Porque te quiero te aporreo Dos mujeres sentadas en la barra de un hotel, de espaldas a cámara. De frente, el camarero, un morocho oriundo de Kenia, el lugar a donde aquellas mujeres fueron a vacacionar. Las señoras, voluptuosas y ridículas -se nota por lo que dicen y cómo lo dicen-, se burlan del muchacho al estilo de las cámaras ocultas de Tinelli con los japoneses: se ríen de cómo pronuncia el alemán, de sus modos. Esa secuencia, un largo plano fijo (como la mayoría de los planos de este film del austríaco Ulrich Seidl) explicita la búsqueda de Paraíso: amor, una mirada bastante violenta y perversa sobre cómo los europeos observan al mundo con un dejo de superioridad mientras esconden, en la acción, una frustración y represión constante. Esa secuencia es, de lejos, la mejor del film, que en otros momentos se pierde en cierta provocación repetitiva que termina siendo más calculada que auténtica, más miserabilista que comprensiva del otro, puro exhibicionismo. Lo que plantea el comienzo de esta trilogía de Seidl es bien concreto: mujeres cincuentonas que se van de turismo sexual al Africa, mientras descansan de sus familias y empleos. Pero el foco se posa sobre Teresa, quien progresivamente se va metiendo en este juego que le proponen sus amigas. Primero teme, luego acepta, luego profundiza, para terminar cerca de la frustración. Y no es que le falte sexo a la protagonista, más bien lo que se le ausenta es la sensibilidad, el amor, aquello que, pareciera, le falta. En el fondo, la película habla sobre esa Europa sodomita que busca regodearse en el barro tercermundista, lejos de casa: no de gusto las protagonistas son mujeres grandotas, voluptuosas, de tetas mayúsculas. Es la Europa que controla, domina y goza de esos otros que están por debajo de la línea de lo deseable: esos otros representados aquí por cuerpos negros musculosos, de sexualidad marcada. Seidl es buen representante del cine europeo menos tradicional para estas costas, el que representan países como Suecia, Austria, Alemania, y del que Michael Haneke suele ser embajador. Claro que hay aquí una mirada algo menos tortuosa que la de las películas del director de Caché, incluso una ligereza que se permite el humor y hasta cierta cercanía con los personajes. Pero la aridez de algunos pasajes traen a la memoria un cine que supone que la crítica está en maltratar al que mira, incluso haciendo caer a sus personajes en las situaciones más bajas y sórdidas posibles. A Paraíso: amor le sobran un par de encuentros sexuales, alguna secuencia orgiástica parece estar sólo por mero placer provocativo (para ser académicos: es llamativo que en esa secuencia en la que aparecen todos en bolas, nadie termina cogiendo realmente, aunque se me podrá decir que ese es el punto) y en ocasiones el maltrato al otro no logra trascender la distancia necesaria y termina siendo un simple maltrato sin mayor lectura posible (las largas secuencias de mercaderes en la playa). Por el contrario, Paraíso: amor encuentra el tono justo en aquellos planos donde los locales no pueden atravesar una soga y son separados de los turistas que descansan en cómodas reposeras, en esos largos planos que aprovechan notablemente la profundidad de campo o cuando Teresa y su amante Munga demuestran sus diferencias culturales en un plácido juego sexual. Momentos de intensidad y verdad que Seidl produce, pero que se le escurren de las manos por su ambición primera de impactar, aporrear y provocar al espectador.
