MELODRAMA EN FUGA Como las enfermedades cuando ingresan en la vida de todos nosotros, en la película de Romain Cogitore una dolencia atraviesa y rompe con fuerza en un relato que, hasta entonces, contaba la experiencia sentimental de Maria y Olivier, una pareja de franceses que se conoce en Taiwán, que se construye sobre la base de evidentes diferencias de personalidad (ella es un torbellino, él es alguien más lento y mesurado) y que tiene a la palabra como eje principal: ambos trabajan de guías, ella está en el país asiático para escribir una novela y él habla 14 idiomas. Pero así como El territorio del amor es una historia de amor con sus particularidades, también lo es cuando la enfermedad toma protagonismo y la película no teme arrojarse a lo inverosímil. El film de Cogitore es claro en su estructura. Primero tenemos el amor, luego tenemos la enfermedad y la etapa de acompañamiento, y finalmente las consecuencias de la enfermedad y el ineludible desenlace trágico. Aun así, incurriendo en estructuras clásicas y con elementos reconocibles para el consumidor de melodramas románticos, el director toma desvíos por instancias que no eluden ciertas imágenes surrealistas o poéticas, como una nevada que cae sobre los amantes cuando están en la ducha. En ocasiones estos podría sonar un tanto subrayado o innecesario, pero El territorio del amor asimila un registro propio donde todo puede pasar, donde se integra lo prosaico con lo sofisticado. Es una película que no elude la extrañeza, como se hace evidente en la forma en que retrata la leucemia que ataca a Olivier y su posterior recuperación. Claro que en su afán por construir un melodrama convencional para luego desarmarlo ante los ojos del espectador, Cogitore comete el pecado de nunca terminar de construir un relato sólido o concentrado: de alguna forma cuesta encontrarle un sentido a todos los temas y tópicos que la película acumula a lo largo de su metraje. El territorio del amor se dispara por caminos insospechados, fascinando por momentos y generando hastío en otros. Hay algo auténticamente romántico en la historia de Maria y Olivier, pero también algo falso, artificial. No se puede negar que Cogitore construye un relato único, pero que también en ese afán pierde coherencia. Lo que tampoco se puede negar es que Déborah François y Paul Hamy están perfectos en sus roles, y que el magnetismo que generan en la pantalla es pate del sostén de este melodrama inclasificable.
LOS JUEGOS (TRÁGICOS) DEL AMOR Si en Asesinato en el Orient Express Kenneth Branagh se apropiaba de la estructura de misterio y suspenso creada originalmente por Agatha Christie para crear un relato centrado en la moralidad alrededor de las decisiones que consideramos ilegales y criminales, Muerte en el Nilo es casi la continuación lógica de esa operación. Si en la primera película veíamos cómo la escala de valores de Hércules Poirot era puesta en crisis por los sucesos que iba descubriendo, en este nuevo film contemplamos cómo el caso interpela su propio pasado a un nivel íntimo y personal. Ese vínculo con la historia previa -y oculta tras su gigantesco e inverosímil bigote- de Poirot ya queda claro desde la primera secuencia, una especie de prólogo situado durante la Primera Guerra Mundial, cuando el protagonista todavía no era el famoso detective, sino apenas un joven soldado tratando de sobrevivir a fuerza de momentos de astucia. Luego nos vamos adentrando en el conflicto central, una historia amores, traiciones y celos que arranca en un bar de Londres y sigue al borde de las pirámides de Egipto. Y que termina de explotar durante un crucero en las aguas del Nilo, en el que una pareja de recién casados (Armie Hammer y Gal Gadot) ha armado una fiesta para celebrar su luna de miel, pero también para huir del acoso de una mujer despechada (Emma Mackey). Lo que empieza con el asesinato de una joven heredera de una gran fortuna, continúa con una serie de crímenes y Poirot deberá emprender una carrera contra el tiempo para encontrar al homicida, que se revela como más elusivo de lo esperado. Si Muerte en el Nilo es un relato de investigación, también incorpora en ese ensamblaje la observación, con el punto de vista de Poirot compenetrándose en buena medida con el del espectador. Desde ahí es que el film se convierte en un retrato coral donde confluyen unas cuantas subtramas con un eje en común: el amor frente a diversos obstáculos, entre ellos, los mismos sentimientos amorosos. Y eso incluye al mismo Poirot, que ha sabido construir un muro contra los sentimientos donde los cimientos son su notoria soledad y su indudable profesionalismo, pero también su introversión y su resistencia a establecer vínculos que lo desestabilicen. Es ese componente dramático el que