El lobo de Roma Es útil para poner en evidencia los problemas y las fallas que tiene La grande bellezza, comparar a esta película de Paolo Sorrentino con El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese. Dos estrenos de este año que tienen al desparpajo y al vértigo, formal y temático, como principal elemento constitutivo. Scorsese elige para contar el monólogo interior/exterior de Jordan Belfort un estilo exacerbado, un ritmo alocado que rebota contra la puerilidad de unos personajes vergonzosos en su hedonismo destructivo. Scorsese -que no juzga y por el contrario se fascina y nos fascina- sabe que esa velocidad es la única forma de contar este mundo, porque si uno se detiene y mira lo que hay, surge el inevitable juicio de valor. El lobo de Wall Street tiene el tempo justo. La grande bellezza tiene mucho de eso: el transitar felliniano-dolcevitesco del periodista y escritor Jep Gambardella por una Roma decadente y prosaicamente festiva es fragmentario, episódico, con situaciones que se entrelazan incluso por fuera de la búsqueda de un sentido que unifique. El inconveniente aquí es que Jep, al revés que Jordan Belfort, es alguien que forma parte y a la vez reniega de ese mundo, a sus 65 años le repele la superficialidad que ha sido norma, es alguien que juzga y no disfruta, es la culpa que Scorsese se olvidó por una vez. No está mal connotar la decadencia y repeler esas fiestas repletas de viejos verdes y señoras poderosas rellenas de bótox, esos bailes que exudan eclecticismo sexual, musical, intelectual. El inconveniente es que Sorrentino, no tanto Jep -el protagonista está en todo su derecho de hacerlo-, aborrece ese mundo que refleja, se nota demasiado su desprecio. Y ese rencor impide que el manierismo de su puesta en escena, el lujo superficial de brillantina, funcione porque lo convierte en algo más intelectual que emocional. Por eso que lo mejor de La grande bellezza son sus primeros 20 minutos, un verdadero espectáculo audiovisual que merece ser visto en la pantalla más grande que exista, un desborde a lo Luhrmann que no deja de señalar la decadencia pero a través del disfrute y la sugerencia. Claro, mientras Luhrmann hace del pop una autopista para construir el relato, Sorrentino sólo juzga y desnaturaliza, lo exhibe para demostrar su opulencia de planos y movimientos de cámara y luz refulgente. No le importa demasiado más que revelarse como el verdadero renovador del lenguaje cinematográfico italiano. Una vez pasados esos fascinantes primeros 20 minutos, que hacen chocar a la Roma diurna, histórica y solemne con la nocturnal, festiva y decadente, La grande bellezza arranca con el relato confesional de Jep Gambardella. Ahí, el film alterna momentos y personajes más atractivos que otros, lógico para un relato episódico, y comienza a empalagarse con sus reflexiones, sus temas y manierismos visuales. Tal vez el más acertado -y curioso- de los apuntes de Jep/Sorrentino sea aquel que pone en evidencia la ridiculez de cierto arte postmoderno y de los artistas snobs que lo reproducen. Lo que no observa Sorrentino -o tal vez sí pero se quiere pasar de gracioso- es que su propia película cae en esos simbolismos y recursos puramente efectistas que dice cuestionar. Como se le escucha decir en algún momento al protagonista, “quiero algo más que una provocación”. Como gesto, La grande bellezza puede fascinar a algunos (y reconozco que por momentos me subyugó), pero no deja de ser eso: un gesto demasiado adornado y exagerado en su pretendida y ambiciosa profundidad. La sensibilidad -o algo parecido-, eso tan buscado y gritado por Jep, aparece recién muy al final. Paolo, para la próxima, quiero algo más que una provocación.