Como un lugar común Subgénero de moda: comedia dramática con viejos envueltos en situaciones entre ridículas y extraordinarias, que de tan simpáticas podrían ser denunciadas por extorsión. De Chicas del calendario a Rigoletto en apuros de Elsa y Fred a El exótico Hotel Marigold, la variedad en el cine mundial es llamativa: daría la impresión que, estando la cartelera tomada por fantasías y superhéroes y todo tipo de propuestas para adolescentes o espíritus juveniles, se trata de uno de los pocos espacios que deja el circuito comercial de estrenos en el planeta entero para que los adultos vean algún tipo de entretenimiento reconocible y con los actores que ellos veían cuando eran los espectadores que mandaban en el mercado. La esencia del amor se suma a la lista y hace más o menos lo mismo que todas estas películas: ser por momentos agradable, otro tanto en extremo manipuladora, pero siempre profesional y solvente. Aquí los protagonistas son un matrimonio con problemas de comunicación (Terence Stamp, Vanessa Redgrave) y el hecho significativo es que ella forma parte de un coro para jubilados que está por presentarse en un torneo de canto. Como es de esperar, además tenemos un mal que nos hará sufrir por el destino de los protagonistas: ella sufre una enfermedad terminal. Como decíamos, La esencia del amor pone sobre la pantalla estos y otros lugares comunes del subgénero: están los viejitos piolas, están las situaciones picarescas (aquí hacen cantar rock o hip-hop zafado a los abuelos), está el ogro que merece reconfortarse con la vida y el que es todo esperanza y cree en la humanidad. Si la película del británico Paul Andrew Williams no se desbarranca hacia el terreno de lo irritante es porque logra mantenerse en un tono medido, y porque además el guión desorienta al espectador al colocar a la mitad de sus 93 minutos el giro que uno imaginaba sobre el final. Esto, que por una parte es positivo porque pone a la película en un lugar diferente al que suponíamos antes de verla (La esencia del amor termina siendo la película sobre cómo el protagonista vence sus miedos y demonios interiores, antes que sobre el los-viejos-también-lo-hacen), también tiene su contraparte negativa porque hace que la estructura de ensayos-objetivo que parece truncarse-éxito final se replique y el lugar común -tolerable cuando no se abusa de él- haga demasiado previsible el conjunto. Claro que Redgrave y Stamp están fenomenales en sus papeles, pero eso -la solidez de los viejos intérpretes- es también un lugar común de este tipo de propuestas. Ah, la música es exquisita y las versión de Stamp de How do you speak to an angel es notable y son de esos momentos -más allá del chantaje emocional- que le sube unos puntitos a cualquier película.
La agudeza de la flatulencia Habitualmente el mundo Jackass estaba integrado por una serie de piruetas absurdas que ponían en riesgo el físico y que tenían un fuerte componente cómico: detrás de la escatología de la mayoría de esas peripecias, había una impronta enérgica, una postura rupturista y mucho sentido del timing. Las películas amplificaban eso hasta llevarlo a límites delirantes como vimos en la tercera entrega. Jackass presenta: el abuelo sinvergüenza es un paso adelante en un sentido narrativo, porque si bien continúa apostando por momentos a situaciones de un slapstick brutal -y es cuando mejor funciona la película-, construye estos episodios con cámaras ocultas que van generando boyas dramáticas para un relato que está por encima y que es una road movie compartida entre un abuelo y un nieto a través del territorio norteamericano. Y si bien se siente en el film de Jeff Tremaine un poco de falta de originalidad (la película se parece mucho a lo que propone Sacha Baron Cohen), cuando deja la pereza del chiste berreta de cámara oculta y apuesta por hacer de su humor una catapulta contra lo más aberrante de la cultura Americana, da en el blanco con notable precisión. Por más que apuesta a la escatología constante y al chiste sexual recurrente, la película no es perezosa y eso está claro, hay varios ejercicios y experimentos formales dando vuelta por aquí. El más notorio es el de intentar construir una ficción alrededor de múltiples cámaras ocultas. Darle un sentido a esto parece sencillo, pero no es tan fácil: las reacciones de la gente ante lo que ocurre son indispensables para que ese recorrido que hacen los personajes tenga algún sentido. Y además requiere un trabajo de montaje bastante agudo. Jackass presenta: el abuelo sinvergüenza logra en la mayoría de los casos sorprender, tanto afuera como adentro de la pantalla porque -marca de fábrica de Johnny Knoxville- lleva los límites un poco más allá. Y tipos como Knoxville o Baron Cohen se aprovechan de lo asombrosamente idiota, embrutecida y conservadora que puede ser buena parte de la clase media del interior norteamericano. El problema de la película, en todo caso, es que esa ficción que se construye por encima del relato es bastante básica y apela a un sentimentalismo ramplón. Y que, por momentos, Tremaine y Knoxville se alejan de la premisa original de romper todo y se contenten con algunos chistes menores e indignos hasta para un programa televisivo de cable con pocas ganas de trabajar. Resulta casi imposible no pensar en Borat, Brüno o El dictador cuando uno ve Jackass presenta: el abuelo sinvergüenza. Pero si algo tiene a favor el trabajo de Knoxville contra el de Baron Cohen, es que en el jackass hay una intención menos ambiciosa que en el británico. Cohen quiere ser un Chaplin del bajo mundo, y detrás de toda su osadía germina una posibilidad de decir algo importante o trascendente sobre el planeta. Knoxville, por el contrario, se contenta con que el chiste sea lo más efectivo posible, apuesta casi a la reunión de amigos y si en el camino se dice algo, mejor: por eso que muchos de sus gags dependen de dispositivos mecánicos -un jueguito para niños en un mercado, un airbag-. Lo mejor del film depende de dos variables: 1- el chiste repentino que lleva a la carcajada; y hay un diálogo perfecto entre el abuelo y su nieto al respecto, que deja en evidencia además que acá hay gente que entiende la comedia; 2- cuando esa agresión física lleva intrínseca una demostración cabal de la desintegración social de una cultura demasiado creída de su superioridad moral. Por ejemplo, la reacción de un grupo de personas ante la cagada que deja el protagonista en la pared de una cafetería da la idea de que ahí puede ocurrir cualquier cosa -incluso lo peor- y nadie se sorprende demasiado. Pero lo mejor mejor llega casi sobre el final, con el abuelo y su nieto involucrándose en un concurso a lo Little Miss Sunshine, que no sólo es memorablemente cómico, sino que exhibe lo aberrante de esos espacios y que -autoconscientemente- reescribe, minimiza y deja en ridículo a aquella película indie pretendidamente cool. Casi se podría decir que la película justifica su visionado exclusivamente por esa secuencia perfecta.
