Jon Hamm es un actor de indudable carisma, y que tiene un ángel especial para la comedia (su patético personaje en Damas en guerra, por ejemplo). Sin embargo, su gran personaje hasta el momento ha sido Donald Draper, el protagonista de Mad Men, la excelente serie de la cadena televisiva AMC. Allí, Hamm interpreta a un personaje bastante fatalista, alguien que sabe vender optimismo pero que hacia adentro es un infierno de inconformismo social, productivo, humano, sexual. Ese carisma del actor, a pesar de ese personaje oscuro y existencialista, permite no obstante que Draper sea un héroe a su pesar. Uno quiere que Draper gane, aunque sabe que Draper nos decepcionará constantemente. Por eso que no deja de ser llamativo que habiéndose convertido en una estrella de culto para el público adulto que mira una serie tan prestigiosa como Mad Men, Hamm haya elegido para su primer protagónico en cine una historia bastante positiva, trillada en sus conflictos; una comedia dramática familiar y deportiva, con el sello de Disney impreso a fuego. Con el aura de la historia basada en hechos reales -aunque uno sepa que todo resulta manipulado en pos del espectáculo- sobre dos chicos de la India que son llevados a los Estados Unidos para jugar al béisbol, Un golpe de talento funciona en sus propios términos de historia que busca reivindicar moralmente a su protagonista, construir un universo sólido donde hay pérdidas pero en la que todo llega a buen puerto, y que tiene el tufillo a historia real con elementos inverosímiles pero incuestionables. Que para eso están las habituales fotos que vemos sobre los créditos y que vienen a confirmar que aquello que vimos, pasó en la realidad. El problema de la certificación del verismo, pero con el cual el ecléctico Craig Gillespie no se complica demasiado: durante todo el metraje campea un aroma juguetón, falaz pero simpático, como de cuentito amable. Para que todo eso funcione es necesario un protagonista como Hamm, que rinde tanto en la comedia como en el drama (es un actor que construye a partir de la mirada, con ojos que saben ser vivos pero también pesarosos) haciendo menos evidente cada paso calculado que va dando la película, pero a la vez un grupo de actores indios (Pitobash, Suraj Sharma, Madhur Mittal) que saben ser simpáticos sin ponerse molestos, una coprotagonista femenina (Lake Bell) que puede ser esa chica de la cual enamorarse pero también la que tira las frases justas y dolientes, y veteranos (Alan Arkin, Bill Paxton) que cumplen roles de reparto con total rigor y solvencia. Es decir, bajo otras circunstancias Un golpe de talento sería una película realmente insoportable en su buena onda constante, pero hay aquí un grupo de profesionales que saben sacarle oro a las piedras y convertir un cliché en algo un poco más digno. Claro que la mirada sobre la India es totalmente estereotipada, pero incluso la película se hace cargo con un diálogo brillante en el que el protagonista se interpela sobre su propio racismo al suponer que todos los indios juegan al cricket. Si la analizamos bajo los parámetros de las producciones deportivas de Disney, Un golpe de talento está en el nivel de Jamaica bajo cero, contando una épica de lo imposible aunque aquí con un espíritu un poco menos ambicioso. Es que detrás del telón que muestra, se adivina una operación publicitaria que salió bien pero que no deja de ser eso mismo: la visión de alguien -el protagonista- que entiende mucho de marketing pero poco de humanismo. Y la película no hace demasiados esfuerzos por disimularlo. Tal vez el director Gillespie entendió que es bastante inmoral seguir sosteniendo algunos discursos que el cine norteamericano ha vertido en su historia, y por eso revirtió el drama: aquí la mirada no está tan sostenida en esos chicos de la India que consiguen un futuro en América (aunque eso está patente, pero lateralizado) y sí más en el tipo que vio el negocio sin notar a las personas detrás de eso. Seguramente la presencia del guionista Tom McCarthy también influyó: ya trabajó temáticas vinculadas con la mirada hacia el otro en Visita inesperada, y sabe cuándo algo es un cliché que motoriza una trama y cuándo algo un elemento que puede ser ofensivo políticamente. Comprendiendo esas complejidades que historias como estas tienen, a pesar de su aparente simpleza, es que Un golpe de talento se convierte en un drama familiar amable y simpático.
