal-, y tal vez por eso aquel film impactó de otro modo en la audiencia que la erigió como objeto relucientemente pop, aquí decide ponerse como realizador detrás del cuento que narra. Algo similar a lo hecho por Steven Spielberg en Puente de espías. La estructura del film es un flashback: en la primera escena Carol (Cate Blanchett) y Therese (Rooney Mara) se encuentran en un restaurante y son interrumpidas por un hombre, ante una tensión que se respira. Lo que sigue es la historia de cómo ambas se conocieron y, progresivamente, se fueron enamorando. En concreto, lo que filma Haynes es un enamoramiento: el primer encuentro en la tienda donde Therese trabaja es ejemplar en ese sentido. La cámara toma el punto de vista de ella, y recorta con altísimo nivel de fascinación a esa mujer rubia que se acerca para hacer las compras navideñas. El diálogo es preciso, los cuerpos se notan crispados pero moderados por la corrección social que aún sobreviene al vínculo. La escena es notable porque determina el deseo de los personajes con módicos recursos, momento que refractará luego en una subyugante secuencia dentro de un túnel donde la música y la luz (notables trabajos de Carter Burwell y Edward Lachman en la creación de leitmotiv sonoros y visuales) pretenden darle, por medio de la extrañeza, fisicidad a eso que surge como la mayor de las abstracciones humanas: el amor. Haynes filma el amor romántico, pasional y exacerbado, pero a la vez su barrera: que es el tiempo donde cuenta su historia y con las herramientas que lo hace, que son las del melodrama. Como en un thriller, Carol funciona mejor cuando el misterio (es decir, aquí, el romance) se sostiene en el territorio de la incertidumbre. Es que la incertidumbre surge en el relato a partir de esas barreras que decíamos: los años 50’s, la forma en que la cultura de aquel tiempo asimilaba la homosexualidad, una construcción social donde lo masculino se imponía fuertemente y definía un modelo familiar. Por eso, entonces, que la incertidumbre acerca del final entre Carol y Therese sea el componente que potencia a la película, porque obliga a las protagonistas -y por defecto al film- a sublimar el deseo con sutilezas. Ahí surge el Haynes de la ambigüedad, el de los cuerpos que se rozan levemente, el de las miradas que se cruzan diciendo lo indecible, los climas sugerentes e intensos. Y la notable dirección de actores, para entero lucimiento de las enormes Blanchett y Mara. Por eso que una vez que el deseo se consuma y el amor se confirma, la película pierde algo de potencia. Haynes utiliza algunos recursos ya usados en Lejos del paraíso, y la explicitud, así como fue uno de los tiros de gracia al melodrama clásico, le quita ese velo recargado y ambiguo que la película poseía y la hacía fascinante. Lo curioso en ese sentido es que el director no profundice demasiado en las cuestiones de clase -que no sólo sexuales- que separan a sus personajes. En Lejos del paraíso el romance entre la atribulada Cathy y el jardinero negro Raymond hacía explotar la suma de referencias sociales y políticas de aquella película, mientras que aquí se evidencia un puritanismo político un tanto contradictorio con el espíritu general de la propuesta. Otro film que abordaba el lesbianismo, como lo era La vida de Adele, era mucho más punzante en ir más allá y centrar su atención no tanto en la sexualidad de sus criaturas como en lo que las distanciaba y en como disponían de su cuerpo. Lo real, en definitiva, es que Haynes a pesar de trabajar esforzadamente a partir del diseño de producción y pertenecer a toda una línea de realizadores que piensan el cine desde el artificio, no es un mero decorador de ambientes. Es un autor y tiene una mirada cinematográfica, piensa el material que tiene entre manos y construye imágenes que son la síntesis perfecta de eso que se nos cuenta. Si Lejos del paraíso era una casa de muñecas, lo era intencionadamente y permitía una reflexión a partir de eso. Carol tal vez no alcance aquellos niveles de complejidad, pero resulta un ejercicio de estilo fascinante. Lo interesante reside en cómo el director tiene la capacidad para definir en un par de planos (especialmente los últimos) aquello que sienten los personajes e imprimirlo en la pantalla. Esa pregnancia de los clásicos, precisamente.