Intrascendencia 2.0 Entre la comedia y el thriller ha ido transitando la carrera de Robert Luketic, y cuando fusionó la ligereza con cierto aire de suspenso, en 21-Blackjack, logró un film festivo, que celebraba el hedonismo por sobre cualquier tipo de conducta y que estaba contado con una velocidad acorde al universo que retrataba. Pero tras una serie de irregulares -por no decir malos- devaneos con la comedia romántica, género en el que nunca regresaría al nivel de su film debut Legalmente rubia, el director vuelve al territorio del thriller hecho y derecho, un thriller generacional en muchos sentidos: en primera instancia se mete con el mundo de las corporaciones tecnológicas y el espionaje cibernético, y por otra parte tiene como protagonista a Liam Hemsworth, figurita joven y bella que el cine norteamericano quiere instalar en el estrellato. Pero Paranoia es un film tan mal cosido, tan irrelevante, tan confuso conceptualmente, que genera el peor de los sentimientos: la indiferencia. Decíamos de la confusión conceptual que padece Paranoia. El asunto es así: tanto el prólogo como el epílogo tienen la consistencia de esos thrillers para adolescentes basados en novelitas baratas, escasamente rigurosos, supuestamente críticos de la sociedad en la que están insertos pero que en verdad se revelan como un puro diseño conformista, con un antihéroe tan arriesgado como seductor. ¿Se acuerdan de Fachada, con Tom Cruise? Bueno, eso, salvo que ahora los malos no son los grandes estudios de abogados si no las corporaciones tecnológicas o, al menos, la tecnología: ya se vio en otro film similar por lo malo -aunque más coherente en cuanto al público al que apuntaba- como fue Apuesta máxima. Pero una vez sentado el conflicto, en todo su tramo medio, Paranoia se convierte en un intento de thriller paranoico y más adulto, encima con dos prestigiosos como Harrison Ford y Gary Oldman (ídolos de los padres de los pibes que van a ver la película, o esos actores importantes que aparecían en Indiana Jones o Harry Potter) haciendo sus escenitas y demostrando qué bueno son los actores viejos, aunque la estrella en verdad es el pibe. Ya esa falta de criterio para entender cuál es el tono adecuado de la película, es lo que la termina complicando. Porque si en cada escena que comparten, Oldman o Ford le roban la película a Hemsworth, difícil es que logremos tener empatía con el protagonista. Más si estamos ante un ambicioso que por más que la película se empecine en desmentirlo, es capaz de vender al padre para alcanzar el objetivo. De más está decirlo, Oldman y Ford hacen sus personajes de taquito y le aportan con su presencia toda la solidez que le falta a este desvaído film de Luketic. Digamos que hay un modelo nuevo de teléfono para robar, un joven que es introducido en una empresa por otra compañía para hacer espionaje y dos grandes popes de la industria tecnológica -suponemos dos cerebros- pugnando por ver quién manipula más al jovencito incauto, pero ambicioso. Todo está filmado con algo de pericia y profesionalismo, pero la tensión y la inteligencia para ir enredando la trama hasta justificar lo suntuoso de un título como “Paranoia” ha faltado a la cita. Paranoia es un thriller común y corriente que se quiere vestir de prestigio, pero no le alcanza ni siquiera para ser un módico entretenimiento u otra pieza más en la maquinaria de Hollywood. Si encima el final celebra el buchoneo ante el FBI, estamos ante una propuesta que hace agua por todos los lados posibles.
