Marionetas del destino Paloma (Garance Le Guillermic) se filma a ella misma asegurando que cuando cumpla 12 años, en 165 días nomás, se suicidará. La niña anda con su cámara retratando todo lo que se le cruza, sobre todo a su familia y a los habitantes del edificio burgués en el que reside. Y el registro es acompañado por su voz, una forma de lectura en off sobre el micromundo que se retrata; uno que, para ella, es como una pecera de la que nadie puede escapar. No es un buen comienzo: Paloma es un personaje demasiado inteligente, de esa clase de inteligencia que se le ocurre a los guionistas. Y por eso, dice cosas y tiene comportamientos bastante poco creíbles. Cómo sobrellevar la carga de su personaje principal es parte del trabajo de la directora Mona Achache, y que por momentos lo logra. Y lo logra, fundamentalmente, cuando se corre de Paloma y su familia (o del punto de vista de ella sobre su padre, madre y hermana) para concentrarse en otro vínculo, el que se va forjando entre la portera Renée (Josiane Balasko) y el nuevo vecino, el señor Ozu (Togo Igawa). Ambos viudos, ella bastante hosca y él sumamente reflexivo, se irán conociendo por la tozudez del hombre en contactarse y por el aligeramiento que practica Renée al aceptar salir de su caparazón en el que se ha escondido. En esos momentos, Achache retrata con sutileza la intimidad de los personajes y cómo se ven invadidas por la presencia del otro. Es un romance adulto, sencillo, sin estridencias. Y así se ve en pantalla. Pero una y otra vez aparece Paloma con su cámara y todo se contamina de pedantería y un fatalismo tan ensayado que aburre. No hay en la forma en que la joven se enfrenta al mundo ni una cuota de ironía ni algo de humor. Está claro que la niña es un instrumento del guión que sirve para leer el subtexto de la obra. Hay frases demasiado inteligentes dichas con un aire de solemnidad que ni siquiera se acerca al mundo infantil, con el que la chica tendría que estar más conectada a pesar de su aparente aislamiento. Lo lúdico es dejado de lado porque, obviamente, son los adultos los que reflexionan a través de Paloma. Desde ahí todo se tiñe un poco de falsedad. Finalmente Paloma, Renée y Ozu, eternos solitarios, se relacionarán a partir de una conexión intelectual. La portera hosca, gorda y fea lee a Tolstoi y comparte películas de Ozu (el director) con su vecino, mientras que Paloma sabe japonés y charla con el señor nipón. Son conexiones evidentemente manipuladas, y más grave aún, construidas en función de una idea peligrosa: que determinada intelectualidad hace mejores a las personas. No hay en el mundo por fuera de este trío algo de dignidad: los padres de Paloma son un desastre, la hermana parece tonta. Por eso, más allá de algunas ideas interesantes que quedan flotando sobre la vida en sociedad, la muerte y la vida, El encanto del erizo se ve como una película de guión, demasiado pensada y con personajes un poco falsos. Ni qué decir del final que no sólo es abrupto, sino además bastante injusto. Este tipo de películas reflexivas sobre la vida y la muerte tienen un problema, y es que manipulan a sus personajes para acomodarlos a su tesis, que ya está escrita antes de empezar a filmar. No es un mal film, pero esa falta de libertad para contar atenta contra la relevancia que puedan tener algunos pasajes y hace ver todo como demasiado planificado.
Lo que hace a El ambulante mejor que mucho de ese cine que se nutre de los actores vocacionales o que posa su mirada sobre el ciudadano común en vínculo con el séptimo arte, es que no se pone por encima de nadie. No sé en qué lugar está escrito que una película no puede ser simpática o que al menos esto no debe ser un valor a tener en cuenta. Pasa que me crucé con varias voces que me señalaron que El ambulante de Eduardo de la Serna, Lucas Marcheggiano y Adriana Yurcovich era sí, simpático, pero carecía de mayor interés. Muchachos, para pedantes ya están algunas películas, sentémonos, disfrutemos y gocemos cuando algo está bien hecho, por más que sea “sólo” simpático. El ambulante se centra en Daniel Burmeister, una especie de realizador lo-atamo-con-alambre, que viaja pueblo por pueblo filmando películas con la gente, a cambio de comida y alojamiento. Nada más que eso pide Burmeister que es un señor muy entrador, muy simpático y al que de la Serna, Marcheggiano y Yurcovich siguen atentamente, también seducidos por su magnetismo 50 % real y 50 % producido. A ver, acepto que se cuestione la “simpatía” cuando se nota la manipulación y, además, cuando esto se hace en pos de traficar otras cuestiones mucho más complejas. Pero en El ambulante nada hay más lejos de querer aprehender al público a fuerza de dorarle la píldora o venderle espejitos de colores. Lo que tenemos es indudablemente un personaje magnético, pero el punto de vista de los realizadores no es ingenuo: si bien se saluda con agrado esta necesidad de hacer cine por el hecho de hacerlo, de tener una pasión y mantenerla de alguna forma, también hay espacio para pensar cómo Burmeister logra sus objetivos; cómo es, después de todo, un vendedor (y de ahí otra posibilidad del “ambulante” al que hace referencia el título) ofreciendo un producto. Que este producto sea cine, que resulte una forma artesanal y que provenga de la falta de prejuicios son aditamentos necesarios para el cuento, pero que no desvían la mirada de lo que Burmeister es. Y, finalmente, lo que hace mejor a El ambulante, mucho mejor incluso que ese cine que se nutre de los actores vocacionales o que posa su mirada sobre el ciudadano común en vínculo con el séptimo arte (y pienso en TV Service de Cohn y Duprat, y en Estrellas, de Federico León y Marcos Martínez), es que no se pone por encima de nadie. De la Serna, Marcheggiano y Yurcovich ponen la cámara a la misma altura que el resto y se sorprenden como lo hacen los habitantes del pueblo cordobés donde el protagonista ha ido a rodar. Sólo así, cuando finalmente la película en cuestión se estrene y la gente se vea a sí misma en la pantalla, se generará una extraña comunión entre lo observado y el que observa. La gente se ríe de sí misma, se divierte, aplaude, celebra; se siente importante por un momento. Ahí está el mayor acierto de este documental: que nutriéndose de un montón de elementos prosaicos y pasibles de caer en el ridículo, los respeta y rescata como una rareza pero nunca como un show de freaks. Y también, claro, que es muy simpático.