En busca de una identidad El israelí Eran Riklis viene retratando el conflicto entre Palestina e Israel desde todos los ángulos posibles, sumando todo tipo de tono y sin dejar pasar la oportunidad de cualquier tipo de metáfora: en El árbol de lima, un limonero servía para resaltar esas diferencias. En Mis hijos, se vale de la comedia costumbrista, del drama romántico, del film sobre el ámbito estudiantil y hasta del coming of age para contar la historia de un joven palestino que estudia en una prestigiosa institución judía, donde tienen que enfrentarse al desprecio de ser el “diferente”. Hay que reconocer en Riklis su ambición por contar una historia un poco más grande que la vida, pero siempre evidenciando las limitaciones para ser tan abarcativo y definitivamente aligerando determinadas situaciones para evitar car en un drama solemne. Sin ser una maravilla, Mis hijos es otra de sus películas calculadas, pero amables en su búsqueda de un balance entre la mirada israelí y la palestina: estamos ante una película sobre la identidad, que busca la suya propia a cada segundo. Mis hijos arranca como una comedia costumbrista, incluso con un humor algo incómodo al abordar el conflicto palestino-israelí desde la mirada de los chicos. “Mi padre es un terrorista”, dice el pequeño Eyad y el docente, muy amable, le azota las manos con una regla de madera. Esos primeros minutos resultan los más interesantes, porque plantea su tema de manera lúdica, mirando el entramado familiar de Eyad con cierta ligereza y donde el trazo grueso que representan el padre y la madre resultan acordes con el tono de la película. Pero Eyad crece, su cuerpo se convierte en un símbolo para la propia película, y el derrotero del joven por los claustros educativos de esa institución judía sucumbe ante algunos resortes dramáticos un poco trillados para el nivel de ambición del film: el amor con una chica judía, el desprecio de sus familias ante el cruce con el “enemigo”, la relación con un compañero que sufre distrofia muscular. En ese marco, mucho más serio y contenido narrativamente, la presencia de personajes estereotipados luce equívoca. Ese viaje por diversos tonos y registros que propone Riklis -decíamos- parece un juego autoconsciente de la película con la propia experiencia del protagonista: el tema de la identidad, qué somos nosotros y qué representa el otro, parece ser aquello que obsesiona al director. Las distancias entre comunidades y las posibilidades de acuerdo, son lo que lo lanzan a narrar. Riklis lo hace de manera prolija, tal vez demasiado, y Mis hijos se vuelve como muy administrativa al fragmentarse como por estadios emocionales: del costumbrismo al film de estudiantes, luego al romance. Y así. Recién sobre el final, la película encuentra no sólo cierta solidez expositiva, sino también una mayor complejidad en el tratamiento de sus temas. Eyad debe tomar una decisión, y eso impacta definitivamente en su propia identidad. Que lo que ocurre sea una mostración y no una exaltación argumentada, es uno de los aciertos de este film. Para los temas que aborda, Riklis es un director para nada radicalizado, cuyo trabajo formal carece de vuelo cinematográfico. Digamos, un reproductor de imágenes más o menos inofensivas para un público que mira estos asuntos desde afuera y se horroriza un poco. No está mal, pero luce poco jugado.
Infancia en cautiverio Son tantos los temas que aborda La habitación y tantos los riesgos que toma el director Lenny Abrahamson, empezando por una narración claramente dividida en dos partes que se distancian a la vez que se retroalimentan, que es casi un milagro que el film haya salido tan bien. La habitación es una película de supervivencia, de vínculos filiales ya disueltos que deben recuperarse de repente, una mirada a la infancia como ese lugar fundacional del que es difícil escapar, y de cómo impacta en las personas que esa infancia luzca resquebrajada. Abrahamson aporta un trabajo formal sobresaliente, más explícito en esa primera parte que en la segunda -aunque no esté ausente un sutil trabajo con la luz-, pero fundamentalmente destaca la forma en que recorta a sus dos criaturas protagónicas: Ma y Jack, notables Brie Larson y Jacob Tremblay. Ma hace siete años que vive recluida en una habitación con una claraboya como único contacto con el exterior. Jack, su hijo, está cumpliendo cinco años. Cinco años, claro, viviendo en ese mismo lugar. “Room”, la habitación, es no sólo el espacio donde habitan ambos como rehenes de Nick, sino un lugar mítico: Jack desconoce cómo es la realidad, su idea del mundo es ese espacio cerrado y lo que le llega por la televisión. Su imaginación, motorizada por lo que la madre le cuenta, hace que el lugar se expanda y la película captura esa idea con un virtuosismo sin excesos (¡en tu cara El origen!). Por eso, “room” es casi un paraíso perdido, un lugar repleto de leyendas al que se hará necesario volver en el futuro. Esta es la primera parte de La