Pinta tu aldea Hay cierta indolencia en Calvin y Ras, los dos jóvenes protagonistas de Los hongos, segundo y premiado largometraje de Oscar Ruiz Navia. Si bien se suman a la movida del grafiti callejero y subversivo, y sufren la represión policial por ello, hay en su actitud más una condición experimental que realmente activa desde lo político. A Calvin y Ras, amigos de diferentes clases sociales, les gusta pintar paredes, dejar su firma, expresar su arte por las calles de Cali. Si eso significa una acción reñida con las buenas costumbres, será algo casual y no tanto causal. Indolencia, en el fondo, que no es falta de compromiso por parte del director, sino más bien una forma de sostener su registro a partir de los personajes: los amigos grafiteros recorren esas calles así como la cámara, ofreciendo desde su mirada un complejo entramado de relaciones que dan como resultado una ebullición cultural que parece desestabilizar progresivamente un sistema instaurado desde un poder que vincula lo político/partidario con lo religioso. Los hongos tiene, desde su propuesta estética, mucho vínculo con ese cine regional que gusta del pintoresquismo y funciona muy bien en festivales. En ese sentido, la forma de mostrar por parte del director se parece a la de Calvin y Ras, porque ese pintoresquismo no es más que un tono que aparece inconscientemente. Para contrarrestarlo, Ruiz Navia desarticula muchos de los lugares comunes que este cine miserabilista gusta explotar con ánimo especulativo. La circulación de los personajes por Cali adquiere un sesgo documental, y eso sirve para eludir de alguna manera los resortes narrativos que la ficción tiene guardados casi inevitablemente para este tipo de producciones. Calvin y Ras participan con la misma actitud indolente de reuniones de grafiteros como de las charlas políticas del padre de uno de ellos: la evasión es indudable, lo que importa es pintar, accionar, darle rienda suelta a lo placentero detrás del gesto. Actitud que no es más que un símbolo de estos tiempos donde las nuevas generaciones parecen abarcar desde el discurso una especie de sincretismo ideológico, donde el recorte de diversas posiciones parecería llevar hacia la concreción de sujeto nuevo: enfrentándose desde otros lugares a lo político, incluso a lo sexual. Y si bien la respiración de la primavera árabe que se aprehende desde videos en Youtube o con grafitis estetizante parece hablar de una cierta liviandad y falta de compromiso, lo crucial es notar que el film sigue no a dos jóvenes convencidos, sino a dos que están trazando un camino. Ese viaje, el de la cámara y el de los protagonistas, que vale la pena acompañar aunque desconozcamos el final.
Un seleccionado de actrices sin gracia La comedia es un género demasiado noble y cuando está mal hecho, se nota mucho. Otros géneros tienen mecanismos más comunes, que aunque los resultados no sean del todo redondos al menos sirven para que el ritmo sostenga lo demás. En la comedia lo que importa -más allá del ritmo narrativo- es el humor, y no sólo eso: es el humor, pero también su construcción. Un gran chiste mal contado, es igual que la nada. Incluso, una comedia no precisa estar repleta de chistes, lo gracioso se da por una respiración, por un tono en la mirada que trasciende lo grave para arrojar un punto de vista socarrón. Por otra parte, es un género que se nota demasiado cuando se están forzando las situaciones para que resulten graciosas, cuando los intérpretes quieren ser ocurrentes y nada resulta. Todo esto sucede en Ellas saben lo que quieren, comedia francesa mainstream de la actriz y aquí debutante en la dirección Audrey Dana. Seguramente una comedia mala genera mucha pena. Pero una comedia mala repleta de figuras que han sabido estar mucho mejor, genera muchísima más pena, incluso vergüenza ajena. Porque ahí tenemos a Isabelle Adjani, Laetitia Casta, Marina Hands, Vanessa Paradis, Sylvie Testud y más figuras de primer y segundo orden del mundo del cine francés, queriendo ser graciosas, irónicas, sarcásticas, socarronas, atrevidas. Pero nada de eso sucede en este muestrario más o menos convencional de mujeres y sus conflictos. La que descubre su identidad sexual, la que no puede construir un lazo, la que tiene problemas estomacales cada vez que se enfrenta a un hombre, la que padece un matrimonio conservador y aburrido, la fría y exitosa empresaria que fracasa en el amor. Y hay más de esos estereotipos que, en realidad, no tienen nada de malos por sí, pero que aquí, amontonados y sin gracia, generan más tedio que otra cosa: y cada historia busca un tono propio, desde la comedia romántica convencional a lo escatológico. A favor de Dana hay que decir que los 116 minutos de su película están integrados por tantas subtramas, que uno como que avanza con el relato por inercia debido a que las historias no se fragmentan sino que se cruzan, fluyen unas con las otras. También, que los franceses tienen menos pruritos con el lenguaje y los personajes pueden decir algunas groserías sin ponerse colorados. Pero más allá de esos ligeros aciertos nada es demasiado interesante y, encima, cuando se adivina una mirada totalmente conservadora sobre las historias de estas mujeres, Ellas saben lo que quieren se convierte en una película repelente y antipática de lo peor: esas películas que se creen progres pero terminan más cerca del espíritu castrador y reaccionario.
