Sin rastro de nosotros Hay una canción de Joaquín Sabina que habla de una pareja consumida por el paso del tiempo, y que dice algo así como “y cada vez más tú, y cada vez más yo, sin rastro de nosotros”. Ese nosotros que se desvanece es un nosotros que bien puede vincularse con Perdida, no sólo porque el matrimonio y sus vericuetos es el tema central, sino porque como espectadores la película propone un juego que nos anula, sumándonos en un engranaje que funciona perfectamente y que nos impide, por medio de la fascinación, pensar demasiado en lo que está pasando. Hay, sólo, un disfrute. Esto, que parece una celebración de la frivolidad, es también una declaración de principios sobre un tiempo y un espacio cinematográfico dominado por tipos como David Fincher. Lo confieso, Fincher no es un director que me caiga demasiado simpático. A excepción de Zodíaco y Red social (no sólo sus dos mejores películas, sino dos de las más grandes películas norteamericanas del nuevo siglo), sus restantes trabajos me resultan afectados, manieristas, efectistas. Hay dos, incluso, que me provocan urticaria como El club de la pelea y Al filo de la muerte. Y con Perdida, entonces, ingreso en una zona de riesgo personal en la que me descubro seducido por una película que tiene mucho más de Al filo de la muerte que de Zodíaco. Pero que sin embargo me encanta. ¿Cómo llego entonces a la conclusión de que Perdida es uno de los mejores estrenos del cine estadounidense de este año, si me encuentro ante una trama plagada de manipulaciones, donde el punto de vista es confuso y hasta donde la narración parece un festival de guionista con el ego demasiado inflado? Perdida es en primera instancia la historia de un tipo que busca a su esposa desaparecida. Pero es mucho más, aunque no se puede contar sin develar sorpresas que a partir de su hora de narración comienzan a acumularse de manera descabellada. Y si bien esos son detalles narrativos, hay que decir que la película en una mirada más general es un film sobre el matrimonio, pero especialmente sobre el matrimonio como un bien social y, más aún, como un tesoro de cierta moral estadounidense. El personaje de la esposa, de hecho, fue modelo en su juventud para una caricatura que era el ejemplo de la rubiecita naif, simpática y norteamericana. Lo que hace la película, detrás de sus vueltas de guión y sus giros inverosímiles, es precisamente una violación, un ultraje de ese american way of life representado en esa niña y en ese concepto. Perdida es una obra oscura y muy cínica, no tanto por lo que se ve sino por lo que transita por debajo como un río podrido. Pero todo esto, que da una idea de historia en la línea Dennis Lehane, con sus pueblos y sus retratos familiares quebrados, se resiente en pos de un espíritu sardónico que la autora de la novela original Gillian Flynn construye y Fincher traduce muy bien en imágenes, y pone en escena magistralmente. Perdida es, básicamente, una sátira, y una muy genial. Allí hay un material de base que mezcla en su olla a los medios, la moral pueblerina, las instituciones del Estado, el periodismo. Pero donde fundamentalmente el centro del experimento es el propio espectador, que ve cómo sus expectativas son totalmente fraguadas por una trama zigzagueante plagada de quiebres, giros, contradicciones, ambigüedades, inexactitudes y escasez de rigor. Todo esto, que podría ser cuestionado y con justeza, se aprecia y se disfruta porque simplemente la película lo dice explícitamente, con total ánimo lúdico. Ese Juego de la vida que aparece ingenuamente al comienzo, no es más que un elemento emblema que el guión dispone como advertencia: lo que vamos a ver es un juego, una total puesta en escena, un entretenimiento virtuoso que apuesta a sorprender y llevar las cosas más allá a riesgo de quebrarse. Pero Perdida nunca se quiebra, más allá de un epílogo donde las páginas de la novela parecen amontonarse y complicar la claridad del desenlace. Fincher construye una primera hora sumamente sólida, que funciona como bálsamo y antídoto para todo el disparate que comienza a develarse luego, cuando se resuelve el misterio y todavía queda más de una hora de película: es honorable decir, también, que para disfrutar de la película es necesario ingresar en ese juego que se plantea. Si en El club de la pelea o Al filo de la muerte el director se pasaba de listo y jugaba a sorprendernos con demasiada trampa, aquí hace lo contrario: nos dice en la cara que nos está trampeando (porque nadie puede tomarse en serio muchas de las cosas que se ven), para proponernos ser cómplices en el asunto. Y en la complicidad, disfrutar de la farsa que se monta, que es de las más divertidas. Con esta operación, la película lo que hace es un movimiento interesantísimo: si lo que se ve son una serie de personajes que mienten para una sociedad ansiosa por amar u odiar a referentes mediáticos, finalmente es el espectador el que cae presa de ese juego de máscaras que Perdida resulta: ¿thriller?, ¿comedia negra?, ¿drama romántico? ¿Qué nos creemos en serio y qué decimos creer por conveniencia? ¿Por qué miramos películas? ¿Por qué nos entregamos con fascinación a este juego en el que somos manipulados explícitamente? Tal vez en la respuesta a esa última pregunta radique el misterio del éxito del cine de un realizador como David Fincher, tan irregular como impar, pero que ha sostenido buena parte de su filmografía en la manipulación. En esas sociedades que Perdida muestra y que, por otro lado, cosecha como público, hay una verdad más aberrante que todo lo que ocurre en la película. Perdida nos deja al borde del sincericidio, y por motivos diferentes a los que creemos cuando terminamos de verla.