Shakespeare desapasionado ¿Para qué volver a una historia contada ya cientos de veces? Romeo y Julieta no es sólo una de las obras de William Shakespeare más versionadas en el cine, sino que debe ser una de las historias de la Historia de la literatura más adaptadas a la pantalla. Y esto es así -entiendo- porque su historia de amor es tan trágica y tan universal, que no hay público que pueda resistirse a ella. Romeo y Julieta ha tenido acercamientos más clásicos (Zeffirelli) y más modernos (Luhrmann), e incluso otras que libremente se acercan a su universo como la reciente película animada Gnomeo y Julieta que hurgaba tanto en el mundo de Shakespeare como en el de las canciones de Elton John. Por eso que esta versión del italiano Carlo Carlei no debe ser juzgada por su falta de originalidad, sino simplemente porque no logra justificar una mirada personal y se pierde en un nadismo excesivo. Carlei, un director interesante que hasta supo dotar de cierta negrura a un film supuestamente infantil como la perruna Fluke, no puede hacer pie ni siquiera en lo trágico del romance de los amantes de Verona porque el acercamiento al texto original es aquí deliberadamente adolescente y lavado, incluso respetuoso en el mal sentido, que hace de la fidelidad pura ilustración escolar. El proyecto tiene en la mira las sagas juveniles estilo Crepúsculo, con sus protagonistas de una sexualidad apolillada, enamorados de una idea del amor ilusoria e industrializada. Ya de los componentes políticos de la obra, mejor ni pensarlo: Stellan Skarsgård y su príncipe de Verona es de lo más gracioso del film ya que aparece para tirar alguna línea importante e irse. Romeo y Julieta apenas se sostiene en dos departamentos básicos: el de las ambientaciones y el de las actuaciones. En el primero, observamos bellísimos espacios, algunos de la mismísima Verona, que no precisan de digitalización ni excesivo decorado: palacios, jardines, de una hermosura dignamente cinematográfica pero que hubieran necesitado una cámara más atenta y virtuosa. En el segundo, tenemos actuaciones de todo tipo y tenor, que igualmente logran llamar la atención, incluso a su pesar: Paul Giamatti con su pícaro fraile Lorenzo y Lesley Manville como la confidente de Julieta brillan, mientras que Damien Lewis sobreactúa y teatraliza exageradamente cada acción haciendo de su Capuleto un monigote insoportable. Y la parejita Hailee Steinfeld – Douglas Booth, como Julieta y Romeo, tiene menos química que un estudiante de contabilidad. Intuyo que esta adaptación del clásico sólo puede interesar mínimamente a quienes nunca hayan tenido contacto con ella y puedan sorprenderse con los giros que va tomando la historia. Por lo demás, una adaptación tan administrativa y desapasionada que hace del amor un acto rutinario.
Un documental que observa El ojo del tiburón, de Alejo Hoijman, es un documental de observación. Ahí se pueden apreciar y delimitar todas sus posibilidades. En el buen sentido, digamos que gracias a esa cámara que se planta con un grado de intimidad asfixiante podemos indagar vagamente en la vida de estos jóvenes que se dedican a la pesca de tiburones por aguas nicaragüenses, sin ningún tipo de subrayado y con una envidiable precisión del encuadre y la fotografía. Pero ahí donde Hoijman pone el ojo y decide no subrayar, el documental se ahoga en un mar de intrascendencia de la cual suele salir cuando alguna imagen curiosa (un plano estático sobre la selva que resulta hipnótico y nos produce intriga sobre ese mundo) o situación particular (el diálogo sobre las bondades de la justicia y el narcotráfico) aleja del sopor general. Con este tipo de películas que recorren festivales y ganan premios ocurren cosas muy curiosas. Pero lo peor es que se construye a su alrededor un halo de sabiduría del cual parece muy difícil escapar sin sonar antipático. Sobre El ojo del tiburón se han dicho cientos de cosas positivas, muchas de las cuales es necesario hacer una sobre-interpretación para