Algunos tiros bien dados El cine de género, más allá de algunos nobles exponentes, continúa siendo en el cine argentino un camino de búsquedas: tenemos escasos actores que representen el género con su sola presencia, directores que están experimentando la adecuación de códigos externos a nuestra idiosincrasia, y situaciones de producción que todavía evidencian su falta de rigor técnico. Baires, de Marcelo Páez Cubells, es una nueva aproximación de la cinematografía nacional al policial y al cine de acción, con elementos ya probados como el de los “extranjeros” metidos en circunstancias riesgosas en otro país, el héroe luchando contra el tiempo, y la acción directa, de balazo limpio y a cobrar. Baires es una película que, construyéndose sobre la base del suspenso y la tensión de un personaje dispuesto a recuperar a su novia enfrentándose a peligrosos narcotraficantes en el lapso de unas pocas horas, encuentra sus módicos aciertos en la recreación de un submundo porteño delictivo con un oído especial para los diálogos que exudan cierto realismo urbano. Es curioso cómo, de un casting de notorios como Benjamín Vicuña, Sabrina Garciarena, Juana Viale y Carlos Belloso, sólo Germán Palacios acierta en el tono de su personaje de policía entre las sombras, y la película gana cuando aparecen los roles secundarios. Se podría decir que Baires mejora cuando es tomada por un efecto “nueve reinas” y una serie de personajes de reparto recrean con estilo paródico un noir aporteñado, con una habilidad en el habla para representar estereotipos de un submundo delictivo poco recomendable: en esos personajes el casting es brillante, con rostros que funcionan perfectamente. Páez Cubells demuestra conocer en esos momentos el lenguaje de la calle, y es cuando Baires logra reproducir de forma autóctona los códigos del policial norteamericano (cuando Vicuña y Palacios salen de ronda buscando contactos): “voy a poner la pava” es una frase que, dicha con una entonación perfecta y en un marco cuya sonoridad impacta de manera extraña, posee una comicidad buscada de manera efectiva. Por el contrario, en el momento en que Baires se ciñe al cuento de Vicuña buscando a la chica y Palacios asistiéndolo, cuando explota su costado más de acción, es cuando falla y evidencia sus problemas de producción y la falta de rigor de la puesta en escena (algún tiroteo confuso y mal filmado), así como la endeblez de un guión y unos personajes que carecen de dimensiones: hay un giro final que la película prefiere eludir y dejar un desenlace abierto, para no complicarse ideológicamente. Si bien está lejos de ser una película recomendable, en determinados movimientos Baires demuestra haber aprendido algunas lecciones y encontrado caminos posibles para hacer del cine de acción un territorio explorable por este lado del mapa.
El imperio de las imágenes A partir de la instalación del 3D como objeto de consumo del cine mundial, si hay algo que se puso en crisis fue la pertinencia de las imágenes. Claro, las imágenes ya se habían puesto en crisis con la irrupción del CGI allá por fines de los años 80’s, pero esta es una escalada más en ese lenguaje en constante movimiento al que parece que -agotados muchos de sus recursos- solamente se puede sacudir a través de los progresos tecnológicos: ¿cuáles son los límites de lo virtual? ¿Hasta dónde la utilización de esas imágenes puede reemplazar lo real? ¿La simulación artificial logra sustituir el peso de lo material? Robert Zemeckis indagó en ese aspecto a partir de su incursión en el cine animado con captura de movimiento, una técnica con un potencial infinito pero que carece aún del componente humano y resulta sumamente frío. Llamativo, porque Zemeckis ha sido desde siempre un especialista en el uso de la tecnología, innovando en algunos terrenos y logrando que el cuento se imponga siempre. En la cuerda floja es su acercamiento al 3D en un film de acción real. La historia de cómo allá por los 70’s el funámbulo Philippe Petit logró cruzar las dos Torres Gemelas por un cable de metal suspendido a 110 metros de altura, es un material notable desde lo visual para que Zemeckis imponga con su criterio habitual una