Lo primero es la familia Parece una jugada cruel del destino. Cada verano, en la localidad de Aguas Verdes, se presentan Los Magote, una familia de artistas de circo. Todos los elementos típicos del circo están -el presentador, los payasos, los malabaristas- pero no hay carpa. Es como si esa estructura se hubiera hecho invisible a los ojos para sólo contener lo importante: el espectáculo. La ironía pasa porque hace unos años el factótum de Los Magote, Pablo, sufrió un ACV y quedó ciego: de ahí que el grupo -la familia- tuviera que reestructurarse, reorganizarse, y así también el espectáculo que se brinda en esa carpa imaginaria. Ese proceso de reaprendizaje individual y grupal es el que aborda La carpa invisible: familia de circo, el documental de Juan Imassi. Con un aspecto visual “sucio”, que apela a desenfoques y repentinas pantallas en negro para fortalecer el punto de vista de su protagonista, el director intenta avanzar sobre Pablo, pero también sobre la payasa Margarita y los hijos de la pareja. Si bien el accidente que llevó a perder la vista al líder del grupo es central, el documental no abusa del sensacionalismo ni tampoco del mensaje aleccionador bienpensante de la autosuperación. De hecho, los hijos reconocerán a cámara que si algo cambió en estos años con la ceguera del padre, es que ya no le tienen tanto respeto a su autoridad como antes. Al igual que en el propio show de Los Magote, no hay indulgencia con la dolencia de su protagonista. Si la vida es aprendizaje -parece decir el director-, la ceguera es tan sólo un escollo más que se debe salvar de alguna manera. La contención familiar y la creatividad son formas refundantes que este grupo circense halló, y que la película registra. Así como Imassi encuentra una forma original, fragmentaria y poco convencional de abordar este tema (su documental salta en el tiempo, no sigue un orden temático ni cronológico), algunos recursos parecen repetirse bastante y alguna idea -como la inclusión entera de Los libros de la buena memoria de Luis Alberto Spinetta, a quien le dedica la película- un tanto caprichosa. De todos modos La carpa invisible: familia de circo es un documental muy concentrado en lo que quiere contar: la historia de una familia -antes que la ceguera de su personaje principal- dedicada a un arte singular y con historia, y su show para nada convencional: hay un humor algo incómodo, especialmente en el intercambio de la payasa Margarita con el público. Y en ese sentido no sólo logra el cometido de saciar la curiosidad del que mira, sino generar interés y ganas de viajar a Aguas Verdes para conocer a Los Magote.
Volver siempre a los brazos Nicole Holofcener es como un secreto bien guardado del cine independiente norteamericano, en una vertiente poco habitual: sus películas merodean tonos y registros del mainstream, cuentan con figuras reconocidas de Hollywood, pero tienen una personalidad que a la vez la llevan a alejarse de ciertas posturas del indie más repetido. Sus películas transitan atmósferas relajadas; hay dramas pero nunca caminos tortuosos, no hay imposturas ni poses malditas: es un indie que se parece un poco al de otra mujer, Lisa Chodolenko. Tal vez para algunos se trate de films livianos, ligeros, amables, pero no mucho más que eso, incluso los pueden tildar de tibios en algunos aspectos. Pero sería estar rehuyendo al verdadero placer que significa permanecer en los mundos que la directora propone, que a la vez no le escapan a lo difícil o complejo de la vida. Una segunda oportunidad es una obra de una calidez enorme, que confirma todas las bondades de su cine. Una segunda oportunidad explota el universo femenino de mujeres por encima de la edad media de la comedia romántica hollywoodense, pero evita hacer de esto una declaración de principios o un “ah miren, los viejos también pueden tener sexo”. En verdad la elección de la edad de los personajes es crucial para el relato: hablamos de gente que ya atravesó historias, que tienen hijos grandes, que se enfrentan a la encrucijada del nido vacío, que tienen que descifrar si vuelven a confiar en el amor o que no pueden despegarse del rencor adosado del pasado. Son temas universales y cruciales, pero mínimos. El de Holofcener no es el mundo de los grandes temas, o al menos de los grandes temas que entiende el cine. Honestidad: no todos sufrimos grandes conflictos existenciales ante la posibilidad de que el café se nos queme en el desayuno o construimos una épica personal conscientemente y a cada paso, pero sí es probable que tengamos rencor con una ex pareja o no sepamos si esa persona que nos gusta es la ideal o tal vez tengamos que tolerar en el trabajo gente que nos resulte antipática. Una segunda oportunidad es este mundo -el de los mortales, digamos-, hecho cine, con simpleza, inteligencia, sensibilidad y talento. Todo parece simple aquí, pero profundizando la mirada no lo es para nada. Son muchos los temas que transitan la película -muchísimos, créame- y sin embargo en ningún momento los conflictos se amontonan o tornan barroca la narración. Por el contrario, el camino de Una segunda oportunidad es de una claridad y tersura asombrosa, tanta que da envidia, en serio. Los diálogos son inteligentes y no buscan el ingenio del impacto inmediato, están en la senda de un Woody Allen pero más amable