finalmente le interesa más a Branagh, y por eso quizás se toma un tiempo considerable para presentar y desarrollar a los personajes y sus conflictos con los demás y consigo mismos. Si por momentos hay un intento un tanto forzado de introducir la agenda del presente en un relato situado antes de la Segunda Guerra Mundial, además de algunos diálogos y monólogos que redundan en explicaciones, también hay que decir que Branagh sabe cuándo poner distancia y evidenciar el artificio melodramático, otorgando mayor ligereza cuando todo amenaza con ponerse demasiado solemne. En Muerte en el Nilo, queda ratificado que el realizador y protagonista se siente cómodo con el material a su disposición, que entiende ciertas demandas del público adulto contemporáneo, pero que también conoce algunas herramientas del cine clásico -e incluso de la propia literatura de Christie- a las cuales se aferra con convicción. Eso le permite jugar con diferentes tonalidades de lo romántico, pasando de lo trágico a lo lúdico, de lo sexual a lo púdico, con transiciones sustentadas en observaciones puntuales de Poirot. Y, al mismo tiempo, hilvanar un nuevo conflicto ético y afectivo para el famoso detective, al que le encuentra nuevas capas de interés, sin dejar de usar su iconicidad a su favor. Al fin y al cabo, quizás ese sea el objetivo final de la revisión de Poirot por parte de Branagh: revisitar, desplegar y exhibir a ese ícono del trabajo detectivesco, pero también encontrarle nuevos rasgos de humanidad, aunque eso implique que la labor deductiva quede en un segundo plano.
ANTROPOLOGÍA DE LA COMEDIA ROMÁNTICA Como si alguien hubiera encontrado alguna de esas cápsulas del tiempo que se enterraban para recordarle a un hipotético habitante del futuro cómo eran las cosas muchos años antes, Cásate conmigo irrumpe en los cines de 2022 para demostrar cómo eran las comedias románticas hace más de veinte años. La película es de 2022 porque las historias de Instagram se integran a la narración como quien quiere darle un aire de contemporaneidad al asunto, pero en lo concreto esta película de Kat Coiro huele a cosa vieja, no en un sentido negativo sino como elemento didáctico hacia las nuevas generaciones: así eran las comedias románticas antes de que la deconstrucción y la culpa progre obligaran a repensar uno de los géneros más asentados en el imaginario popular. En todo caso no sé si Coiro y su equipo de guionistas son del todo conscientes de la operación nostálgica y cultural que propone la película, pero si tenemos en cuenta los antecedentes de Tami Sagher (Muñeca rusa, Girls, Inside Amy Schumer, How I met your mother, Bored to death, MADtv), una de las escritoras, podemos llegar a pensar que hay algo adrede. Jennifer López, que fue la última heroína del género antes que pasara a mejor vida (el género, no la JL), interpreta a una célebre cantante pop que está por casarse arriba del escenario con otro cantante famoso (el también cantante Maluma), pero sufre un desengaño y un poco por despecho y otro tanto por la vergüenza que pasó ante cientos de miles de fan’s, termina relacionándose con un don nadie que está en la platea (Owen Wilson). Un poco como en Un lugar llamado Notting Hill, pero en la era de las redes sociales y la fama de cartulina, el film de Coiro trabaja sobre la idea de cómo una celebridad puede vincularse con alguien común y corriente; cómo ese ego puede ser lastimado pero también cómo el tipo mundano, con su inseguridad, sobrevive a una exposición infrecuente. Cásate conmigo tiene muchas arbitrariedades, y está bien; también una apuesta por suspender el cinismo contemporáneo y comprometerse con personajes enamoradizos y románticos a más no poder, algo que luce un poco artificial. Pero también sobrevive por el carisma de sus protagonistas, especialmente por Wilson a quien le quedan perfectos estos personajes de padres entre compinches y severos a los que las situaciones los superan (Marley y yo, Extraordinario). Cásate conmigo amaga por momentos con algún comentario contemporáneo sobre los nuevos roles de hombres y mujeres, pero lo hace con pereza y sin demasiada convicción. Porque en definitiva lo que le interesa es contar el viejo cuento del chico conoce chica, amontonar lugares comunes, crear comic relief con peso dentro del relato, y hacernos creer que ese mundo edulcorado es posible. Y por suerte elige las canciones pop para poner en palabras los sentimientos de los personajes, herramienta que aquí resulta muy conveniente. Si el film de Coiro no es mejor, es en definitiva porque sus materiales no son del todo sofisticados, es menos graciosa de lo que asume y -por qué negarlo- porque las comedias románticas de los 90’s, salvo enormes y recordables excepciones, tampoco eran una maravilla.