Algo para recordar En el mapa del territorio actual de la comedia romántica, la figura de Drew Barrymore se ha convertido en su máximo referente. Sin una belleza convencional, sin apelar a mohines desmedidos, incluso con un físico que se aleja de la figurita estilizada, Barrymore ha sabido construirse un espacio en el que películas de la talla de Como si fuera la primera vez y Letra y música marcan una diferencia muy grande respecto al resto. Con las antiguas “reinas” como Julia Roberts o Meg Ryan preocupadas en otras cosas, la actriz incluso se ha dado el gusto de debutar en la dirección con la notable Whip it -que lamentablemente por estas tierras no veremos nunca en un cine- y demostrar que su talento no es sólo un cuerpo, sino un estado de ánimo que se transmite por ósmosis al proyecto al que se suma. Y que, cuando tiene un compañero como Adam Sandler o Hugh Grant, que saben acoplarse a su compañera de ruta sin hacerle sombra, ese estado de ánimo se traduce en felicidad absoluta. Y, nosotros tanto renegar sobre la falta de comedias románticas decentes, que finalmente nos llega como una caricia esta Amor a distancia, uno de los mejores exponentes que ha dado el género en mucho tiempo y uno de los mejores estrenos del año. El film dirigido por Nanette Burstein es una demostración de cine clásico: uno sabe cómo va empezar y cómo va a terminar, pero lo que nos importa son todas esas instancias que hacen a la historia, todo lo que ocurre en el medio, ese transitar de los personajes hacia un final que será feliz -o si no, no será nada-, pero que lo hace como una consecuencia de los actos y las decisiones que toman sus personajes; que son lógicas, que son coherentes y que conocen de renunciamientos, y que por eso será que nos emocionan, por eso será que nos comprometen. Amor a distancia es, también, un film remedio; remedio contra la pose del cine y el público actual, que buscan la sorpresa y lo novedoso como si en eso se terminara el cine; un arte que, básicamente, se puede resumir en tener algo interesante para comunicar y saber contarlo. Incluso, Amor a distancia sortea varios escollos que ella misma se coloca como una prueba de sus virtudes. Por un lado hace uso de un humor actualizado, contra la ingenuidad del género: si hay amor, también hay guarradas de todo tipo, y sin embargo esto no hace más que aumentar su efectividad y sus posibilidades. Si funciona, es noble decirlo, es porque además de Barrymore y Justin Long tenemos un reparto que sabe cómo hacer de lo ordinario algo extraordinario (¡Jason Sudeikis rules!): el humor, aquí, si inclusive puede ser agresivo, surge de lo cotidiano, de la observación, de construir personajes que hacen creíbles esas situaciones. Digamos que por momentos Amor a distancia parece Los hermanos Farrelly conocen a Howard Hawks. Por otro lado, la directora, el guionista Geoff LaTulippe, Barrymore y Long se permiten modernizar los roles típicos del género sin por eso dejar de ser concientes de que están filmando una comedia romántica. Precisamente ese es el punto fundamental -de otros muchos más- que sostiene el éxito de esta película. Erin (Barrymore) y Garrett (Long) se aman y viven en costas opuestas de los Estados Unidos, y ambos están imposibilitados de acercarse porque él no se moverá de Nueva York a raíz de su trabajo en una discográfica y ella no consigue empleo como periodista en la Gran Manzana. A este conflicto, que otros derivarían hacia un comentario sobre el mundo, Amor a distancia lo ciñe a la medida de la comedia romántica: nada distrae de lo central, que es el amor de ellos dos. Nada, ni la crisis laboral, ni las dificultades de sostener una relación a distancia, ni la necesidad de independizarse, ni las complejidades del mundo actual que parecen ahuyentar la posibilidad del amor real. Al usar todo esto como un telón de fondo pero nunca como el eje argumental, Amor a distancia demuestra que cree en la comedia romántica y, además, que sabe que el mundo tal vez sea un lugar un poco peor que hace 70 años, cuando las comedias románticas brillaban. Pero así como Erin y Garrett le ponen el pecho a la situación, el film toma toda su energía y la deposita en hacer que Erin y Garret -y nosotros- seamos felices. Y esto es, básica y sencillamente, una comedia romántica moderna. No porque haya chistes sobre pedos, no porque tomen drogas, no porque se manden mensajes de texto, simplemente porque construyen arquetipos que van con su época, que son actuales, sin cinismo. Erin puede querer a su chico y desear el príncipe azul, pero también sabe que necesita hacerse fuerte en su profesión; Garrett sabe que algunas determinaciones sugieren un sacrificio, pero hace de esto una posibilidad, una forma de relanzar su presente y su futuro, y no una claudicación en pos de una idea conservadora de la vida. De aquí nadie saldrá mejor o peor, pero sí al menos diferente: y la enseñanza es parte fundamental del género. Tal vez muchos no vean en este film más que una comedia de chico-conoce-chica con final feliz, pero sin dudas que estamos ante una película compleja, que reconfigura la masculinidad y la femineidad de hoy y, con esto, también a la pareja actual bordando un mapa de cómo es la dinámica de las relaciones sentimentales en el presente. Y es una película agridulce porque, muy sinceramente, sabe diferenciar el amor