habitación, donde Abrahamson da cuenta de un tour de force formal alucinante al retratar esa situación con un enrarecimiento que nos descoloca y nos invita a comprender progresivamente qué es lo que está pasando. Los recursos del director son amplios: planos cortos, fuera de campo, sombras y una sugerencia que tiene que ver con aquello que Jack puede asimilar. El film es sobresaliente respecto de cómo sostiene el punto de vista del niño, incluyendo su lógica. Llegando más o menos a su mitad, La habitación plantea un cambio extremo en función de lo que venía contando: el escape es posible, Ma y Jack -luego de una intensa secuencia de fuga- salen del cautiverio. Y parecería empezar otra película, incluso más convencional tanto formal como temáticamente: lo que sigue es el derrotero de ambos en la casa de la abuela, donde los viejos lazos familiares tendrán que recomponerse obligatoriamente, mientras la historia de la madre y el niño encerrados siete años en un cobertizo se convierte en relato social al que los medios y la gente desea acercarse. Pero Abrahamson sabe que su película son esa madre y ese hijo, ese vínculo que atraviesa múltiples estadios. Esta segunda parte, que parece perder potencia en relación a la primera, es en verdad mucho más sutil y menos evidente en su apuesta formal: hay una luz, cotidiana, común para nosotros, que impacta de otra forma en Ma y Jack. El mundo libre, ese espacio añorado por ella y desconocido por él, resulta ser incómodo para los protagonistas. Y ahí es donde La habitación construye su punto de vista más polémico, sin necesidad de caer en sentencias escandalosas para promover el debate a su alrededor: para Ma y para Jack aquel cobertizo, aquella “room” oscura, se convierte en una tierra idealizada y feliz contra este presente luminoso y peligroso. Y grande. Demasiado. Si bien el choque entre la primera parte de La habitación y la segunda parece brusco, en verdad son dos segmentos que se precisan unos a otros, porque en ese recorrido total (no en la supresión de los momentos ingratos, pecado de la corrección política) es donde se construye la realidad de los individuos. El film de Abrahamson es inteligente y creativo, incluso original para impedir que sus trucos de puesta en escena devoren a sus personajes. Pero fundamentalmente, y gracias a una fuerte construcción del punto de vista infantil, es que la película elude la sordidez y el golpe bajo sin por ello negar la posibilidad de un mundo doloroso ahí fuera. La habitación, a partir de una sensibilidad que no elude lo áspero pero es básicamente emotiva, es una película que viene a negar el cálculo nihilista de tipos como Iñárritu, que cuentan además con el visto bueno de un público contemporáneo que estima que el zamarreo es el gran arte. A partir del inteligente guión de Emma Donoghue -que adaptó su propio libro-, Abrahamson hace un tratado sobre el mundo infantil, incluso sobre su sustracción como en el caso de Ma. La imaginación, la creatividad y la asimilación de los relatos fantásticos como metáfora de la realidad son fuentes básicas de subsistencia. De eso se vale La habitación, que en definitiva no es más que un relato sobre ese proceso de adaptación cruel llamado infancia.
Dinamitando la comedia familiar Para entender los amplios logros de una película como Guerra de papás, hay que permitirse escalar por encima del mote de “comedia familiar” con el que uno se acerca a ella y también de los temas y conflictos que la integran, básicamente un drama de padres biológicos y padres adoptivos que ha servido -sí- muchas veces a ese infame subgénero mencionado anteriormente. Will Ferrell es Brad, padre adoptivo de un par de niños desde hace ocho meses, y un hombre correctísimo al borde de la exasperación; Mark Whalberg es Dusty, padre biológico de aquellos niños, y un arrogante hombre que ha abandonado el hogar sin hacerse cargo de la situación. Pero claro, estamos ante una película con Will Ferrell, y lo que uno espera ver es si el gran comediante sucumbirá a la sensiblería de la comedia familiar, o por el contrario utilizará sus recursos para dinamitarlos y llevarlos a otro lugar. Obviamente -y afortunadamente- lo que sucede es lo segundo, pero de una manera mucho más sutil, si se quiere, que lo que ha hecho Ferrell en películas como “Loco por la velocidad”, donde lo familiar era alcanzado por un espíritu más revulsivo. Lo que hace Guerra de papás a partir del regreso de Dusty para romper la paz del nuevo hogar es clarísimo: pone en primer plano, en la superficie, el choque entre esos dos hombres, exasperando gradualmente las características de cada uno con el fin de lograr humor a partir de los opuestos. Pero lenta y progresivamente va liberando otros asuntos, deja de lado un humor físico ATP, para descubrirse en verdad como una comedia sobre lo masculino puesto en crisis. Guerra de papás puede ser entendida a partir de una situación que parece un chiste recurrente: una vez en el hogar, y con el visto