Una llave por una llave… La nueva película de Natalia Smirnoff, El cerrajero, es tan arriesgada en su planteamiento y en el entrecruzamiento genérico, como fallida en la forma en que se van entrelazando sus diversas capas. Un muchacho que trabaja de cerrajero y tiene una vida que varía entre algunas certezas (su no compromiso sentimental) y otras tantas inseguridades (una “amiga” embarazada cuyo hijo podría ser suyo), comienza a tener epifanías sobre aquellos clientes a los que les va a arreglar la cerradura. Estas “visiones” son una especie de conclusiones sobre la vida del otro, que en algún momento revierten su sentido y comienzan a horadar el mundo interior del protagonista, mientras Buenos Aires se llena de un humo que le da un carácter espectral. Y son, desde el punto de vista formal, recursos propios del fantástico que impactan de lleno contra la pátina de costumbrismo que la directora elige para contar su historia. En ese choque hay algo novedoso que se pone en marcha, pero que pierde potencia a poco de comenzar su recorrido. Es claro que lo fantástico es un elemento importante en la superficie, una especie de Macguffin, algo que distrae la atención mientras por debajo pasa todo: especialmente los vínculos entre los personajes. El cerrajero habla de seres en medio de un limbo emocional, limbo reforzado por aquella humareda: el film está ambientado en 2008, cuando el conflicto entre el Gobierno nacional y los productores agropecuarios hizo que estos últimos incendiaran unos pastizales generando aquel impacto en la capital del país. Pero también es cierto que lo fantástico -se quiera o no, fundamental como gancho del film- no está trabajado con demasiado esmero de puesta en escena ni rigor genérico, y cuando surge está más cerca de la autoparodia con sus textos engolados y una marcación que hace de los actores el monumento a la solemnidad: claramente, son los peores momentos de la por lo general correcta actuación de Esteban Lamothe. Y es una pena, porque así como el film muestra personajes secundarios inverosímiles en sus reacciones ante el “don” del protagonista, trabaja con total sutileza otras líneas argumentales, fundamentalmente la de Lamothe y su padre (Arturo Goetz), o la del protagonista y su amigovia (Erica Rivas). Allí se ven dudas y certezas, vínculos que influyen en otros vínculos, decisiones individuales que exhiben a personajes muchas veces introspectivos y poco dados al otro, cuando lo que se exige es una proximidad, una cercanía, un afecto. Estos momentos son interesantes, también, porque ponen en imágenes aquello que la película traza un tanto de manera gruesa con su iconografía metafórica (las puertas, las llaves). Por eso cuando El cerrajero termina y Smirnoff redondea la anécdota, es cuando más claro se hace lo antojadizo del elemento fantástico dentro del film: no sólo no suma nada, sino que impide una mayor fluidez narrativa. Las epifanías, la humareda, el subtexto político de ambientar la película en 2008 son elementos crípticos nunca justificados y que sólo agregan confusión a una película mucho más cristalina de lo que parece en una primera instancia.