de la vida en pareja, lo romántico idealizado de lo cotidiano, sin por esto anular una u otra expresión. Pero si todo esto funciona es porque ahí donde el género debe estar presente a través de clichés, encuentra en Barrymore y Long a una pareja inmejorable, dueña de una química especial, que parece querer prender fuego la pantalla cada vez que se encuentran (¡hay besos de lengua!) y que respeta cada uno de esos lugares comunes con inteligencia. A través de ellos, la película encuentra la forma de hacer creíble ese amor: por eso lagrimeamos en la primera despedida en el aeropuerto, por eso queremos que se muden juntos, por eso nos apena la posibilidad tangible que de se distancien definitivamente. Amor a distancia demuestra que la inteligencia no es hacerse el importante y fruncir el ceño como si se estuviera contando algo imprescindible para la vida, sino apenas construir personajes a los que les podamos creer y que sean lo suficientemente interesantes como para que valga la pena compartir ese viaje. Ya sean estos un fascista de nombre Mussolini, un vaquero de peluche llamado Woody o dos amantes llamados Erin y Garrett.
Noyce no termina de hacer pie n este filme que decae, irremediablemente, con el correr del metraje. Uno debería dudar cuando más o menos por el minuto 60, Angelina Jolie (Evelyn Salt) hace lo que uno pensaba que no iba a hacer. Hasta ahí, Agente Salt había brindado una serie de despreocupadas escenas de acción, con un ritmo endiablado y construyendo sus personajes a la carrera: logro de Phillip Noyce, director australiano que hace 15 años era uno más pero que hoy, vista la anabolizante moda del CGI, se ha convertido en artesano que sabe filmar sin recurrir constantemente al efecto asombroso. Película de acción en la onda Jason Bourne + Hitchcock, Agente Salt es de esas que ponen a un personaje en un lugar difícil y lo hacen correr durante todo su metraje, escapando de los buenos, de los malos y de todos los que se le crucen en el camino. Sin embargo aquí no juega la presunción de inocencia, porque verdaderamente no sabemos bien quién es esa Evelyn Salt, agente de la CIA pero también, muy posiblemente, una carta de los rusos para desestabilizar la paz mundial. Hasta ahí, entonces, un film de acción discreto pero con un encantador placer por la velocidad. Es más, la premisa es un total disparate (de hecho repensar la Guerra Fría en este tono lo es), por lo que ponerse a pensar cómo quedan parados rusos y norteamericanos sería ridículo: las teorías de Agente Salt se caen por su propio tono -grueso- y no merecen mayores lecturas. Eso, al menos, hasta el minuto 60 –mas o menos-. Porque desde ese quiebre del guión, cuando un hecho particular que involucra al presidente de Rusia ocurra, la película se irá enredando peligrosamente, confundiendo la lógica de su personaje, poniéndose demasiado seria y solemne y exagerando su devoción por el ritmo. Si al comienzo se agradecían esas imaginativas piruetas con Jolie como principal acróbata, luego se comienzan a padecer. Básicamente, porque el cálculo se nota a cinco cuadras a la redonda. Agente Salt está hecha, como dijimos, con el molde Jason Bourne sobre la mesa y la copia salió, cuanto menos, chingada. Noyce creyó que lo único que interesaba en la trilogía de Bourne era que Jason corría. Sí y no. Sí, porque básicamente aquellas eran películas de huidas; pero no, porque esa duda existencial del personaje sobre cuál era su destino, alimentaba la excitación por ir siempre para adelante. En Agente Salt, por el contrario, sólo el personaje central sabe quién es, y por eso su carrera sólo puede ser seguida por el espectador desde atrás, nunca a la par. Esto hace que una y otra vez se quiebre la coherencia interna del relato, sólo con el fin de confundir al que mira. Eso es cálculo, no es entretenimiento. Algo similar pasaba en la reciente Encuentro explosivo, pero allí Mangold y Cruise usaban el desconocimiento del espectador para divertirnos y, de hecho, eran conscientes de eso cuando, en determinado momento, de pronto era el personaje de Cruise el que desconocía qué pasaba. Claro que aquella era una sátira y esta se termina tomando demasiado en serio a sí misma. Y, además, nunca se dieron cuenta que era el drama humano el que terminaba sosteniendo el universo de Bourne: sin decir nada del estilo narrativo de Paul Greengrass, siempre vibrante y sorprendente. Bourne no era sólo un cuerpo a la carrera, también era un cerebro. El conflicto era la identidad, la propia. Bourne no sabía quién era y necesitaba comprenderlo: y, no está de más decir, la verdad a la que llegaba no le gustaba demasiado. Por el contrario Salt es un robot -hay un conflicto amoroso, pero carece de peso- y no tiene dudas sobre su identidad, sino que más bien quiere dejarle en claro a todo el mundo quién es, de manera prepotente. Noyce no sabe cuándo poner el freno y su acumulación de escenas de acción es una representación virtual del ritmo cinematográfico. Agente Salt, por supuesto, está lejos de poseerlo: no tiene una sola idea cinematográfica -recursos como el flashback son usados de manera ordinaria- y el vértigo que se quiere imprimir no es más que una sucesión de escenas ruidosas pegadas una al lado de la otra. Noyce empezó el film como un juego y después se olvidó que estaba jugando. Quiso ganar haciendo trampa.