serie de imágenes notables que logren subyugar por su belleza. Claro está, el imperio de la imagen es el sometimiento de la palabra: así es como la película se potencia cuando apuesta puramente al virtuosismo visual de su última parte y pierde cuando se deja ganar por un tono decididamente naif y algo bobalicón con el que se cuenta la historia de Petit hasta llegar a esa instancia histórica. El problema principal de la película es que en la despareja lucha de fuerzas, esa primera parte del relato es bastante pobre desde la construcción de personajes y situaciones, recorriendo con poco brillo algunos momentos supuestamente formadores del equilibrista: el innecesario biopic, que siempre busca una explicación psicologista a todo. En la cuerda floja está atravesada por el relato oral a cámaras del propio Petit (un sobreactuado Joseph Gordon-Levitt), quien cuenta cómo es que llegó a obsesionarse con cruzar las dos Torres Gemelas. En defensa de Zemeckis hay que decir que es más que evidente, desde los tonos pasteles de la imagen hasta lo ampuloso de las actuaciones, que apuesta por un cuento demodé, por una recreación nostálgica e ingenua del pasado, invocando de alguna manera una parte del Hollywood clásico que concebía historias con una vitalidad propia del multitarget. Evocación que no resulta del todo lograda porque la cruza del cuento con el biopic es decididamente fallida (son dos códigos totalmente disímiles que requieren mucha precisión para trabajar juntos), y que por poco liquida las ambiciones de Zemeckis. Pero el director de Volver al futuro sabe que en verdad fuimos al cine por eso que ocurrirá en la última hora (y nos preguntamos por qué no se ahorró todo ese innecesario prólogo), que es la preparación y finalmente el cruce sobre las Torres Gemelas. Ahí es donde Zemeckis impone su poder de gran narrador, haciendo equilibrio con su inteligencia para manejar la tecnología y apropiársela a favor del relato. El director crea imágenes sumamente poéticas, construye climas notables y trabaja lo físico con enorme potencia. En esa segunda parte del relato, que se construye a puro ritmo sobre la base de aquellas películas europeas sobre grupos de profesionales y golpes maestros, es donde Zemeckis resuelve una de las incógnitas mayores que tiene el espectador: ¿para qué vamos al cine? No hay una razón, si no varias. Y una de esas razones es, sin lugar a dudas, la experiencia que podemos vivenciar a partir de imágenes novedosas que nos involucren a través de las sensaciones: y el vértigo y el peligro en la película son algo real. En la cuerda floja no precisa la palabra (de hecho cuando llega, viene a romper el clima que se genera con Petit sobre la cuerda, al igual que la obvia e innecesaria musicalización) porque el vínculo que establece con el espectador es puramente físico: y así es como justifica no solamente el uso de las tres dimensiones, sino además el hecho de ir al cine y ver una historia en pantalla grande. En sus mejores momentos, En la cuerda floja es un gran espectáculo construido con las imágenes justas, realistas pero a la vez imaginativas, tan fantásticas como verosímiles; imágenes hechas con la certeza de que tienen la capacidad intrínseca de transmitir sensaciones. Y como si fuera poco, a partir de esa fisicidad -y no por las empalagosas palabras de su protagonista-, es que En la cuerda floja encuentra su tema: un homenaje a las Torres Gemelas. No un homenaje desde una perspectiva nacionalista, sino más bien a su iconicidad; una iconicidad que es una demostración prepotente de cómo el ser humano construye (edificios, eventos, emociones) desde un sentido de eternidad inconsciente, sin caer en cuenta de su inevitable finitud. Es el espíritu de trascender a ese cruento final lo que lleva, tal vez, a los grandes acontecimientos. Como el viaje de Petit para llegar hasta allí arriba, el de Zemeckis para encontrar su película se hace algo tumultuoso y traumático. Pero el suspenderse en el cielo, la sensación de estar ahí arriba, es algo inigualable; y algo que se logra a partir del nivel de perfección que alcanzan hoy las imágenes y que un artesano como Zemeckis sabe trabajar con sabiduría.
