Siempre hay un roto para un descosido El sexo y la sexualidad suelen ser material habitual para melodramas pseudo-indies ambientados en Nueva York, donde parece que la neurosis urbana ha terminado condenando al habitante medio a una crisis existencial vinculada con su deseo: por ausencia o por exceso de ello, el ser humano sufre. Gracias por compartir es otra de esas comedias con espíritu independiente, pero que terminan abrazadas a las convenciones más recurrentes para retratar los conflictos familiares. Que en este caso tienen que ver con adictos al sexo que están en etapa de recuperación o -al menos- lo están intentando. Si hay algo que destaca en el film de Stuart Blumberg es que su falta de pretensiones le vuelven un ameno y ligero muestrario de diversas dolencias, antes que un excesivo y sórdido drama puramente efectista a lo Shame: sin reservas. Este año vimos Entre sus manos, de Joseph Gordon-Levitt, que hablaba de un adicto a la masturbación. En ese mismo plan van estos personajes, aunque ya los encontramos en charlas de autoayuda, lidiando con lo suyo. Pero a diferencia de aquel film, que intentaba indagar en el porqué de la adicción, aquí se busca ser un poco más comprensivo con el doliente: se nos dice, en todo caso, que dicha adicción viene de alguna fragilidad emocional que no podemos manejar. Y que, finalmente, la “cura” no llega mágicamente sino que se da en una lucha con un mismo. Sin cuartel. El último plano connotará, astutamente, que esa pelea es eterna, que nada nos aleja definitivamente de ese que fuimos y que los estímulos y el contexto potencian las recaídas. Así como lo vemos, Gracias por compartir es una película de tesis para discutir en programas de radio. No hay casi elementos cinematográficos dispuestos con astucia para mirar a sus personajes desde la puesta en escena: película de guionista en definitiva, todo lo importante que pasa por el film se da a través de sus diálogos. Que a veces son astutos, otras inteligentes, pero muchas veces caen en frases altisonantes o de manual, más allá de la autoconsciencia que por momentos se exhibe. De todos modos hay que reconocerle a Blumberg que con un pasado que tiene guiones como el de Mi familia, es un tipo con una oreja hábil para abordar -con la mayor serenidad posible- temáticas tabú y convertirlas en algo cotidiano, humano, cercano. Para esto último en mucho ayuda la presencia del trío protagónico que integran Mark Ruffalo, Tim Robbins y Josh Gad, quienes aún recurriendo a sus propios estereotipos cinematográficos, hacen que sus personajes -plagados de tics y comportamientos recurrentes- criaturas con dimensiones y cierta calidez. De hecho, cuando Gracias por compartir se pierde es cuando abandona esa ligereza y se ve seducida ante la posibilidad de que sus personajes tengan alguna recaída; porque en el fondo esta es una película sobre ascensos y caídas, con final tranquilizante. Lo mejor de la obra de Blumberg es en definitiva su mirada desprejuiciada sobre las adicciones de sus protagonistas y cómo trabaja la necesidad de un otro, que puede ser tanto una pareja, un amigo o la familia. Sin mayores riesgos y con una narración asimilable para cualquier público, Gracias por compartir es esa clase de productos que parece más un programa de autosuperación que una película. Así y todo, hay momentos amenos y de cierta verdad que salen a la superficie.