Drama menor y efectivo que no arriesga definiciones sobre el terrorismo, pero sugiere, con el desprecio y la desconfianza patentes de Elisabeth, dónde está el posible germen de esa violencia. Elisabeth (Brenda Blethyn) sospecha lo peor cuando se entera por la televisión de una serie de atentados terroristas en Londres, y mucho más cuando su hija, que vive ahí, no le responde los llamados telefónicos. La mujer, religiosa practicante y habitante de un pequeño pueblo, viaja hacia la ciudad para tratar de encontrar a su hija. Ahí se cruza con Ousmane (Sotigui Koyauté), ciudadano africano que vive en Francia y que busca a su hijo, del que no tiene noticias. Ambos, a pesar de las distancias culturales evidentes, irán quebrando ese lazo y uniéndose en la letanía y el dolor. Sorpresivamente ante semejante telón de fondo (los atentados terroristas de julio de 2005), el director Rachid Bouchareb (productor habitual de Bruno Dumont) no se tienta por la grandilocuencia y elige contar lo mínimo: el dolor interno de ambos padres y el vínculo que se genera entre ellos. Que tampoco (como pasaba en la similar Visita inesperada) convierte la sorpresa de ella ante lo desconocido -los extranjeros, los musulmanes- en una repentina generación de conciencia. Elisabeth es una representante de la población conservadora británica, orgullosa de su esposo muerto en la Guerra de Malvinas, que se siente incómoda si un africano le quiere dar la mano y se asquea cuando descubre que su hija estaba aprendiendo árabe: “¿para qué”, se pregunta. Esto, que es un pequeño gran acierto, también puede ser una limitación para el film. London river es mínima y precisa, pero a veces esa pequeñez también la hace parecer un poco inocua y liviana. Si bien mucho cine sobre el mundo islámico peca de ingenuo o simplista, Bouchareb no arriesga aquí una mirada mucho más allá de sus personajes. Parte de los aciertos del film están en las actuaciones. Blethyn, que es una buena actriz, a menudo cae en exageraciones y en un registro que puede irritar, sin embargo aquí está medida; mientras que el desconocido Koyauté (que falleció hace algunos meses) es dueño de un rostro inasible, al que resulta imposible penetrar, y que es funcional al personaje. Su andar, su reacción ante lo que ocurre es un interrogante constante para el espectador. Es la mejor representación de la experiencia humana ante lo terrible. Y aquí, un detalle singular: como entendiendo las características expresivas de cada uno, el director elige poner en primer plano el llanto de Elisabeth y mantiene en un honorable plano general el único instante en el que Ousmane se quiebra. Es en esos instantes donde comprendemos que la exacerbación de la neutralidad ha sido una decisión de puesta en escena de Bouchareb. Tal vez las expectativas de cada espectador ante el film sean lo que motive reacciones diversas. Así como está, London river es un drama menor y efectivo, que no arriesga definiciones sobre la violencia terrorista, pero que sí se anima a decir, con el desprecio y la desconfianza patentes de Elisabeth, dónde está el posible germen de esa violencia que siempre se prejuzga como externa pero viene bien de adentro.