bueno de su ex (Linda Cardellini) y del banal Brad, Dusty se toma el permiso para acostar a los niños y contarles un cuento. Un cuento que, claro, es una analogía bastante ordinaria sobre cómo el “rey” regresa al “castillo” para sacar de ese lugar al “reydrastro”. Esta situación, que se repite sucesivamente, no sólo funciona como aquel chiste repetido y estirado, si no que en cada encuentro el nivel de violencia y explicitud del cuento va alcanzando niveles de intensidad y confrontación mayores. Cada segmento, a su vez, está ubicado estratégicamente en el relato como para ir subiendo la temperatura en el conflicto central, articulando los vínculos entre los personajes y reordenando las piezas. El director y guionista Sean Anders (el mismo de la desaforada Ese es mi hijo, de lo mejor en el Sandler post-Click) demuestra así no sólo un conocimiento de la estructura de la comedia, sino también de las criaturas, conflictos y motivaciones de la película. Efectivamente Guerra de papás comienza leve, como una “comedia familiar” con algunos chistes visuales deudores del dibujo animado, para ir poniéndose más áspera con el correr de los minutos. Ese es otro efecto en las comedias de Ferrell: el aprendizaje de su personaje va acompañando el ritmo de la película (y viceversa), y si Brad es un tipo bastante soso en un comienzo, poco a poco irá descubriendo su parte más oscura. Como decíamos Guerra de papás, que si bien habla de la paternidad, es básicamente una película sobre la masculinidad puesta en crisis. Sobre un nuevo modelo de hombre contrastado con un viejo modelo de hombre, y de cómo cada uno es una sobreactuación de su tiempo y del mundo que habita. Si la comedia elige la paternidad como tema para desarrollar ese contraste, tiene que ver con una especie de talón de Aquiles donde se articulan viejas y nuevas sensibilidades. Brad tuvo un muy ridículo accidente y no puede tener hijos, y la presencia del musculoso y seductor Dusty no es sólo una amenaza ante el lazo que ha generado con los hijos de su esposa, si no un ataque a sus cimientos, al hombre, al macho. Sin embargo, el macho alfa que representa Dusty, ve peligrar su liderazgo trabajado en horas de gimnasio ante la amabilidad y el éxito profesional de Brad. Todo esto se ve en la forma en que ambos padres adoctrinan a su hijo sobre cómo resolver una situación violenta con sus compañeros de colegio. Lo interesante en esta lucha tetosterónica es que tanto los niños como la mujer son los personajes que tienen las ideas bien claras: ni los pequeños dejan de sentir amor por Brad a pesar de quedar como un pelele en la comparación, ni Sara sufre recaída alguna ante los embates del macho Dusty, simplemente porque no olvida aquel pasado frustrante que le hizo pasar el tipo. El conflicto es ridículo, incluso infantil en cómo Brad y Dusty lo ponen en escena. Otra regla en las comedias de Will Ferrell es la de resolver los conflictos lejos de la bajada de línea y cerca de una lógica que se alcanza a partir de la coherencia de los personajes. En ese plan, Guerra de papás es notable: no sólo que no exagera un solo rasgo en cómo los protagonistas alcanzan cada uno su objetivo (que no se sienta un sermón cuando los temas que están en juego son la paternidad y la vida familiar es todo un logro de la comedia), si no que además en su último acto logra una fusión interesante entre los temas y los conflictos, entre las situaciones humorísticas desarrolladas anteriormente y la resolución de cada uno de los conflictos. Incluso, el relato que tenía como eje la voz en off de Brad, incopora las de Sara y Dusty con el fin de abordar también sus miedos. El espacio que uno ubica y cómo es movido de ese lugar, por fuera de nuestro propio control, es algo que la película se anima a extender por fuera del interior del personaje de Ferrell, obviamente quien por construcción psicológica parece ser el personaje más inseguro del film. Y Guerra de papás hace todo esto siempre con humor y además indagando en los recursos y las posibilidades del humor. Obviamente que todo esto no sería importante si Guerra de papás no fuera divertidísima, y si todo el humor que construyen Anders y esa gran dupla que hacen Ferrell-Whalberg (explotando con variantes sus personajes de Policías de repuesto) no fuera la confirmación de un grupo de gente pensando la comedia como género que debe buscar la risa pero siempre pensándose a sí misma: la comedia es tal vez el género más auto-reflexivo cuando está hecho desde el lugar que están hechas estas películas. Al plan general, como tiene que ser, se suman algunos secundarios formidables sobre los que descansan los protagonistas, especialmente el jefe que interpreta Thomas Haden Church, un arrogante contador de historias que queda en ridículo siempre, y muy especialmente ese hallazgo que es Hannibal Buress, quien da una clase de humor deadpan como Griff, un personaje que implica casi la presencia de una voz en off explícita pero dentro del relato.