Un Allen vital A esta altura de su extensísima carrera, donde además de realizador es el guionista de sus películas y eso lo lleva a una búsqueda constante del genio que no siempre se convoca a la cita, y por si esto fuera poco con su poco aconsejable práctica de una película por año, las buenas obras de Woody Allen son cada vez más espaciadas o escasas. Desde fines de los 90’s al presente ha hilvanado una serie de películas discretas, algunas buenas, pero raramente ha logrado la genialidad de otrora. Uno de los detalles más curiosos es que, habiendo sido un hombre de comedia, innovador en un estilo claramente reconocible como propio, Allen perdió el toque especialmente en ese género y sus comedias de la última década y media están entre lo más flojo de su producción reciente. No ocurre lo mismo, y la suerte es más dispar, cuando se acerca al drama como en la excelente Blue Jasmine. Hombre irracional es un drama y es, también, la vuelta del mejor Allen. O el mejor Allen posible en esta etapa de su vida. Hombre irracional, por el transitar sobre un tema recurrente en la filmografía de Allen como es el crimen, es otra de esas películas suyas, como Match point, que todos se empecinan en comparar con Crímenes y castigos, tal vez su mejor película en referencia a esta temática. Pero hay que decir que ya en Robó, huyó y lo pescaron o La última noche de Boris Grushenko estaba presente este asunto, donde la amoralidad del planteo se choca necesariamente con la moralidad de Allen: porque las películas del director merodean la idea del crimen pero terminan seducidos más por el castigo, exterior o interior a través de la culpa del protagonista. Hay que decir que a diferencia de Match point o El sueño de Cassandra (sus viajes al policial moralista más explícitos), lo que eleva a Hombre irracional es que aquí se respira un aire de comedia constante, sardónica pero comedia al fin, y donde las presencias picantes de Emma Stone y Joaquin Phoenix le restan gravedad y le suman mordacidad al asunto. Me quiero detener un instante en los ojos de Emma Stone, que son ojos hechos deliberadamente para la comedia: son gigantes, y chispeantes e intrigantes, y hablan por el resto del cuerpo de la actriz, un cuerpo que es también puro nervio y tensión cómica, como el de alguna otra grande (y pelirroja) llamada Katherine Hepburne. Y hay otro detalle no menor en Hombre irracional, y que es un elemento fundamental para que el cine de Allen funcione: el personaje de Joaquin Phoenix, ese profesor de filosofía atormentado y autodestructivo y sobre el que pende una mitología particular, es un personaje interesantísimo, plagado de misterios y giros totalmente arbitrarios. Que en la ancianidad Allen construya una personalidad de tal fuerza y vitalidad, es un rasgo destacable: porque no es un personaje manejable, porque su irracionalidad conduce al relato y lo lleva por terrenos de inestabilidad que imaginamos son complejos de abordar para un realizador con total control de su obra como el neoyorquino. Por eso la película se resiente un poco cuando las citas a Dostoyevski o Hannah Arendt se hacen demasiado obvias, más allá de los diálogos que están obligados a transitar los personajes por el marco universitario en el que se mueven. Hombre irracional es mucho más interesante cuando fluye y el espíritu de aquello que Allen invoca como referencia se apodera del relato: en la sucesión de ideas sobre el control o no que tenemos sobre nuestra vida, sobre lo azaroso, sobre la vacuidad de la mirada filosófica o ideológica en contraposición al mundo de la acción y la autodeterminación, sobre el mal y su banalidad constitutiva, o sobre la justicia como un espacio donde lo moral y lo inmoral representan límites no siempre acordes, está la fuerza de la última película de Allen. Ese comediógrafo que sabe ponerse serio, y que obtiene sus mejores resultados cuando el balance entre esas dos posturas es el justo y necesario.
La banda del Titanic Mi cinefilia furiosa comenzó en 1991, con la fiebre del VHS. Por eso, cuando en Un importante preestreno se repasan los institucionales de las compañías editoras -de AVH a Gativideo de LK-Tel a Plus Video- es imposible no sentirse ganado por la nostalgia sobre un tiempo que ya no volverá: los espectadores de salas para 1000 personas y visitas interminables al videoclub somos los dinosaurios de la cinefilia, con el infortunio de que no tuvimos la suerte de desaparecer como aquellos. A nosotros, el meteorito tecnológico nos destruyó el pasatiempo y nos permitió sobrevivir para penar y recordar eternamente. Sin embargo el documental de Santiago Calori tiene una particularidad que lo hace especial: está construido sobre la base de múltiples pesares y pérdidas (una cinefilia -aquella- sin presente; el videoclub como vía de escape extinta; salas gigantescas convertidas en bingos, templos o cualquier otra cosa; incluso la figura de Fabio Manes como testimonio de todo aquello), sin embargo nunca se permite caer en la lástima o la autocompasión. Por el contrario es alegre, vital, chispeante, regado de anécdotas invalorables para todo aquel que siente curiosidad sobre un tiempo curioso: uno donde para entrar en un cine en la calle Lavalle había que hacer cuadras y cuadras de cola y una película podía estar un año en cartelera o poseer un título que no tenía nada que ver con el original. Pero nada. Bernardo Zupnik, Fernando Martín Peña, Daniel Melero, Bobby Flores, Pascual Condito, Norberto Feldman, Cacho Ortiz, Claudio María Domínguez son algunos de los entrevistados; distribuidores, exhibidores, especialistas en cine o, simplemente, espectadores. Todos fueron parte de la historia que cuenta el documental, que abarca un tiempo que va desde los 60’s hasta el presente. Espacio clave, ya que le permite al film arrojar una mirada a los cambios culturales pero también políticos que hubo en el país. Pensemos: gobiernos de facto, Triple A, peronismo, dictadura, regreso democrático, destape y todas las modificaciones tecnológicas de las últimas dos décadas. Si bien Un importante preestreno tiene al cine como eje, su mirada se posa sobre los espectadores y sus vivencias; en cómo todos estos cambios modificaron sus costumbres y sus hábitos de consumo. Tal vez desde lo periodístico, el film de Calori no entregue mayores novedades: es un trabajo destinado al público cinéfilo y este ya conoce, con más o menos detalle, aquellas historias y eventos. Tampoco desde lo formal. Pero es la sumatoria de anécdotas divertidas y ese aire ligero y desdramatizado que campea en todos los entrevistados, lo que lo convierte en una película para atesorar. Esa banda de alegre instrumentistas del Titanic que con el agua por el cuello, al borde de la extinción, igual sigue tocando.