Los gomas de goma El cine de Phil Lord y Christopher Miller no sólo está vinculado directamente con el cine animado porque ambos dirigieron Lluvia de hamburguesas y La gran aventura Lego, sino porque además han sabido incorporar en sus trabajos con actores de carne y hueso esa lógica del movimiento inverosímil de las mejores películas de animación. De hecho, en algunos pasajes de Comando especial y -la que nos convoca- su segunda parte, echan mano de lo animado para llevar su discurso audiovisual mucho más al extremo: ambas secuencias tienen que ver con la experimentación con drogas y su consecuencia surrealista, aportando una cuota de humor inesperada, un choque con la lógica narrativa que desarticula el discurso previo del espectador y lo prepara para lo imprevisible. Obviamente sus dos películas animadas funcionan mucho mejor porque soportan sin condicionamientos estos asuntos formales, mientras que las dos comedias de acción con Jonah Hill y Channing Tatum explotan cuando esas probabilidades de lo improbable se potencian. El acierto en la elección de los directores corresponde al propio Hill, productor y guionista de esta saga que mantiene en su segunda parte el nivel de la anterior más allá de una reiteración autoconsciente que a veces funciona mejor que otras. Hill, como actor, continúa un poco esa lógica que Lord y Miller depuran desde la imagen, aportando un trabajo verbal plagado de humor entre incorrecto y pirotécnico, exacerbando esa capacidad de sorprender constante que tienen estas comedias. Comando especial 2 avanza sobre la pura fórmula haciendo evidente la especulación y el conservadurismo de las secuelas, pero con pinceladas que friccionan la superficie en busca de esos instantes de humor explosivo y novedos. Un poco como en el cine de Will Ferrell y Adam McKay, lo que importa es el recorrido zigzagueante y no tanto el final del camino. Siendo esta una segunda parte, la película se hace cargo totalmente de esas excusas de guión que motorizan las continuaciones, sagas y secuelas infinitas (hay una sucesión de chistes sobre los créditos finales que es memorable en ese sentido). Por eso, lo que hace como justificación es potenciar la observación sobre el universo en el que transcurre (ahora el mundo universitario, entre lo snob y lo frívolo) y jugar hasta límites extremos con ese homoerotismo que estaba presente en la primera, y que es también una marca autoral de Hill desde los tiempos de Supercool. Y en hacer que el vínculo entre los hombres y las mujeres sea mucho más tenso y físico, como en esa delirante pelea entre Hill y la excelente Jillian Bell. Lo hormonal, si la pensamos nuevamente a esta como una saga que redefine el cine adolescente, está descontrolado. Si bien Comando especial 2 pierde en sorpresa e impacto con su primera parte, gana en una mayor fluidez cuando se da el puente entre la comedia y la acción: las persecuciones y los tiros tienen mayor creatividad y sustento. De nuevo hablando de Lord y Miller, cuando pueden convertir a sus personajes en muñequitos de goma, es cuando logran que el humor sea perfecto. Por eso, en el fondo, a Comando especial le funciona muchísimo la mezcla de acción y comedia. Lord y Miller tienen la suficiente astucia (otra vez) para hacer una película burlona y con humor posmoderno, pero que no suene ofensiva ni canchera a lo Seth MacFarlane. Además, se aprovechan de la química maravillosa entre Hill y Tatum para hacer de sus personajes dos gomas (en el sentido más 90’s del término) de goma sumamente empáticos. ¿Para cuándo una película de los Looney Tunes con todos ellos?
Un muro de silencio La Zwi Migdal fue una red de trata de blancas manejada por ciudadanos de origen judío que allá por las primeras décadas del Siglo XX traía por engaño mujeres judías al país y las obligaban a prostituirse. Su centro de operaciones era Capital Federal, pero la red terminó involucrando a unos 3.000 prostíbulos y más de 20.000 mujeres, según los datos que acerca Walter Tejblum, director y protagonista del documental Malka, una chica de la Zwi Migdal, que sigue esta historia singular y a la vez bastante desconocida. Pero hay un dato más interesante: Malka Abraham fue una de esas mujeres, que logró liberarse de la red y terminó trabajando como prostituta en Tucumán. El recelo de la comunidad judía sobre su figura y los curiosos entresijos que existen sobre su vida y -especialmente- su muerte, nutren los pasajes más atractivos de este documental. Si bien es cierto que desde la forma el film no sale de cierta rutina y falta de ambición, el director sabe que tiene entre manos una historia que anda sola y que no precisa siquiera explicitar demasiado: le bastarán un par de preguntas, a los personajes adecuados, para dejar en evidencia que en esa comunidad judía de Tucumán subyace un pasado oscuro y algo perverso. Malka… es, entonces, un documental donde importa más lo que se dice y donde lo que se ve importa cuando revela miradas o movimientos corporales incómodos, como los de aquel ginecólogo cuyo padre parece haber estado involucrado fuertemente en la historia. A la manera de las películas de procedimiento, Tejblum no sólo indaga en la Zwi Migdal y en la figura de Malka, sino que además, a partir de su investigación, consigue -sin demasiado esfuerzo- material que demuestra el desdén sobre la figura de la mujer: despreciada por la propia comunidad, y luego de cosechar una fortuna, fue asesinada de una manera brutal aunque el hecho nunca se aclaró. La escena del crimen es curiosa, según detalles de un diario de la época: su cráneo estaba hundido y en la mano del cuerpo sin vida se halló un título de propiedad. Decíamos que Tejblum consigue esos datos sin demasiado esfuerzo, y esto no es una crítica. Todo lo contrario: el director deja en evidencia que los rastros sobre aquel crimen están ahí, al alcance de quien tenga un poco de voluntad de actuar, pero es esa especie de pacto de silencio que se cierne sobre la comunidad judía de Tucumán la que impide que el final de Malka Abraham se esclarezca. De la misma forma, Tejblum propone un documental sin demasiados alardes visuales o narrativos: lo suyo es la voluntad por desnudar aspectos del pasado y brindarlos a la sociedad (su film es en todo sentido un trabajo periodístico) antes que por dejar una marca autoral en el universo del cine. Son precisamente esos momentos, donde se descubre lo repelente detrás de la normalidad que pretenden ciertos ancianos reputados de una sociedad o comunidad, los que le dan cuerpo a la línea principal del film. Pero por suerte no hay en Tejblum un ánimo de denuncia o de protagonismo a lo Michael Moore, sino más bien el de poseer el espíritu de incomodar a una sociedad que silencia y calla sus propios pecados e imperfecciones, y que se inculpa con apenas abrir la boca.