Nombres propios que se imponen Por los límites del qualité transita Violette, nueva intromisión del director Martin Provost -luego de Seraphine- por los caminos del arte, en este film que aborda una parte de la vida de la escritora Violette Leduc, autora un tanto maldita, discípula de Simone de Beauvoir y admirada por referentes tan respetados de la intelectualidad francesa del Siglo XX como Sartre o Genet. Sus textos eran confesionales, pedazos de su existencia hechos letra y papel, con una fuerte carga erótica que sublimaba múltiples frustraciones personales. Para Beauvoir era como aquella alumna que había llevado más lejos su cruzada feminista, emancipándose del deseo masculino y explotando su propia sexualidad. Ese vínculo, entre obsesivo, patológico y de amistad, es el que explota esta película, que se sostiene por las actuaciones sobresalientes de Emmanuelle Devos y Sandrine Kiberlain. Violette pertenece a ese tipo de producciones francesas que hacen gala de una dirección de arte notable y de un trabajo de recreación histórica fascinante. Si para colmo de males lo que se cuenta es real -o simula serlo-, todo da como resultado un film calculado en su precisión formal y en la manera en que se exponen sus temas. La película de Provost, encima, tiene una estructura episódica, como de capítulos de un libro que va desnudando progresivamente el interior castigado de la protagonista, lo que acrecienta esa idea de biografía psicoanalítica: cada segmento opera como una reducción y simplificación de la progresión dramática de Leduc. Y eso es particularmente lo más molesto de la película: esa necesidad de tomar cada elemento de la vida de su personaje para construir una reflexión y un sentido, termina chocando contra el viaje interior de un personaje que nunca terminó de descubrirse o construirse. Cada capítulo, al igual que la película en sí, está titulado con un nombre propio: Maurice, Simon, Jean y así. Esa presencia de los nombres propios tiene que ver con aquellos personajes que fueron influyendo en la vida de Violette. Y esos nombres propios, también, adquieren demasiada importancia, especialmente si notamos que se trata de nombres propios con peso específico en la historia de la cultura universal. Por momentos, Provost no puede escapar a la fascinación de poner en escena recreaciones de personajes históricos. Y su película se convierte en un baile de disfraces bastante superficial por el que desfilan Maurice Sachs, Jean Genet, Jacques Guérin. Pero ni bien la película retoma el vínculo Beauvoir-Leduc, vuelve el interés y la complejidad olvidada en otros tramos, muchos de ellos exageradamente marcados desde la actuación, casi en una construcción teatral de espacios y tiempos. El vínculo de ambas escritoras toma fuerza, fundamentalmente, por la presencia de dos actrices exquisitas: Devos y Kiberlain se alejan del embellecimiento visual y formal de la película, buceando en el interior de personajes que no se terminan por definir. Kiberlain construye una Beauvoir inteligente y sensible, enérgica y vital, pero a la vez lo suficientemente fría como para convertirse más en una editora que en una artista; Devos, por su parte, hace totalmente suya a la débil emocionalmente Leduc, en un tour de force interpretativo notable: un personaje tortuoso, insatisfecho, que provoca algo de rechazo y bastante de lástima. En ese contrapunto, Violette funciona porque parte de lo obvio para adentrarse en aguas turbulentas. Finalmente los nombres propios que se imponen son los de ambas actrices. Lamentablemente la película encuentra su cielo y su límite en su exageradamente prolija narración: su cielo, porque permite que las actrices jueguen sin tantas ataduras; su límite, porque en todo caso la película se sabe biopic tradicional y recurre a algunos clichés como es la historia de superación personal (a medias). Lo cierto es que teniendo a una autora tan osada como Leduc en el centro, era necesario un poco más de riesgo formal por parte de Provost. En todo caso esta película quedará como un homenaje un poco acartonado a una artista genial, a su pesar.
We are family Pensaba, un poco por el propio material de base y otro tanto por la forma en que se la vendió, que Guardianes de la galaxia iba a estar en la línea de dos interesantes comedias que tomaban a la fantasía y los superhéroes por asalto como Héroes fuera de órbita y Mystery Men. Incluso, la presencia de James Gunn tras las cámaras potenciaba esta idea. Y no es que la nueva película de Marvel no se tome las cosas un poco a la chacota, pero es bien cierto que el universo de fondo que viene trabajando la compañía impide que el espíritu Clase B (presente en pequeñas dosis dentro de lo que es una gran superproducción) tome el control absoluto. Así, la película funciona mejor cuando apuesta al desparpajo y la aventura, y pierde fuerza cuando tiene que respetar ciertos códigos de esa saga gigantesca que terminan ensamblando las Thores, Capitanes América, Ironmanes y demás. Pero por suerte, esos pasajes son los menos. Porque a Guardianes de la galaxia, y especialmente a Gunn, le interesa más el ensamblaje de sus personajes perdedores, descastados y en busca de un nexo emocional que los aleje del aislamiento en el que se encuentran. Lo que viene a reforzar esta película dentro del universo Marvel, es un aire de familia, un sentido de pertenencia, que es el que estos personajes díscolos terminan hallando un poco a su pesar, y el que película tras película se viene trabajando con los lazos que unen a todas las historias. Guardianes de la galaxia, como no ocurre con otras películas de la empresa, encuentra en su director y en sus actores una comunión ideal para desarrollar ese concepto entre marginal y naif que la película persigue para su propio beneficio: en el camino, Chris Pratt -que ya venía demostrando virtudes de gran comediante- se convierte en ídolo absoluto. Guardianes de la galaxia funciona sobre dos pilares fundamentales. Uno de ellos es la gran decisión de apostar a la aventura, incluso descomprimiendo el conflicto central. Sí, hay un mundo que está por desaparecer y un villano villanísimo, pero es lo de menos. O es sólo funcional para que nuestros (anti)héroes se pongan en acción y actúen como conjunto. Y el otro pilar es la música: sin miedo a parecer obvio -como buen artista kitsch que suele ser-, Gunn elige una banda sonora que no sólo sirve para musicalizar algunos momentos notablemente, sino también para darle identidad al relato y un centro dramático: esas canciones son las que unen al terrestre Peter Quill con su infancia en la Tierra y con su madre. Y ese conflicto, existencial, entre su destino y su origen, entre su familia y su destierro, es el que de alguna manera atraviesa a todos los personajes. Posiblemente a Guardianes de la galaxia le falte más inteligencia para reflexionar sobre los temas que la integran (muchas veces se dice lo que se ve) y tal vez le falte más humor y desfachatez como para que su espíritu rebelde no se quede en poco más que un gesto simpático. Sin embargo es imposible no empatizar con los protagonistas y no desear que les vaya bien cuando están en peligro, y eso ocurre básicamente porque se ha generado algo del otro lado de la pantalla que impacta plenamente en el espectador. Potenciando este carácter episódico y aventurero (aventurero en un sentido Spielberg de la vida) en la vieja escuela, Guardianes de la galaxia funciona dentro del universo Marvel como un agradable y despreocupado recreo por los márgenes. Indudablemente Quill y los suyos ya son unos de los nuestros. Y viceversa.