El pequeño Stefek es el corazón y el espíritu de Un cuento de verano y es quien permite que se sostenga y funcione la ligereza del relato. En tiempos de orígenes nolanescos, donde para incidir en el destino y las decisiones de los demás hay que crear infernales mecanismos de puesta en escena, a Stefek y Elka les alcanza con olvidar intencionalmente un paquete de papel madera con una hamburguesa en su interior. Películas como Un cuento de verano son un soplo de aire fresco que nos devuelven la mirada al mismo centro del cine, a lo que importa verdaderamente: los personajes y la historia, retroalimentándose. Sin embargo, esa no es la única lección que el polaco Andrzej Jakimowski nos deja. Verdadero antídoto contra películas pesadas, pedantes y pretenciosas, Un cuento de verano también estimula otra región del cine: la de las películas festivaleras, las del cine independiente que descree de la diversión o la suavidad para retratar un mundo que no tiene por qué ser ideal. Los hermanos Stefek (Damian Ul) y Elka (Ewelina Walendziak) no las tienen todas consigo, pero no por eso el director se ha ensañado con edificarles un universo sórdido y en el que sólo se trasmita el dolor. Y, aclaremos, no por eso el film es sensiblero o facilista; tiene sus alegorías, sus reflexiones y la honestidad a flor de piel. Y además, otro milagro del celebrado Jakimowski, teniendo a un simpático nene de seis años como protagonista y a un pueblito como espacio, nunca cede ante la tentación de explotar miserablemente lo amable, lo queriblelo entrador. Sin golpes bajos, sin sensiblerías, cursilerías o ramplonerías, Un cuento de verano muestra básicamente los días de Stefek y Elka, entre la necesidad de encontrar un trabajo ella y la búsqueda del padre desaparecido hace años que emprende él. Si bien el título que le pusieron por estas latitudes quiere jugar con la superficie apacible del film y vincularlo con Eric Rohmer y su amabilidad, lo cierto es que el original Trucos es más preciso. Es que de ellos se valen Stefek y Elka para intentar torcer determinadas situaciones: cual efecto dominó, creen que un movimiento determinado es el inicio de una sucesión que puede cambiar el curso de las cosas. Y Stefek se empecinará en emplear este mecanismo para que retorne su padre, posiblemente ese hombre que todas las tardes toma el tren en el pueblo. Esto, que puede parecer un poco pedante, está pensado desde los personajes y, más aún, del punto de vista candoroso, aunque nunca recargado, del pequeño Stefek. Él es el corazón y el espíritu de Un cuento de verano y es quien permite que se sostenga y funcione la ligereza del relato. Como buen chico, Stefek cree que todo es posible y que nada se le puede interponer en el camino. Película humilde y pequeña en su factura, pero grande en reverberaciones, Jakimowski logra combinar temas y obsesiones que otros no han podido conjugar sin sonar pretenciosos. La simpleza con lo que todo fluye en esta película no disimula, de todas maneras, la amarga reflexión final: no todo está al alcance de nuestras manos e, incluso, todo fin necesita un sacrificio.
Una hija y una nieta y una novia para mi papá Hay algo que le envidio a Adrián Suar: la impunidad de la que goza entre periodistas, críticos -no todos, es justo decirlo- y público. Impunidad que impide una crítica más certera sobre su trabajo como actor (Un novio para mi mujer, con sus problemas sobre el final, es tal vez lo mejor que ha hecho) y su trabajo como productor televisivo, con ideas que se parecen sospechosamente a otras y que se repiten hasta el hartazgo. Este verano me tocó verlo en una adaptación teatral de la película El año que viene a la misma hora: el tipo, escaso de recursos, convierte un drama romántico sobre el paso del tiempo y la posibilidad de otro tipo de amor en una comedia mala de Francella. Y lo ovacionaban de pie. Hay que reconocer que Suar, con el tiempo, logró soltarse y adquirió algunos tics efectivos. Pero eso no lo hace mejor, sino apenas funcional. Lo mismo se puede decir de un mueble o un aplique. En realidad uno viene a hablar de Igualita a mí. Pero lo que motiva este arranque son algunas cosas leídas por ahí, que dejan pasar desvergonzadamente el conservadurismo y atraso en sus ideas de esta comedia discreta, y se dejan embaucar por los encantos de un tipo como Suar y porque “bueno, éxitos como estos son los que precisa la industria”. Uno ve, lamentablemente, cómo la crítica de cine en el país se va achicando en sus posibilidades y se convierte en mera socia del suceso, incluso con miedo de caer antipática al público. Sería bueno que los comentarios cancheros sobre las últimas malas comedias de Adam Sandler se escuchen también sobre productos como este. Sería bueno, también -y para ser un poco frívolos-, que los chistes que se hacen sobre las caras brillosas de Jennifer Aniston, Meg Ryan o Nicole Kidman, argumentos que se usan para ¡hablar mal de las películas!, se repitan acá, con la misma sorna, al ver los mofletes de Suar. Pasada la calentura, digamos que Igualita a mí confirma, lamentablemente, todo el prejuicio que uno podía tener con una película como esta cuando leía la sinopsis. Digo lamentablemente porque Diego Kaplan, su director, había realizado una película interesante como ¿Sabés nadar? y se había desmarcado en la televisión con productos que se corrían un poco de la norma. Sin embargo aquí se manda una que Luis Sandrini o Palito Ortega hubieran querido hacer: porque si bien el discurso es igual de conservador y condenatorio contra todo lo que se corra de una idea de familia, es indudable que la película tiene una pericia técnica y un par de actuaciones secundarias de buen nivel, incluso con pasajes de buen timing cómico. Mientras miraba Igualita a mí hacía un ejercicio mental y pensaba en los caminos que podía tomar un film como este para ser, digamos, mejor. Por un lado pensaba en las primeras comedias de Adam