UN CUENTO CLÁSICO Corazón de fuego se inscribe en un par de ítems que la vuelven fácilmente identificable, casi dócil. Primero, es la típica producción animada al margen del mainstream que mira de reojo la animación hollywoodense, en forma y en fondo; tanto es así que la historia está ambientada en la Nueva York de los años 20’s y 30’s. Y segundo, que su trama construye un cuento de empoderamiento femenino a partir de una chica a la que su padre le corta el sueño de ser bombero. Por lo tanto tenemos un diseño de producción que, aún con lo raro que pueda resultar para el gran público ver una coproducción animada entre Francia y Canadá, no deja de estar narrada con elementos asimilables. Y por otra parte su anécdota es edificante e impacta positivamente con el viento de su época, al que la industria audiovisual ha convertido en un huracán por el que es muy difícil no ser arrastrado. En todo caso siempre triunfan las formas con que los discursos se imparten y los directores Theodore Ty y Laurent Zeitoun lo hacen con cierta sobriedad. Georgia es la chica que quiere ser bombero, estimulada por la presencia icónica de su padre, Shawn, quien en el pasado fue un heroico batallador contra las llamas pero que está retirado y trabaja de sastre. Es Shawn quien alerta a Georgia sobre los riesgos de ser bombero y quien, directamente, le derriba sus sueños, instándola a continuar su camino en el mundo de la costura. Pero elemento shakespeareano por medio (y homenaje en sordina a Mulan), la chica terminará haciéndose pasar por un hombre y alistándose en el cuartel de bomberos cuando a su padre lo convoquen para combatir a un peligroso pirómano. Corazón de fuego no evita todos los chistes posibles sobre esa reconversión de género, aunque tiene una ingenuidad evidente y muestra lo suyo con la convicción del que está revelando algo novedoso. Hay algo candoroso en la propuesta, que avanza con levedad y sin mayores aspavientos. Y hay también buenos personajes secundarios (a excepción de un perro comic relief que es como una herencia innecesaria de Disney), la conformación de un grupo de ilustres perdedores y una fascinación por la aventura y el vértigo en algunas secuencias de acción muy bien narradas en las alturas de los edificios neoyorquinos. Ty y Zeitoun, con experiencia desde diversos roles en la exitosa Ballerina (de la misma casa productora), demuestran tener el conocimiento suficiente para trabajar los clichés de este tipo de relatos y presentarlos con gracia y distinción. Pero si hay algo que hace sobresalir a la película, es la ambientación en aquella Nueva York, en la zona de teatros y cines, con el encanto de viejas marquesinas plagadas de guiños y homenajes al cine clásico. Esa ambientación no solo es un gesto para la platea adulta y una apuesta por cierto preciosismo visual, sino un adecuado fondo para personajes nobles que sostienen la lógica y la moral de otros tiempos y para inscribir a esta aventura en el universo de las viejas aventuras cinematográficas donde todo se veía con cierta ingenuidad. Eso le otorga una corazón a la película, que no sabemos si es de fuego pero que seguramente la vuelve más atractiva que la mayoría del cine animado regular que se estrena semana a semana.