La danesa Susanne Bier ha construido una carrera cinematográfica cimentada en los dramones intensos, en los romances tórridos y en las personalidades conflictivas y complejas. No son necesariamente películas interesantes o destacables, pero sin dudas se trata de una realizadora con un rasgo autoral definido y una de las voces del cine europeo más conocidas de este lado del Atlántico. Todo lo que necesitas es amor no olvida esos elementos constitutivos de su cine, pero hay un cambio de registro y de tono que logra aportarle algo de liviandad a la propuesta. Y en este contexto, eso es lo más atractivo que tiene para aportar la película más allá de que lo termine ejecutando sin demasiada convicción. Todo lo que necesitas es amor es una película de manual: típico encuentro familiar alrededor de algún tipo de celebración, relato coral con personajes que se cruzan, una apuesta temporal que pone en abismo los vínculos y el paraje del sur italiano como horizonte emocional. El viudo, la mujer que descubre que su marido lo engaña, la amante del susodicho, la novia que no está muy decidida sobre el paso que va a dar, el novio en crisis interior, la cuñada calenturienta. Este mapa de personajes da rienda a todo un sistema de relaciones que chocan y, en esa fricción, intentan encontrar algunas respuestas a las preguntas que se van dando sobre el amor, el deseo, los sentimientos. Ese es el territorio por el que la película transita, y logra algunos buenos momentos. Bier acierta cuando apuesta a la química entre la pareja madura que componen Pierce Brosnan y Trine Dyrholm, especialmente en los primeros minutos donde un humor decididamente incómodo se apodera de las situaciones. Todo lo que necesitas es amor arranca como relato fragmentado, y es así en su serie de viñetas donde mejor funciona: la película no se define todavía como el drama romántico que luego es, y esa indefinición argumental genera algo de misterio en el espectador acerca de los deseos de cada uno de los personajes. Esta es, sin dudas, una película que resulta más atractiva en sus dudas en que las certezas que van apareciendo progresivamente. Está claro que la apuesta por la comedia romántica es bastante riesgosa para la directora, y que por momentos no encuentra el tono adecuado: ahí cuando los personajes terminan reunidos en un único espacio (el casamiento), es cuando el film empieza a naufragar. Las acciones se van definiendo, el drama se hace presente, y la supuesta liviandad es trocada por un melodrama a medio tiempo. Esos cambios de tono hacen dudar de las verdaderas intenciones de Bier, y está claro que la ligereza impide que el drama sea lo preciso que debería ser, mientras que el drama adormece la potencia liberadora de la comedia, fundamental por los temas que andan dando vueltas por ahí (homosexualidad, anorexia, cáncer). Todo lo que necesitas es amor termina siendo, en su parte final, un drama romántico geriátrico (subgénero tan de moda), pero ya sin el ángel de los primeros minutos. El problema de directores “consagrados” como Bier cuando se enfrentan a productos trillados como estos es que quieren, a toda costa, imponer un toque autoral. No da.