Tengo algunas teorías científicas aplicadas al cine. Una de ellas dice que la calidad de las películas con Leonardo DiCaprio es inversamente proporcional a la cantidad de veces que el actor frunce el ceño en la pantalla: cuanto más lo frunce, peor es la película. Otra -que compartimos con mi compadre Matías Gelpi- indica que ninguna película que tenga a Amanda Seyfried en su reparto puede ser buena (salvo Chicas pesadas). Y con Adam Sandler tengo otra más: ninguna película en la que el actor tenga hijos biológicos es satisfactoria; con niños sólo funciona cuando los pibes no son suyos: tiene hijos prestados en Un papá genial y Una esposa de mentira, y está bien; tiene hijos biológicos en Click y Jack & Jill, y son pésimas. Luna de miel en familia, en la que aparecen tanto hijos propios como hijos prestados, no podía más que sumar complejidad a esta teoría totalmente seria que estoy poniendo a consideración del lector. Si las “hijas” de Sandler en sus conflictos tiran un poco para atrás, los hijos de Barrymore aportan mucho para la comedia. Y esa mezcolanza -de la que habla el título original-, que se va trabajando progresivamente (es notable cómo la película va madurando su comicidad a fuego lento; arranca como temerosa de sus chistes para desmelenarse luego), es fundamental para que la película vaya logrando algo parecido a la felicidad bien avanzado el relato. Otra cosa que viene a comprobar Luna de miel en familia -su reencuentro con la fundamental Drew Barrymore-, es que Son como niños 2 fue una especie de volver a empezar para el comediante, que había alcanzado una serie increíble de películas flojas y necesitaba recuperar territorio: y aquella comedia demente, sin centro narrativo ni argumentativo, devolvió la esperanza en el humor veloz de Sandler con una apuesta por el chiste constante, acertando y errando en múltiples oportunidades. Pero siempre intentándolo. En colaboración con el habitual Frank Coraci, Sandler vuelve a construir algo parecido a una película. Enhorabuena. Luna de miel en familia parece una reescritura mejorada de la amable Una esposa de mentira -hay una historia de amor-odio, mechada con un viaje y con la necesaria obligación de caerle bien a los hijos del otro-, aunque ahora con un tiempo mejor para el humor (hay chistes veloces, diálogos inteligentes, humor físico efectivo, referencias pop estupendas, sexismo directo y sexismo burlado). Mucho de ese “tiempo” se debe a una concentración mayor al eje de la historia y no tanto a sus derivaciones: los chistes surgen ahí mismo, en la sucesión de situaciones que viven los protagonistas, y no tanto buscándolos como manotazos de ahogado en los márgenes de personajes secundarios poco homogéneos con el resto del relato (salvo ese coro africano que surge de la nada, pero resulta una invención feliz). Esa concentración la podemos observar en la escasez de amigos del actor que aparecen en el reparto, sustracción necesaria para validar el hecho de que Sandler (actor, productor, autor) se ha detenido más en el producto que en la peligrosa autoindulgencia en la que caen muchas veces los comediantes -y su cine-. Y claro que sí, muchas de las bondades de la película se las debemos a la buena de Drew Barrymore. Allí donde se vuelve cursi, ella aporta su sensibilidad para hacer de esa cursilería algo soportable (el momento Over the rainbow); o cuando el humor de Sandler es decididamente machista, genera algo que vuelve la situación en contra poniendo en evidencia ese sexismo (el diálogo en el supermercado sobre tampones). Barrymore -algo que no podía lograr Jennifer Aniston en Una esposa de mentira- construye un personaje fuerte, si bien un poco reiterado dentro de su propia filmografía (la looser injusta) poco habitual para los estándares más testoterónicos del cine Sandler. La actriz pone en jaque lo fálico tirándose de cabeza ante cada barrabasada humorística de Luna de miel en familia, sin ponerse seria ni perder lo femenino de su mirada. Mirada capaz de repeler ex esposos estúpidos y confrontar verbalmente con un comediante de la talla de Sandler. Que obviamente Luna de miel en familia es sensiblera, grosera y conservadora en el sentido que entiende a la familia como núcleo necesario, pero en el cariño a sus personajes y en la mirada de conjunto que ofrece (como siempre Sandler abre el juego para que se luzcan todos) aporta mucho más que cualquier comedia postmoderna, cínica y canchera que se crea estar por encima de la humanidad. Esas ganas de ser comedia popular que tiene Sandler, siempre. Acá acertó.