El sistema y sus engranajes Seguramente el cine francés sea el que mejor retrata la crisis económica, no sólo local sino del continente europeo en su totalidad, alejándose del paternalismo que suele lacerar producciones de otros lugares. Con la gelidez de una puesta en escena perfecta, el director Stéphane Brizé registra sistemas y su funcionamiento, para contar la travesía de un hombre común, ya adulto con familia e hijos, enfrentándose al conflicto de la desocupación. El director, decíamos, registra sistemas: el sistema capitalista; el sistema laboral; el sistema social que rige nuestros vínculos y relaciones. Y lo que hace es es a su vez construir un mecanismo propio (un sistema): los planos se sostienen, la cámara se mueve ligeramente, prefiere poner en cuadro a los que escuchan en vez de a los que hablan, la música extradiegética está casi ausente, evita todo tipo de explosión que instale el discurso político en el nivel del panfleto. La película reluce por momentos como un mecanismo cerrado al que no ingresa ningún elemento extraño que desacople la solidez formal. El protagonista es Thierry, un tipo que acaba de quedarse sin empleo e intenta acomodarse al presente, incorporando conocimientos mientras busca aquel trabajo que le permita la subsistencia en la dura Francia de este presente de desempleo y desigualdad. En la senda de los hermanos Dardenne, a la que El precio de un hombre le debe mucho, el director evita caer en sordideces mientras pone la cámara a la altura de sus personajes y los acompaña en el viaje. Precisamente la operación que lleva adelante el director es de registro, y si bien eso puede resultar un poco distante, todo se termina por sostener con la presencia de Vincent Lindon, quien logra una actuación notable como ese Thierry que soporta hasta donde puede los embates del capitalismo. Esa figura casi impertérrita justifica las decisiones de puesta en escena (y algunas temáticas, como la presencia de un hijo discapacitado que vendría a ser como el único exceso de la película), y permite un resquicio de dignidad ante el absurdo al que se somete constantemente. Absurdo que no parece otro que el de la celda donde termina encerrándose, a sí misma, la humanidad. La ley del mercado, su título original, parece mucho más ajustado al nivel de pragmatismo que los personajes sufren y que permite también que aquella distancia de la puesta en escena obtenga una coherencia absoluta. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
Riñas familiares un poco desabridas Las películas navideñas son un fenómeno mayormente del cine norteamericano, que aquí no terminan de asentarse y, de hecho, progresivamente han dejado de estrenarse para encontrar un destino más acorde en el mercado del dvd o en la televisión por cable. Tal vez -uno piensa- se deba a que nuestro cinismo sudamericano repele estas historias plagadas de buenas intenciones y mensajes esperanzadores sobre lo particularmente bueno de nuestra esencia humana, capitalista y occidental: que el espíritu navideño termina operando como un controlador de aquellas cuestiones que parecen salirse del cauce de la vida en familia y la paz hogareña. En ese sentido, la comedia (y también el terror, corriendo el mito de Santa Claus unos centímetros para profundizar en las posibilidades de lo hominoso) logró que un poco ese espíritu se revele como algo falso, al menos un momento antes de que el final de la película termine por confirmar el status quo. Navidad con los Cooper es la película navideña que nos llega este año, y que termina por confirmar todos los prejuicios que tenemos sobre este tipo de propuestas. No siquiera un elenco numeroso, y especialmente talentoso para la comedia, puede hacer demasiado con el material que aporta este film de Jessie Nelson: Alan Arkin, John Goodman, Ed Helms, Diane Keaton, Anthony Mackie, Amanda Seyfried, June Squibb, Marisa Tomei, Olivia Wilde integran la lista de padres, abuelos, tíos, hijos que viajan para encontrarse en la cena familiar de Nochebuena. Porque lo que es Navidad con los Cooper, también, es un clásico film coral de reunión familiar (Acción de Gracias, Navidad, algún velorio), otro subgénero que la industria del cine norteamericano ha sabido explotar con mejor olfato comercial que cinematográfico. Un matrimonio adulto va a recibir a toda la prole en la casa, mientras atraviesa una crisis profunda que podría llevarlos al divorcio. Pero hijos, abuelos y demases no se las llevan fácil y también tienen sus pesares que ocultar en la cena familiar: como verán, nada que no se haya visto. Lo que la película tiene