Sandler, donde el tipo fuera de norma estaba realmente fuera de norma y no era alguien que se teñía el pelo (parece que en el acto teñirse el pelo -por lo demás una idea ya vista hace 40 años- se esconde uno de los mayores atentados contra la vida burguesa) como mayor provocación, y donde su reubicación dentro de lo razonable se daba no sin una catarata de chistes memorables sino además con, valga la redundancia, razonabilidad y coherencia, sin maltratos a los personajes. El final feliz era una consecuencia, no una imposición. Por otra parte, teniendo en cuenta el tema del embarazo no deseado, en este caso por partida doble (él se entera que tiene una hija mientras ella descubre que está embarazada), pensaba también en Juno y cómo allí se abordaban, desde la perspectiva de una adolescente, temas como la paternidad, la adopción, con una inteligencia y una profundidad envidiables. Pedirle tal vez a Igualita a mí nivelarse con una de las diez mejores películas norteamericanas de la década sería algo injusto, pero al menos uno pide determinada reflexión sobre los temas que se abordan o que, mínimo, las reflexiones a las que se lleguen no estén en consonancia con una sociedad de la década del 50. Suar (Freddy), un juerguista que vive de noche y quiere estar bien lejos de la idea de ser padre y esposo, decide hacerse cargo de la situación, básicamente, porque sentado en un café ve pasar a un abuelo de la mano de su nieto. La ramplonería, cursilería y sensiblería de los últimos 15 minutos de esta película son intransitables. Típica película dividida en dos -donde la primera parte nos muestra lo gracioso y supuestamente desaforado del asunto para luego caernos con todas las de la ley y bajarnos línea-, el problema fundamental es que ninguna de esas mitades están bien manejada: la comedia descontrolada que podría haber sido sucumbe ante la reiteración de Freddy bailando en la disco, tiñiéndose las canas, levantándose tarde, como si todo eso fuera terrible. Y lo curioso del caso es que Freddy parece ser bueno en su laburo. Entonces ¿por qué se lo condena? Más lamentable es cuando es evidente que detrás de cámaras hay un tipo competente que sabe filmar y hasta manejar una situación humorística: ejemplo, aquella escena en la que Freddy confiesa a sus padres y su hermano que tiene una hija. Pero la falta de más momentos como este imposibilitan que uno tenga algo de lo que agarrarse cuando la monserga se venga. Esta gente no aprendió nada de comedias desparejas como Los rompebodas o Navidad sin los suegros, que padecían problemas similares. El final, está dicho, es lamentable. La aparición de la madre de la hija de Suar abre nuevas posibilidades al desagrado. Igualita a mí incorpora la misoginia (no hay mucha diferencia entre alguna situación de cama con aquella “gorda lechona” de Emilio Disi) y, en el caso del novio de Aylín (Florencia Bertotti), una burla al hippie no sólo discriminatoria sino además retrógrada. Y ahí aparece otra comparación: el “yo mantengo a todos estos vagos” que tira Freddy (que será fiestero pero no fuma porro, eso está claro) sobre el final sin dudas impactará festivamente en el público de clase media que se pueda acercar a este bodrio. Pensar en la alegría fumona que destila Pájaros volando, comedia nacional estrenada la semana pasada y cabal representante de otro público, y en cómo cada una retrata a esos mochileros es no sólo pensar en dos formas diferentes de hacer cine sino también en dos formas diferentes de país. Y yo ya sé en cuál quiero vivir.
Un fueguito Las diferencias que existen entre La chica que soñaba con cerillas y un bidón de gasolina y Los hombres que no amaban a las mujeres -segunda y primera parte de la saga Millenium, respectivamente-, son mínimas: ambas tienen los mismos problemas y, con sus bemoles, similares aciertos. Si bien hay un cambio de director (dirige aquí Daniel Alfredson), el registro continúa siendo televisivo, demasiado deudor de las páginas del libro de Stieg Larsson y los misterios se resuelven un poco a las apuradas, a pesar de que contar esto lleva más de dos horas de metraje. Por un lado esto es satisfactorio, porque hablando de una saga hay un tono que se mantiene pero, a la vez, es un inconveniente: todo se resuelve como un entretenimiento menor, subsidiario y que pretende con algunos dejos de sordidez hablar de un mundo horrible. En esta segunda historia, la magnética Lisbeth Salander (Noomi Rapace) se enfrenta a una red de prostitución que se empecina en dejarla pegada a una serie de crímenes. El por qué de esto le corresponderá averiguarlo a ella, con su singular estilo: violenta, irascible, impetuosa a pesar de su delgadez y pequeñez física. Ese personaje -o esa creación que se logra por medio de la aparición de Rapace- es lo que le da combustible a esta continuación. Claro, en la ayuda está Mikael Blomkvist (Michael Nyqvist), quien en otro registro también aporta solidez al periodista que investiga el hecho con el objetivo de limpiar de culpa y cargo a la pobre Salander. La ambigüedad de ambos personajes (aunque aquí es ella la que toma mayor protagonismo), ese hacer sin que sepamos bien por qué hacen, habilita el misterio que por momentos estas producciones, algo lánguidas y estiradas, no tienen. Como en Los hombres que no amaban a las mujeres, Salander y Blomkvist son dos piezas en la superficie de un texto que por debajo deja una denuncia explícita sobre cierta sordidez e ilegalidad de la alta sociedad europea. Lo que favorece a La chica que soñaba… es que es menos ambiciosa en relación a su denuncia. En la primera parte, la resolución no se condecía con la sociedad nazi que pretendía señalar, mientras que aquí los vínculos son un poco más entendibles y la violencia del enfrentamiento entre Salander y determinado personaje permite una lectura política a la vez que polémica sobre los géneros y el poder que se ejerce de manera coercitiva. El