Historias extraordinarias Las inundaciones ocurridas en la provincia de Buenos Aires en 1985, más específicamente en la zona de la localidad de Bolívar, son el principal elemento del que se nutre Cuerpos de agua, muy interesante documental de Juan Felipe Chorén, que por un lado exhibe una notable investigación periodística alrededor del suceso -que tuvo connotaciones épicas- y por otro la voluntad del realizador por no quedarse sólo en la mostración documentada del episodio y convocar un espíritu más autoral tanto formal como narrativamente. Y si bien puede que los 108 minutos sean un poco excesivos y a veces la parte ficcional no termine de cuajar completamente con el informe y las entrevistas a los habitantes de aquella ciudad, Cuerpos de agua tiene el gran logro de convertir su tema en un elemento dramático y emocionar al dimensionar perfectamente el hecho. Aquellas inundaciones tuvieron sus peculiaridades. Por un lado, la propia del desastre que arrasó con viviendas y dejó pueblos totalmente sumergidos, pero por otra parte la acción de los habitantes de Bolívar que ante la posibilidad de que su ciudad siguiera igual destino tomaron decisiones por encima de las autoridades políticas del momento, como dinamitar la Ruta 226 para posibilitar que el agua escurriera hacia otros destinos. Cuerpos de agua va progresivamente ingresando al espectador en ese clímax, aunque antes se detiene en sucesos particulares y en experiencias de vida. Chorén divide su documental en dos partes ostensibles. En una de ella tenemos la narración del episodio sostenida en relatos a cámara e imágenes de archivo. En la otra, una sucesión de voces en off de marcado corte literario, que convierten el drama íntimo de quienes sufrieron las inundaciones en una suerte de continuación bonaerense de aquellos cuentos de Quiroga: son historias de locura y muerte, tragedias inmensas de vidas simples contaminadas por ese agua que sacó a la superficie -tal vez- un submundo de impotencias y dolores enterrados en la tranquilidad de la vida pueblerina. Ese costado del documental, seguramente el más riesgoso, tiene a su favor el hecho de que Chorén sabe de lo que está hablando y no lleva el asunto más allá de lo decible: son textos de una poesía intrincada y oscura, que traducen acertadamente el espíritu netamente pesimista de esos personajes, protagonistas de un drama pasado por agua. Y si bien puede ser que en algunos momentos la apuesta poética del director se resienta un poco y las historias comiencen a girar en vacío, Cuerpos de agua tiene todavía para contar el desenlace de aquella historia, las horas tensas en las cuales la ruta fue dinamitada ante el apremio del agua que avanzaba y las autoridades que amenazaban. Esas instancias en el documental adquieren la textura del thriller, tienen esa aspereza y esa velocidad, y renuevan el interés del espectador. Ahí se luce el trabajo de montaje y sonido, y Chorén se confirma como un excelente documentalista, capaz de seleccionar las imágenes justas que le brinda el archivo, poetizar alrededor de ellas e incluso adosarle la épica trágica, y convertir a sus personajes en sujetos no sólo del contexto histórico, sino políticos. Como el agua que avanza, el documental poco a poco acumula en su orilla la denuncia a la desidia institucional que -se ve- no es nueva. Más allá de sus partes no del todo acertadamente ensambladas, Cuerpos de agua es un muy interesante trabajo que cumple con aquello que el documental debe cumplir, y más.