poder hallarlas: que la aparición de un teléfono celular en este contexto selvático refiera a los vicios de la modernidad contra el origen salvaje, en verdad habla más de la valentía del crítico para ponerse en el pedestal intelectual que de las probabilidades del film; que un plano en el que aparecen unos militares medio torpes necesariamente connote la presencia de un universo violento es una lectura bastante superficial; que algunos diálogos adolescentes refieran a la estructura del coming of age, es dudoso. Hay que reconocer, no obstante, que lo que se ha dicho de la película no es culpa de la película sino de quienes han hablado sobre ella. A la película podemos acusarla de otras cosas, incluso de poseer muchos vicios del cine festivalero. La forzada ilusión de que ir contra las formas tradicionales construye sí o sí una mirada moderna y compleja, por ejemplo, es una tontera. El ojo del tiburón se queda en la observación y elude varias responsabilidades temáticas y formales. ¿Por qué no centrarse en el trabajo de esos hombres de mar y su búsqueda de tiburones? Ahí tendríamos un film sobre un grupo de profesionales ásperos cumpliendo con una tarea poco habitual. ¿Por qué no indagar mucho más en el antes y en el después de esos chicos protagonistas? Así se hace imposible el coming of age, porque no sabemos de dónde vienen ni a dónde van. ¿Por qué no abusar de la complicidad de la cámara y saber qué es de la vida sentimental de estos chicos en un contexto social y espacial poco habitual para nosotros? ¿Por qué no recurrir más a esas instancias metatextuales donde los chicos ven lo filmado o charlan sobre el documental que protagonizan? Por el contrario, El ojo del tiburón decide recorrer todo esto que mencionamos como viñetas sin una conexión clara y sin poder hacer de esa observación una lectura. Y básicamente ocurre esto porque confunde lectura con opinión. El film de Hoijman termina siendo un documental que se quiere ficción, pero que contamina ambos formatos anulando sus virtudes. Un documental que observa, observa y observa, pero muy poca veces dice algo.
Para la libertad En Esto no es un film partimos de una circunstancia específica: sí, Panahi fue condenado por la Justicia de su país a no filmar durante 20 años y a pasar 6 en prisión. Y a propósito tenemos una acción/reacción: encerrado en su casa, Panahi ayudado por el documentalista Mojtaba Mirtahmasb filma casi de contrabando una “película”, en verdad, un monólogo del realizador explicando un guión para el que no tuvo el visto bueno del Gobierno y por el otro, reaccionando ante las noticias negativas que le llegan sobre su situación judicial. Todo esto que conforma el relato es como una bola de sensaciones que llevan -poniéndonos en el lugar de injusticia que ocupa el realizador- a la rápida exaltación de genialidad. Siendo concretos, Panahi es lo suficientemente inteligente y lúcido como para no hacer un ejercicio ombliguista y, desde la más prosaica de las situaciones, hacer una película que diga algo sobre su situación y que a la vez, irónicamente desde el título, le diga a la Justicia que esto “no es una película” y que ese “no lo es” signifique, también, que esto es algo más, un grito de libertad. En lo que se ve hay bastante de reflexión sobre el poder de la imagen y la representación, incluso Panahi sabe qué es aquello que no se debe mostrar: cuando está a punto de quebrarse, se aleja del plano y desaparece. Esto no es un film tiene momentos intensos, cómicos, y hasta incluso un prodigio de puesta en escena en los últimos diez minutos cuando aparece el conserje del edificio donde vive: si esto fue planificado o no, no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que se trata de un instante de cine mayúsculo, que indaga incluso en los propios temas y formas ensayados por el realizador en su filmografía. Por lo tanto, y más allá de todo, estamos ante una pieza curiosa, simpática, necesaria, pero lejos de la obra maestra que algunos han querido ver.