UN ROMANCE EN LA CIUDAD En Los paseos, el director Esteban Tabacznik imbrica una trama básica de chica conoce chico, algo propio de un género popular como la comedia romántica (y Tabacznik lo registra sin mayores complejos), con elementos que hablan de las fricciones de clases, de los problemas de los jóvenes ante un mundo que no los cobija amablemente y con detalles que evidencian cierta erudición, entre apuntes sobre arquitectura, cine, literatura y música. La mezcla es sustanciosa, curiosa, incluso ruidosa si descubrimos segmentos que parecen pertenecer a películas diferentes pero que conviven sin problemas, aunque los resultados no terminen de ser lo suficientemente atractivos. El protagonista es un estudiante de arquitectura que se encuentra en una etapa de indefinición personal, y que parece hallar una motivación cuando consigue trabajo como chofer de una señor mayor, que es acompañada por una joven. Precisamente la motivación del protagonista está dada en el vínculo sentimental que entabla con la joven, una chica paraguaya algo mayor que él, estudiante de gastronomía, que también se encuentra en la encrucijada personal de tener que dedicarse a cosas que no le dan placer para sostener el supuesto ideal que habita. Diego y Belén, los amantes, pertenecen a mundos diferentes y esas distancias intelectuales (él la invita a ver un film francés de los 30’s y ella se queda dormida) en algún momento generarán una crisis. Los paseos construye personajes bien definidos (además de ofrecer una mirada muy bella sobre la Ciudad de Buenos Aires), aunque eso le pueda jugar un poco en contra en el caso de Diego. El estudiante de arquitectura devenido chofer es un snob, cuando no un misántropo asordinado que no termina de encajar con nada. Que el punto de vista principal sea el suyo, es un problema que la película no logra sortear del todo porque en ocasiones queda encerrada en el envaramiento de su personaje. Cuando evidencia conocimiento sobre arquitectura y la Ciudad, parece estar impartiendo un saber superior. Y uno no puede dejar de ver en las acompañantes que van en el auto al espectador absorbiendo ese discurso entre didáctico y subrayado. El logro de Tabacznik es, tal vez, borrar la delgada línea entre el discurso de su personaje y el de la película, sin que uno termine de dilucidar quién está hablando. El final posiblemente nos termina de comprobar que Diego, en el fondo y sin aleccionar demasiado, es un pobre tipo. Aunque el cambio de punto de vista en el último plano (que es muy bello, eso sí) nos vuelve confundir y a poner en dudas sobre las intenciones de la película. En todo caso, estas indefiniciones son saludables en el contexto de un cine nacional demasiado asertivo.
RESISTENCIA EN EL DELTA El documental de Miguel Baratta se adentra en la zona del Delta y se propone como un film que oscila entre la denuncia y la observación. La denuncia de lo que las grandes corporaciones hacen sobre el medio ambiente, avanzando sobre espacios que contaban con una dinámica propia. Y la observación de lo que los habitantes de esas regiones hacen, aquello a lo que se dedican y es su cultura y su modo de vida. La síntesis que logra el director es perfecta: porque si por un lado somos testigos, a través de varios testimonios, de cómo una empresa violentó a los habitantes de ese lugar hasta obligarlos a abandonar lo que era su hábitat histórico, por otro lado vemos a los isleños en su cotidianeidad y desciframos aquello de lo que son despojados, lo que los identifica, que es mucho más que un lugar. Baratta es honesto en su exposición: no le interesa otro testimonio más que el de los isleños. La representación es a partir de la figura de un fotógrafo que viaja al lugar para retratar a los habitantes y que, en el viaje, escucha las historias y se interioriza sobre el conflicto. Entiende que hay una usurpación a un modo de vida casi ancestral, de generaciones que han habitado ese espacio y que han sido corridas con ese nivel de impunidad que tienen los privados cuando cuentan con la indulgencia del Estado: en el avance de un espacio urbanístico que se montaba en esa zona, hubo quema de casas, presiones varias para que los vecinos se fueran de lugar. Lo que muestra en última instancia Nido es que la unión de los habitantes del Delta, una unión que igualmente costó y en la que no todos pudieron participar, funcionó como resistencia al avance privado. Una resistencia que tuvo su resultado positivo y logró detener la avanzada de las maquinarias. Una resistencia, también, que parece haber triunfado momentáneamente y que debe mantenerse para no padecer un retroceso. Porque resistir siempre se expresa en un gerundio: hay que seguir resistiendo. Que en definitiva eso también está subterráneamente implícito en el documental, cuando sobrevuela la idea de que esa resistencia pueda ir declinando con el paso del tiempo, porque en definitiva los malos siempre terminan ganando. En todo caso, valen las imágenes que capturan el fotógrafo y la cámara de Baratta como el registro de lo que alguna vez fuimos y, posiblemente, dentro de unos años ya no seamos. Ese valor no es poco.