La ficción metió la cola Tres historias de amor son las que se cuentan en El objeto de mi amor, documental dirigido por Eloísa Tarruella y Gato Martínez Cantó; historias que tienen sus particularidades, que hablan especialmente de las distancias -geográficas, políticas, sociales- que separan a las personas pero que tienen como principio rector el ser esperanzadoras respecto de las posibilidades de esa abstracción del romanticismo. Tres historias, además, que no precisaban de la ficción que se mecha entre aquellos relatos y que le brinda un incómodo protagonismo a la directora, puesta en el rol de amante solitaria rodeada de clichés objetuales, iconográficos, narrativos y discursivos. Ariadna y Georges son una argentina y un libanés que se conocieron a la distancia y terminaron juntos, entre viajes, crisis políticas y rebeliones. Laura y Juan tienen en común el hecho de carecer de un centro geográfico, son viajeros y su amor se desparrama por todos los costados del mapa. Y Silvina y Andrea son dos mujeres que no sólo tuvieron que esperar por una ley que les permitiera oficializar su vínculo, sino que además son madres de trillizos luego de una inseminación que culminó con semejante sorpresa. Cada historia, como decíamos, tiene sus particularidades. Y si bien ninguno de los relatos sobrepasa el terreno de lo singular, hay que reconocerles su apuesta al amor que supera el cinismo de la posmodernidad. Hay frases trilladas, hay otras decisiones más valientes, pero siempre en estos protagonistas está patente la idea de apostar por el amor. Y de convertirlo en una razón de peso y no sólo en algo naif. El objeto de mi amor se propone como un acercamiento hacia ese sentimiento etéreo, pero tiene la virtud de no ponerse -cuando hablan sus protagonistas- serio ni falsamente filosófico. En esa honestidad radica parte de su encanto, ya que no quiere adornar con flores aquello que es de por sí bastante cursi. Quizás su mayor acierto tenga que ver con una pregunta que se responde al comienzo y al final del documental, y que en esa variación temporal pasa de lugar común a consecuencia lógica de experiencias intensas. “Hay que apostar al amor”, dicen, y uno recién en la segunda vez, con las historias ya conocidas, logra interpretar cómo llegaron los protagonistas a esa conclusión. Pero, decíamos, la ficción mete la cola. Y en cada transición que tiene a la directora como protagonista, en el rol de una Amelie deprimida por la falta de una voz del otro lado del teléfono rojo, es cuando este documental pisa en falso. Toda la solemnidad que falta en los relatos a cámara de las parejas entrevistadas, se hace presente en segmentos engolados, carentes de autoconsciencia y trillados, como las lecturas de Rayuela (¿en serio?) o un leit motiv musical que se repite y al que la directora le termina haciendo la mímica. Son pasajes un poco ridículos, de un protagonismo excesivo y poco útiles para el film, que incluyen viajes a París y Florencia que no suman nada. Es en esa apuesta estética barroca que choca con la más despojada de los relatos, donde el documental termina fallando. Cupido, pifia el flechazo.
Aquello que intentamos construir Aire libre, la nueva película de Anahí Berneri, se sostiene sobre las columnas de una metáfora un poco obvia y trillada: esa casa que la arquitecta que interpreta Celeste Cid intenta recuperar y solventar a como sea. Esa casa es, claro que sí, su matrimonio. Pero, milagro de la puesta en escena que la directora maneja con gran solidez y madurez, la película trabaja la degradación de esa pareja con tanta naturalidad, aspereza y cercanía, que Aire libre logra minimizar el efecto negativo de sus redundancias para aumentar la potencia de su drama. Y hace -como pocas veces- que el plano sobre una ventana que se abre se torne físico y represente para el espectador un bienvenido remanso de aire para el desahogo. Uno de los grandes aciertos del film es la concentración en la intimidad de la pareja protagónica, pero además la reflexión sobre las consecuencias en el pequeño hijo de ambos y el posible origen en la herencia social que heredan de sus respectivos progenitores. Los espacios que habitan esos padres -como referencia social- son claves, también, para interpretar a los protagonistas. El film de Berneri es un drama adulto, fuerte, angustiante y asfixiante, que desde lo cinematográfico tiene una extraña dualidad: por un lado los tiempos del cine nacional de autor y por el otro la apariencia de un drama mainstream con apoyo del star-system. Es una especie de cine neo-industrial nacional que encuentra sus orígenes en las experiencias de Pablo Trapero con Ricardo Darín. Los primeros momentos de Aire libre tienen cierta