La fuga hiperbólica Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger fueron rivales de taquilla por los 80’s y buena parte de los 90’s, vieron sus carreras desbaratarse por la selección de proyectos muy malos y un cambio en el paradigma del cine de entretenimiento masivo de Hollywood entre la segunda mitad de los 90’s y comienzos del nuevo siglo, y desaparecieron de nuestra mirada casi por el mismo período de tiempo y en la misma época aunque por motivos diferentes (mientras Schwarzenegger se dedicó a ser gobernador, Stallone seguía sin dar pie con bola y era casi un elemento anómalo dentro del cine). Pero Arnold dejó la política y en el camino Stallone tuvo un regreso particular, a caballo de sus dos sagas fundamentales: Rocky y Rambo. No sólo las protagonizó, sino que además las dirigió. Y a cada una le incorporó elementos refundantes. Con Rocky Balboa nos dijo que la vejez es un lugar muy atractivo para lo lúdico; con Rambo – regreso al infierno, que la sangre del pasado debía actualizarse pero podía tener un elemento paródico y autoconsciente que la libere de algunos pecados. Ese binomio fue indispensable para lo que luego fueron Los indestructibles, pero tanto más para que Sylvester y Arnold demostraran que todavía tenían algo para decir y público en las gateras dispuesto a ver sus aventuras en la pantalla. Está claro, sin la tozudez emotiva de Stallone, ninguno de los dos podría disfrutar de este renacer en la pantalla grande cuando están llegando a los 70 pirulos: a Arnold, que siempre fue más inteligente que su colega, lo vimos este año disfrutando de la pirotecnia coreana de Kim Jee-Woon en la muy divertida El último desafío. Los dos son, básicamente, animales de la pantalla, tienen presencia, gracia, han sabido construir sus respectivos personajes y un carisma especial. Y esa tozudez de Sly, que los lleva a ambos a la superficie, es un poco inconscientemente el subtexto de Escape imposible, la primera película que los pone a compartir protagonismo, aunque está claro que se trata de una de Stallone en la que Schwarzenegger participa. Escape imposible es una de fugas carcelarias, y si ustedes han visto alguna de este subgénero sabrán que las prisiones del cine son inexpugnables pero siempre presentan fallas, que los guardias son seres atroces, que el director del lugar es un tipo despreciable y que los reos son sometidos a todo tipo de vejámenes y tratos inescrupulosos. Bueno, todo eso pero en modo hiperbólico es lo que ocurre en este muy buen film de acción y suspenso: los buenos son más inteligentes, la cárcel más jodida, los guardias no tienen rostro y son muy malvados, y el director es el demonio vestido de etiqueta. El primer gran logro de Escape imposible es que aún siendo dirigida por el sueco Mikael Håfström, se trata de una buena película. Miren que más que filmografía el tipo tiene prontuario. Pero haciendo las veces de director que filma por encargo, el sueco se dedica exclusivamente a narrar con solvencia -hasta con un plus de coherencia- aquello que el guión pide y deja que el carisma de Stallone y Schwarzenegger haga el resto. De todos modos no hay que restarle méritos: desde un comienzo se nota que la película no va a lo seguro, que sería poner a los protagonistas a repartir piñas y hacer volar cosas hasta el hartazgo. No, Escape imposible cumple con lo que el subgénero -en ese modo hiperbólico- exige: la tensión avanza progresivamente, tiene humor, el encierro es real, lo inalcanzable del objetivo aumenta el suspenso y el villano de Jim Caviezel tiene la cuota de asco y fascinación necesaria para convertirlo en el malo ideal. De hecho sin ese malo seguramente la película no sería tan buena. Escape imposible no es una película que invente nada, pero es su atención a los detalles donde destaca: además de Caviezel, tenemos a Amy Ryan, Sam Neill y Vincent D’Onofrio, muy buenos intérpretes que aún en pequeños roles aportan su talento para que el producto entero se sienta sólido y creíble. Y el guión se ocupa de crear un verosímil descentrado y exagerado, pero que funciona dentro de la propia lógica que se propone, incluso modificando el tono fascista de las películas que los protagonistas hacían en el pasado: aquí son dos tipos a la deriva en un agujero al que el propio sistema le hace la vista gorda. Pero el centro, claro, son Stallone y Schwarzenegger. Y ambos juegan sus roles de maravilla: el primero aportando su fisicidad habitual a una película repleta de hierro y puñetazos y torturas; el segundo demostrando que mantiene un timing cómico y autoparódico impecable. Como aquella comedia de acción, juntos son dinamita. Las películas de fugas carcelarias suelen tener héroes más cerebrales que brutales, y uno de los grandes logros de Escape imposible es hacer creíble que estos dos bravucones chispeantes puedan ser tan sagaces. Esa estocada final es la que hace que Escape imposible se termine convirtiendo en una gran comedia de acción: esta película es mejor que la media del cine de entretenimiento actual e, incluso -por qué no decirlo-, de muchas que Arnold y Sylvester filmaron cuando eran estrellas del cine allá por los 80’s.