El mejor pescado podrido de la historia Coincido con Rodrigo Seijas -que le pegó duro a la película acá- en una sola cosa: Escándalo americano no es una gran película. Ni siquiera está entre lo mejor de David O. Russell, uno de los directores norteamericanos más interesantes de las últimas décadas con una atractiva filmografía entre las sombras que recién ha alcanzado visibilidad para el gran público en los últimos años y gracias al Oscar. Sin embargo a Rodrigo parece preocuparle más la repercusión de la película, que la película en sí, algo que se repite llamativamente en la mayoría de las críticas negativas que tiene el film y que viene a poner en evidencia el mayor logro de esta obra de Russell: conseguir una absoluta comunión entre su fondo farsesco y su forma deliberadamente camaleónica, entre sus personajes enmascarados y su moraleja sobre la supervivencia entendida como un cambio de piel constante, y que genera fascinación o desdén, pero ese desdén se dirige preferentemente hacia la fascinación que genera y no tanto a la obra en sí. Russell elabora una historia donde los personajes tienen peluquines, o se hacen la permanente, o tienen hijos que no son suyos pero de los que se hacen cargo, o usan apellidos falsos, o se hacen las bobas para sacar partido, o son políticos honestos hacia afuera pero que aceptan sobornos hacia adentro, o venden pinturas falsificadas. Doble vidas, pero no dobles vidas cualquieras: dobles vidas que en verdad son la única vida, porque sus protagonistas son personajes que se miran en el espejo y terminan eligiendo la vida esa que se refleja, nunca la propia, porque esa reinvención es la que les asegura la supervivencia: el agente del FBI no es muy honesto pero persigue esa pureza que el sistema le ofrece porque eso lo haría escapar de la mediocridad en la que vive; el falsificador no está muy seguro de ayudar a la ley, pero sabe que eso le permitirá retomar su espacio como sujeto social y dejar de ser un marginal. Y así, todos. El leit motiv del film es esa charla entre Bale y Cooper en la que Bale muestra un cuadro falso y pregunta acerca de si el falsificador supera o no al creador. ¿Quién es mejor, el que vive tal cual los preceptos de la cultura en la que está inmerso o el que desde los bordes simula que cumple con las reglas del juego? Apariencias, falsedades. Y en esa falsificación constante que son los personajes y la propia narración, siempre modificándose y en perpetuo movimiento a costa de caer en baches y renunciamientos (el personaje de Amy Adams se va desdibujando a medida que avanza la película), Russell también se prueba varias pieles: su película es scorsesiana en un sentido formal, el montaje y los planos son veloces, la música tiene una cosa corpórea, va con los personajes (notable momento Live and Let Die con Jennifer Lawrence), y a la vez simula al Paul Thomas Anderson de Boogie nights, casualmente el PT Anderson más Scorsese. Si bien las conexiones entre Russell y Scorsese son notorias desde El ganador, aquí adquiere una pose más superficial, más de luz y brillantina, como esos setentas que están más en peinado y vestuario, que en espíritu. Lo superficial es deliberado aquí: si en El lado luminoso de la vida Russell arriesgaba cuando pasaba, sin solución de continuidad, del indie recargado a la comedia romántica grasosa, en Escándalo americano transita todo el tiempo en esa atmósfera resbaladiza de las banalidades. Retomando el comienzo de este texto, el gran triunfo de Russell, entonces, es que convierte a su película en una obra celebrada, premiada, distinguida, aún cuando se trata de un film que aparenta más de lo que cumple. Y esa apariencia que trafica banalidad por gran cine es la mayor de las maniobras del falsificador Russell: hacer pasar gato por liebre, vender pescado podrido, pero poniéndose en el lugar del trucho y nunca mirándolo con sorna y a la distancia. Si uno la mira detenidamente, Escándalo americano no es ni desaforada, ni escandalosa, ni arriesgada, ni punzante; todo lo contrario. Estamos ante una fábula moral bastante inmoral (porque justifica la corrupción de la política, porque nos hace sentir empatía con el patético Bale, entre otras cuestiones), el mejor pescado podrido, el más lujoso de la historia.