luminosidad y paz. Serán los únicos. Manuel (Sbaraglia) y Lucía (Cid) piensan su casa del futuro debajo de un árbol. Trazan los espacios, mientras discuten qué paredes derribar. Ese naturalismo un poco a la francesa del comienzo es transformado progresivamente por Berneri en un drama sin cuartel. La primera gran secuencia es una pequeña batalla sexual que anticipa la gran guerra, y que pone en conflicto deseos, intimidades, inseguridades, egoísmos. Jugada con gran osadía por ambos intérpretes -la utilización de la cama como un campo de batalla donde los cuerpos son el elemento en disputa, la otredad a colonizar, y que derriban el endiosamiento fálico del sexo cinematográfico- esta escena será el punto que luego se expandirá en múltiples direcciones: para Manuel y Lucía (de más está decir que Sbaraglia y Cid se comen la película escena a escena), dará lo mismo discutir por sexo que por la grifería para la nueva casa. Aire libre no hace casi otra cosa que tomar esta situación y aumentarla, engordarla, hasta que la explosión sea inevitable. Quien busque otra cosa desde un punto de vista narrativo, que ni piense en pisar el cine. Porque lo interesante no es en sí el juego macabro entre ambos personajes, casi una disputa deportiva entre dos equipos que se están yendo a la B (si nos paramos desde ahí, el film parecerá redundante y repetitivo), sino cómo ese juego sórdido y autodestructivo que algunos llaman vida en pareja es apenas una puesta en abismo de las expectativas que cada personaje ha depositado en su vida. Lo que cuenta Aire libre es un tramo, el más decadente, en el vínculo de Manuel y Lucía. Y uno casi que adivina la elipsis, eso que no se nos muestra, el antes, pero que se intuye frustrante, complejo y doloroso. Para ambos. Berneri, con enorme integridad, no elige un punto de vista sobre el cuál posar su mirada. Se mueve constantemente. O tal vez sí, el punto de vista es ese hijo a punto de estallar y que inconscientemente supura sus dolores en berrinches infantiles. Similar en su planteo y estructura dramática a Blue Valentine, de Derek Cianfrance, la película de Berneri se desmarca de las comparaciones al tomar distancia -como no lo hacía el film yanqui- de los mecanismos del drama romántico convencional. No hay aquí un suspenso sobre la posible ruptura o no de la pareja, sino más bien una exhibición de dolores que funciona por acumulación, y que el abrupto final no hace más que reforzar. La negación a una posible resolución del conflicto central es también una forma de respetar el mundo interior de los protagonistas: ese callejón sin salida en el que parecen estar no exhibe una luz al final del túnel, y está bien que así lo sea porque el mundo que retrata el film no es precisamente de seguridades. A lo sumo en esa última secuencia -posterior a otra de gran angustia y trabajada notablemente por Berneri- Manuel y Lucía comprenden que hay un mundo paralelo que funciona en otros términos y que demuestra, en espejo, el fracaso de aquello que intentamos construir, como seres contaminados por la cultura de la estructura familiar pero subyugados por el más instintivo individualismo.
Superficies de displacer Muerte en Buenos Aires tiene una fuerte impronta publicitaria. Y no está mal, en el sentido que se introduce en el universo de los 80’s más iconográficos, con una música pop electrónica plena de sintetizadores que induce a ciertas superficies de placer, y en un submundo gay que es -también- pura brillantina. Esa impronta publicitaria se adivina en imágenes como la de los caballos corriendo por Diagonal Sur, esa que vimos hasta el hartazgo en los teasers y trailers, que tiene un impacto visual inmediato. Incluso el primer plano del film, un policía sentado en una cama que al levantarse deja al descubierto un cadáver que hasta ese momento parecía otra cosa, tiene una fuerza no sólo simbólica sino narrativa: nos genera una intriga inmediata por saber qué hace ese sujeto ahí y cómo es que fue asesinado aquel señor. Lástima que Muerte en Buenos Aires, opera prima de Natalia Meta, crea demasiado en el poder de sus imágenes y se olvida de darles una coherencia en el sucedáneo de postales y postales bellamente fotografiadas. El principal inconveniente de Muerte en Buenos Aires son las palabras. Porque ni bien Demián Bichir hable y quede en evidencia su esforzado tono porteño, ya nada podrá ser tomado demasiado en serio. Los diálogos son increíbles y dan lugar a situaciones ridículas, imposibles de sostener aún dentro del espíritu marcadamente kitsch que merodea constantemente. Así, la película comienza a descender progresivamente al territorio de lo inverosímil, sumando en cada uno de sus increíbles componentes -el improbable