El off porteño llegó al cine Seis personajes en una terraza tomando sol. Seis mujeres, con sus universos personales y estereotipados, intercalando sus voces hasta lograr una especie de voz superior que nos habla de cierta tilinguería de clase media noventera. Porque Las insoladas es una película ambientada en los 90’s, en el epílogo de la década menemista, que trata de indagar en cierto imaginario de época que se vale tanto de una paleta de colores entre kitsch y pop, como de objetos que alardean de lo nostálgico. Esas seis mujeres y la película misma no se moverán -casi- de ese espacio, en un tour de force narrativo de Gustavo Taretto por intentar que cierta languidez veraniega de diciembre y de fin de año termine haciéndose carne en el desarrollo de los personajes y de la experiencia del espectador. Tal vez Las insoladas sería una buena idea -o un buen concepto- si estuviéramos ante una obra del off porteño: todo en el film hace recordar al teatro, desde la utilización del espacio y el encuadre de la imagen, como la forma en que se van intercalando los diálogos y una narración que fragmenta en actos. El asunto es que más allá de esa apuesta teatral carente de creatividad como evento cinematográfico, los diálogos y las situaciones, así como el crescendo dramático entre los personajes, es definitivamente intrascendente y apenas salvan la película algunas actuaciones profesionales de Maricel Alvarez, Violeta Urtizberea y Carla Peterson. A pesar de su minimalismo de puesta en escena, Las insoladas quiere ser bastantes cosas a la vez. Y logra poco. Taretto trabaja la imagen y el universo femenino como si del Almodóvar ochentero fuera, pero lo suyo es pura superficie: sus personajes son una deconstrucción machista que nunca comprende a la mujer desde adentro; de hecho, su cercanía con los cuerpos es bastante objetual, aunque se respalda en una estética kitsch que le permite algunos excesos. Sin embargo, lo superficial está explícito en otros asuntos. También quiere decir algo sobre los noventa, especialmente de su frivolidad, pero para lograr ese efecto tiene que forzar a sus criaturas hasta el nivel de la tontería perpetua: el personaje de Violeta Urtizberea es un ejemplo en ese sentido. El inconveniente es que Taretto no tiene la mínima vergüenza en hacer que aquel personaje que desconocía que Che Guevara fuera argentino, luego sea el que descubre que una nube que se ve allá a lo lejos, se parece a Cuba. Apenas Las insoladas tiene para ofrecer unos primeros segundos, donde el director vuelve a demostrar su talento para descubrir imágenes particulares de las ciudades (como hacía en su estupendo cortometraje Medianeras; no tanto en el largo), y un número musical final que aún extemporáneo en el orden narrativo, le permite algo de dignidad a estas seis mujeres en busca de un destino, de un guión y de una película que las contenga un poco mejor.