El problema es el problema Voy a tomar como ejemplo la comedia norteamericana. Desde la aparición de la televisión, el vínculo entre ese aparato y el cine ha sido más que determinante en la comedia que se ha visto en la pantalla grande: desde Mel Brooks hasta Will Ferrell, la gran mayoría tuvo una experiencia previa en la TV. Pareciera como que esa cotidianeidad del aparato televisivo permite un vínculo mayor entre el comediante y el espectador, la cual redundaría en una mayor posibilidad de empatía, algo que se entiende como fundamental en el género. A eso sumemos el carácter repetitivo del humor televisivo, sostenido básicamente en el carisma del comediante de turno y una necesaria recurrencia a latiguillos que instalen un concepto. Sin embargo, no todo debiera ser tan estanco: mucho de ese humor televisivo tenía una fuerte impronta satírica o paródica de géneros cinematográficos: pensemos en El superagente 86 de Mel Brooks o en muchos de los sketches del Saturday Nigth Live. En la cultura norteamericana el cine -industria imperativa- es una estructura ineludible, y si bien existe también el gesto inverso (el cine que se nutre del muestrario de fauna televisiva clase B), esto se da muchas veces en subproductos como la saga de Scary Movie o similares. En la recientemente estrenada Buenos vecinos, por ejemplo, hay una gran secuencia en la que los chicos de la fraternidad de al lado hacen una fiesta temática sobre Robert DeNiro. Sí, aparece el DeNiro de La familia de mi novia, pero también el de El rey de la comedia, una película no tan referenciada de Martin Scorsese y estrenada en 1982, cuando Zac Efron y Dave Franco (los actores encargados de recrear la parodia) ni siquiera habían nacido. Es decir, hay una conciencia de trabajar los géneros a partir de una historia audiovisual y de una memoria emotiva universal. Eso, en definitiva es lo que ensancha el género hasta convertirlo en algo mucho más interesante que una sucesión de chistes. Si hasta en las parodias ochentosas de los ZAZ había una relectura ingeniosa y cariñosa de los géneros y subgéneros del cine. Tal vez el brillo formal no reluzca demasiado en estas comedias, especialmente las paridas a partir de los 90’s, y eso lleve al error de acusarlas de televisivas pero indudablemente tipos como Ben Stiller, Adam Sandler, Mike Myers, Jason Segel, Will Ferrell (y muchos más) son grandes conocedores y consumidores de cultura popular contemporánea, y construyen su obra a partir de la referencialidad contextual constante. En este amplio núcleo hay registro de pop, de kitsch, de comedia romántica, de absurdo, hasta de dadaísmo en buena parte de la filmografía del lánguido, hedonista y superlativo Adam McKay. Si el nivel de la comedia norteamericana actual (salvo horrorosas excepciones) es tan interesante como variado en su registro, esto se debe básicamente a una idea interesante de los géneros, de aprovechar el espacio cinematográfico para la sorpresa constante y de respetar al público con una producción profesional y seria. Todo esto nos lleva a Bañeros 4: los rompeolas, una película que no sólo atrasa un siglo en materia de humor sino que carece de cualquier criterio estético para sostener una propuesta que se presume absurda e infantil, en el buen sentido. Sin embargo, lo interesante es remarcar que aquí -como en la comedia norteamericana- todos y cada uno de los que aparecen en pantalla tienen una fuerte esencia televisiva en el origen de sus carreras. Es decir, el problema no es el dispositivo donde se genera el humor sino una cuestión idiosincrática -a esta altura seguir discutiendo a la televisión desde un lugar tan básico es bastante de señor reaccionario-: ¿de qué y con qué nos reímos los argentinos? ¿Cómo y para qué se hace comicidad? A saber, las referencias culturales que aparecen en la película de Rodolfo Ledo son: Jorge Lanata, Escobar Gaviria, Juan Román Riquelme, Susana Giménez, Moria Casán, Charlotte Caniggia. ¡¡¿Charlotte Caniggia?!! En todos los casos, ni siquiera hay un chiste que funcione con esas menciones: es el bufón de turno cumpliendo con una especie de contrato de imitaciones. Es lo que el espectador de Marcelo Tinelli (no se me ocurre nada más alejado del cine en la cultura popular argentina actual) está esperando. La pobreza discursiva es igual que la pobreza formal de esta sucesión de malas decisiones: no se sabe de qué se está hablando mientras pasa todo lo que pasa en la película, ni -mucho menos- cómo registrarlo dentro de un plano. Los problemas de eje, a esta altura, ya ni deberían preocuparnos, y hasta sería ilógico hacer hincapié en eso dentro de un producto (y con un público) que celebra la berretada, mientras se gastan millones de dólares en publicidad. Incluso, esta Bañeros ha reducido bastante su cuota de homofobia, racismo y misoginia, pero ni eso alcanza cuando hay gente totalmente inepta a la hora de filmar o construir un chiste. Sin embargo, el cine está repleto, y una comunidad erige en ídolo de culto a Emilio Disi, un tipo que ha venido sosteniendo su carrera en un solo gesto: esa mirada, acompañada de un movimiento de manos brusco, que va desde la nuca hasta el culo de la vedette de turno. Creo fervientemente que si la próxima generación de mujeres nace sin culo, se termina buena parte de la comedia televisiva, gráfica, radial, cinematográfica de la Argentina. Muchos se preguntarán -y están en todo su derecho a hacerlo- para qué demonios se cubren estrenos como Bañeros 4. Hay una serie de respuestas a mano: primero, porque no podemos ser prejuiciosos; segundo, porque es necesario remarcar lo mala que es; y tercero, porque viene bien para dejar todo y recuperar cosas como Anchorman, Tropic Thunder, Austin Powers, Happy Gilmore, Cómo sobrevivir a mi novia y un largo etcétera.