policía inexperto de Chino Darín, la innecesaria agente lookeada de Mónica Antonópulos- una trama policial mal trazada, que no genera intriga alguna y que está apoyada en lugares comunes jugados sin gracia ni espíritu autoconsciente. En defensa de la película se nos podrá decir que lo policial termina siendo un elemento de distracción mientras pasan otras cosas más importantes, pero aún eso -la historia de amor gay, la mirada sobre cierta oligarquía ochentosa- es un desfile hueco nunca profundo y siempre inducido por la cáscara sin alma del diseño publicitario. Si bien hay una bienvenida ambigüedad y tensión entre los personajes de Bichir y Darín, todo se arruina -otra vez- por diálogos increíbles y situaciones que, incluso, hasta lucen poco profesionales (la irrupción de Chino Darín en la casa de Bichir, por ejemplo). Eso sí, hay una línea que se abre, esa que podría haber sido y nunca termina siendo, convencida de cierta gravedad que gana sobre el final. Y tiene que ver con un ridículo buscado, cierto absurdo no del todo elaborado y que estaba ahí para convertir a la película en otra cosa: las presencias de Emilio Disi, Hugo Arana y Gino Renni, más algunas situaciones de un humor sincero (la mujer que atiende en la galería de arte) o la aparición autoconsciente en un televisor de La extraña dama dan muestras de una sátira ochentosa almodovoriana que amaga pero nunca aparece. Incluso el buen trabajo de Carlos Casella, no sólo actoralmente sino aportando -junto a Daniel Melero- una banda sonora ajustadísima y enciclopédica respecto de las posibilidades expresivas del tecno-pop se ve anestesiada por una sumatoria de elementos y tonos que nunca consiguen un sentido. Muerte en Buenos Aires luce demasiado enamorada de sus ideas visuales sin saber muy bien qué hacer con ellas, qué contar, cómo hacerlo y para qué. Eso: ¡¿para qué?!
El club de las engañadas No es que ¡Mujeres al ataque! tenga una primera media hora asombrosa, pero al menos consigue en ese arranque tener un punto de vista original y un humor imprevisible a partir del vínculo que se genera entre Carly y Kate, la amante y la esposa -respectivamente- de un exitoso empresario. Original, porque en vez de pugnar por la guerra entre las mujeres despechadas las une en función de aborrecer sin culpas al tipo, e imprevisible básicamente por la cualidad de comediante detonada de Leslie Mann. Pero como estamos bajo las órdenes de un director sin personalidad como Nick Cassavetes (alguien bastante prometedor al menos en sus primeras películas pero que ha caído al peor de los avernos), la comedia se irá resolviendo por los lugares menos recomendables, acumulando chistes avejentados y de tono grueso sin timing alguno, y haciendo que sus personajes pasen de la ambigüedad del comienzo a una ordinariez y estupidez sin remedio. Decíamos, en ese arranque concentrado en los personajes de Carly y Kate la película encuentra su cima, fundamentalmente porque Díaz sabe bordar esos personajes que varían entre el esnobismo de clase alta y la más ramplona de la vulgaridades barriales, y Mann sabe cómo jugar a la ama de casa desesperada, característica edificada en ese páramo de la comedia marca Judd Apatow. Como atenuante podemos decir que la película va demasiado rápido y uno entiende que para llegar a sus excesivos 109 minutos serán necesarios muchos giros y contramarchas. ¡Mujeres al ataque! toma a partir de ahí los caminos menos recomendables y pierde el norte que le marcaban dos comediantes de primer nivel como las mencionadas. Todo lo que estaba mal -esos personajes de reparto que parecían demasiado mal terminados, situaciones faltas de rigor aún dentro del verosímil de una comedia de enredos como esta-, toma protagonismo, y el film se desbarranca hasta convertirse en algo vulgar y medio pelo. Por ejemplo, la aparición de una tercera en discordia (Kate Upton) que no sólo no aporta nada, sino que sirve para reafirmar estereotipos femeninos contra los que la película se supone que discute, es el comprobante final de todo lo que está mal en un film como este. En su acabado, ¡Mujeres al ataque! está pensada como una de esas comedias de los 90’s en el estilo de El club de las divorciadas, con una búsqueda cómplice en un público femenino ávido de cierta revancha sexista. Pero no hay más allá de un molde donde sostenerse que haga ver que alguien se puso a pensar más de dos segundos mucho de lo que ocurre aquí. Lo poco que tenía para ofrecer -la química entre Díaz y Mann- la película lo desaprovecha en media hora, y hasta termina desgastándola malamente. Una comedia floja, que ni siquiera la violencia sobre el final de un chiste que incluye un vidrio, puede salvar del tedio y cierta indignación.