para ofrecer como mayor novedad, incluso como resguardo anti-cinismo, es una voz en off (que tendrá su revelación al final) que atraviesa el relato y reconstruye los episodios como si de un cuento navideño se tratase. Un cuento navideño con su tono naif y aleccionar, como tiene que ser. Incluso hay una idea muy interesante, que es la omnipresencia de unos típicos Papá Noel de tienda que recorren distintos espacios de la ciudad, hombres comunes que con su integridad algo chusca representan una suerte de ángeles guardianes de una cultura consumista y pequeña. En todo caso podemos cuestionarle algunas cosas a la película, pero su honestidad respecto de sus ambiciones es clara: la melancolía sobre cómo una reunión familiar es la memoria de los que ya no están y de lo que ya no somos es otra de las cuerdas que la película toca levemente y luego se olvida. Lo peor que tiene para ofrecer Navidad con los Cooper es su previsibilidad, no tanto en la falsa felicidad que termina alumbrando finalmente cada subtrama (hay un exceso de espíritu navideño en su prepotencia para que todo termine bien y amable), algo que en definitiva suponíamos desde un comienzo, sino especialmente en la elección de un reparto que cumple roles similares al de otras películas: Keaton es otra vez la madre sobreprotectora y un poco insatisfecha, Helms es otra vez el profesional tenso, Tomei es otra vez la tía piola, Arkin es otra vez el viejo un poco sabio y así. Y también hay un detalle extra-película: hacía 14 años, desde Mi nombre es Sam, que la directora Nelson no se ponía detrás de cámaras, y no sólo que vuelve a exhibir un universo edulcorado, sino una falta de timing que hace ver a la película desprolija, a la comedia tardía, y al drama desabrido.
Entre lo superficial y lo complejo La universalidad en los temas que integra la obra de William Shakespeare es lo que habilita la variedad de tonos que tienen las diferentes adaptaciones que se han hecho en el cine: desde la comedia de enredos a las tragedias, pasando por la acción e incluso la fantasía, si tenemos en cuenta que Star Wars puede ser vista como una visita a las traiciones familiares tan típicas del bardo. En este contexto, el nuevo Macbeth dirigido por Justin Kurzel y protagonizado por Michael Fassbender y Marion Cotillard se balancea entre el respeto al texto original -y a la solemnidad de la alta cultura vinculable con el teatro clásico- y las nuevas audiencias que se acercan a estas temáticas por medio de historias como Game of thrones o 300. El cuidado por parte de la puesta en escena está dado en el hecho de que la experiencia no sea ardua para quienes vayan buscando la mera historia de traiciones y luchas por el poder, ni tampoco demasiado ligera para quienes vayan pensando en el original o en las versiones más clásicas como la de Orson Welles. Entonces, a secuencias de un impacto visual asegurado, con un grado de violencia estilizada altísimo, se suceden parrafadas dichas con aire trascendente, incluso un trabajo sobre los diálogos (de lo diegético a lo extradiegético) que genera una sensación de cuento sobre el poder, la traición y la ambición desmedida. Lo cierto es que más allá de lo experimental del asunto, este Macbeth funciona mucho mejor cuando la narración se sumerge en la serie de giros y eventualidades que propone la historia, que cuando se pretende alta cultura y los intérpretes recitan los parlamentos: de hecho tarda bastantes minutos en arrancar, como si la fusión de estilos no terminara por hacer sistema. Fassbender y Cotillard parecen lidiar con ello, pero también disfrutarlo por momentos: precisamente el trabajo actoral es un gran termómetro para medir los aciertos y las fallas de esta película. Se entiende que para los actores es un placer enfrentarse a Shakespeare, pero muchas veces ese placer se convierte en padecimiento cuando se lo vive desde un lugar tortuoso de la simulación. Macbeth es la historia de un tirano, pero también de esa mujer perversa que se esconde tras su figura. Hay que decir que esta nueva versión minimiza, tal vez por la corrección política de estos tiempos, el lugar de esa mujer manipuladora. Y es una pena cuando uno de sus atractivos principales es la fricción que se genera entre la intensidad de Fassbender y la naturalidad de Cotillard. La actriz, que elabora una construcción más compleja, va perdiendo lugar ante la venalidad del actor. Esto, que parece un choque de estilos, es una demostración final de cómo la película termina prefiriendo un poco la superficialidad de su estética algo maniquea a la hondura emocional de sus personajes.