Ofelia & Mecha & Ana Laura & Mario Hace unos días murió Paul Mazursky, director y guionista que tuvo su pico de fama allá por los 70’s, especialmente con una película muy en clima de época como Bob & Carol & Ted & Alice (que en verdad es del 69). Aquella hablaba sobre cierta sexualidad libertaria que comenzaba a asomar y dejaba de ser tabú: dos parejas, cruces, dudas, placer, deseos, inseguridades. Casi medio siglo después, Amar es bendito pone en evidencia un poco eso mismo pero distinto: la heterosexualidad ha sido trastocada por una sexualidad menos acotada en géneros, y ahora dos lesbianas experimentan con sus emociones en un cruce que atraviesa el lesbianismo pero también la heterosexualidad. Al fin de cuentas, dice la directora Liliana Paolinelli, el horizonte sigue siendo el mismo: el dolor que genera la inseguridad y el no sentirse deseado. Ofelia y Mecha atraviesan su crisis del séptimo año. Mecha la engaña a Ofelia con Ana Laura. Pero a los lógicos trastornos que esto genera -y que la película deja inteligentemente en una charla inicial y en una elipsis de seis meses-, la directora no traspone el obvio triángulo amoroso con sus vértices entre la osadía de lo nuevo o la seguridad del hogar, sino que lo completa con un cuarto en discordia (Mario) para sumar profundidades y aristas de género, tanto sexuales como cinematográficas. Porque Amar es bendito mezcla con una coctelera gigante dosis iguales de melodrama, comedia neurótica y thriller. Y si bien el resultado no es todo lo satisfactorio que uno espera, la apuesta es lo bastante interesante como para no apreciar los riesgos que corre la directora. Paolinelli trabaja con esmero la angustia y el deseo femenino. Multiplicado y exacerbado, aquí, por tres personajes que luchan contra sus propios deseos. La película propone ese vínculo lésbico desde el primer minuto, por lo que en ese sentido nada luce demasiado forzado ni explicativo: en una sociedad donde el matrimonio entre personas del mismo sexo es algo que la propia Constitución habilita parece ya un poco tonto tener que explicarse. Mecha y Ofelia viven juntas, desde hace siete años. A lo que vamos a asistir es a su propio derrumbe como pareja. Y eso es importante aquí: Ofelia y Mecha no son una calentura, son una pareja constituida. Es verdad que Paolinelli toma varios caminos alternativos para llegar hasta ese final. Algunos son satisfactorios (una salida de “a cuatro”), pero otros resultan un tanto antojadizos y hasta faltos de timing (toda la subtrama policial): incluso parece haber una apuesta subterránea al disparate en su trama acumulativa y por capas, pero que no termina por definirse del todo y eso hace que Amar es bendito por momentos luzca bastante confusa en su tono (especialmente en la última media hora), con actuaciones que por momentos son desparejas o se salen de registro. De todos modos, la directora no se achica y dobla la apuesta en el final-final, donde aparece subrepticiamente lo musical para redondear de manera oral algunas ideas que andaban revoloteando por ahí sobre el amor, el desamor y diversas angustias existenciales.