De tipos y estereotipos Para ser una película de premisa, Casi un gigoló hace bien una cosa: no pasan más de cinco minutos de comenzada que el asunto ya se pone en evidencia. No sin cierta simpatía y gracia, Woody Allen le propone a John Turturro prostituirse para ganar dinero. Digamos, si uno de entrada sabe -porque las sinopsis lo repiten hasta el hartazgo- que ese será el tema para qué demorarse más. Puede ser un poco desprolijo y hasta escasamente desarrollado, pero no deja de ser atractivo que con tanta economía de recursos el director y guionista exponga las cosas sin dilaciones. Aunque, también, puede ser un encendido de alarma ante una película que no tratará sobre eso si no que se meterá con otros asuntos atravesada su primera media hora. Y ahí, en esos “otros asuntos”, es donde Casi un gigoló se pierde en el más absoluto de los tedios, cuando decididamente pende de estereotipos gruesísimos para poder avanzar y la gracia del comienzo desaparece por completo. En un principio, Casi un gigoló parece una de esas películas pequeñas y amables que Allen viene desarrollando desde hace unos 15 años. Pero esta es, en definitiva, una de Turturro imitando a Allen. Y más allá de la liviandad para copiar al maestro en su etapa menos inspirada, el actor, director y guionista tiene ciertas pretensiones como para que, digamos, su película sea tomada un poco más en serio. La apuesta le sale mal, porque Casi un gigoló comienza a confundirse precisamente cuando se pone seria, cuando una judía ortodoxa y viuda entra en la vida del gigoló y el amor hace lo suyo. El mayor problema es de cohesión: la buena química inicial entre los coprotagonistas es dejada de lado, y el film parece contener caminos que no logran unirse nunca, por un lado el judío Allen burlándose de su propio grupo y por el otro el amante Turturro gozando o sufriendo de acuerdo a la chica que tiene enfrente. En ese panorama, la presencia de Woody es igual a la de la ardilla de La era del hielo, metiendo chistes cada tanto para que no se caiga la endeble estructura narrativa y para descomprimir la otra intrascendente y débil subtrama. Más allá de estos asuntos, el inconveniente mayor de Casi un gigoló tiene que ver con esas mujeres que contratan los servicios del taxy-boy Fioravante. Tenemos la neoyorquina deprimida de la alta sociedad (Stone), la latina zafada (Vergara) y la judía reprimida (Paradise). A esto sumémosle a la matrona afro que convive con Allen y a cierto policía judío ortodoxo. Todo parte de estereotipos que ni siquiera se desarrollan, que ni siquiera son graciosos aún en su propio lugar común. Así, a la progresiva confusión del relato (¿es una sátira sobre el judaísmo?, ¿una comedia social sobre el desempleo en el primer mundo?, ¿una comedia romántica algo bobalicona?, ¿un drama existencialista con el sexo y los cuerpos como moneda de cambio?) se le van incorporando algunos apuntes que hacen dudar un poco de la buena fe del guión para con las mujeres, exclusivos objetos hasta el plano final. A la confusión general llega una última secuencia inexplicable, donde surge un conflicto que hasta el momento nadie había mencionado. Todo se resuelve, claro, sin rigor y con mucha autoindulgencia. Como si todo fuera una excusa, un poco cara y que le roba demasiado tiempo al espectador.