Un viaje sin destino En Por el camino de Modesto, el director Sebastián Deus recorre el camino inverso que hizo su abuelo cuando en 1949 llegó a la Argentina escapando de los horrores de la Europa de posguerra, a lo que hay que sumarle su rol dentro de la Guerra Civil Española que lo llevó a su ineludible exilio. El realizador parte en ese viaje con pocos datos, y logra de esa manera plantear un acuerdo con el espectador: tanto él como el que mira carecen de información, entonces se trata de que juntos vayan desentrañando la encrucijada. Los inconvenientes del documental tienen que ver con la forma errante en que el director plantea su conflicto: aquellos datos resultan escasos para el espectador, ya que básicamente el film se vale de una cámara que va a de Necochea a Madrid, muchas veces registrando el viaje y en otras tantas, convirtiéndose en el punto de vista del espectador a partir de su cualidad de subjetiva. Al eludirse la voz en off y al contar con escasos testimonios orales a lo largo de los 101 minutos que dura, se pierde cualquier atisbo de empatía con el vínculo entre él y su abuelo, que es lo que debería motorizar la experiencia. El viaje de Por el camino de Modesto termina aburriendo, imposibilitado como está el espectador de algún anclaje emocional o, al menos, periodístico/informativo. No alcanza con ese detalle del destino de hacer coincidir este rodaje con las protestas anti-capitalistas, o la melancolía que aporta la persistente lluvia por los pasadizos de una Madrid histórica, para elaborar una idea, un concepto, algo que justifique semejante empresa fílmica. Uno no duda de la honestidad de la búsqueda de Deus, pero la película no logra transmitir su deseo fuera de la pantalla. Como ocurre con muchos de los documentales de viaje que se estrenan en Argentina, aquí el mayor interés es turístico.
Tan sólo una niña “Soy una niña de 17 años. No sé muy bien qué es lo que puedo hacer”. Malala Yousafzai se sincera luego de encontrarse con un grupo de padres que sufre la desaparición de sus hijas, 200 niñas secuestradas por una agrupación islamita en Nigeria. Esa frase sintetiza notablemente lo que el interesante documental de Davis Guggenheim tiene para decir: lo maravilloso de una joven convertida en líder pacifista del mundo, pero también sus limitaciones al tratarse aún de una adolescente más allá de la notable y compleja experiencia de vida que le tocó atravesar. Es una definición honesta que marca las dudas y certezas de Malala, pero también las del propio film: ¿cómo abordar al personaje sin caer en la tentación de construir un retrato más grande que la propia vida? Uno de los mayores aciertos de El me llamó Malala es desvirtuar las especulaciones y los prejuicios negativos que el espectador puede tener. Es decir, la utilización por parte de Hollywood de la película y del propio personaje como herramientas políticas para editorializar sobre el régimen talibán. Guggenheim se centra en el personaje, y así aminora la potencia de la bajada de línea: es la experiencia personal la que construye el relato, más que una mirada occidentalizada por parte del realizador norteamericano sobre la vida política en Paquistán. Y si bien hay unas animaciones que recrean de manera un tanto edulcorada la vida de Malala y su familia, es verdad que no terminan de lacerar el resto de la narración ya que hay una muy oportuna vinculación entre la oralidad y el trabajo visual: la textura es de cuento. Malala Yousafzai es hija de un profesor reconocido por sus discursos con una fuerte impronta política. Desde muy joven, se notó motivada por la militancia sobre el rol de la mujer en su propia sociedad: la prohibición a las mujeres de ir a la escuela e instruirse es tan sólo una de las tantas aberraciones que pueden señalarse. Figura que alcanzó notoriedad, finalmente fue atacada por talibanes y baleada en la cabeza: tenía 15 años en ese momento. Fue operada, salvó su vida de milagro y terminó exiliada con su familia en Inglaterra, aunque como cuenta en el documental, Malala desea volver, regresar a su tierra. Ese es otro punto favorable del film de Guggenheim, cómo personajes que han vivido situaciones tan extremas, aún desean volver a su lugar origen más allá de las evidentes comodidades que tienen donde residen. Malala entiende que la pureza de los suyos es lo que importa. Más allá de las bajadas de línea, algunas obvias, algunas necesarias, el documental de Guggenheim se potencia cuando se mete en el mundo interior de su personaje, cuando se da de manera más impactante la fricción entre esa adolescente con conflictos típicos de la edad con la militante universal ganadora del Premio Nobel de la Paz. Ahí lo que surge es, también, la potencia del vínculo entre la joven y su padre: un vínculo que en ocasiones nos lleva a preguntar sobre cuánto de autenticidad hay en la niña y su postura. Como dice el título, El me nombró Malala habla de Malala pero a partir de la relación con su papá. El hombre duda, ¿tal vez la presionó demasiado y fue culpable del atentado que sufrió la niña? Sin embargo, ella lo tiene claro: él le puso Malala, nombre heredado de una historia que cuenta sobre una niña asesinada por soldados tras alzar su voz, pero no la convirtió en Malala. Ella misma es la que eligió su propio camino. Porque para exigir la libertad, nada mejor que tener la capacidad de ejercerla con la mayor sabiduría y honestidad. Guggenheim hace ese recorte con mucha inteligencia.