y menos cínico, o son de un cinismo autoconsciente: en ese sentido es clave la figura de Julia Louis-Dreyfus, actriz famosa a partir de la sit-com más maniática y autoconsciente de la historia -Seinfeld-, que parece decir con su presencia que a cierta altura de la vida es mejor dejar de lado algunas imposturas y dejarse llevar. De ahí la coherencia de su título original: “Enough said”. ¡Basta! Hablamos de Julia Louis-Dreyfus, pero algo que complementa y amplifica los sentidos del film de Holofcener es la presencia de James Gandolfini. Destacarlo parece caer en el lugar común de tener que celebrarlo porque se murió hace poco. No, nada más alejado de eso. Gandolfini es el interés romántico de Louis-Dreyfus, y ese cuerpo gigantesco, voluptuoso, pero a la vez dócil, como de leñador tierno, no podía ser más claro respecto de muchas de las intenciones de la película. Imperfecciones (el cuerpo robusto) que contradicen la comedia romántica; y que sirven para anticipar las varias amarguras que comenzarán a dinamitar la luminosidad de la primera hora de película. Cuando la dupla Louis-Dreyfus – Gandolfini comparte pantalla, todo se ilumina. Son graciosos, son tiernos, son seductores, son amables (la última escena es notable en ese sentido). Ese clima, de languidez, se complementa con el aire menos tenso que le imprime el paisaje de Los Angeles a la comedia romántica contra la neurosis de Nueva York. Holofcener construye una comedia romántica atípica, que marca sus distancias a través de la geografía, de las actuaciones, de los cuerpos que parodian esos lugares comunes, de los diálogos intensos pero despreocupados; que como su personaje principal desconfía de las bondades de ese espíritu juguetón de lo romántico, pero no puede más que irremediablemente volver a sus brazos.
Símbolos Cuando una historia apuesta todo a que su final resignifique lo visto anteriormente, se corre un riesgo: que aquello que se contó no haya sido lo suficientemente interesante como para sostenerse por sí solo y, luego, amplificarse con el desenlace. Es un poco lo que ocurre con En llamas, continuación de Los juegos del hambre y evidente historia de transición hacia lo que viene: la rebelión social contra el Capitolio. El demasiado extenso film de Francis Lawrence -146 minutos- parece cometer el peor pecado de las adaptaciones literarias, es decir no saber resumir y avanzar sobre cada rincón del libro original, pero a la vez sobrevolando someramente cada tema para no terminar profundizando en ningún lado. Un poco aburrida, otro tanto demasiado solemne, En llamas se sostiene porque la historia original es bastante atractiva -para los parámetros de estas sagas adolescentes- y porque Jennifer Lawrence sigue aportando ese misterio desde su interpretación: la presencia de la joven actriz en esta franquicia es un enigma llamado Katniss Everdeen, que sirve para complejizar un poco la lustrosa puesta en escena. La primera Los juegos del hambre de Gary Ross tenía varios aciertos, pero el más interesante de todos era su economía de recursos y un aire artesanal inherente al director. La economía de recursos, hay que reconocerlo, se debía en parte a que todavía era desconocido el alcance de esta saga como mercancía cinematográfica: por eso avanzaba con humildad -y humanidad-. Ahora, consciente de sus enormes posibilidades, En llamas se inflama demasiado, se reviste de excesiva auto-importancia y se vuelve tremebunda en su seriedad. Falta chispa, encanto; falta esa ironía que relucía en las instancias más satíricas de la primera parte, y que aquí es alcanzada apenas por la sardónica presencia de Stanley Tucci y el aplomo cínico de Philip Seymour Hoffman. Cuando ellos aparecen en pantalla (por fuera del huracán Lawrence), En llamas crece porque ambos representan con acierto las dos puntas en crisis de esta historia: el Flickerman de Tucci es la hipocresía del show; el Heavensbee de Hoffman es la violencia elegante del Poder. Los 142 minutos de Los juegos del hambre eran entendibles: presentación de conflicto global, presentación de personajes, explicación de los Juegos del Hambre, puesta en escena de esos torneos, conflictos personales y resoluciones. Eran igualmente 142 minutos, pero Ross tenía el talento para explicar la mayoría de las cosas por medio de la acción. Lawrence, que extrañamente es un director de acción y que se maneja mejor con las cosas en movimiento -lo demostrará en la última parte de este relato-, se toma demasiados minutos de los 146 para poner a los personajes en situación, situación que por lo demás parece por momentos un espejo amplificado de lo anterior: protagonistas en el Distrito 12, preparación de los Juegos, competencia. El problema de En llamas, cuando nada se mueve, es que queda en evidencia su origen de saga adolescente mainstream: su discurso anti-establishment es muy básico, con líneas de diálogo un poco perezosas, que en un contexto de seriedad extrema como este minimizan los alcances revolucionarios cool de esta película. Pero hay que reconocer que cuando En llamas se mueve, se mueve, y cuando avanza la acción (que se amontona un poco debido a la demora del relato en pasar a la competición), el film es vigoroso más allá de la ausencia de sangre, un poco exigencia de mercado para estas sagas populares. Es ahí cuando la película dice lo más