Institucional de la militancia Con la excusa de hablar de un barrio -uno de esos tantos monoblocs horribles y grises hechos en los setentas, hoy caídos en la desgracia del prejuicio social y la desatención estatal-, el documental Cómo llegar a Piedra Buena termina siendo un bastante pueril institucional de una agrupación de jóvenes kirchneristas que hacen trabajo social en ese lugar, militancia que le dicen. Pueril, digo, porque inconscientemente termina haciendo lo mismo que esos jóvenes del busto parlante dicen que reniegan: el otro, el habitante del barrio, ese al que le aportan una sensibilidad y una identidad negada en el tiempo, carece de una voz dentro del relato documental. Es apenas un sujeto feliz que se ve en el fondo, como decorado, pero escasamente puede decir algo sobre eso que le pasa y reflexionar sobre la trascendencia del rol que juegan las agrupaciones políticas que allí se instalan con aires refundadores. Es, a su manera y sin buscarlo, una interesante metáfora de esa confusión histórica y terminológica: lo que muchas veces se busca no es la politización del sujeto -algo a todas vistas necesario y saludable-, sino su partidización. La utilización del término “política” es recurrente -no sólo en el documental-, y en Cómo llegar a Piedra Buena se lo utiliza de forma constante. Es, obvio, una saludable conveniencia desde ciertos sectores hablar de “politización”, cuando en verdad se está haciendo una construcción sesgada y -en este caso- conveniente al poder establecido. Dos por tres aparecen testimonios interesantes de dos arquitectos que participaron en la construcción del barrio, atractivos porque permiten la discusión, el debate y la reflexión sobre cómo un espacio determinado construye un ciudadano determinado, y cómo eso está establecido desde el Estado. Pero así como vagamente el relato decide centrarse en aquello que aparentemente nos convocaba -Piedra Buena-, reiteradamente la situación se hace derivativa y se vuelve a la militancia, ese término bendito que parece ser irreductible e incuestionable para ciertos sectores, como estúpidamente estigmatizado por otros. No se trata aquí de discutir el kirchnerismo (es materia de otro debate), sino de señalar las herramientas discursivas de un documental que peligrosamente utiliza un barrio y su realidad para hablar de otras cosas, sin darse cuenta -suponemos- que su acercamiento es bastante funcional y pragmático.
La vida de a dos En su opera prima, Somos nosotros, el director Mariano Blanco acertaba en el tono y el registro para contar las historias de un grupo de skaters que recorrían las calles marplatenses. No era la obra de un lugareño (el realizador es oriundo de Ituzaingo), pero sí de alguien que conocía el espacio donde decidía posar su ojo y enmarcar su cuento. Y no sólo el espacio, era una historia sobre sus pares, generacional, una película sólida porque básicamente su autor no hacía más que un ejercicio honesto de autoconocimiento. Aquel film, más allá de sus falencias de trabajo aficionado casi de tesis, dejaba asomar a un realizador con un ojo atento para los detalles. Eso mismo ocurre en Los tentados, segunda obra de Blanco y quien aún alejándose un poco de aquel universo, y entendiéndola como una historia menos personal, logra momentos de inusitada intimidad con otros un tanto derivativos pero aún atractivos. Los tentados sufre un poco el síndrome FUC: historia mínima, situaciones sostenidas por el carácter contemplativo de la puesta, actuaciones sin demasiadas fluctuaciones dramáticas, una tensión lánguida. Y la lucha entre la propuesta y su resultado final está planteada en cómo Blanco logra que los lugares comunes de mucho de este cine argentino joven, no terminen por comerse a su película. Digamos que durante algo más de una hora el realizador lo logra, porque tiene la suficiente capacidad como para comprender que no todo lo que se observa es digno de formar parte de un relato cinematográfico. Así, el espacio que habitan sus personajes (la Mar del Plata costera que va de La Perla a Mogotes) tiene un impacto funcional en el recorrido que trazan: una pareja de la que observamos su intimidad, su vida cotidiana, su tedio y dudas. Es interesante ver cómo Los tentados se sostiene mientras cuenta esa vida de a dos: la tensión de ese vínculo (que es la de cualquier pareja) se acrecienta a partir del ojo atento del realizador para los detalles. Y cuando la pareja deja el centro de la escena -básicamente ella desaparece y lo que nos queda es seguirlo a él- la película incorpora demasiado las dudas de su protagonista y se enrosca en un derrotero sin rumbo del que le cuesta salir hasta su plano final -para peor: si Los tentados no se vuelve un poco machista es debido a que en el fondo decide no opinar sobre lo que está mostrando, y deja que sus personajes hagan-. Más allá de estos asuntos -que evidencian los problemas de este tipo de películas para profundizar en sus conflictos-, el film de Blanco logra imágenes y secuencias atractivas, y convierte a Mar del Plata en un escenario real donde las historias son posibles alejadas de lo iconográfico. Habrá que verlo a Blanco con un texto más profundo y una apuesta más ambiciosa para ver si puede sostener de la misma forma su propuesta estética, pero sin dudas es un director para tener en cuenta.