Rara, como encendida… y apagada Las películas de Ana Katz pueden ser vistas como comedias asordinadas, donde el humor es menos una construcción de chistes que un espíritu que campea durante todo el relato: incluso los acontecimientos más graves son mirados desde una distancia irónica. Sin embargo, también pueden ser vistas como pequeños thrillers, films de un suspenso más indefinido que genérico, donde la superficie respira cierta tensión. Katz, inteligentemente, encuentra en la alquimia de sus guiones ese particular cruce donde la tensión permite la risa nerviosa. Ese cruce, algo definitivamente abstracto, se convierte en sistema y adquiere volumen en películas que hacen de ese choque un presente constante (¿se acuerdan de Francella atravesando un vidrio en Los Marziano?). Mi amiga del parque, último opus de la directora, actriz y guionista, tal vez sea la expresión más acabada y definida de ese cine particular que viene gestando desde hace bastante tiempo: otra comedia rara. Si las películas de Katz, desde El juego de la silla hasta Los Marziano, merodean tanto el indie como el mainstream, lo popular y lo intelectual, la mirada común y la existencialista, la tensión con la risa, lo que hace Mi amiga del parque es definitivamente fusionar todos estos espacios para que no luzcan tan fragmentarios y confusos. Seguramente, esta sea su película más sólida en términos narrativos: el arco dramático de la protagonista, más allá de escenas donde la idea de normalidad es subvertida alegremente, es lógico. Y por eso, también, Mi amiga del parque sea esa película donde el tema central es más fácil de definir: es una película sobre la maternidad, pero no específicamente sobre el hecho de ser madre sino sobre ese momento que prosigue al parto y donde la crisis personal se hace inevitable si pensamos en los notables cambios que se registran tanto interior como exteriormente para las madres. Si el cine nacional no es pródigo en mujeres detrás de cámaras, mucho menos lo es en mujeres que tengan un universo definido. No es el caso de Katz, quien ha podido filmar con cierta continuidad y, además, posee rasgos que la definen como autora cinematográfica. Y si su mirada es inevitablemente femenina, aquí se permite el lujo de un tema femenino y de un elenco casi en exclusiva integrado por mujeres, donde se luce Julieta Zylberberg como esa madre primeriza que no sólo tiene que atravesar ese duro proceso de la maternidad sino que además tiene a su esposo lejos y todavía es reciente la muerte de su madre y no puede darle teta a su hijo. Lo de Liz (Zylberberg) es angustia; angustia que surge -en parte- al poner la tensión y la comedia a chocar en Mi amiga del parque; porque Liz no se tiene autocompasión y nos exige, como espectadores, que dejemos de lado la mirada paternalista. Lo mejor del film es precisamente esa mirada torcida, desconcertante, donde los personajes toman decisiones incomprensibles o imprevisibles y, por ende, llevan a la narración por caminos diferentes a los imaginados. Eso es lo que mejor hace Katz, jugar con las expectativas del espectador y explotarlas por los aires, básicamente porque la inestabilidad de sus criaturas y lo insondable del terreno narrativo lo permiten. La precisión en la puesta en escena de la directora es, además, lo que marca la diferencia entre ese cine indie arbitrario y solemne, y este mucho más sugerente y sutil en las enormes implicancias dramáticas que la película tiene. Por eso, tal vez, no funcionen del todo algunos subtextos de tono socio-político que surgen al confrontar los universos disímiles de la protagonista (escritora) y su antagonista (obrera en una fábrica). Eso lleva a Mi amiga del parque por un territorio mucho más previsible, de bajada lisa y llana, que choca con la rugosidad más fascinante y especulativa del drama interior que padece Liz, tensiones que conducen a la risa o al misterio, como dijimos. Risa o misterio que parten de un mismo lugar, de la mirada indudablemente clasista de Liz, quien reconstruye sus vínculos bajo el tamiz indisimulable de sus prejuicios. Pero a la vez, esa mirada prejuiciosa es observada por nosotros, espectadores, en un juego voyeurístico algo perverso, deudor del universo de Roman Polanski. Maestra de los espacios indefinidos y de las situaciones enrarecidas, Katz se confirma aquí como una de las grandes y más particulares realizadoras del cine nacional.