Máscaras Severino, el actor del que se cumplen 10 años de su muerte y por el que ex mujeres, hijas y demases se reúnen en un pueblito de Italia para conmemorarlo, portó durante toda su vida una máscara. No sólo la actoral, sino también una personal, que le permitió ser un norte indudable en la vida de un grupo de mujeres que ahora, con el paso del tiempo, estarán dispuestas a pasar(se) factura y pasarle factura al difunto y seductor. Pero Severino, a los ojos de la directora Cristina Comencini, es también una máscara funcional para hablar del otro gran tema que Latin lover termina esquivando, lamentablemente: el cine italiano, su historia, sus íconos, especialmente Mastroianni y Gassman, y una recorrida por sus estéticas, de la comedia a la italiana, al spaghetti western o los dramas existenciales a lo Antonioni. Eso, que preside el divertido prólogo del film, es dejado de lado para centrarse en los reproches múltiples de la disfuncional y multinacional familia: italianas, sueca, francesa, españolas, yanqui. Tal vez la idea más feliz que tiene Latin lover entre el repertorio de gestos ampulosos y gritos que exhibe el elenco femenino como un intento de comedia italiana clásica, sea que el personaje clave, aquel que viene a romper la tensa paz, un tal Pedro (Lluis Homar), es el actor que hizo de doble de riesgo de Severino en sus películas de acción. Es decir, la máscara absoluta, aquel que simula en planos lejanos al otro, el cuerpo (incluso el que pone el cuerpo por el otro), la estirpe, lo físico inherente al cine. En ese pequeño gesto hay una referencia cinematográfica interesante sobre el ego y el narcisismo, que es al fin de cuentas el gran tema detrás de todo el film de Comencini. Allí donde las ex mujeres y las hijas exponen todo por medio de la palabra, Pedro lo hace gesto, imagen, sugerencia. Es una pena, por tanto, que la directora no termine por entender cuál es el camino más interesante y se pierda en una serie de discusiones registradas con un aire teatral que empantana la narración. Latin lover sufre de muchas de las cosas que padecen las películas con elencos gigantescos en estrellas, especialmente las comedias: la necesidad de que cada una tenga su momento de lucimiento, cierto aire de improvisación en los diálogos como esperando la genialidad, actuaciones dispares que hacen fluctuante el nivel de interés, la simulación de felicidad y alegría a la que el espectador rara vez es sumado. Virna Lisi, Marisa Paredes, Angela Finocchiaro, Valeria Bruni Tedeschi, Candela Peña por momentos se amontonan adentro del plano, sin un sentido coreográfico ni pertinencia coral. Así las cosas, Latin lover vuelve a acomodarse cuando Pedro retoma las acciones y con un gran monólogo de alguna forma confirma cómo la máscara sólo puede ser reconocida por su doble. Juego de apariencias al que la película suma la apariencia mayor: eso de parecer graciosa, pero no serlo nunca. El cine italiano por fuera de sus dos o tres autores de referencia sigue padeciendo por su mezcla de nostalgia y regreso eterno a un pasado idílico, que le impide soltar la mano y pensar un espacio presente y futuro renovado y original.