PARALELAS QUE EN ALGÚN MOMENTO SE CRUZARÁN Hace unos años Pedro Almodóvar pretendió con Los amantes pasajeros regresar al tipo de cine que hacía en sus orígenes, comedias desaforadas y coloridas. Pero los resultados terminaron siendo decepcionantes, una suerte de auto-parodia a cargo de un director avejentado que ya no parecía entender los códigos cinematográficos y sociales que hicieron posibles aquellas películas: aquel Almodóvar de los 80’s no podía repetirse porque él no era el mismo y porque 2013 no eran los 80’s. Por otros medios y con otros objetivos, en Madres paralelas el director manchego parece caer nuevamente en el mismo problema: en este caso un cine que se pretende complejo, que quiere hablar de temas importantes, pero que no tiene la sutileza como para no caer en la bajada de línea subrayada. Atravesada por temas recurrentes en la filmografía almodovariana y con devaneos genéricos por el thriller y el melodrama, algo que también es habitual en su cine, Madres paralelas luce sin embargo como la película de un director gastado y avejentado, que no confía en el espectador y que grita lo que tiene para decir. Pero los problemas de la película no se resumen en eso. Hay problemas narrativos y formales, algo que es en cierta medida novedoso para un director que ha logrado en los últimos veinte años una solidez y un manejo de las herramientas cinematográficas únicas. No es relativizar su cine previo, pero una vez que quedaron atrás los gestos iconoclastas Almodóvar supo madurar muy bien, sin perder identidad y encontrando otras formas para decir lo que siempre quiso decir. Por eso sorprende también que Madres paralelas sea una película visualmente tan chata, despojada de ese talento para la composición del plano y el uso de los colores que siempre lo ha caracterizado, y que narrativamente sea intrascendente, usando recursos como el flashback de forma arbitraria y sin sentido. Y es que tal vez como nunca, el cine del español se ve demasiado atropellado por lo que tiene para decir, por aquello que quiere dejar en claro, llevándose por delante no solo el orden narrativo sino además a algunos personajes. Se podrá decir que, en relación a algunos temas que toca la película, el director habrá querido confrontar con un sector de la sociedad ganado por el negacionismo sobre el pasado histórico. Puede ser. Eso no quita que luzca grueso y poco elegante. Y hay un inconveniente mayor. Madres paralelas está integrada por dos tramas protagonizadas por la fotógrafa Janis (Penélope Cruz). En la que da inicio al relato, la tenemos relacionándose con un antropólogo que está trabajando en la búsqueda de los restos de aquellos desaparecidos durante la Guerra Civil española. Ese vínculo alcanza lo sentimental y lleva a un embarazo no deseado y a la decisión de esta mujer por tener su hija en solitario. Y de ahí saltamos a la otra trama, que se convertirá en central: el vínculo entre esta mujer con otra más joven, Ana (Milena Smit), que también es madre en solitario pero con una historia de violencia masculina que primero no se dice pero se intuye. Madres paralelas funciona durante un rato, cuando precisamente las cosas se intuyen pero no se dicen, y Almodóvar nos lleva de la mano saltando entre géneros, aunque sin nunca tirarse de cabeza a ninguno (es un poco thriller, un poco melodrama, un poco folletín). Aunque hay algo que no fluye del todo: Almodóvar parecería estar diciéndonos cómo es una película de Almodóvar; Madres paralelas es una película didáctica (y escolar si pensamos en cómo se transmiten sus temas). El inconveniente, concluyamos, es que esas dos subtramas nunca terminan por hacer sistema y convertirse en una película. Y no es que Almodóvar construya Madres paralelas de retazos, de fragmentos, sino que pretende encontrar en esas dos historias, en su unión y en su abordaje del tema de la identidad, un sentido y una síntesis. Pero no lo logra. Y no lo logra porque todo es bastante arbitrario; y -como decíamos- porque el director está demasiado preocupado en lo que va a decir más que en cómo decirlo: en poner en plano una remera con una inscripción convenientemente feminista; en zamarrear el relato con una historia de amor lésbico que se resuelve mal, de la misma forma en que aparece. Debe ser difícil para un director que siempre fue provocador y agitó con inteligencia el clima conservador de su tiempo, tener que filmar en un momento histórico donde lo que manda en el discurso de la industria audiovisual es el imaginario progresista, donde la corrección política es la de los buenos. Hay como un vacío de sentido que deja girando en círculo a la película. Y eso provoca que Almodóvar exacerbe el gesto y, por ejemplo, escriba y filme una escena tan horrible como la de la cocina (tal vez lo más feo que ha filmado en su vida), donde Janis termina aleccionando a Ana sobre la historia del país y su propia historia. De paso, Ana es un personaje tan tonto (y tan mal construido) que en otra escena clave para definir lo floja que es Madre paralelas, Janis le tiene que explicar varias veces que su hija en verdad no es su hija y dudamos que lo haya entendido del todo. Y, claro, no podemos dejar de pensar que Almodóvar piensa al espectador como a esa Ana, alguien medio lento al que hay que explicarle las cosas y, cuando no alcance, adoctrinarlo un poco. Y para cerrar este bodoque aburrido y oportunista, Almodóvar nos tira con una frase ad hoc de Galeano. No se puede negar cierta redondez en el concepto.