Espionaje de bajo calibre Jack Ryan está de vuelta. ¿Alguien lo esperaba? Y… la verdad que no, pero por ahí la reciente muerte de su creador (Tom Clancy) puso al personaje de nuevo en la consideración del público, aunque no parece ser este el caso. Y lo peor de la película dirigida por Kenneth Branagh es que hasta parece hacerse cargo de ese liderazgo de segundo orden que el personaje representó para el cine. Porque, convengamos, la fama de Jack Ryan (más allá de las novelas) se debe a que fue interpretado en dos ocasiones por Harrison Ford en la época en la que Harrison Ford todavía era Harrison Ford y te llenaba un cine: La caza al Octubre Rojo siempre fue un show de Sean Connery y Alec Baldwin estaba todavía en la etapa en la que nos parecía un don nadie, y La suma de todos los miedos estaba protagonizada por Ben Affleck. Es decir, resulta bastante dudoso el lugar que el personaje tiene dentro del cine. Otro dato más para minar el potencial interés de una película que no puede despertarlo por sí misma: apenas un par de películas le alcanzaron a Jason Bourne para convertirse en un referente del cine de acción y espionaje, logrando un paradigma audiovisual que se convirtió en regla para el cine de acción posterior y que, incluso, sirvió para hacer necesario de alguna forma el relanzamiento de un personaje instaladísimo como James Bond. Por el contrario, Ryan siempre corrió detrás de Bond, incluso su rol de espía de escritorio antes que hombre de acción lo hacía ver bastante antipático. Código sombra… quiere actualizarlo, pero no lo logra del todo. Chris Pine es hoy el encargado de calzarse el traje, en este film que tiene las ganas de ser un reboot, pero que también defecciona en esa instancia: digamos, lo que se muestra es cómo el personaje se vincula con la CIA pero no hay en esos primeros pasos algún conflicto fuerte que tenga que ver con lo virginal. A Ryan le cuesta un poco matar a su primera víctima, le tiemblan las manos, pero rápidamente el espía se encuentra como pez en el agua. Es como si la película tuviera la necesidad de explicarse y relanzar el universo Ryan en vez de contar una nueva aventura del protagonista, que eso es lo que termina ocurriendo. Una aventura poco interesante y que tiene adosado, para colmo de males, un patriotismo que funciona sólo cuando se reconvierte como ironía canchera: por ejemplo, el ruso malvado que interpreta el propio Branagh. Película a reglamento, Código sombra: Jack Ryan tiene tres o cuatro escenas de acción y suspenso pero ninguna logra sobresalir de la media de un cine industrial que de tan profesional, ya no sorprende. Tal vez lo que más molesta es que aún con su mirada crítica pero Americana al fin, las historias de Tom Clancy tenían un subtexto político atractivo, eran las historias de un tipo que había estado del lado de adentro (trabajó en la propia CIA) y que contaba algunas minucias interesantes del mundo del espionaje; no era un Le Carré, el suyo era un mundo de hombres que se definían a través de la acción. Y sinceramente este film de Branagh -que también hay que decirlo, no está basado en ninguna novela del escritor- es imposible de relacionar con la realidad, sus comentarios políticos son totalmente banales y construye un film de buenos y malos sin mayor complejidad, fallando además en el espíritu del original. Acaso Pine tiene más carisma que todos los actores que interpretaron a Ryan juntos -restándole bastante de la frialdad habitual del personaje- y la presencia de Costner es siempre un respaldo de clasicismo bienvenido. Pero igualmente este renacimiento de Ryan es lo bastante poco interesante como para augurarle un futuro escueto.