El imperio de la banalidad Hay tres componentes del cine de Sofia Coppola que siempre terminan haciendo eclosión: la fama, la adolescencia y la abulia. Algunas veces falta uno de estos, pero regularmente vuelve y revuelve sobre esos temas, incluso cuando aborda una biografía como la de María Antonieta. Adoro la fama es un nuevo viaje al centro de su universo, aunque más que universo parece una burbuja: una de dos, a la directora la acomplejó decididamente su adolescencia hollywoodense o no sabe filmar otro asunto, porque el mundo plástico, pop, banal y pleno de aburrimientos es el único que le sale y del que no aparenta poder escapar. Un mundo que, incluso, nunca mira hacia afuera y que -agradezcamos- tampoco es mirado desde afuera, con distanciamiento. Hay en Adoro la fama una cuota de cinismo (evidente en los personajes de Emma Watson y Leslie Mann), pero Coppola demuestra que escasamente le interese burlarse de sus personajes, aunque tampoco endiosarlos. “¿Qué le interesa?”, preguntará usted. En todo caso, mirar con cariño algo que parece ajeno, celebrarlo desde un espacio de banalidad que parece ser el único posible para ver. Comprender, en definitiva, aquello que por frívolo parece injustificable. En Perdidos en Tokyo, además de una enorme película romántica la directora construía un concepto sobre el no lugar. Incluso, la ambientaba en un no lugar por excelencia como son los hoteles y en una ciudad de una personalidad impersonal apabullante. Eso se ha ido repitiendo a partir de ese, su segundo film; con mucha sabiduría Coppola sabe hacia dónde apunta (estéticamente) y cómo debe construirlo (formalmente). Por eso que a muchos les resultan aburridas sus películas sobre el aburrimiento; cada película traduce sentimientos abstractos de forma tangible. Ese es uno de sus grandes aciertos como realizadora, sobre todo porque retrata mundos que nos son -a la mayoría- muy ajenos. Pero el límite de Sofia Coppola se da a veces en la pérdida del rumbo, el no saber qué quiere contar, básicamente porque se fascina demasiado con sus criaturas. Algo que pasa en muchos momentos de Adoro la fama. La directora tiene tal manejo de sus universos y de los personajes que los habitan, que no le cuesta más de tres escenas describirnos a quienes protagonizarán su película. Por más que aquí estemos ante un caso real, del que podemos acceder a información con sólo un click, su talento para la descripción veloz resulta evidente en otras piezas de su filmografía. De esta manera uno se zambulle de lleno en la vida de Rebecca, Marc, Nicki, Chloe y Sam, por más que se trate de una vida en extremo superficial, o si no en la vida al menos en esa experiencia que transitarán y que los hará populares -tal vez- en un sentido diferente al que deseaban: acusados por múltiples robos en viviendas de ricos y famosos. Coppola se toma un buen rato en mostrar esos sucesivos robos, en cómo estos chicos se relacionan mientras llevan adelante su maniobra no desde un punto de vista delictivo o criminal (es decir, no lo hacen por robar) sino por el máximo placer de estar cerca de las celebridades que adoran, de ese mundo de mansiones y riqueza, de superficie brillosa, de hedonismo. Si no, no se entendería el escaso cuidado que ponen en protegerse de cámaras de seguridad internas, cómo explicitan sus nuevos bienes (carteras, zapatos, ropa, autos) con fotos en redes sociales, cómo hacen correr el chimento de que se inmiscuyen en esas casas ante todo el mundo. Estamos en el centro del planeta 2.0, el fetichismo de Facebook, Twitter, ser popular, exhibirse, mostrarse. Todo lujo, plástico, superficie, banalidad. No de gusto le roban ese tipo de celebridades que sale en TMZ, no a otras. Eso está presente en el film, aunque no se profundice demasiado. En Adoro la fama, Coppola cae en una trampa mortal para la película, y que es la trampa en la que corre peligro de caer su propio cine. Así como los “bling ring” se fascinan con esas celebridades, ella se fascina con estos chicos. Los muestra, los sigue, escasamente profundiza en sus comportamientos, y si bien exhibe un estupendo manejo de la puesta en escena para colocar la cámara sin hacer notoria su presencia, como quien chusmea ahí donde nadie puede llegar, incluso mostrando un robo desde un refinado plano general que da bastante de desolación, llega demasiado tarde a sacar conclusiones. La última parte de la película, aquella de las consecuencias para estos pibes, es fragmentada, está como por estar y porque tiene que estar, más allá de que los robos son un gran flashback y durante la película vamos viendo testimonios de ese a posteriori. Algunas frases son lúcidas (cuando a una de las chicas le cuentan que Lindsay Lohan se enteró de todo, se preocupa por saber qué dijo la celebridad sobre ellas) y algunos personajes van desmontando el monstruo interior (Emma Watson, Leslie Mann), pero todo suena a poco, de una liviandad suprema, incluso algo burlón para una película que había evidenciado una preocupación en no juzgar. Si bien Coppola no cae en la tentación documentalista/verista de mucho cine basado en hechos reales (cómo podría ser esto real, de todos modos), tampoco le alcanza para que ese artificio eleve a su película de la medianía a la cual su indecisión en el tono terminó por condenar: o mostrás, o te burlás, o te preocupás, o te solidarizás, o juzgás. O algo. Pero todo, por tramos fragmentados, es confuso. Lamentablemente la indolencia del imperio de la banalidad ensordece los muchos méritos que tenía la película de Coppola.