interesante que tiene para decir, y cuando Jennifer Lawrence se luce mayúsculamente: su presencia es puramente física, y el físico de Katniss, puesto en riesgo, alcanza en esta segunda parte una mayor simbología. Hay algo de cristianismo bautismal en esa agua que cura, en ese calvario que atraviesa el personaje. Si en la primera parte ella se convertía en símbolo de los Juegos del Hambre, en ícono para vender entradas y sostener un sistema político, en la segunda se irá convirtiendo en símbolo de algo mayor (qué, no será revelado aquí porque sería adelantar información del final). Lo curioso en Katniss es que no parece estar demasiado segura del rol que los otros -siempre, en definitiva, los otros toman decisiones por ella- quieren que represente. Ese es su conflicto, el de la heroína a su pesar. Jennifer Lawrence sofistica aún más su personaje y se convierte en lo mejor de un film que repite mucho de lo hecho anteriormente, pero que tiene el acierto de culminar en medio de la acción y dejarnos con ganas de saber cómo sigue el asunto. Así, En llamas ejerce sobre el espectador algo similar a lo que ejerce el Capitolio sobre la sociedad de la película: un poder que seduce y repele a la vez.
Lo cursi no quita lo valiente ¿Existen los placeres culpables? Hay quienes dicen que si genera placer, no se debe sentir culpa. ¿Pero cómo explicar -entonces- el placer que genera una película que plantea un mundo idílico, de amor almibarado, de lazos familiares inmejorables, de reflexiones demasiado cercanas a las verdades de perogrullo? Cuestión de tiempo es una de esas películas que tiene todos esos elementos que habitualmente generan irritación. Bueno, su director Richard Curtis -mejor guionista que realizador- es el mismo de la repudiablemente boba Realmente amor. Así que imaginen el tono y grosor de las emociones que trabaja. El asunto es que Cuestión de tiempo viene a demostrar una verdad irrefutable del cine: lo que importa en definitiva es cómo se mezclan y ponen en escena aquellas cosas que se tiene para contar. Básicamente lo fundamental es tener algo que contar, y saber hacerlo. El cine es -en definitiva- tiempo en movimiento que se hace tangible. Y el film, que aborda la fantasía, la comedia romántica, el drama familiar, el absurdo y el cuento de hadas, hace que cada pasaje tenga su peso, pero logra un todo que se vale por la forma en que cada parte se ensambla gracias al timing de los actores, la narración y los diálogos (la secuencia del restaurante a ciegas es un hallazgo donde confluyen estas tres vertientes). Tenemos a un joven muy tímido con las mujeres, que descubre el día que cumple 21 años que los varones de su familia tienen una virtud: pueden viajar en el tiempo, siempre hacia su pasado y a lugares donde recuerden haber estado. Virtud, que como bien le explica el padre, puede trocar fácilmente en tragedia: entonces, más allá la historia de amor (y el tráiler y el póster se empecinan en venderla como una de amor con Rachel McAdams) lo principal de la película es pensar ¿qué hacemos con el tiempo? Y ¿qué hacemos con el tiempo cuando, encima, se lo puede replicar infinitamente hasta encontrar el mejor presente posible? Ese qué hacer con el tiempo se convierte en el leit motiv, el que sobrevuela siempre tanto en la historia de amor de Tim y María, en el vínculo del protagonista con su padre, como en cada rincón que la película decida transitar. Hace un par de décadas Hechizo del tiempo le daba posibilidades parecidas a su protagonista. El dilema, básicamente, era el mismo. El tiempo, algo tan inherente al ser humano, es material supremo para el cine y para las emociones. Cuestión de tiempo parte de un mecanismo fantástico, pero hace lo que saben hacer las buenas películas de fantasía: no explica su andamiaje, no quiere justificar todo lo que no cierra. Incluso es muy divertido porque el protagonista sólo usa ese poder para una tarea tan “ordinaria” como conseguir novia. El tiempo tiene dos variantes que son el reverso: por un lado es transcurrir, y de ahí la experiencia de vida, todo lo que viene con los años (esa forma acumulativa del tiempo), y la alegría de la energía de lo vital; pero por el otro tiene lo fatal de la finitud, ese saber que se termina, que se acaba y que -irónicamente- no hay tiempo atrás: el tiempo pasado es una proyección de la memoria. Cuestión de tiempo se hace cargo de estos asuntos (no de gusto el protagonista sólo puede volver hacia lugares donde estuvo), mientras cuenta el cuentito del chico que conoce a la chica y que forma una familia como réplica a la experiencia que le transmite su padre. Lejos de cualquier conservadurismo, Curtis dice que existen diversas formas de felicidad -la del protagonista es tan sólo una posible-, pero que todas se relacionan con el saber apreciar el presente. Casualmente, el único tiempo sin tiempo. Es ahora, ya mismo. Lo demás es memoria o especulaciones. En el fondo, y más allá de su musicalización efectista, algunos diálogos explícitos en sus emociones y la acumulación de subtramas que rompen algo la fluidez del relato hacia el final, Cuestión de tiempo habla de los vínculos, de las relaciones y de los saberes que se transmiten. Y lo hace con la nobleza del buen artesano y con la coherencia de que la cursilería puede ser sofisticada si se la trabaja en serio.