Cine chorizo relleno de pavos Con el cine de animación está pasando algo similar al cine con actores: Hollywood (o al menos ciertas instancias de Hollywood, si tenemos en cuenta que mucho cine indie tampoco llega) no deja casi lugar para nadie más en el calendario semanal de estrenos, y espacios que podrían ocupar películas de otras nacionalidades son ocupados por productos menores como este, que apenas tienen como objetivo ser eslabones en la cadena de producción anual. Digamos que para sostener el estreno Disney, el estreno Pixar, el estreno Dreamworks (cuando sale bien), la industria se vale de productos intrascendentes pero indispensables: aunque el problema de Dos pavos en apuros de Jimmy Hayward no es que se trata de un producto menor y utilitario, sino que encima es una película rutinaria, plagada de chistes mediocres y con apenas un par de buenas ideas totalmente desaprovechadas. Una de las buenas ideas está en la premisa. Dos pavos viajan al pasado para evitar que se inaugure el Día de Acción de Gracias con la tradición de comerse un pavo, y así salvar a cientos de miles de su especie a lo largo de la historia de los Estados Unidos. Es una idea, si se quiere, hasta subversiva: meterse con las costumbres y las tradiciones de aquel país, caricaturizarlas y ridiculizarlas. Incluso, si los pavos son metáfora más que evidente de los aborígenes perseguidos y exterminados por el blanco en el suelo Americano. Pero esto no es más que un guiño, una excusa para generar interés. Digamos que la crítica se convierte apenas en una acción sustitutiva de materia prima, y lo que amenazaba con ser una afrenta a las tradiciones se queda en el mero chiste simpático. Dos pavos en apuros, pues, prefiere los chistes de pareja despareja (uno de los pavos es medio ídem, el otro es voluntarioso y un tanto neurótico) y la historia de auto-superación antes que la sátira (al arranque en la Casa Blanca le falta timing), y ese es su mayor pecado. Si nos aplicamos a lo que la película es en vez de a lo que podría haber sido, hay que decir que por momentos funciona -cuando el humor surge como un sucedáneo de lo absurdo-, pero por otros es aburrida y escasamente graciosa. Tiene cinco o seis chistes que dan en el blanco, pero intuyo que esos se los deben repartir cuando ingresan en la larga línea de producción de cine animado norteamericano.
El pacifismo era cosa seria El juego de Ender, adaptación del libro de Orson Scott Card -considerado ya un clásico de la ciencia ficción de los 80’s-, es una de esas películas que sirven para demostrarnos que hay que ingresar al cine ligero de prejuicios. Al menos, lo más posible. El tráiler era malo, las adaptaciones de sagas literarias infanto-juveniles saturan el mercado, el director Gavin Hood viene de atrocidades varias como Wolverine, y en los Estados Unidos a la película le fue como el demonio de mal. Motivos había, pues, para esperar lo peor. Pero -y ahí lo interesante- daría la impresión que los responsables del film trataron de sacar virtud de los múltiples elementos trillados y recurrentes que constituyen El juego de Ender, y apostaron por una película con una personalidad definida que si bien no es ninguna maravilla, al menos cumple con su objetivo de sembrar un nuevo universo cinematográfico para ser explorado. En El juego de Ender hay mucho del procedimiento que llevó a la pantalla grande a Los juegos del hambre: la película no se desvive por sostener el interés del espectador a puro golpe de efecto, sino que se propone una narración más relajada y con el acento en los personajes y su psicología. También, hay veteranos que aportan su prestigio en personajes de reparto bien puntuales: Harrison Ford, Ben Kingsley, Viola Davis. Y en el centro, una estrella juvenil en ascenso como Asa Butterfield, que aporta solidez al protagonista, un personaje bastante conflictivo y al que el aspecto parco del actor amplifica en muchos aspectos. Al igual que Katniss Everdeen (o al revés, si tenemos en cuenta que Los juegos del hambre es muy posterior literariamente hablando a Los juegos de Ender), el joven Ender es un héroe a su pesar. Y su éxito se enmarca en un contexto social y familiar, donde la cultura ha hecho de la violencia un modo de vida pero también de subsistencia. Aquí también algo primordial es el sentido de liderazgo y de aquello que estamos decididos o no a hacer para ser respetados y aceptados. Y si bien la adaptación dejó de lado mucho del subtexto político y religioso que existía en el libro, lo cierto es que funciona igual y no pierde un ápice de su potencia humanista. Es verdad que el film de Hood peca también de esa seriedad que carcome las entrañas de mucho entretenimiento adolescente actual. Y si bien llama la atención su falta de humor, hay que reconocer que el drama funciona y que el film tiene una estructura narrativa pensada en función del revelador final. En él, la palabra “juego” adquiere reminiscencias bastante siniestras y logra incorporar varios sentidos en su dialéctica: habla de la tecnología, habla de los liderazgos, habla de cómo los adultos pervierten el mundo de los niños. Y mucho de esto está dicho sin redundar en el mensaje y recurriendo plenamente a la imagen y el movimiento. El juego de Ender es un film pequeño en su proyección, pero que a diferencia de otras sagas nos promete un futuro interesante. Habrá que ver -reglas del mercado al fin- si el fracaso comercial permite seguir la aventura que Card imprimió en varios volúmenes.