Un cuento de hadas pequeño Con talento camaleónico, el norteamericano David Frankel se viste de director británico for export para contar la historia de Paul Potts, uno de los más emblemáticos ganadores de esa búsqueda televisiva de talentos conocida como Britain’s got talent. Y lo que a simple vista luce como otro de esos biopics para ensalzar la figura de don nadies que logran el éxito y emocionar a la platea con un mensaje positivo sobre el poder hacerlo, encuentra alguna vuelta como para convertirse finalmente en un cuento de hadas moderno, una astuta y serena reflexión sobre cómo esos productos televisivos esconden, detrás de toda su parafernalia marketinera, un horizonte de posibilidades para personajes ignotos. Frankel, con El Diablo viste a la moda o Marley y yo, se había convertido en un hacedor de fábulas tristes, que escondían tras el éxito de sus personajes una melancolía absoluta. Sin marcas autorales evidentes ni estridencias de gran narrador, pero con astucia para dejar de lado el aspecto más superficial de sus historias y hallar lo más profundo de sus criaturas. Y es esa falta de pretensión autoral la que determina que Mi gran oportunidad pueda ser vista como una de esas fábulas sociales tan británicas como universales (en la onda Billy Elliot), aunque su toque americano le permita ser más cálido y menos cínico: Frankel es, después de todo, un director invisible. Lo que sí aparece, nuevamente aquí, es el tema del éxito como motivación de sus personajes: Potts, cantante aficionado, desea ser algo más que ese laburante que indica su padre. Esa es su lucha, y lo que decide contar la película. Es cierto que al director le cuesta encontrar aquí esos niveles de lectura que podían tener sus películas mencionadas anteriormente. Es que Mi gran oportunidad no puede escapar a cierta mecánica de película sobre personajes desconocidos que logran sucesos: están las constantes crisis, los fracasos que determinan el no poder, los reiterados intentos. Es como si a Frankel tener que contar el proceso con un espíritu tan bonachón (la película es demasiado simpática), le restara tiempo para descubrir otras facetas de sus personajes. Por ejemplo el giro de su padre es tan obvio, que se ve venir desde el minuto uno y ocurre sólo porque el guión así lo indica. Si Marley y yo o El Diablo viste a la moda lograban escaparse al mote de comedias románticas para construir personajes ambiguos, en Mi gran oportunidad todo es demasiado llano; tal vez porque la historia real le quite libertad al relato. Pero Frankel es un tipo inteligente, y uno se da cuenta cuando termina la película que en definitiva ese suceso que marca a fuego la vida de Potts no ocupa más de 15 minutos en el film, porque eso no era lo que le importaba al director. Es decir: creímos ver la película del tipo que se convertía en leyenda, cuando en verdad nos estaban contando la de los tropiezos que tiene toda leyenda. Esa falta de épica del final, ese tono medio con el cual trabaja el triunfo de Potts es la aceptación por parte de Frankel de que estos reality shows no son más que un elemento mágico que dan lugar a los sueños. Lejos de preocuparse por los entresijos de estos espacios (esa sería otra película), Frankel les reconoce su capacidad de motorizar cuentos de hadas modernos. Sin dudas un film menor, pero no exento de cierta inteligencia para hacer de eso mínimo que tiene para contar una historia humana, alejada de cualquier pretensión y grandilocuencia.
Cuesta abajo en su rodada Si de algo no podemos acusar a Bajo la misma estrella es de deshonestidad -no al menos en el principio-. La película de Josh Boone -adaptación de una exitosa novela de John Green- es bien clara desde un comienzo: los protagonistas están enfermos y al borde de la muerte, no es que la muerte viene a sorprendernos en medio del romance adolescente. Es decir: tómalo o déjalo. Desde ese lugar, Bajo la misma estrella es una película correcta, que funciona en sus propios términos y que hasta es bastante pragmática con lo suyo: no da demasiados rodeos con la enfermedad, la exhibe con sencillez y hasta la deja de lado para construir lo mejor que tiene en sí la historia, un romance adolescente, juvenil, sobrecargado de datos trágicos pero que por un rato largo nos hace creer aquello que su protagonista dice en un comienzo sobre no edulcorar los hechos como hacen las películas de Hollywood. El problema es, claro que sí, que llegado el momento cae en todos los lugares comunes más berretas, abusa del golpe bajo para la platea y es ahí donde traiciona su premisa, convirtiéndose en un drama convencional y exacerbado en sus resabios románticos. La primera parte del film es un relato romántico simple, pero efectivo, y un poco trágico -aunque contenido- por el hecho de las enfermedades que acarrean ambos amantes. El director saca a relucir oficio de retratista de melodramas, y la película se sostiene también porque encuentra en Shailene Woodley y Ansel Elgort una pareja única, de una química sustanciosa y espesa: por un rato largo nos hacen creer sus personajes, jóvenes inexpertos emocionalmente que construyen estereotipos -la cínica ella, el positivo él- para la subsistencia. A estos dos sumémosle a la siempre digna Laura Dern, como una madre creíble y carismática. Bajo la misma estrella, en este segmento, se muestra como una refinada apuesta de Hollywood por recuperar a un público adolescente ganado por las sagas fantásticas o románticas bochornosas a lo Crepúsculo. Hasta ahí, el film tenía su cuota cursi, pero también una bien ganada mirada desestructurada sobre la muerte y sobre cómo el ser humano se enfrenta a esa situación límite. Lo que viene después -después de esto y de cierto viaje a Amsterdam que emprenden los amantes- está mucho más cerca de los prejuicios que uno tenía antes de entrar al cine. Bajo la misma estrella se desbarranca en una sucesión de secuencias a cuál más morbo, y más apuntalada para ganarse al público a puro moco tendido. El problema en sí no es ese, sino que durante su primera parte la jugó de otra cosa. Y, tal vez, como aceptando que el paciente (el público) se le iba, terminó apostando a una coda repetitiva en despedidas, llantos, cursilerías, romanticismo chantún, frases motivacionales, tragedias -ahora sí- sacadas de la galera, y giros inverosímiles en personajes que vuelven cuando nadie los esperaba. Eso sí: dos cosas son claras en Bajo la misma estrella. Uno, que la película va a la caza del público que dejó vacante Crepúsculo, y lo hace con efectividad, más allá de lo que eso signifique. Dos, que Woodley es un talento gigantesco y simple, alejada del concepto de estrella, y que luce en el drama con una soltura apabullante (no así en la acción de Divergente). Ella, al fin de cuentas, termina sosteniendo una película que se desbarranca por su propia falta de consistencia para mantener su apuesta inicial.