Este es el fin, amigos (o enemigos) Es evidente que el poder del morbo se posa sobre El hombre más buscado y, queramos o no, genera sobrelecturas. De hecho, el último plano de la película de Anton Corbijn basada en la novela de John le Carré, es bastante simbólico para con la presencia de Philip Seymour Hoffman. El actor, uno de los más brillantes de su generación en el cine norteamericano (pero también uno de los más tediosos cuando quería y se dejaba llevar por la intensidad), se pasea por todo este relato de espías con una pesadez sobre sus hombros y una tristeza en la mirada, que ese mundo que se extingue y sobre el que habla la historia, es también el universo de un intérprete que nos va dejando sus últimas chispas de genialidad. Sin los guiños exagerados de otrora, apuntando más a lo sutil y lo extemporáneo, Seymour Hoffman logra darle relieve a una película de una serenidad tensa, que sabe narrar un asunto complicado con clasicismo y sin enredarse, a riesgo de perder en el camino a unos cuantos impacientes. Está claro que Corbijn (ex fotógrafo) es un esteticista, alguien que busca primero el look de su película y luego trata de darle una coherencia con el asunto de fondo. Eso, que se comía por completo a El ocaso de un asesino, terminando con cualquier tipo de tensión interna del relato, es aquí salvado en primera instancia por una conciencia de género absoluta y en segunda instancia por un texto de Le Carré que es -como lo es habitualmente- más cerebral que físico. Corbijn no llega a la cimas de la sofisticada El topo, tal vez una de las más logradas adaptaciones de Le Carré, que tenía a su favor su espíritu old fashioned que la distinguía, pero logra contar una historia contemporánea con la complejidad del asunto y con una mirada melancólica mucho menos afectada que en aquella con George Clooney. Si a una película se parece El hombre más buscado es a Agente internacional, de Tom Tykwer. Ambas hablan de una profesión que hoy parece demodé, que hasta ha dejado de lado la mirada más naif y romántica como se contaba en las novelas de Ian Fleming, y de un mundo en permanentes modificaciones que hace de esos agentes seres ínfimos, meras marionetas al servicio de un sistema que los controla y los vuelve ladrillos en una pared demasiado grande. La paciencia que exige este film, que hace del espionaje algo físico, es la que separa a este universo del mundo militarizado y más de acción del presente; El hombre más buscado es también una puesta en crisis del lenguaje actual del cine de acción y de entretenimiento. Pero en la comparación con Agente internacional, si la de Tykwer era mucho más efectiva en ese retrato del poder contemporáneo, se debe fundamentalmente a que el director alemán está menos preocupado por el look y mucho más atento a los vericuetos políticos de su historia. Por el contrario, Corbijn logra elaborar una mirada compleja recién al sumar capas y capas de información y texturas, y ponerla en crisis con esa melancolía de los paisajes externos e internos de Hamburgo y del personaje principal de Seymour Hoffman. El hombre más buscado es una película de piezas que van encastrando, como un rompecabezas, y que recién cuando logra poner todo en funcionamiento comienza a fluir (el cine de Corbijn gusta de acumular tensión hasta hacerla estallar al final). Le lleva un buen tiempo al director hacer interesante el relato, pero cuando se pone en marcha decididamente genera una atracción encantatoria. El peso del texto literario es definitivo, y si uno compara esta obra con cualquier otra película de Hollywood que hable de temas similares en esta era post 11-S, sin dudas que hallará mucha más complejidad en sus personajes (el grupo de agentes que coordina Seymour Hoffman y los burócratas a los que se enfrenta), conscientes del fin de una era pero amargamente testarudos en sus procederes y métodos. Está claro que el romanticismo de Le Carré es un poco cínico, que aquí no hay buenos o malos, y que en definitiva son diferentes formas y tonos de un mismo orden represivo. Lo que se exhibe es un teatro triste sobre cierres, conclusiones, finales, todos infelices y trágicos. Que no haya nada más que miradas en el final, que no haya más que contar, lo dice todo. Ese desenlace, seco, pone en su lugar aquella frase que se repite un par de veces en la película. Y que asegura que todo vale con el fin de hacer “un mundo más seguro”.
Una mirada diferente Las imágenes no son claras, el sonido tampoco. Bueno, no son claras en un sentido conservador de las imágenes y del sonido. Más claro sería decir que no son identificables, que no se pueden asir a ningún preconcepto. Son, y en el camino se van convirtiendo en algo, cuando nuestra comprensión superior -aunque eso está por verse- del que ve y oye termina por darles una forma. Con ese tipo de imágenes (visuales y sonoras) borrosas, fragmentadas, misteriosas juega constantemente la directora Sofía Vaccaro en ¿Qué ves? Ecos de lo invisible. Esos pasajes sirven para ilustrar instancias entre -o sobre- las entrevistas que van puntuando el documental: esos testimonios pertenecen a personajes que sufren algún tipo de discapacidad visual y que, de manera curiosa -o no tanto- han terminado vinculándose con el arte. Quienes aparecen en el film son Silvia Gurfein, Verónica González Bonet, Andrés y Mateo Terrile, Nicolás Varchausky, Nacho Spósito y Thiago Bazán, y de alguna u otra manera la mayoría está relacionada con el arte. Los protagonistas, entonces, logran reconvertir esa dificultad (que va de una ceguera total a una parcial pérdida de la visión) en un aparato artístico que se nutre de alguna forma de los sentidos. ¿Qué ves? Ecos de lo invisible trabaja dos vertientes: por un lado la discapacidad en choque constante con un mundo construido para aquellos que no la sufren; por otro, esa discapacidad vuelta regla y no excepción, poniendo en crisis el discurso audiovisual del que ve y oye sin dificultades mayores. La intromisión de la directora se da en esos focos, filtros y desfasajes visuales y sonoros que la película aporta para hacer físico, de alguna manera, el discurso de sus protagonistas. Vaccaro aborda acertadamente la mirada sobre la discapacidad, sin hacer una apología simplista de aquellos que la padecen: los muestra en su universo, haciéndose dueños de su mundo, pero mostrando de alguna forma sus fronteras. No es este un trabajo didáctico, sino uno que se pregunta más bien y pertinentemente sobre cuáles son los límites de la imagen (como elemento y como concepto) hacia un lado y otro de la discapacidad: en definitiva nos conduce a un mundo imaginario, donde ningún valor es asertivo y todo es relativo. Y donde la interpelación del título -ese ¿qué vemos?- es una invitación a transitar nuestros propios senderos audiovisuales. Por cierto que la excelente fotografía de Juan Barney y el sonido de Gaspar Scheuer aportan el grado de distinción necesario ante un trabajo que por momentos es pura experimentación. Y que incorpora, desde ahí, otro sentido: el táctil.