Con amor real El actor Guillermo Pfening dirigió en 2004 un corto titulado Caito, igual que como se llama este film. Y al igual que antes, el centro está puesto en su hermano Luis, quien sufre una rara forma de distrofia muscular que, como dice el propio Luis, es de las más leves, aunque no lo crean. Esta condición física le impide al protagonista moverse por sus propios medios, por lo que debe hacerlo con ayuda o al mando de un cuatriciclo con el que recorre las calles de Marcos Juárez, la ciudad cordobesa donde viven los Pfening. Obsesionado con este asunto -que ha marcado definitivamente a su familia-, el actor y director decide aumentar aquel corto apostando a una extraña fusión de documental, backstage, ficción y cine dentro del cine, un ejercicio metalingüístico que adquiere gran calidez -a pesar de su potencia intelectual y filosófica sobre lo real y lo que no lo es- a partir de nunca desviar el centro que es el vínculo de amor fraternal entre Guillermo y Luis. Pfening cuenta que fue durante la función estreno de Nacido y criado, film de Pablo Trapero que él protagonizó, cuando descubrió la potencia como personaje cinematográfico de su hermano Caito. No porque fuera un personaje en sí -que lo es, sin dudas: “es más difícil que matar un chancho a besos”, dice en un momento- sino por el deseo y la fascinación que generaba en Caito el mundo del cine. Y así como el director sueña que cumple el sueño de su hermano de ser actor, a la vez cumple el sueño de dirigir su película. Caito -el film- es un juego de idas y vueltas sobre la condición del dar y del recibir, y uno que nunca se vuelve explícito en sus intenciones sino que lo hace a partir de sus propia y compleja estructura. Es ahí donde la película crece y mucho, ya que sus mecanismos siempre quedan sepultados por el centro argumentativo, y nunca por la bajada de línea o el mensajismo que estaban a mano. Porque sí, Caito tiene a una persona con un padecimiento físico en primer plano, pero no cae en la tentación de hacer de eso su centro moral. También, tiene a esa persona jugando un rol difícil pero tampoco se construye como una lección de vida sobre el esfuerzo y el valor de intentarlo. Todo esto, que estaba implícito en el proyecto, queda a un costado y es una lectura posible, pero no la más importante. Lo que sobresale es ese entramado de dispositivos que elabora Pfening, yendo del documental casero, al backstage sobre un rodaje y sobre el resultado de ese rodaje. Y todo el proceso, claro, centrado en la figura de Caito, alguien que lejos de la condescendencia enfrenta lo suyo con gran vitalidad. Caito es también un punto de inflexión en cierto tipo de documental que hace de la experiencia personal un catálogo de horrores. Esa primera persona que sirve, la mayoría de las veces, para sumir al espectador en una serie de golpes bajos y sordideces innecesarias. El humanismo del film de Pfening, el verdadero amor con el que está hecho, elude tanto el miserabilismo como la ambición artística. Es apenas un gusto personal, que se convierte público por medio del cine. Y en la proyección de la pantalla, logra amplificar los alcances y entresijos de su aparente pequeña anécdota.
Un juego demasiado virtual Me encantan las películas ambientadas en casinos. También aquellas en las que hay partidas de póker o dados o una ruleta, aunque no estén ambientadas en un casino. Me atrae ese juego de miradas, de tensiones, de momentos cinematográficos pautados por el montaje. Hay inteligencias en juego, personajes que se definen por acciones, ansiedad controlada o no. Hace poco vi un capítulo de esa magnífica serie que es Boardwalk empire en el que uno de sus personajes más encantadores, Arnold Rothstein, siempre cerebral y medido, quedaba al descubierto en una partida de póker. Era un momento revelador. En fin, que ese universo resulta apto para el cine a pesar de ser un mundo quieto, básicamente porque las emociones están encapsuladas y puestas a descifrar con pequeños gestos. Esos que sabe exhibir el buen cine. Por eso tenía cierta ilusión respecto de Apuesta máxima, film centrado en el universo de las apuestas online, protagonizado por uno de esos actores subvalorados y con mucha energía de la buena como Justin Timberlake, y dirigida por Brad Furman, quien con la atractiva Culpable o inocente había sorprendido gratamente. Pero olvídense de lo dicho: todo está mal, la película, Timberlake, Furman, obviamente que Ben Affleck. Todo. Muy mal. Apuesta máxima es de ese extraño tipo de películas que están mal al segundo uno, y nada se acomoda con el pasar de los minutos. No hay forma de explicarlo: un plano, dos planos, una escena, que sentencian para siempre las cosas. La película de Furman falla olímpicamente en todos los terrenos posibles, y es llamativo porque había dos territorios en choque que podían garantizar un film interesante, sibilino, cínico, ágil, como había sido la anterior de Furman. Por un lado tenemos el gueto universitario, gente que se dedica a jugar póker online para pagar sus estudios; por el otro el mismísimo gueto de las empresas que administran sitios web de apuestas. Si uno piensa en la colisión que daría como resultado, se va refregando las manos. Un sistema de legalidades dudosas al servicio de causas justas, contradicciones del sistema, nuevos-nuevos ricos, el juego online como una forma de blanquear y hacer más invisible y social una adicción: ¿Red social meets Casino? Y sin embargo, nada de esto se desarrolla en la película. Es como si Furman y sus guionistas Brian Koppelman y David Levien (especialistas en la timba cinematográfica, ya escribieron Apuesta final y Ahora son 13), ante todas las posibilidades que se les abrían optaron por lo peor: el mero thriller canchero con vueltas de tuerca y trampa tras trampa, que incluye el triángulo amoroso menos interesante en años. El problema es que ni siquiera funciona como eso porque hay un villano mal construido por Affleck, Timberlake falla en eso que sabe hacer de taquito (lo suyo es lo cool vertiginoso), y a Gemma Arterton no le va demasiado bien con su femme fatale. Al fin de cuentas uno descubre que el problema de Apuesta máxima, es que por tratarse del mundo de las apuestas online en definitiva no vemos a nadie jugando. Y sólo Scorsese en Casino puede hacer una película de timba sin timba y que sea interesante. En Apuesta máxima se habla de millones, de listas numerosas de jugadores, de jugadas, pero se ven pocos paños verdes, pocas fichas, pochas ruletas. Y una película de juego que no exhibe el juego pierde una ocasión invalorable de desarrollar rivalidades en miradas y naipes, sin tener que caer en diálogos de cartón como estos. Rara vez aquellos que juegan online a la ruleta o al póker pueden desarrollar el mismo talento en el espacio de un casino, fundamentalmente porque se atan a fórmulas matemáticas sólo aplicables en ese universo cómodo y virtual. En el juego, en lo físico, en el vértigo de la acción no es lo mismo. Como esta película, que estaba bien en los papeles (los actores ideales, el director justo, los guionistas que conocen el terreno) y se desinfla ni bien alguien puso la cámara y comenzó a rodar.