Las cosas sencillas de la vida El padre mira un pin que lleva el hijo en su solapa con una inscripción en latín, “¿qué quiere decir?”, le pregunta: “atrévete a saber”, responde el crío. Otro momento, otro lugar. El niño le dice al padre “yo te voy a enseñar”. Y nuevamente la pregunta: “¿a qué?”. “A ser padre”, es la respuesta. El niño es Ismael, y la película adopta su nombre. Esas dos escenas estaban en el tráiler de Ismael, y nos hacían prever lo peor: película que trata sobre un niño que busca a su padre, con musicalización sensiblera y la dirección de Marcelo Piñeyro, un tipo que si alguna vez fue mínimamente interesante, ya se olvidó. Es decir: un producto lacrimógeno, obvio, repleto de bajadas de líneas y frases new age sobre cómo ser mejores en la vida. Por suerte, Ismael es bastante mejor que eso y queda demostrado que los tráilers muchas veces le hacen mal a las películas. Tampoco es que resulte una obra maestra, pero tampoco lo busca. Es un film muy honesto, sobre gente que no sabe qué hacer con su vida y que se encuentra en una etapa de aceptación de su pasado. Precisamente en su contención y eliminación de todo exceso melodramático -sin dejar de ser melodrama- está lo mejor de este film. Claro que algunos conflictos parecieran haber salido de una telenovela, pero hay desde el guión firmado por Verónica Fernández, Marcelo Figueras y el propio Piñeyro una total asimilación de eso. Ellos saben con el material que cuentan, y en Ismael pareciera que juegan un reto: ¿y si es posible abordar estas historias del corazón sin mayores estridencias y dejando de lado el golpe bajo para la tribuna? En ese sentido habría que decir que la apuesta salió muy bien. En primera instancia Ismael se preocupa por construir personajes con dimensiones. Sus primeros minutos, donde el tablero de personajes se va desandando con calma y sin prisas da un poco la pauta de lo que puede venir. A excepción del propio Ismael, que es sí el personaje que peor sale parado porque está puesto ahí para generar reflexiones en los otros y por momentos actúa demasiado maduro para un niño de su edad, el resto es una sucesión de personajes funcionales pero efectivos. Y en segunda instancia, el film cuenta con actuaciones notables que abordan excelentemente esos roles, especialmente Belén Rueda y Sergi López que juegan una subtrama muy cálida que descomprime el drama central. Porque si la película tiene un gran acierto es que se construye sobre la búsqueda de Ismael, pero se lateraliza y elabora al menos tres subtramas atractivas: el apuntado romance entre Rueda y López; el vínculo del padre de Ismael con su madre; y lo que pasa entre la madre del niño y su marido, padre adoptivo del pequeño. Son conflictos de a dos, que nunca se amontonan y tienen especial correlación entre sí: lo que ocurre en un apartado tiene incidencia en el otro. La obra de Piñeyro luce para nada espontánea, pero su entramado de ingeniería hace gala de buenas mañas por parte del realizador y los guionistas. Si Piñeyro demuestra un talento aquí, es el de manejar con maestría a su elenco y -fundamentalmente- sacar chapa de profesional: es una película con oficio, y que se nota. Hay romances que quedaron truncos y amenazan con volver; hay hombres que ven su lugar socavado; hay madres e hijos que no terminan de cuajar un vínculo; hay adultos enamorados de forma adulta. Por suerte hay bastante en la película, y ese bastante está muy bien contado: nada resuena excesivo, nada luce antojadizo. Ismael es una obra cálida que demuestra que cualquier historia puede ser contada de la manera que a uno se le ocurra si las intenciones son positivas.