El western de acá El comienzo de El ardor (y por “el comienzo” entendamos a unos largos y buenos minutos) es ejemplar: todo transcurre casi sin diálogos, con planos extensos y personajes indefinibles. De repente un disparo corta la paz audiovisual. Un disparo que sale de la nada, sorprendente; de la oscuridad más allá de los pastizales de esa selva misionera donde El ardor transcurre. Ese disparo, la violencia en sí, llega a la película de Pablo Fendrik para subvertir no sólo el orden de relaciones que hasta ese momento se daba entre los protagonistas, sino también para descolocar el sentido cinematográfico que sus imágenes venían transmitiendo hasta entonces: es desde ese momento que El ardor pasa de cierto misticismo agreste latinoamericano al clasicismo del western Americano, pero en vez de hacer un pasaje entre géneros, estéticas y tonos, prefiere una mixtura que la hacen más original y, en su ambición, un poco fallida. Pero igualmente excitante y trepidante, aún con sus complicaciones. Fendrik es alguien que ha tenido desde siempre un vínculo fuerte con un cine donde la violencia es fundamental, y es también un formalista. Pero no un formalista que estetiza la violencia (y por ende la banaliza), sino alguien que utiliza esos recursos visuales y narrativos para canalizar esa sangre que brota en sus films y permitirle otro tipo de impacto. En El ardor, la acción es brutal: hay machetes, hay moto-sierras, hay balazos profundos. Y sangre, que sale profusamente de las heridas. Como un Cronenberg selvático, Fendrik trabaja la violencia como emergente de emociones más cerebrales y menos emotivas: los villanos atacan por motivos monetarios, son mercenarios al servicio de un poder mayor que desea arrancar de cuajo a esos lugareños; los héroes defienden su espacio, pero son inteligentes y astutos, nunca impulsivos. Ese choque está trabajado narrativamente de manera lúcida: es esta una película de acción con pocos diálogos, pero que construye sus eventos con una progresión envidiable contradiciendo la quietud que muchos verán en una película con muchos planos contemplativos. La superficie de El ardor es un western hecho y derecho (el héroe que llega de la nada; los duelos; el enfrentamiento final; la chica en cuestión; la mística del hombre solitario), pero hay un par de elementos que tuercen ese destino y le aportan su mirada moderna: en primera instancia, hay más planos cerrados que abiertos, lo cual tiene una fundamental concordancia con la búsqueda climática que emprende Fendrik. El sonido -especialmente el sonido- tiene un gran vínculo con esos planos cerrados que van llevando el relato hacia cierta introspección, que se enlaza con esa Latinoamérica mítica que decíamos antes y con la presencia de lo natural. Y por otra parte hay que destacar que el enfrentamiento entre civilización y barbarie que el western proponía -mayormente en sus orígenes y antes del bienvenido revisionismo del género- es aquí invertida: la barbarie la representa el hombre de razón, mientras que la civilización es ese lugareño en constante contacto con su entorno, su espacio, su lugar. Es donde ingresa la línea más política del film, que es también un tanto obvia pero tampoco demasiado subrayada. Evidentemente Fendrik es también un director ambicioso. Su película -una coproducción con Brasil- aprovecha los favores de la gran producción para un rodaje en plena selva y la presencia de un elenco internacional, con el mexicano Gael García Bernal y la brasileña Alice Braga permitiéndole una exhibición mayor a nivel global. Lo interesante en Fendrik es que como pocas veces en el cine nacional se justifica todo esto, con una coherencia notable: nada hace ruido, nada se supone forzado, ni siquiera cae seducido a los encantos del pintoresquismo o la postal for export sudamericanista. El ardor es una película que sucede en esa línea que comenzó a trazar Fabián Bielinski, especialmente con El aura: un cine de impacto hacia el gran público, pero que no olvida los signos autorales. Algo que aún hoy sigue siendo poco usual para el cine argentino. Hay que reconocer, no obstante, que por momentos la ambición del director queda un poco expuesta. En esa apelación a un género con tanta historia como el western, algunas apuestas funcionan y otras no tanto. Por empezar los diálogos, muy marcados y con una elección de tono en la actuación que le resta verosímil al producto final: diálogos susurrados, algo afectados e impostados, que pertenecen a otro registro y que aquí resultan implantados torpemente. Si el western tenía un componente de parquedad evidente en las actuaciones, este surgía espontáneamente y no de manera tan artificial como se lo siente acá. Y hay secuencias de acción, como la huída en bote pero fundamentalmente