La piedad según Bellocchio El cine de Marco Bellocchio siempre dialoga con la realidad. Con la realidad de su país que, a veces, es también una realidad universal y entonces nos compromete de una forma más directa. Es lo que pasa en Bella addormentata, que toma el caso real de Eluana Englaro, una mujer que estuvo 17 años en estado vegetativo, convirtiéndose en uno de los casos de eutanasia más emblemáticos. Claro está, el contexto en el que se dio, en un país de una fuerte raíz católica, motivó la enorme polémica que dividió a la sociedad italiana y, también, a parte del mundo que se involucró en el debate. Bellocchio, entonces, toma este asunto pero no para recrearlo a manera de biopic-documental-drama realista, sino que ficcionaliza una serie de historias paralelas a ese hecho. En vez de quedarse con lo puntual, y menos relevante (se sabe que aquello que es contado como real en el cine admite pocas discrepancias por el rol totalizador que ejerce la imagen), y hace la operación más compleja e interesante: ofrecer una mirada que indague en cuáles son las consecuencias de un episodio particular dentro de una sociedad. Es precisamente esa operación lo que se agradece en el film de Bellocchio, mucho más que los resultados dispares de una película tan apasionante como pragmática en sus resoluciones. Digo que lo más interesante de Bella addormentata es el procedimiento al que recurre el director, porque siendo Bellocchio un tipo consagrado, una voz con peso dentro del cine mundial, alguien relacionado fuertemente con ideas de izquierda y con un cine dueño de un discurso tan poderoso y auténtico, que se haya tomado el trabajo de evitar el panfleto antireligioso y pro-eutanasia es para mi modo de ver un logro. Y repito, mi modo de ver, porque soy también un ateo que opina que cada uno es dueño de su vida y que algunas instancias cercanas a la muerte son indignas para el ser, deshumanizadas y violentas. Sin embargo la película, en muchos pasajes, pone en duda nuestros conceptos, nos lleva a repensar las cosas, alejándonos de la comodidad y el confort de nuestras propias ideas. Es ahí donde se pone de manifiesto un asunto que ronda el film: la piedad. Bellocchio, quien a sus más de 70 ya no debería tener motivos para sopesar su discurso, entiende que es buen momento para reflexionar con el otro. Y en ese proceso están sus personajes, que encuentran en el final de cada una de las historias que se entrelazan de modo coral algo similar a la piedad. La crítica internacional, por el contrario, ha sentido que Bella addormentata es una película tibia para los parámetros del director. Y tal vez lo sea. De hecho lo es. El asunto es llegar a comprender que no siempre la tibieza es un defecto, más en un artista que debe movilizarse lejos de los sermones. Y Bella addormentata, que lo podría haber sido, no lo es ni por asomo. Tampoco es una película que busque deliberadamente quedar bien con todos los puntos de vista. Es un film multifocal, que descentra a cada rato para permitirnos tener una mirada abarcativa y que pocas veces nos señala qué es lo correcto o lo incorrecto. Nos pone en el incómodo lugar de decidir por nosotros mismos y lo hace -lo que la hace mejor- por medio de las herramientas del cine, incluso con las herramientas y los modos habituales de Bellocchio, quien no ha perdido un gramo de potencia en sus imágenes, incluyendo ese particular sauna donde los diputados en bolas descansan del agobio y las presiones (una de las ideas más felices y que parece sacada de una película de Nanni Moretti). Tal vez si hay que buscarle problemas a la película de Bellocchio, vengan por el lado de la escritura. Así como las imágenes del film son potentes, algunos diálogos y situaciones resultan excesivamente simplistas para un director como él. Ejemplo máximo, la subtrama de ese legislador que tiene que votar de manera programática en la legislatura pero contra sus propios intereses. Este hombre, perteneciente al “berlusconismo”, se hace preguntas bastante poco inverosímiles para un político de carrera como se lo ve, es como si Bellocchio estuviera simplificando lo político a un nivel de ingenuidad suprema, de bajada de línea torpe, con el fin de sostener su tesis. Lo mismo ocurre con cierta resolución en torno al amor y cómo modifica nuestra percepción de las cosas. Es en esos momentos donde sí se ve a un director menos virulento y más complaciente. Pero en definitiva que el discurso oral nunca termine contaminando al visual, deja en claro que el director tiene el control del relato y que tal vez se trate de ligeras concesiones hacia un espectador menos intelectual y más sensibilizado por el tema que aborda la película. Y es ahí donde está el valor del film: al que busque respuestas, le ofrecerá más preguntas. Pocos buscan eso en el cine de hoy en día. Bellocchio, con un film bastante menor, lo hace básicamente porque intenta ponerse en el lugar del otro. Y se agradece.