Esto es lo que soy Hay argumentos que usamos los críticos y son como un lugar común en piloto automático: por ejemplo, solemos usar como una forma de cuestionamiento el hecho de que una película de tan fragmentaria resulte como dos o tres películas a la vez. Ricki & The flash: entre la fama y la familia es precisamente una película que parece partida al medio y esas dos mitades son, sí, dos películas diferentes. Pero -y siempre hay un pero-, el problema de presentar un relato fragmentario no está en la cantidad de películas que la integran, sino en la cohesión que se da entre ellas. Y Ricki & The flash… no sólo justifica esa construcción explícita, sino que además juega con esos lugares comunes que sostienen su primera parte como una forma de imán para mantener el interés del espectador hacia una segunda mitad donde la emoción genuina irá apareciendo en primer plano y relativizando las convenciones. Pequeño gran film, los nombres de Jonathan Demme, Diablo Cody y Meryl Streep resultan claves. En esa primera mitad, Ricki & The flash… es un drama convencional sobre una madre ausente que debe hacerse cargo de su hija con problemas emocionales. Obviamente el relato tiene sus particularidades y busca los extremos: la madre es una rockera un tanto en decadencia, que toca en bares para 20 personas (y es muy lindo todo lo que ocurre adentro de ese bar, con una mezcla generacional de públicos que sirve para algunos sutiles apuntes sobre el arte como laburo y forma de subsistencia), mientras el ex esposo es un señor de buena vida, que vive en un barrio privado y tiene modales de señor correcto. El señor correcto y la señora desordenada se reencuentran, chocan, pero tienen que hacerse cargo de la hija en común mientras revisitan de algún modo su vínculo, su pasado y su presente. Sin embargo, cuando pensamos que ese será el conflicto que nos llevará hacia el final, Ricki & The flash… resuelve el asunto más o menos por la mitad, la película por la que fuimos al cine desaparece y todavía nos queda mucho metraje por delante. Ahí, pues, parecería empezar la otra película: una sobre la que no conviene anticipar mucho, pero que demuestra la sabiduría de Demme para trabajar conflictos que tienen a mujeres como protagonistas, que exhibe el buen gusto musical del realizador y que dice las palabras justas eludiendo los lugares comunes que imaginábamos. Diablo Cody, gran guionista cuya obra mayor fue La joven vida de Juno, gusta de jugar con estos clichés de dramas indies, no para subvertirlos sino para movilizar las emociones primarias de los espectadores pero sin caer en excesos melodramáticos. O en los excesos justos. Y es curioso además cómo, sin caer en el drama social, Cody desarrolla personajes que laburan, clase media-obrera, a los que les permite una dignidad enorme en cómo deciden su futuro. El riesgo de los guiones de Cody es que construyen personajes con tendencia al comentario ingenioso. Por eso es interesante lo que hace el recuperado (y en buena forma) Demme: cuando las escenas parecerían cortar, el director las extiende. Así, el comentario de los personajes no resulta el remate de la escena, sino que adquiere connotaciones más amargas al convertirse en un ruido que impacta contra la más mundana de las existencias: los planos abiertos y de conjunto parecen contradecir el reinado de la palabra en una típica película de guión. Demme, viejo sabio del cine, dosifica la información de modo que el espectador espere una cosa y la pantalla devuelva otra, con el fin de utilizar las convenciones narrativas a su favor. Y la tercera pata de esta película notable es Meryl Streep, actriz gigantesca a la que no le quedan muchas cosas por demostrar en una pantalla, pero que en Ricki & The flash… nuevamente sorprende haciéndose cargo de una cantante de rock algo decadente: Streep no sólo sabe jugar el juego de la ironía que su Ricki maneja como forma de subsistencia, sino que además exhibe sin exageraciones la amargura que la protagonista esconde y se luce en las escenas musicales. A esta altura de su carrera, la actriz ha logrado una extraña alquimia por la que luce pero nunca al costo de minimizar lo que la rodea: todo lo contrario, a su lado destacan los coprotagonistas (Kevin Kline recupera esa chispa que lo hizo famoso) y la película esconde algunos de sus defectos en el magnetismo de estrella cercana con el que brilla Streep. Decíamos película notable, y tal vez les parezca una exageración: es un drama sobre segundas oportunidades, sobre padres que recuperan vínculos con sus hijos e, incluso, con una evidente buena onda en la forma en que los personajes se terminan aceptando. “Comedia dramática convencional”, dirá usted y, a lo mejor, tenga razón. Pero Ricki & The flash… es uno de esos films que demuestran el placer artesanal de saber contar bien una historia que ya se ha contado cientos de veces, encontrando aquello que la hace distinguible: es decir, la mejor receta de Hollywood, esa de la que viejos sabios como Jonathan Demme conocen. La grandeza de un film como este se da en la forma en que acepta sus convenciones, pero que a la vez sabe dónde poner el freno. Porque a la hora de resolver sus conflictos, tanto su personaje como la historia, en vez de caer en los discursos altisonantes y las bajadas de línea de los peores dramas lacrimógenos elude todo eso y, de manera sencilla, declara con total honestidad que no tiene nada para decir. Que lo que es, es lo que ven, y que lo que ven es lo que hay. Ricki tal vez no pueda ser mejor madre de lo que es, no puede recuperar el tiempo perdido, pero tiene su música y es lo que puede entregar. Lo único. Y está en los otros aceptar ese regalo. La película, y su personaje, lo dicen con una humildad que desarma. Al revés de lo que ocurre habitualmente, el film crece minuto a minuto y termina muy arriba. Demasiado arriba. Cuando el cine luce cada vez más agigantado, volver a las fuentes parece una sana decisión: tendría que haber muchas más de estas pequeñas grandes películas por año. Porque es imposible no emocionarse con el viaje de esa madre rockera que, habiéndose hecho a un lado en la vida de su familia, termina encontrando algo cercano a una revelación sobre el escenario, con los suyos, cantando, feliz, paralizando el tiempo. Y, claro, con Bruce Springsteen.