Yo era un hombre bueno Cuenta la historia oficial que Richard Kuklinski -The Iceman- fue un asesino despiadado que mató a más de cien personas, entre los años sesentas y 1986. Cuando lo detuvieron -y ahí culminó su raid criminal- su esposa y sus hijas desconocían las actividades que llevaba adelante el padre de familia. Pero no hablamos del típico asesino serial de la cultura norteamericana que ha explotado el cine, sino más bien de un hombre de negocios: alguien que hace lo que hace para sostener precisamente ese estatus que demanda la vida familiar, y que básicamente es el mejor en lo suyo: cortar pescuezos, clavar cuchillos, balear gente, asfixiar, descuartizar, todo para la mafia o por fuera. The Iceman, el film de Ariel Vromen, es entonces la descripción de un mundo de éxito social, de encumbramiento económico y de doble vida perverso, con posterior descenso. No deja de ser encantador, en este sentido, que Kuklinski encubriera sus acciones hacia su entorno como negocios vinculados con el intercambio de divisas: es que la carroña del mundo del capital está más aceptada que la de andar matando gente por ahí. The Iceman se sostiene sobre dos pilares fundamentales: por un lado la propia sobriedad del director, que se aleja del sensacionalismo en el que hubiera caído otro realizador al regodearse con los varios cadáveres congelados y “faenados” que se ven por ahí, y que recurre a la violencia como un crescendo dramático, en secuencias de montaje que se parecen mucho al propio ascenso del protagonista; hay un sentido práctico en cómo Vromen maneja los momentos de tensión, alejándose del suspenso habitual y haciendo tangible ese mundo de deudas que se pagan con sangre. Y por el otro lado, la película vive -aún cuando por momentos se vuelva bastante intrascendente o fragmentada- gracias a la gran actuación de Michael Shannon. El actor -al que actualmente vemos en la notable serie Boardwalk Empire- suele ser dueño de una intensidad un poco nociva para cualquier película que le pongan delante. Sin embargo, aquí está contenido por la mano del director y también llega a un grado muy interesante de compenetración con el personaje: su rostro no es el rostro de un asesino despiadado y frío, sino el de un tipo que hace un trabajo peculiar, inconfesable, imposible de combinar con sus acciones de buen padre y esposo, pero que no comprende la real dimensión de esa incompatibilidad. Cuando finalmente lo capturen y consulten sobre sus acciones: él dirá que hacía todo por su familia. Así nomás, como quien labura en un taller mecánico. Es verdad también que más allá de la sobriedad expositiva setentista del director y de la gran actuación de Shannon, The Iceman no tiene mucho más para ofrecer. El film no se diferencia mucho de otras películas del estilo, tipo Donnie Brasco, que cuentan historias dramáticas de gángsters poco glamorosos, alejándose del noir clásico o del romanticismo operístico del Coppola de El padrino. La película recorre la vida de Kuklinski, puntúa algunos eventos de su historia, todo un poco fragmentado y sin lograr construir personajes por fuera del protagonista (aparecen Winona Ryder, Ray Liotta, David Schwimmer, Chris Evans, Elias Koteas, Stephen Dorff, James Franco, Robert Davi, pero sus personajes no son más que esbozos, estereotipos que logran una rápida identificación con el espectador). La decisión más sabia por fuera de esto es la de poner en pantalla el año donde ocurren las cosas, para luego ir abandonando ese detalle a medida que avanza el film: en un momento comprendemos que estamos en los 80’s pero ninguna escritura nos avisa de eso. Así, la película identifica la espiral de violencia en la que Kuklinski se introduce, se mezcla en ella, se confunde y nos dice que no hay forma de escapar. La única es -como The Iceman- perdiendo progresivamente la capacidad de comprender.