Una de chicas (y tiros) A simple vista, Chicas armadas y peligrosas resulta una película bien básica: buddy movie con señoritas, una pulcra y obsesiva la otra desordenada y una bomba de tiempo imprevisible, que a pesar de las diferencias -como corresponde al subgénero- terminarán siendo amigas. Claro, uno se hace estos cuestionamientos cuando ve una buddy movie o una comedia romántica, pero no cuando ve un dramón sobre una tía que muere de cáncer. ¡Todas las películas de tías que se mueren de cáncer son iguales! O las de iraníes o taiwaneses con correspondientes planos largos y sin diálogos. A esta altura del Siglo XXI venir a preocuparse por lo reconocibles o no que resulten los resortes que articulan una película es ya un reclamo demodé; ser policía del Comando de la Originalidad es una pérdida de tiempo absoluto. Paul Feig lo sabe, y por eso sus mejores trabajos tanto en televisión como en cine tienen que ver precisamente con ese revisitar estructuras ya montadas ante los ojos del espectador cientos de veces y buscarles una vuelta de rosca interna: Freeks and geeeks con las comedias adolescentes de colegios secundarios, Damas en guerra con la típica guarrada masculina o esta Chicas armadas y peligrosas con la pareja despareja vienen a usufructuar esa habitualidad del ojo del que mira a ciertos códigos narrativos para, desde ahí, modificar aspectos mínimos que en el global generan grandes cambios. Por eso, Chicas armadas y peligrosas funciona mucho en el después, cuando uno la piensa y descubre sus toques distintivos. Lo particular en Feig es que si bien sabemos de antemano que las películas de policías diferentes que se terminan complementando pertenecen al universo masculino, no está recargando las tintas continuamente en que sus dos protagonistas son mujeres. Tampoco pasaba eso en Damas en guerra, donde la comicidad no tenía que ver con que las mujeres podían hacer cosas de hombres, sino precisamente en revelar que el universo femenino podía ser tanto o más desenfadado que el masculino -o al menos que el prototipo masculino que construye la comedia norteamericana-, tener mucha menos culpa y por eso no perder lo femenino dado a través de la mirada. Porque lo que reluce en el trabajo del director -a esta altura un especialista en chicas, y en diversión también- es cómo construye esos raros momentos de calma, esas transiciones entre chiste y chiste. Aquí su mano sutil se observa con mayor precisión en la escena del bar, en esos diálogos de chicas que pueden ser la más ruda del condado o la más obsesiva agente del FBI, pero cuando están tomando algo en el bar bajan cambios y son dos mujeres charlando, con una mirada femenina coherente, que es además coherente con cada personaje: ser mujer puede ser uno de los trabajos más ingratos si se está inserta en un universo laboral masculino, pero eso no impide por ejemplo burlarse del albino. Si no caeríamos en la más obvia y tonta corrección política, en una pancarta del Partido Feminista. Si en Damas en guerra Feig articulaba el respeto al punto de vista de sus personajes alrededor de situaciones cómicas insuperables y el humor siempre contenido, introspectivo y anómalo de Kristen Wiig, aquí edifica la trama cómico-policial alrededor de la figura de la siempre explosiva Melissa McCarthy, junto a Wiig la más grande revelación de la comedia de los últimos años. McCarthy construye un personaje rudo, pero sensato (ver su relación con la violencia), carente de afecto familiar pero no por eso negada al deseo: mientras la frígida agente de Bullock se resiste a cualquier insinuación de un colega, McCarthy va revelando escena tras escena una serie de amantes a los cuales utiliza vilmente. En cualquier otra película las cosas hubieran sido al revés (ahí la grandeza de Bullock, de saberse la estrella pero no por eso impedir el lucimiento de su partenaire), y nos reiríamos de la desgracia de “la gorda”, pero en el universo Feig las cosas son justas y lógicas. Incluso en las resoluciones: en la reciente Ladrona de identidades, McCarthy oficiaba también como un todo anómalo que se iba normalizando sobre el final. En Chicas armadas y peligrosas no existe tal cosa, porque el foco del cambio está puesto en cómo aquello autocontrolado logra descontracturarse. Hacía tiempo que una comedia no se sostenía en dos personajes tan sólidos como Ashburn y Mullins, antes que en las situaciones. El final de Chicas armadas y peligrosas no obliga a los personajes a hacer nada que no hayan buscado o deseen, porque en definitiva lo que le interesa al director del “a pesar de las diferencias terminarán siendo amigas” es efectivamente ese “ser amigas”. Cómo lo logran y para qué. Lo que se nota también en Chicas armadas y peligrosas es que todos trabajan. Bullock y McCarthy construyen a sus personajes a partir de la evidente química entre ellas, pero también a través de un proceso creativo que incluye posturas, formas de decir. Esto hace que no puedan existir otras Ashburn y Mullins que no sean Bullock y McCarthy. Y por otra parte Feig, que a sabiendas de las dos estupendas actrices que tiene ante sus narices, monta todo tipo de situaciones para el lucimiento de ambas pero sin que ese protagonismo anule el potencial de la comedia. Por ejemplo, para ser una comedia de acción la violencia es bastante gráfica y física. Hay mucho de absurdo, toques escatológicos, vulgaridades y una secuencia de cena familiar que bien podría venir de alguna película de David O. Russell y no desentonar. Y aunque parezca contradictorio, Chicas armadas y peligrosas es una película muy femenina, muy de girl power, pero que dice -no sin polémica- que el lugar que uno ocupa se lo debe ganar con esfuerzo.