DE AMOR Y JUVENTUD La cámara de Paul Thomas Anderson se mueve como ninguna otra en el cine contemporáneo. Se mueve con elegancia, pero también puede hacerlo con furia si la situación lo requiere, porque Anderson utiliza el plano y el movimiento de cámara que cada escena necesita, que sus personajes necesitan. Uno no puede imaginar un plano de una película del director desde otro lugar, aunque tal vez lo de Licorice Pizza roce la perfección: una película que es como una montaña rusa emocional plagada de grandes momentos, como un grandes éxitos, el grandes éxitos de Gary y Alana, los protagonistas de esta historia de amor arrebatadora y embriagante. Una película luminosa como ninguna otra que haya filmado el propio Anderson, más cercano en el último pasaje de su filmografía a cierto barroquismo trágico. La escena que inicia Licorice Pizza es una demostración empírica de todo esto: un plano largo que acompaña el diálogo de seducción/rechazo entre Gary y Alana, una cámara que flota alrededor de los personajes, que encuadra con sofisticación y sin dejar ninguna información afuera, y una luz que envuelve todo de un carácter diáfano. Una escena que define un mundo. Licorice Pizza podría terminar ahí y ya tendríamos la mejor película del año. Licorice Pizza está ambientada en 1973 y narra una historia de amistad y amor. Podría ser una película nostálgica, pero lo es de una manera diferente a la que nos tiene acostumbrados el cine contemporáneo: no hay llantos ni dolores por un tiempo que no vuelve, apenas un fresco, una sumatoria de eventos que impactan en la experiencia de los protagonistas y que retratan una época. Una época en la que Hollywood era mucho más loco e imprevisible, el combustible escaseaba en Estados Unidos por conflictos políticos, la madurez se alcanzaba en la calle y la juventud era un estado de expectativa constante. A esto, Anderson lo representa con dos personajes que son una bomba de tiempo, pura energía en ebullición constante. Gary tiene 15 años, es una joven estrella de la actuación y se mete en emprendimientos improbables para su edad como la venta de colchones de agua. Alana tiene 25 y un estado de insatisfacción constante, y es un poco a la manera del Barry Egan de Embriagado de amor, un espíritu que a la incomodidad le responde con una violencia impulsiva. Cuando una de sus hermanas intente aconsejarla y le diga que tiene que dejar de enojarse con todo el mundo, Alana se levantará velozmente y le gritará “¡Andate a la mierda Danielle!”. La explosión del encuentro entre Gary y Alana, por tanto, será la del pendejo que quiere devorarse el mundo y la de la piba que ya descubrió que el mundo no es tan devorable. Hay algo inusitado en la película de Anderson, que demuestra también su forma de ver el mundo. Bueno, recordemos que para resolver los conflictos en Magnolia generó una lluvia de ranas de proporciones bíblicas. Mucho (si no todo) de lo que pasa, desde los hechos hasta las reacciones de los personajes, bordea lo inverosímil, pero el director nunca se detiene a preguntar ni a racionalizar el asunto. Primero porque antes que nada Licorice Pizza es una comedia, extraña, lunática, como es el humor de Anderson (y a la película del director que más se parece Licorice Pizza es a Embriagado de amor, que es la comedia romántica más deforme de la historia de las comedias románticas). El humor de la película es corporal, impulsivo como las criaturas neuróticas que habitan las películas del director. Toda una larga secuencia con un camión inserta un pasaje digno de Buster Keaton. Los personajes de Bradley Copper y John Michael Higgins son extrañezas que ingresan con un grado de locura manifiesto, especialmente Cooper como el ex peluquero y productor Jon Peters que termina puteando y rompiendo cosas por las calles y de madrugada. Gary es detenido por error y tras ser liberado, no sabe si quedarse en la comisaría o escapar, en una actuación física de Cooper Hoffman que es delirante. Pero fundamentalmente a Anderson no le preocupa el rigor verosimilista porque está contando una historia de amor juvenil y entiende que ese es el momento de la vida en el que todo es posible, en el que no hay explicaciones racionales. Anderson filma a un pibe de 15 desde la lógica del pibe de 15 y no desde la mirada del cincuentón que pontifica sobre cómo era ser joven en los 70’s. Por eso las situaciones se suceden sin demasiada lógica, por eso las elipsis parecen sintetizar un período largo de tiempo cuando en verdad son meses: la juventud es ese momento en el que el tiempo se estira y todo parece eterno, que nunca va a terminar y permanecerá en ese presente constante. Si los traveling en el cine de Anderson son un movimiento fundamental para explicar la energía de los personajes, en Licorice Pizza los traveling con personajes corriendo se multiplican y hasta un montaje paralelo hacia el final nos permite ver que el amor entre Gary y Alana se había resuelto mucho antes en sendas corridas, porque cuando el amor estalla en esa etapa lo hace alocadamente, sin prejuicios y si es con el viento en la cara, mucho mejor. Y esa energía que contagia la película, esa vibración en una última corrida que termina en abrazo y porrazo bajo la marquesina de Vivir y dejar morir. Y ese hallazgo de Anderson en los debutantes Cooper Hoffman y Alana Hain, que logran las actuaciones de su vida, aunque quede mucha vida por delante. En Licorice Pizza Paul Thomas Anderson obra el milagro de filmar el amor y la juventud -y los amores de juventud- y volverlos película.