Sin sentido Marcos Carnevale, evidentemente, debe ser un buen tipo. De ninguna otra forma se entiende la alegre participación de un elenco tan gigantesco y talentoso (con sus bemoles, claro) en un proyecto como El espejo de los otros que, seamos sinceros, olía demasiado mal desde el vamos. No sólo la puesta en escena teatral y barroca, sino además la explícita intención de significar la condición humana a través de los personajes ya muestran las cartas sobre un orden programado del cual ni el guión ni las actuaciones pueden despegarse. El film es lo que se dice -lo que dicen los personajes-, en voz alta y sin sutileza alguna, en lo que es una rara mezcla del cine argentino declamado de los 80’s con el cine argentino sobre-producido y televisivo de los 90’s, en la senda No te mueras sin decirme adónde vas. El espejo de los otros quiere hacer de cuenta que los Trapero, los Caetano, las Martel, nunca existieron. Encima de buen tipo, Carnevale es exitoso. Entonces puede darse el lujo de contar con un presupuesto interesante y diseñar (vía digital) una gigantesca catedral gótica en medio de Buenos Aires, sin que eso tenga una justificación argumental más que rodear de arbitrariedades varias una serie de episodios que tranquilamente podrían estar ambientados en un restaurante cualunque. Porque no existe en este espacio (que incluye un baño en un confesionario -oh pero qué osado-) más atractivo que el de ilustrar pomposamente algo demasiado simple (personas sentadas en una mesa y charlando -gritando-) con un barroquismo que supone profundidad e intelecto: El espejo de los otros hará las delicias de cierta intelectualidad porteña apolillada (me imagino a Magdalena Ruiz Guiñazú y Víctor Hugo Morales recomendándola con emoción), esa que cree que Balada para un loco es una genialidad absoluta (mis respetos Piazzolla y Ferrer, pero Balada para un loco fue siempre una simulación de poesía bastante berreta) y que hablar de temas importantes convierte en trascendente porque sí. El espejo de los otros imagina cuatro cenas en un restaurante exclusivo, donde sólo hay una mesa y los invitados raramente regresan: es que se presenta a cada una como una potencial “última cena”, y si no lo entendimos hay vitrales con imágenes ad hoc. A Carnevale no se le escapa nada, si uno no comprendió lo que ocurrió en cada uno de los episodios, los hermanos que interpretan Pepe Cibrian y Graciela Borges luego lo comentan para que el espectador sepa de qué se trató todo. No hay lugar para la metáfora, todo es analogía. Y sobre-explicación, a los gritos: “estamos enfermos, todo es culpa de la plata” dice Luis Machin como para reafirmar que esos tres hermanos que evidentemente se odian están mal y se corrompieron por unos billetines. De todos, el primer episodio es el más funesto. Los demás, gracias a la pericia de sus intérpretes, se sostienen aún cuando caen reiteradamente en un ridículo mayúsculo: el de Oscar Martínez y Julieta Díaz es el más notable en ese sentido. Hay en el origen de El espejo de los otros una idea de producción que es herencia directa del suceso de Relatos salvajes. Lo episódico, más aún en un mismo escenario, permite tiempos de rodaje controlados y acotados, que seducen a los actores que pueden acomodar fácilmente la agenda. Lo peor de la película es que Carnevale, con la libertad que le aportan sus éxitos recientes, abusa de esa falta de ataduras y se desboca completamente en un rejunte de exageraciones varias: se atraganta con el hecho de poder hacer todo lo que se propone. Su cine siempre tuvo presente una mescolanza muy de estos tiempos, un sincretismo ideológico y cultural, que mezcla lo new age, con el espíritu biempensante, un progresismo algo ramplón y una mirada sobre el romance decididamente edulcorada, además de un conservadurismo controlado. Aquí está todo eso, exacerbado y llevado al paroxismo. Si algo se le puede reconocer es que no tiene miedo al ridículo, se lanza de cabeza y sin red. Pero más allá del talento narrativo de uno y otro (talento, por otra parte, que Damián Szifrón no terminó de comprobar en su película), los vínculos entre Relatos salvajes y El espejo de los otros se refuerzan a partir de un imaginario misántropo donde todo termina mal y no hay escapatoria. En definitiva, un espejo donde los espectadores pueden verse pero salir mejor parados: uno no