Una película hincha pelotas Son como niños 2 es la continuación de Son como niños, una de las más flojas películas de Adam Sandler pero a la vez una de las más exitosas de su carrera. O mejor: Son como niños 2 es una reescritura de Son como niños, que la mejora y en la que redondea lo que antes era sólo especulación. O mucho mejor aún: Son como niños 2 es una película que aparece en el momento justo de la carrera de Adam Sandler, no sólo porque es graciosa (y la gracia parecía perdida -salvo excepciones- desde Como si fuera la primera vez) sino porque además viene a enderezar un poco el camino: es una comedia lisa y llana, una que sólo se preocupa en construir chistes uno atrás del otro -muchos malos algunos muy buenos- y que tiene un afán jodón insobornable: molestar, incomodar, desagradar con su violencia constante y la recurrencia -como nunca antes en el cine del actor- a la escatología. Casi como una reunión de amigos, que al fin de cuentas era lo que era -o lo que intentaba ser- aquella primera. Sería redundante volver a hablar de cómo Sandler viene dilapidando un capital importante. Lo mejor es deducir por qué esta película es necesaria en este momento. Tal vez la respuesta está desde el vamos: en la primera escena un reno sorprende a Sandler mientras duerme con su esposa. El reno lo orina, corre por toda la casa, se cruza con toda la familia, orina a algún otro, persigue un mono de peluche. Un reno evidentemente digital, por cierto. Es decir, una sucesión de momentos sin sentido, que no tienen conexión con nada y que tienen sólo coherencia dentro de la lógica de la película: un mecanismo imperfecto para hacer reír. Ese arranque desquiciado predispone bien, porque es como un regreso a los orígenes de Sandler: ese en cuyas comedias podía pasar cualquier cosa. Y que se había perdido en cosas impresentables como Click o Jack y Jill. Son como niños (2010) era un poco así. Buscaba construir situación tras situación, sin preocuparse tanto por una columna vertebral narrativa. Perseguía el efecto de aquellos comediantes que innovaron en aspectos formales de la comedia cinematográfica clásica (nombraría a Tati, Tashlin y Lewis sólo por molestar a los intelectuales) con un transitar lánguido y cansino, como el de los adultos en los que se habían convertido, además, los actores. Pero era una película fallida porque los chistes eran pésimos y faltos de creatividad, de tan lánguida la película se hacía aburridísima y cuando tenía que pensar el mundo patinaba en el peor de los conservadurismos. Son como niños 2 es casi lo mismo, pero va más al palo, precupándose -en la velocidad- muchísimo menos por desarrollar algo parecido a una trama, y avanza a ritmo de sketches desenfrenados y de ideas muy divertidas, como esa frat-guy con un desopilante Taylor Lautner a la cabeza. Claro que cuando se ponen a reflexionar sobre los hijos y el paso del tiempo y la familia, Sandler y la película no pueden más que partir de lugares comunes bastante sensibleros y de ideas pobres en un sentido de modernidad. Pero aquí al menos recupera esa energía de antaño para burlarse de esos lugares comunes: por ejemplo el final o cuando enseña a su hijo a patear el balón de fútbol americano. Porque si algo bueno tiene esta película es que hace recordar un poco a El aguador o El hijo del Diablo, tal vez las obras más deformes del actor y donde su sensiblería era sepultada con un humor virulento e imprevisible: Son como niños 2 recupera a ese Sandler gruñón e iracundo. Tal vez el actor se haya dado cuenta que la única vitalidad sana es aquella de ser coherente con uno mismo e hinchar las pelotas hasta el fin. Esa actitud, la de joder eternamente, es la que late en el centro de este film imperfectísimo pero deforme y casi anómalo.