UN HOMBRE HABLANDO SOLO Hay un chiste recurrente en Rifkin’s Festival que es bastante sintomático de la película y hasta del momento personal de Woody Allen. Bueno, no sé si es un chiste, porque es muy poco gracioso, pero sí al menos una situación curiosa que se repite: Mort (Wallace Shawn) observa cómo su esposa Sue (Gina Gershon) charla muy íntimamente con el director Philippe (Louis Garrel), y empieza con un monólogo como para llamar la atención, cosa que no logra. Entonces Mort se queda hablando solo, dejando sus ideas a medio terminar, sin lograr conectar con el entorno. Y Rifkin’s Festival es un poco eso, un viaje al mundo interior de un tipo cuyas ideas ya no le interesan a nadie, alguien pasado de moda, que entra en crisis por eso mismo y que debe encontrar nuevas motivaciones. Si hacemos la traslación habitual, de que los protagonistas de las películas de Allen son avatares del propio director, sin dudas que en Mort el autor parece exorcizar su presente: marginado de los Estados Unidos, sin productores que le pongan dinero para filmar, con películas que se estrenan a destiempo (si se estrenan) y alejado ya del centro de la escena para un público que antes lo cobijaba como un tótem cinéfilo. Esa amargura, que puede ser consciente o no y que en verdad surge de algo externo y no del material, le da a la película una rugosidad o al menos una intención, algo que la perezosa historia y sus diálogos desangelados no logran por propio peso. Como cada vez que Allen ha hecho un run for cover europeo, parece tomar viejas ideas, desordenarlas y reacomodarlas como para disimular un poco. Pero no, por más esfuerzo que haga, se nota. Lo que sucede en Rifkin’s Festival es como un remedo de Recuerdos, aquella en la que interpretaba a Sandy Bates, un director que acudía a un festival donde lo homenajeaban, y que entraba en crisis respecto de su carrera y su propia existencia. Lo que cambia, lo diferente, es que ahora el alter ego alleniano no es el protagonista de la escena, sino un comentador, alguien lateral: Mort acude al Festival de San Sebastián no como figura venerada del cine, sino como acompañante de su esposa, que trabaja como encargada de prensa. Desde ese lugar es que mira y acota, que opina, sin que sus comentarios logren efecto alguno. Si en Recuerdos se filtraba el imaginario cinéfilo de Allen, expresado fundamentalmente a partir de una relectura de 8 y ½ de Federico Fellini, aquí sucede algo similar: cuando profundiza la idea de que su matrimonio se está muriendo, Mort comienza con sueños recurrentes, pesadillas, que tienen las formas de películas de sus ídolos, Fellini, Bergman, Rohmer y más… Son procedimientos habituales en el cine del director, y aquí funcionan como signo distintivo, como aquello que saca a la película de su perezosa trama de amores cruzados, expresada sin mucho entusiasmo y con bastante tedio. El gesto de Allen, por otra parte, muestra lo fatuo de toda la película. Si en 1980 la reescritura de una película de Fellini presentaba su osadía, Recuerdos no dejaba de ser además una obra autorreferencial interesantísima plagada de ideas y narrada con energía y mucho humor. En contrapartida, pensar en Fellini o Bergman, al menos en la forma y el marco en que Mort/Allen lo hacen en Rifkin’s Festival, es un poco reflexionar sobre letra muerta, casi desde un espíritu museístico que se da la mano con el esnobismo insufrible del personaje, cuyas ideas sobre el cine del presente son reduccionistas y miserables. Pero además hay una mirada que excede al personaje y que es de la propia película, que permite una relación entre fondo y forma que no resulta satisfactoria. Y por más que Mort caiga en cuenta hacia el final de que ha sido un viejo bastante pelotudo, la película no termina de hacer carne ese proceso del personaje porque en lo concreto es sumamente autoindulgente: no le da voz a los otros personajes, impide los cuestionamientos externos y hasta incluso en la sesión de terapia donde surge el flashback que construye el relato, Mort habla 90 minutos sin parar y cuando le toca el diagnóstico al terapeuta, Allen decide dejarlo en off, cerrando la historia. Rifkin’s Festival es, por lo tanto, la imagen esa de Mort hablando solo y un poco a los gritos. Un poco patético.