500 (pajas) con ella En su debut como director en largometraje, Joseph Gordon-Levitt elige un tema contemporáneo y decide ponerlo en escena asimilando discursos narrativos del presente: contemporáneo porque si bien la pornografía es más vieja que la injusticia, lo cierto es que la pornografía a la que hace mención Gordon-Levitt es la de Internet, la que -disculpen el exabrupto, pero ya que estamos- está a mano. Su protagonista, un Don Juan masturbatorio, es fanático de los sitios de videos XXX, sale con cientos de minas pero prefiere antes el placer de estar frente a la computadora, y la película lo registra en su actividad con el mismo criterio fragmentario y selectivo de esa pornografía. Entre sus manos es una película que maneja inteligentemente el nivel de la imagen, iconográfica y narrativamente, aunque se empantana a la hora de desarrollar sus temas sin caer en bajadas de línea o mensajes rutinarios. En el nivel de la imagen, por ejemplo, tenemos la utilización que se hace de Scarlett Johansson como ícono sexual barrial. No hay una belleza sutil en la actriz -nunca lo hubo-, sino que lo suyo es más el erotismo de póster de taller mecánico. Gordon-Levitt lo sabe y por eso construye personajes que son y se mueven en universos que no les son ajenos. Es ahí donde el director demuestra un gran ojo para la construcción de un relato que sea coherente al menos en un sentido simbólico. Lo mismo ocurre con la manera en que el protagonista se relaciona con la Iglesia -o con su familia-: lejos de caer en los terrenos del sermón clerical, la película evidencia lo supersticioso que hay en el vínculo de algunas clases sociales con la religión y lo espiritual. El inconveniente mayor de Entre sus manos es que el director, protagonista y guionista no logra nunca desarrollar del todo una idea profunda sobre el tema que se ha decidido a abordar. Y convengamos que el “tema” es bastante fuerte y presente, como para no saber bien qué hacer con él una vez que se mete a desarrollarlo. Aclaremos: por un buen rato la película funciona y hasta aporta una mirada despreocupada del sexo y de la vida en pareja, al menos para los estándares de Hollywood. Es hedonista, es divertida, y topándose con situaciones parecidas a las de Shame: sin reservas, logra que el sexo sea menos una carga culpógena que algo placentero. La película gira alrededor de la imposibilidad emocional de relacionarse que tiene el protagonista, se cree en parte por culpa de la pornografía que consume. En algún momento la pregunta surge y hay un personaje que deja picando la duda -me sigo disculpando-: la pregunta que debería responder la película es ¿por qué el protagonista no encuentra el mismo placer en las relaciones sexuales en vivo que el que encuentra cuando tiene sexo virtual? Lejos de dar una respuesta acorde, Entre sus manos da varios giros, como si se avergonzara de la comedia canchera y un poco hedonista que había sido -y tuviera que justificarse-, y se convierte en una comedia romántica con personajes torturados (la Esther de Julianne Moore es sencillamente insoportable) que encuentran la salvación. Gordon-Levitt termina filmando, así, una reversión de 500 (días) con ella pero un poquito más guarra, donde vuelve a hablar de cómo la cultura popular construye un tipo de ideario romántico que no tiene por qué ser real, eludiendo olímpicamente el tema que nos había convocado. Porque nos vamos del cine sin una idea muy clara acerca de si se puede tener más placer mirando pornografía que teniendo sexo con otra persona, aunque sí podemos decir que si hallamos un ser de luz en nuestra vida podemos estar cerca del amor y ahí sentir muchísimas cosas lindas. Entre sus manos termina siendo como el propio Gordon-Levitt, simpático, intenso, pero bastante inofensivo.