Algo está por pasar Adaptar una novela no debe ser tarea sencilla. Adaptar, encima, la novela que uno mismo escribió, parece mucho más complejo. Porque qué es lo que se decide cortar, eliminar, dejar de lado en la adaptación de lo que uno escribió y construyó como fundamental en el material de base. Y a Lucía Puenzo, pareciera, esa tarea le resulta sumamente complicada. Tanto, que termina estropeando los méritos parciales que una película como Wakolda tiene para ofrecer: buena reconstrucción de época, actuaciones sólidas, personajes complejos, un contexto social que sirve para trabajarlo a través de géneros cinematográficos como el thriller o el coming of age. Sin embargo la necesidad de abordar múltiples subtramas y apretarlas en 93 minutos, hace que la película luzca exageradamente plana, ahogada, sin generar las debidas tensiones que debería generar. El cine nacional tiene un problema fundamental en cómo se venden las películas. Sí, esto es arte y toda una serie de conceptos intelectuales que podemos hilvanar, pero en el fondo una película que se sube al circuito comercial no deja de ser un producto que se pone a consideración del cliente. Y Wakolda, en su tráiler, era vendida como un thriller con mucho misterio. Bien, uno debe analizar a una película por lo que es y no por lo que promete ser. Sin embargo, en Wakolda se nota mucho aquello de que la decepción viene por lo que se promete. Si bien Puenzo juega constantemente con elementos del thriller más psicologista, le falta la fuerza necesaria como para hacer que esa tensión tenga un peso físico en la pantalla y no se diluya vagamente. Por ejemplo, un error fundamental es darle al espectador, desde la previa, la información de que ese médico con el que se cruza la familia que va a manejar un hotel en Bariloche es Mengele. Así, la primera media hora de película carece casi de importancia. Pero el mayor inconveniente son, precisamente, esas subtramas que licuan el misterio hasta llegar a un final que se resuelve muy a las apuradas y desprolijamente. No tenemos sólo a Mengele y su relación con la hija de la familia (lo más interesante y mejor contado), sino también el hobby del padre y sus muñecas, la madre y su seducción por el médico y sus teorías sobre el trabajo genético, la violencia contenida de una comunidad como la de Bariloche, el espionaje judío sobre los nazis que andaban dando vueltas por el mundo, la voz en off que se pierde, la vida intramuros en un colegio alemán. Y siempre, de fondo, todo el tiempo, como si faltara algo, la Historia. Lo real, lo que pasó, lo que debería sostener el interés en la película. En eso, Lucía Puenzo vuelve al cine argentino de los 80’s y un poco al cine de su padre, donde lo irreprochable del tema impedía cuestionar las películas, y donde el exagerado uso de primeros planos terminaba por ahogar toda posibilidad del relato. Wakolda está contada sólidamente al comienzo (cuando los personajes se conocen), pero cuando empieza a estirarse y desarrollarse otras tramas, pierde fuerza notoriamente. El uso de primeros planos hablaría de un film concentrado, pero Wakolda es todo lo contrario. Es demasiado ambiciosa para concentrarse -sólo- en esa familia y ese alemán y en ese hotel. Un poco lo mismo le pasaba a la directora en El niño pez, aunque allí el descalabro era también estético. Aquí, por el contrario, las cosas lucen más controladas. El mayor inconveniente, decíamos, es que abre tantas subtramas en tan poco tiempo, que necesitaría de mayor espacio para que todo respire adecuadamente. Un ejemplo de eso se da en una escena que comparten el médico, la nena y el padre en un restaurante: antes de llegar ahí, habíamos visto un largo plano general del auto yendo al lugar (y habíamos visto demasiados largos planos generales de rutas y autos yendo a algún lugar), pero una vez que están en el restaurante, la escena va directo al hueso del diálogo y todo se resuelve velozmente. Duró más la preparación hacia ese momento, que el momento en sí. De esta forma, no se puede construir un clima acorde y los actores carecen del tiempo necesario como para no ser algo más que un cuerpo que tira frases importantes. Y así, Wakolda se diluye entre los dedos del espectador que espera algo que nunca pasa (y esa espera frustrada podría ser interesante si estuviera bien trabajada). Una película mecánica (primeros planos para los diálogos, planos generales para los paisajes) en un sentido narrativo, calculada y que apenas late un poco cuando las actuaciones hacen que tenga vida: especialmente Alex Brendemühl, quien construye a su Mengele desde lo mínimo, con miradas y un porte físico (que siempre son misterio), y es por eso que, a pesar de lo segmentado de las escenas, en pocos segundos hace que su presencia se torne indispensable para sostener una película bastante deshilachada.
Un montón de gente incómoda Cuando las comedias mainstream nacionales (Dos más dos, Corazón de León) están siendo un poco más profesionales en aspectos técnicos que aquellas comedietas producidas por Telefé o Pol-Ka en los 90’s, el estreno de Sólo para dos es como un túnel del tiempo. Ojo, no es que aquellos aciertos técnicos se trasladen también a la mirada que esas películas tienen sobre el mundo, pero por algo se empieza: primero se es un poco más competente en lo formal, tal vez luego venga la renovación en la mirada. Tal vez, y eso tenga que ver otros autores y otra gente relacionada con los proyectos. Lo conservador y machista, persiste. Pero Sólo para dos es un volver porque mantiene esa celebración de cierta viveza masculina y la postulación de la histeria femenina, a la vez recupera el despropósito formal de comedias como Papá se volvió loco o Un argentino en Nueva York: una pobreza estética que se completa con malas actuaciones, un feísmo visual sin igual, situaciones que parecen improvisadas en el rodaje y una escasa idea de cómo se construye un gag o una situación graciosa. Hay que señalar que Sólo para dos es una coproducción con capitales venezolanos y españoles, y claro que en algún lugar las cinematografías hispana y argentina se emparientan: cada país tuvo sus comediantes populares y su aprecio por la comedia picaresca masiva. Esto debe entenderse, sobre