problema, también es cierto, es que para potenciar el universo que quiere señalar aporta una mirada demasiado cínica sobre el mundo, como si del otro lado de cada pared hubiera un violador, un golpeador en potencia. A veces, Larsson es un tanto excesivo. No obstante, es tan poco lo que cinematográficamente aportan estas películas que sólo se pueden comparar entre sí: son explícitamente endogámicas, como lo es el arte-mercancía de estos tiempos. Si en la primera lo que la hacía funcionar era descubrir a un par de personajes singulares, aquí -ya conocido el paño- podemos entretenernos porque en comparación con aquella, las cosas fluyen mejor. En La chica que soñaba… el texto nunca pierde espacio por el subtexto, por eso nos interesa más lo que ocurre. Otro acierto es limar la cuota de sordidez en el plano visual, que en algunas instancias de Los hombres que no amaban a las mujeres la hacían parecer una película explotation; y no se debe dejar de lado cierto villano absurdo, un grandote rubio y macizo deudor de la saga de James Bond. Claro que lo peor que les ocurre a estas películas es que no parecen tener mucho más para decir que lo que aportan sus imágenes, simplemente porque temen ir más allá de lo que las propias palabras del libro decían. En todo caso, un thriller con su cuota de política y aventuras, con su denuncia formal sobre el rol de la mujer en las sociedades machistas pero también con su ridiculez sensacionalista, La chica que soñaba con cerillas y un bidón de gasolina no se desvía demasiado de la línea que trazaba su primera parte y permite, para el cine sueco, crear un hito universal en paralelo con las propuestas hollywoodenses: aún en esa sensación de que se hacen para cobrar el cheque por ventanilla. Es ahí donde, por su sequedad y su falta de sentimentalismo, la saga Millenium muestra sus mejores armas: el final de este film es acertado y medido, y uno se queda imaginando la pirotecnia innecesaria que le pueden agregar los norteamericanos en la inminente remake que ya se viene.
El guión tiene tanta imaginación que el humor surge imparable y frenético. Es imposible pensar Un loco viaje al pasado sin tener en cuenta el éxito (de público y -llamativamente- de crítica) obtenido el año pasado por ¿Qué pasó ayer? : el film de Steve Pink sigue aquella estructura narrativa, por la cual un grupo de hombres en viaje supera cierta carga de frustración de su presente a la vez que remeda, de esta forma, el estilo de las comedias de la década del ’80. En ese sentido, se haría imposible separarlo de la ida de subproducto. Y si bien Pink no parece tener el talento formal de Todd Phillips (había en The hangover un juego con la elipsis y el flashback que funcionaba para negar su punto de vista machista, que lo tenía), sí tiene un timing cómico y una precisión para encontrar el chiste que empequeñece los logros de aquella comedia que -bajo mi punto de vista- fue bastante sobrevalorada. Un loco viaje al pasado muestra a Adam y Nick (John Cusack y Craig Robinson), dos amigos que tienen que hacerse cargo de Lou (un Rob Corddry al borde de la exasperación y con ese nivel de desquicio que se le extraña a Jack Black), que viene de un intento de suicidio y necesita “tomar aire”. Son tres adultos frustrados, fracasados en sus intentos sentimentales o laborales. Por eso deciden irse unos días a una cabaña donde 20 años atrás vivieron una gran experiencia, entre sexo, drogas y bastante descontrol, para ver si algo de aquella chispa aflora en sus vidas. Al grupo se suma Jacob (Clark Duke), sobrino de Adam y un joven de estos tiempos: de esos que cuando piensan en “levantarse una mina” no conciben la idea de que sea cara a cara. Lo que esta comedia hace, y es su acierto fundamental, es que no homenajea a aquellas comedias con cinismo y algo de culpa (como pasaba en ¿Qué pasó ayer? ) sino que se tira de cabeza en un registro que puede incomodar a algunos. Instalados en el hotel, Adam, Nick, Lou y Jacob sufren un desperfecto en el hidromasaje y viajan -de manera literal- a los años 80’s, que los encuentra jóvenes y de nuevo ante la posibilidad de redibujar su destino. Como en aquellas películas, un elemento fantástico totalmente incomprensible los sitúa ante la posibilidad de redimirse: si bien ese ir y venir constante, entre lo que estaba bien antes y está mal ahora, puede generar algo de lastre, el guión de Josh Heald, Sean Anders y John Morris tiene tanta imaginación que el humor surge imparable y frenético. Efectivamente la clave aquí es la conexión que el film establece con el pasado. No en vano, la participación de Chevy Chase es fundamental: uno de los grandes comediantes de aquella década es el encargado aquí de posibilitar que los personajes retornen al presente. Un loco viaje al pasado funciona, además, como relectura de Volver al futuro, y no sólo por la aparición de Crispin Glover: en ese nexo con una saga icónica de los 80’s el film de Steve Pink presenta sus credenciales. Porque si bien es verdad que el humor de aquellas comedias no era para nada elaborado y, por el contrario, era bastante cuestionable desde un punto de vista ideológico (con su sexismo y su escatología), lo que se hace aquí es aceptarlo como tono pero nunca convertirlo en dogma: hay nostalgia, pero nunca celebración. En esa distancia casi invisible, pero existente al fin, Un loco viaje al pasado sostiene su éxito como película. Y esto, por cierto, es mérito de tres actores que saben poner la distancia necesaria como para no quedar como meros bufones: hay en Cusack, Robinson y Corddry -sobre todo en este último- una conciencia absoluta de aquello que se está recordando y poder reconvertirlo en algo cercano al arte. El trío parodia lo que ya era poco serio y esto se logra a fuerza de excesos y de un corrimiento de los límites. Si bien el desenlace de Un loco viaje al pasado no está a la altura, se agradecen los varios excelentes pasos de comedia que tiene.