NUNCA IGUALES Desde su título, la película de Manuel Nieto Zas representa un duelo de clases evidente entre el que tiene el poder y el que acata las órdenes. Es cierto que se trata apenas de dos palabras, “empleado” y “patrón”, y que no habría en sí mismo un conflicto: mayormente todos somos empleados de alguien y no necesariamente los vínculos se dan de manera nociva. Pero el ambiente rural en el que la película se enmarca y la connotación que esas palabras tienen nos lleva a pensar en un mundo de injusticias y diferencias ancestrales, un sistema que se ha mantenido inamovible por décadas y que parece no tener margen para modificaciones entre clases, expresado entre el paternalismo y el sometimiento. Consciente de todo esto, Nieto Zas utiliza los prejuicios del espectador para construir una historia donde esa lucha de clases está latente, pero donde algunos personajes parecen querer modificar las estructuras. El aire trágico del relato, por cierto, señala que los caminos son inmodificables. En primera instancia la película parece sostenerse exclusivamente desde el punto de vista de Rodrigo (Nahuel Pérez Biscayart), un joven que administra los campos de su padre en la zona fronteriza entre Uruguay y Brasil. Su relación con ese entorno y el vínculo con su esposa, que es crítico por ciertas desavenencias pero también por la débil salud de su hijo recién nacido, luego encuentra un espejo en Carlos, el joven empleado que contrata para manejar los tractores en el campo: otra pareja, de una clase social muy humilde, que atraviesa conflictos similares pero que no tiene las mismas herramientas para enfrentarlas. A partir de ahí la película es un relato bifronte, que registra con las herramientas del cine observacional un crescendo de tensiones cercano al thriller social. Esa duplicidad no busca una lavada de cara culposa, sino que Nieto Zas entiende que ese mundo se construye como ese rompecabezas de clase. Hay algo interesante en El empleado y el patrón, que a pesar de apostar desde su título a un conflicto que es casi cultural, en verdad elude lo más que puede ciertos subrayados de un cine más didáctico, con patrones malos-malos y empleados buenos-buenos. Si algo lo mueve al director uruguayo es la construcción de personajes que parecen querer modificar las estructuras desde adentro, sin caer en la mirada voluntarista o biempensante. Porque tanto Rodrigo como Carlos representan opuestos que desde la actitud tal vez quieran confiar y salir de ese círculo vicioso de poderosos y mano de obra sacrificada (nunca lo sabremos, ni tampoco sabremos las verdaderas intenciones, por qué hacen lo que hacen). El guion va involucrando, a medida que avanza, más detalles que ponen en juego tanto los lugares desde los que los personajes se posicionan como los que los espectadores utilizan para juzgar lo que ven. Es verdad que por momentos, en su búsqueda de incomodar y romper con diversos esquemas, la película cede a situaciones innecesariamente subrayadas (como lo que ocurre entre las esposas de Rodrigo y Carlos, los dos personajes más ingratos de la película), pero hacia el final encuentra en una competencia equina una forma casi deportiva de dirimir sus conflictos. Nuevamente con claridad respecto de quién tiene el poder y quién paga las consecuencias. Y por más que Rodrigo y Carlos, sin decirlo, piensen en otro tipo de vínculos, El empleado y el patrón terminará confirmando la imposibilidad de determinados ascensos y cruces sociales. No es un final cínico, porque Manuel Nieto Zas se toma su tiempo y construye el drama de una manera que todo desemboca allí de forma lógica.