todo, por tratarse de sociedades que vivieron a la sombra de dictaduras durante un largo tiempo. Sin embargo, el vacío parece culturalmente instalado cuando pasados ya muchos años de aquellas dictaduras, ese humor persiste y se sostiene. Aunque menguado en sus alcances y con un intento -vano- por mofarse de cierto prototipo machista -porque al fin de cuentas se pone en crisis pero se termina celebrando igual-, este film de Roberto Santiago es una picaresca castrada: se recurre al formato vodevilesco de confusiones en la playa, pero se tiene el prurito intelectual de caer en el chiste grueso. Y la película no termina siendo ni una de Woody Allen ni una de Porcel y Olmedo. Al fin de cuentas la única que le hace honor al subgénero es María Nella Sinisterra, que tiene poco talento pero al menos hace lo que tiene que hacer: muestra sus tetas dos veces. Invalidada -por pecho frío- su celebración machista e imposibilitada, por lo básico de su trama de parejas que se hacen y deshacen, su potencia intelectual, Sólo para dos queda a merced de lo que pueda hacer su elenco. Hay una creencia, por estas tierras, de que el gesto ampuloso es el génesis de la comedia. Ante esto, Nicolás Cabré debería ser el rey: Cabré, ya lo he dicho antes, supone que ser gracioso es apretar los dientes y zarandear la cabeza de acá para allá como esos perritos que se ponen en los autos. Y lo peor es que en ese plan lo acompañan Santi Millán y Antonio Garrido, dos españoles que convierten en algo grotesco hasta a la misma definición de grotesco. Aunque las palmas se las lleva Martina Gusman, quien interpreta a la dueña de este resort caribeño con la misma tensión y pesar que a la médica de Carancho sin darse cuenta que está adentro de una comedia. No hay amabilidad ni simpatía en su rostro, más allá de que su personaje la esté pasando mal. Hay una escena que está bastante bien pensada: la confusión de amantes en un restaurante. Pero la misma es tirada por la borda por lo anterior, las actuaciones son pésimas. Y hay un intento de seducción de Cabré a Sinisterra que, filmado en un plano, funciona. Si uno lo piensa bien, lo de Gusman parece un ejercicio metalingüístico: si su actuación es más digna de un drama ambientado en el conurbano bonaerense que de una comedia veraniega y ligera como esta, el film puede leerse como el encuentro de un montón de gente (personajes, actores) que preferiría estar en otro lado pero no puede. Y uno también, como espectador, desearía estar en otro lado en vez de estar mirando esta cosa. Esperemos que al menos el elenco y el equipo técnico hayan pasado unas lindas jornadas de playa en semejante lugar paradisíaco.
Los héroes no son lo que eran “Es la historia del tipo humilde que le gana a todos, es como Rocky”, dice uno de los personajes secundarios de Aviones, y con esa frase la película nos advierte: “no esperen otra cosa, el avioncito fumigador va a competir contra grandes y veloces aviones y terminará venciendo, es una película que cumple el sueño americano a rajatabla”. Lo cumple, no sin antes atravesar algunos tragos amargos, como que el mentor se revele como un tipo bastante conflictivo y con una deuda en su pasado. Pero si la analogía con Rocky -que entenderán los adultos- no era suficiente, Aviones es además un film que se desprende del universo Cars y para reafirmar aquello la reescribe más o menos letra por letra: la competencia, el genio prepotente, el trabajo en equipo, los héroes marginales. Es, como aquella, una película deportiva. Aunque con variantes a Cars: Dusty, el protagonista, no es como el Rayo McQueen, que era un exitoso. Aquí estamos ante un laburante, y su aprendizaje tendrá que ver con el “persevera y triunfarás”. Es curioso lo que pasa con Aviones, que es el nuevo film de Disney pero en este caso Disney/Disney sin la presencia de Pixar, ya que iba a salir directo al dvd, pero funcionó mejor de lo esperado y terminó en las salas. Si bien el guión no se aparta dos centímetros de lo básico y los personajes están construidos con inevitable intención comercial, hay que reconocerle sí el cuidado estético, el bello diseño visual, la milimétrica empatía con el universo Cars, y una lógica interna que funciona sin demasiadas explicaciones (por más que a veces nos preguntemos qué demonios trasladan los aviones de pasajeros en un mundo poblado por autos y aviones, y sin seres humanos a la vista). A diferencia de Cars, que tenía una intención revisionista en su nostalgia de los pueblos (convengamos que fue un éxito raro, ya que la película tenía un ritmo pausado para los niños y era muy larga), lo de Aviones es mucho más simple, por eso que también uno le perdone algunas cosas que no le perdonaba a la pésima Cars 2: con menos ambiciones y pretensiones, Aviones es una película que funciona con ligereza y se ve con agrado (hasta que cierto nacionalismo naif inunda un poco el final). Es verdad que usted podrá decir “esta película ya la vi”. Incluso, podrá decir: “esta película ya la vi… ¡hace dos meses!”. Sí, porque Aviones se parece a Turbo, y si bien ninguna de las dos inventó nada, aquella de Dreamworks tenía a su favor la energía y alegría con la que era contada y que su paradoja era mucho más creativa y desbordada: ¡un caracol contra autos de carrera! Porque si vamos a recurrir al cuento del débil que gana, qué mejor que el pobre sea pobre-pobre y el rico, riquísimo. Aviones no sólo hereda de Cars el diseño visual, sino que de Cars 2 copia su pobre mirada universalista que no puede más que sostenerse con estereotipos sobre el extranjero: el inglés que toma té, la brasileña seductora, el mexicano simpático (y atenti que los mexicanos ya aparecían en Mi villano favorito 2 y Turbo). Aunque el film tiene una secuencia curiosísima, cuando los demás aviones (extranjeros) tienen que ayudar al bueno de Dusty (norteamericano) a completarse con partes prestadas por ellos. ¿Una referencia a la crisis económica del país del norte? Vaya uno a saber, lo cierto es que en algún momento a Dusty lo presentan como “el héroe de la clase trabajadora”. Los héroes ya no son lo que eran. John Lennon debe estar contento. Y Facundo Cabral, también, porque Dusty respeta aquello de: “vuele bajo, porque abajo, está la verdad”.