La comedia es infinita Por Mex Faliero (@mexfaliero) neighbors unoDe Nicholas Stoller, por estas tierras, apenas se habían estrenado en salas tres películas guionadas por él. Pero Cómo sobrevivir a mi ex, Misión rockstar y Eternamente comprometidos, aquellas en las que tomó el rol de director, habían ido directo al dvd. Hasta ahora, una de las mejores voces de la comedia norteamericana actual era apenas un comentario en el submundo de la distribución internacional de cine. Sin embargo, gracias a la presencia del notable Seth Rogen, es que con Buenos vecinos el gran público puede acercarse al encantatorio universo cómico de este tipo que, al igual que Paul Feig (Damas en guerra), transita territorios más o menos conocidos para asestar una catarata de chistes de todo tipo y calibre, y encontrarle esa vuelta de tuerca necesaria para hacer de lo revulsivo algo novedoso. Si anteriormente Stoller había trabajado la comedia romántica con esmero (sobre todo en la excelente Eternamente comprometidos) y había aportado su cuota de salvajismo con la potente Misión rockstar, es aquí donde concibe su relato más complejo al tener que reelaborar un subgénero más que trillado y plagado de estereotipos nocivos como son las películas de fraternidades universitarias, y agregarle corazón y humanidad como para que el asunto no se termine cocinando en la mofa fácil. Se sabe: sexualidad, drogas, humor fálico, todo entra en el cóctel de las fraternidades; cóctel que mal mezclado, termina o en la vulgaridad por la vulgaridad misma o en la celebración de la misognia. Claro, Stoller y Rogen son tipos capaces de ir más allá. Y van. Buenos vecinos, en verdad, transita dos subgéneros. Uno, el ya mencionado de las fraternidades universitarias, pero además el de la vida en los suburbios. Esa vida tranquila norteamericana, de casas con jardín y matrimonios con hijos simpáticos, que en un cine satírico como este ha orientado habitualmente hacia la comedia negra (en los 80’s hay algunos ejemplos para ver). Pero ahí donde la comedia podía caer en lugares comunes para ganarse fácilmente al espectador, el film tiene algunos giros sorprendentes que ponen patas para arriba las expectativas. Si hay algo valorable en Buenos vecinos, es que la película -híper concentrada en su conflicto central- construye personajes con vida y dimensiones. Ni los de la fraternidad son un colectivo de estupidez, ni los vecinos molestos con el ruido que hacen aquellos son la perversión andante; hay, en ambos bandos, fiereza para defender su postura, honestidad para esgrimir sus puntos de vista, y a la vez una melancolía por aquellos tiempos que se fueron o que están por irse cuando el conflicto real de la película es el invariable paso del tiempo y aquellas cosas que nos sometemos -o no- a hacer por su culpa. Si algo bueno viene demostrando la comedia norteamericana actual (hablamos de las buenas, que de las otras hay y a montones), es que se puede permitir plantear este tipo de asuntos y no por eso perder el humor. Buenos vecinos es un ejemplo cabal de cómo una comedia puede ser efectiva de punta a punta, sacando a relucir un arsenal de chistes para todos los gustos: hay ordinariez, hay diálogos filosos, hay humor físico brutal y sorpresivo, hay inteligencia, hay referencias culturales que construyen miradas, como aquel diálogo sobre Batman que luego se replica sobre el final en una secuencia memorable. Es, en un sentido estrictamente humorístico, un verdadero festín. Y ahí cabe otra vez más la mano del director. Stoller sabe trabajar alrededor de la estrella (antes Jason Segel o Jonah Hill, aquí Rogen) y construirle un universo que le sienta cómodo, a la vez que explora nuevas posibilidades. Si Rogen a veces cae en cierto machismo involuntario, el director lo trabaja para que su protagonismo se mengue en pos de la pluralidad de voces. Ahí ingresa el talento de Rose Byrne para elaborar al lado del protagonista un personaje tanto o más perverso que los otros, pero escondido en sus modismos de buena gente, y Zac Efron para sorprender con la osadía lejana del carilindo que venía trazando hasta el momento. En una última instancia, la película es también el estudio de un grupo de gente que sabe de comedia, que la piensa en un sentido político y generacional, aludiendo no inocentemente en su matrimonio protagonista a la idea de que ya estamos viejos para algunas monigotadas, pero qué bien la pasamos mientras las hacemos. Precisamente eso: qué bien se la pasa viendo Buenos vecinos.