Viaje hacia uno mismo Parecieran dos polos irreconciliables los que han atraído el cine a Mar del Plata. Las comedias de Porcel y Olmedo, las de los Bañeros, que sostienen ese lugar común cultural de ciudad playera, de verano con sombrilla y reposera, epicentro de cierto sexismo desbordado a pura tanga y chica voluptuosa. Lugar común alimentado, también, por tanta marquesina teatral de verano, por tanto culo a escala natural. En el otro polo tenemos los Nadar solo, los dramas de joven-hombres tristes que vienen hasta estas playas a reencontrarse tal vez con ellos mismos, en lo posible playas de invierno y otoño. Sea como sea, en ambos casos hay un paralelismo: la idea de que Mar del Plata (Mar del Plata como resumen y símbolo del descanso del porteño) es ese lugar al que ir, dejar de ser uno un rato, y reinventarse. Y lo que se hizo en Mar del Plata, quedó en Mar del Plata. Hay que decir -también- que la ciudad no es un escenario muy común del cine argentino: de ahí que cada vez que se estrene una película filmada aquí (sí, pequemos de localismo), se genere esta expectativa. Como si la ciudad no pudiera ser retratada de otra forma o el objetivo fuera, antes que contar una historia, tener la inteligencia para retratar la playa desde otro lugar. O como si Mar del Plata no fuera más que playa. A este desafío se enfrenta Mar del Plata -la película-, dirigida por Sebastián Dietsch y Ionathan Klajman, y sale bastante airosa. Seguramente que por ser uno marplatense se fija más en estas cosas: uno no piensa en Buenos Aires cuando ve, no sé, Un novio para mi mujer. Lo que hay que tratar de hacer es no dejarse llevar por la cartografía y centrarse en la obra. Aunque, sin dudas, una película que se filma en Mar del Plata, que se llama Mar del Plata y que trata de dos turistas, busca inconscientemente erigir un nuevo paradigma o repensar la forma de mostrar un lugar emblemático en el cine. Lo mejor que tiene para decir Mar del Plata, es que la ciudad opera como escenario y lo que importa está en el cuento, en la narración. Claro que el destino elegido significa algo desde un punto de vista simbólico, pero lo es tanto como la Renault fuego que lleva a David y Joaquín a la ciudad. La “fuego”, emblema vehicular ochentoso; Mar del Plata, emblema de ciudad cinematográfica ochentosa. No de gusto los protagonistas tienen unos 30 y pico, y pasaron su infancia y parte de la adolescencia en aquella década. Es que Joaquín y David, a esta edad, en ese auto, a esa ciudad, no están haciendo más que viajar a su infancia, a su formación, a un pasaje mítico que tal vez no fue tan soñado. El replanteo está presente constantemente en el film, incluso con rompimiento de la cuarta pared y líneas arrojadas al espectador, elemento que a veces funciona y otras nos. Lo mejor del film de Dietsch y Klajman está en el planteo, en la velocidad de su narración -es una película realmente fluida y que avanza sin problemas- y en cómo sabe poner en escena un conflicto -o varios-, incluso haciendo del escenario elegido un lugar indispensable por sus reminiscencias tanto ficcionales como reales. Además, algunas ideas que funcionan un poco fragmentariamente son acertadas, como ese juego de paleta en la playa que se convierte en un duelo de western. Por momentos, Mar del Plata no puede evitar el gesto algo canchero, pero también es cierto que de ese cinismo se extraen algunos momentos muy dignos: los personajes pueden lastimarse y nunca hay una mirada indulgente hacia esas acciones. Para contar esto, Dietsch y Klajman apelan a un buen uso de los flashbacks, a una puesta en escena con planos frontales muy en el estilo de Wes Anderson y logran insertar aspectos intelectuales vinculados con el arte, la cultura y el lenguaje, en diálogos que resultan woodyallenescos: la cena incómoda en el restaurante, brótola mediante, remite tanto a Woody por los diálogos veloces y ocurrentemente intelectuales, como a Larry David por lo incómoda. En verdad, Mar del Plata está bastante cerca de sus posibilidades, es una película pensada y bien construida en función de sus objetivos, a la que apenas se le pueden reprochar algunas actuaciones un poco acartonadas y una inclusión de la música demasiado presente, demasiado invasiva, y que puntúa excesivamente lo que ocurre en el plano: a momento cómico hay un leit motiv pícaro, a momento triste un leit motiv ídem. Pero así como está, la película de Dietsch y Klajman es una de las que mejor uso le dio a la ciudad en la pantalla. Y eso habla muy bien, no por marplatense, sino porque eso quiere decir que hay un cine porteño que puede mirar el interior del país (¿cuál es el interior para el que está adentro de eso que llaman interior?) y convertirlo en símbolo cinematográfico.