El color con que se mira La increíble vida de Walter Mitty está partida en dos partes: la primera y más satisfactoria está marcada por la comedia, un territorio en el que el Ben Stiller actor-director sabe moverse como pocos en el panorama del cine actual; y una segunda que se mete de lleno en la aventura con alta dosis de lección de vida y mensajismo, que es más problemática y arriesgada pero a la vez más interesante, precisamente por eso: porque es ahí donde el actor-director se juega las cartas más importantes en esta adaptación del cuento corto de James Thurber sobre un tipo que sueña despierto mientras hace muy poco con su vida. Hasta el momento, Stiller como director nunca había abordado un registro sensible en su cine, teñido habitualmente por fábulas oscuras y satíricas. Así que la correspondencia es total entre el Mitty que decide ser dueño de su vida, arriesgarse, y el Stiller que abandona el cinismo y acepta que la esperanza no es lo último que se transmite. Aquella primera parte, la que transcurre casi totalmente en las oficinas de la revista Life antes de su cierre, muestran a un Stiller segurísimo a la hora de construir comedia: con elementos de Tati o Kaurismäki -tanto en la ambientación como en un humor entre extraño y lunático- y de Wes Anderson en el tipo de encuadre y en la selección de tonos pasteles para el diseño visual, el actor hace lo que mejor sabe: juega a la incomodidad, construye un personaje improbable en este Siglo XXI y lo pone en ridículo constantemente, aprovechándose de fobias y taras sociales. Hay chistes que parten de la puesta en escena, otros que se forman a partir del estupendo uso del montaje, también aquellos que se logran desde la capacidad actoral del propio Stiller y, por supuesto, las marcas autorales en gags que se valen de elementos reconocibles por la cultura popular para subvertirlos y ponerlos en crisis: el brillante momento Benjamin Button no desentonaría en Tropic Thunder, por ejemplo. Así como está, La increíble vida de Walter Mitty es perfecta. Y lo es, porque el director-actor juega en un territorio conocido, plácido, amable para su propio status de estrella. Por eso que se agradece el cambio rotundo en la segunda parte, ese golpe de timón que saca la aventura del mundo de lo imaginado en la mente de Mitty y la pone en primer plano. Primero tímidamente, con dejos de ese humor anterior que no se termina de abandonar, pero luego cada vez más dramático, romántico y emotivo. Esos territorios no son del todo perfectos, y la película consigue algunas rugosidades. Pero si algo la mantiene a flote es la conciencia total de Stiller sobre cómo se va forjando el subtexto de la película: partiendo del lema de la propia revista Life, el director junto al guionista Steve Conrad saben que la autoayuda y lo new age no se alejan demasiado del discurso publicitario, y así lo exponen en una secuencia donde se pueden leer frases motivacionales como parte de la señalética urbana en elementos que suponen -desde el estereotipo cultural- quiebres positivos en el ciudadano: un avión, un viaje, una ruta. El director se escuda, así, de la hipocresía en la que podía caer el film. Stiller, que ya jugó con la imagen en tanto sentido como significante, en películas como Zoolander o Tropic Thunder, se obsesiona esta vez con la fotografía, con el imaginario popular sobre los destinos turísticos “reveladores” para el occidental, con el paisajismo de postal de la National Geographic. Es en ese territorio, en una mezcla de sentidos que se fusionan, desde la autoconciencia del cinismo hasta la honesta creencia en lo espiritual, donde Stiller juega la segunda parte de su fábula, que no es otra cosa que una huída constante a lo gris de las frustraciones laborales, de la modernidad y el paso del tiempo, de las oportunidades y lo que dejamos pasar, sobre los seres pequeños que son fundamentales. Que una historia con tan alta dosis de moralina resulte querible y para nada intragable, tenía que ser obra de un comediante, de alguien que entiende que el mundo, antes que muchas otras cosas, es un hecho curioso y fascinante para apreciar con una sonrisa. Stiller construye su película más ambiciosa a la fecha y amplía sus posibilidades como narrador. Sin dudas, una mirada original para tener en cuenta, por si hacía falta decirlo.