la del ataque final, que pierden fuerza por decisiones de puesta en escena que no ayudan a sostener la tensión que en otros momentos la película sí logra: salvo el duelo, toda esa secuencia última sobre la que se había sobrecargado de expectativa, es desprolija y apurada, sin el timing ni la astucia anterior. Ahí es donde la ambición del autor le gana a la fluidez del noble artesano (muchos western fueron hechos por artesanos antes que por grandes autores), donde la preferencia por el montaje o encuadre efectista atenta contra la narración, y El ardor luce más calculada que original. Son aquellos defectos los que le restan impacto a una película que, no obstante, produce una cantidad de estímulos audiovisuales enorme. El ardor es de esas películas que, en cantidad, logran que el cine industrial de cualquier país supere la línea media y se instale como una referencia deseable. Cine con aliento masivo, pero con ideas y personalidad.
Desmitificame y llamame Hércules Hay directores que evidentemente poseen la pericia técnica, pero carecen de una mirada profunda y compleja sobre los mecanismos del cine, la forma de manejar y madurar un discurso audiovisual que potencie tanto el desarrollo de imágenes como el subyugante universo de lo simbólico, y que acompañen con palabras mínimas -aunque elocuentes- una historia. Brett Ratner es uno de esos sujetos: no digamos un artesano, porque para eso hace falta cierta calidez que recién ahora comienza a aparecer en su cine, pero sí un tipo al que uno no puede acusar de no saber narrar. Con el tiempo (y varios fracasos artísticos como aquella pobre tercera entrega de X-Men o la terrible Hombre de familia), Ratner fue entendiendo que su lugar en el cine es el de poner en movimiento el cuerpo de su protagonista: sus películas son películas-vehículo para la estrella de turno. Y su presencia es, como decir… invisible. Así es como llegamos a Un golpe de altura y Hércules, dos películas puestas al servicio de Ben Stiller o Dwayne Johnson, y más amables, simpáticas y divertidas que toda su filmografía anterior. Con un detalle importante: son películas hechas para lucimiento de su protagonista, pero que giran alrededor de una idea de grupo atractiva, donde el líder brilla aunque cada integrante tiene su momento para hacerlo, también. En Hércules, por ejemplo, tenemos a un Johnson puro músculo y adaptando muy bien al mítico personaje a su propia conveniencia (es tan arrogante, como carismático y bonachón), con Ian McShane, Rufus Sewell, Aksel Hennie, Reece Ritchie o Ingrid Bolsø Berdal cumpliendo perfectamente sus roles de reparto y sumando características individuales particulares, que edifican un sentido grupal fundamental para el funcionamiento del relato. Esta Hércules está basada en un cómic de Steve Moore, y tal vez de ahí provenga su carácter aventurero: alguna vez habrá que agradecerle al mundo de las viñetas impresas esa capacidad para desacralizar este tipo de mitologías, cosa que el cine no logra hacer del todo bien. Porque la película se aleja de algunas nocivas marcas recientes del cine mainstream fantástico y del péplum -al que bordea-, para deslizarse al territorio de la aventura menos hiperbólica y más directa y muscular. Este Hércules no tira rayos, ni vuela, ni hay personajes irreales recargando su prepotencia digital; ni todo se pone solemne para tratar de explicar un mundo que no tiene ni pies ni cabeza (gravedad atribuible al éxito de El señor de los anillos); ni tampoco las intrigas palaciegas van más allá de lo básico, dejando de lado razonablemente una mirada política sin por eso dejar de tomar posiciones: hay giros de guión que ponen a los personajes en lugares incómodos y que los lleva a tomar decisiones firmes, aunque por momentos acercándose peligrosamente a cierto cine reaccionario de los 80’s. Y sin autoconsciencia como en la saga Los indestructibles. Hay que reconocerle al film de Ratner, que inteligentemente y sin cinismo, aborda al personaje desde la evidencia falaz del mito: el arranque es ejemplar, con su montaje alterno entre varias epopeyas que se incluyen en los míticos 12 trabajos de Hércules. Pero que no son más que el relato oral de unas acciones mucho menos fantásticas de lo que la leyenda cuenta. Esa es la parte más atractiva del relato, y la que permite que el humor se filtre con ironía, entre secuencias de acción bastante bien montadas y desarrolladas en cuestiones de tiempo y espacio. Hércules -la película-, incluso parece querer desmentir a ese otro cine de Hollywood gigante y soporífero, con una duración acorde a la aventura que desarrolla. Estamos ante un entretenimiento fluido y sin mayores pretensiones, falta de ambición que por un momento es -en sí mismo- una ambición para nada despreciable.