tiene -quiere creer- la vida horrible que tienen esos tipos. Es cine tranquilizador, porque no nos termina diciendo nada demasiado complicado de asimilar. La diferencia sustancial con Relatos salvajes es el nivel de arbitrariedad y sinsentido que Carnevale maneja aquí, como si el cualquierismo fuera una de las posibilidades de la libertad. El espejo de los otros es un desatino sin igual, un feísmo estético que parecía perdido dentro del cine nacional desde los tiempos en que Subiela era convocante. Todo busca ser poesía audiovisual, se resuelve a los gritos, se apuesta por la intensidad como nivel mayor de complejidad dramática y, cuando no, se respira un aire adocenado y falso como en ese último segmento donde el amor lésbico entre Norma Aleandro y Marilina Ross apenas se lleva un piquito bastante sin ganas. El espejo de los otros demuestra, en todo caso, que un artista con libertad absoluta para hacer lo que quiere no es lo más interesante si lo que falta es criterio para registrar y seleccionar lo que realmente vale la pena.
Más chotas perfectas Hay una escena de Magic Mike XXL en la que Big Dick Richie (Joe Manganiello) debe probarse a sí mismo que puede innovar, dejar de hacer su vieja rutina y animarse a lo nuevo. Así que apurado por sus amigotes strippers, entra a un mercadito rutero e improvisa una rutina delirante al ritmo de I want it that way de Backstreet Boys: el objetivo está cumplido, la seria empleada que atiende el mercadito termina esbozando una sonrisa. Y nosotros también, porque ese pequeño gran momento pone en juego una serie de decisiones interesantes por parte de los personajes, la puesta en escena es ajustadísima y Manganiello juega el rol con notable gracia. Y, además, la película encuentra al menos un posible tema para justificar esta innecesaria secuela: los strippers como dadores de un placer un universal, personajes límites que exhiben de manera explícita y brutal aquello que alimenta las fantasías más prosaicas. Cuando Steven Soderbergh anunció que se retiraba del cine, empezó a filmar como perseguido por un demonio. Y una de esas películas fue Magic Mike, un drama con ribetes sociales que buscaba quitar el velo sórdido detrás del laburo de los desnudistas aunque no podía escapar de una mirada estereotipada y prejuiciosa. El film fue un éxito y su secuela se hacía inevitable, ahora dirigida por el amigo de Soderbergh, Gregory Jacobs. Secuela, hay que decir, que parte de una rareza y que viene como a negar la primera parte: si el personaje de Channing Tatum en aquella trataba de salirse de ese mundo y en el final parecía que lo lograba, ahora se descubre que lo que emprendió por fuera no funcionó (ni el laburo ni el matrimonio) y que volver a girar con los danzarines en sunga es la solución a los problemas. Lo curioso, teniendo en cuenta la oscuridad que sobrevolaba la primera, es que aquí todo es más desenfadado y alegre, como atravesado por esa estética de adolescentes prefabricados a lo MTV: Magic Mike XXL tiene esa textura hip-hopera y chillona de la saga Step Up, y se la nota influenciada por el éxito de las Pitch perfect: quiere a toda fuerza construir un grupo y hacernos sufrir por el destino de los muchachos. La película entonces es una road movie -el género ideal para hacer eso-, con los muchachos yendo de aquí para allá en dirección a una convención de strippers. Al final de cuentas, Magic Mike XXL tiene la lógica de esas películas de acción que en su primera parte presentan personajes interesantes, y en sus secuelas se dedican sólo a revolear cosas porque no hay nada que contar. Acá, es lo mismo. Si bien se celebra ese desenfado y también la sexualidad sin pruritos de la que parece gozar (especialmente cuando está protagonizada por un público femenino al que Hollywood parece negarle cualquier tipo de placer), lo que no puede evitar Magic Mike XXL es evidenciar su vacío absoluto. Los diálogos, más que definir algo, demoran la acción; los personajes que se cruzan en el camino son poco interesantes; hay otros, como el que interpreta Jada Pinket Smitth, que es realmente insoportable; y motivo del viaje (que se demora demasiado) se descubre al final como algo realmente intrascendente. Magic Mike XLL no es más que cuerpos lustrosos y chotas bamboleantes, y si bien no hay nada malo en eso también es cierto que es muy poco para el cine.