Comedia de rematrimonio sexual Por los involucrados, Nuestro video prohibido tenía todo para ganar: un director como Jake Kasdan, con buenos antecedentes en el género y un atractivo universo plasmado en la pantalla chica con New girl; un guionista como Nicholas Stoller, que sabe trabajar los vínculos de pareja con sensibilidad y desbaratando mucho del estereotipo masculino; y Jason Segel, uno de los más interesantes comediantes del Hollywood actual, tal vez un actor sin un registro demasiado trascendente, pero alguien que a partir de su presencia ha sabido construir un ideario particular en su mirada sobre la dinámica de relaciones hombre-mujer haciendo pie en el screwball comedy clásico pero con un invariable acercamiento moderno. Todo esto -por ejemplo- hacía eclosión en la relación que mantenían Cameron Díaz y Jason Segel en Malas enseñanzas, anterior y muy iluminada comedia de Kasdan. Por todo esto, entonces, es que Nuestro video prohibido es una película divertida, pero irregular; efectiva, pero bastante menor. Pequeña digresión: mientras Segel refiere a la comedia más autoral y conceptualizada, Díaz parece más cómoda con los recursos del capocómico. En esa fricción se construye otra película, que es la que pone en crisis y en diálogo constante dos estilos diferentes de entender el humor. Que la colisión resulte más feliz que ingrata, se debe en parte a la inteligencia de la actriz para saber acomodarse -a partir de su indudable oficio- en un rol diferente, más al servicio del relato. Dicho esto, hay que señalar que en líneas generales esta es una comedia de rematrimonio: detrás de su conflicto posmoderno, el de la pareja que graba un video sexual y es subido por error a la web para su consiguiente difusión, lo que hay es la recuperación de cierto vínculo de pareja desgastado con el paso del tiempo, la cotidianeidad y la presencia de los hijos. Ese es el aspecto más conservador de Nuestro video prohibido, un tema recurrente de la comedia hollywoodense contemporánea, que ha tenido acercamientos más felices como la reciente Buenos vecinos (dirigida por Stoller). Lo particular de esta historia es que en sí el vínculo estaba sostenido en una sexualidad desaforada, la cual se ve afectada con todo aquello que mencionamos: y ante su ausencia, el dilema. En verdad Nuestro video prohibido no trabaja tanto la recuperación de esa sexualidad, como el descubrir el sentido de esa sexualidad. Por eso una de las frases de cabecera de los personajes es el -palabras más, palabras menos- “amo cogerte”. Nuestro video prohibido tiene un problema básico: su premisa -aquello del video- se agota demasiado rápido, y todo parece, ya que está Kasdan involucrado, un capítulo estirado de New girl. Pensemos que Nick Miller y Jess (los protagonistas de la sit-com) graban un video sexual y por error se sube a Internet, en 24 minutos todo se resuelve velozmente y con chistes constantes. Pero esto no es televisión y el cine precisa de mayor desarrollo y complejidad: la película nunca la encuentra y aquella premisa se resuelve de manera demasiado derivativa, sólo sostenida por la gracia de un tipo como Segel y la particular química que construyen con Díaz. Por ejemplo, una secuencia larga en la casa del personaje de Robe Lowe es muy efectiva (tiene ese timing en la acumulación de situaciones tan necesaria en la comedia) pero a la vez, cuando uno toma distancia de la situación, la secuencia adquiere un sentido de sketch sin mayor vínculo con el relato. Como si salieran chistes de la galera, ante la pobreza reflexiva del contexto. De todos modos hay en la película de Kasdan cierto desprejuicio sobre el sexo (no hay una mirada condenatoria a las prácticas sexuales íntimas, sino más bien una aceptación en la diferencia) y un muestrario de personajes (amigos, jefes, niños) que van desnudando sus perversiones progresivamente y dejando en evidencia a una sociedad que vive de espaldas a otra sociedad, más recatada y correcta: la aparición genial de Jack Black y sus referencias a la pornografía como una industria llamativamente gigante, es sin dudas el momento más inteligente de una comedia que apela demasiado seguido a lo ordinario para poner en funcionamiento su maquinaria. Decididamente no estamos ante una comedia revolucionaria, pero al menos hay una incorrección que trasgrede su forma más convencional y de película amable y simpática.