No hay mal que por bien no venga Mi villano favorito tiene una contra desde que empieza: uno sabe que Gru, ese tipo desagradable, cima de la maldad, se reconvertirá y vivirá una especie de redención luego de que las tres huérfanas de las que se hace cargo le ablanden el corazón. Por eso, la forma en que los directores Pierre Coffin y Chris Renaud lleguen a ese final será termómetro suficiente para sopesar los aciertos o no de esta película, producida por una nueva escudería que se suma al profuso terreno de la animación digital: Universal. Con una cuota de incorrección política, bastante disparate, un buen trabajo sobre el espacio cinematográfico y un humor cercano al del cartoon clásico, de slapstick puro, Mi villano favorito se convierte en una agradable sorpresa plagada de aciertos, formales y temáticos. El universo de Mi villano favorito tiene sus reglas particulares, las cuales no son explicitadas sino puestas en funcionamiento a partir de la narración: ese es un primer gran acierto. El film imagina, al igual que lo hacía Los increíbles, un mundo totalmente integrado a la idea de convivencia con algo fantástico que pertenece al imaginario de la cultura pop: si en aquella eran los superhéroes, en este caso son los villanos. Y curioso: no parece haber en este mundo ninguna fuerza de seguridad que intente frustrar los planes maléficos de estos personajes entre sofisticados y despreciables, por megalómanos, egocéntricos y materialistas. Porque el mundo que se plantea es puramente economicista y material, y ahí algo más que la ata con aquel film de Brad Bird: Mi villano favorito encuentra la parte administrativa y burocrática de ese mundo fantástico y la convierte en su corazón. Porque si estos tipos tienen planes tan sofisticados como robarse la Luna, necesitan de alguien que los financie: ahí entran los bancos y uno de los mejores chistes del film. Gru va a buscar un crédito a una entidad que se presenta como “Banco del Mal: anteriormente Lehman Brothers”. Mi villano favorito resume en un chiste perfecto lo que a Tom Tykwer le llevaba casi dos horas en la notable Agente internacional. Y si los guionistas Sergio Pablos, Ken Daurio y Cinco Paul (estos dos últimos de la estupenda Horton y el mundo de los Quien) logran construir un universo coherente y con sus reglas internas bien definidas, desde la imagen los realizadores resuelven todo respetando cierto concepto visual del cine de espías de los 60 y 70, especialmente las primeras películas de James Bond: un concepto de elegancia sofisticada, un refinamiento cosmopolita y algo afectado hasta la parodia: esto se logra, principalmente, gracias a la velocidad con la que se imprime el humor, puro chiste físico, debido a su vez a unas creaciones magníficas, ya la invención cómica del año: los minions. Seres amarillos, esponjosos, casi unos chizitos con ojos, manos y pies, que farfullando un lenguaje casi incomprensible y recurriendo a una violencia contenida, redescubren la eficacia del humor animado de hace 70 años. Su graciosa irrealidad -son asistentes de Gru en su guarida maléfica- aporta el tono justo de disparate anárquico y alejado de toda convención que la película necesitaba. En ellos se respira el espíritu festivo de Mi villano favorito. Si ponemos en primer plano la forma de este mundo, es porque tal vez lo más flojo de la película sea su anécdota principal: cómo un tipo muy malo no se hace bueno, pero sí al menos da muestras de tener sentimientos. Si bien es cierto que elude casi por completo el sentimentalismo y se apoya en un protagonista muy fuerte como Gru, con chistes sobre niños huérfanos que a alguien le puedan resultar desagradables y un comportamiento digno de un capítulo de South Park, también es cierto que el arco de emociones de su personaje no se desvía de lo previsible. Aunque hay un pero, y este se refiere a la sutileza con la que está construida la redención: para achicar la Luna, Gru necesita un achicador de partículas -o algo por el estilo- que está en poder de su rival, Vector. Y para ingresar en su guarida se tendrá que valer de tres huérfanas a las que adopta sólo con un fin utilitario. Habrá que prestar atención entonces a cuáles son las experiencias que atraviesa este personaje para comprender su movilización interior -un parque de diversiones, leer un cuento, entre otras-, motivada por una visita recurrente al universo de la infancia. Desde ahí, el final se da por decantación, pero también porque hay una lógica que el film respeta y protege, y no porque se proteja cierto conservadurismo o se pongan en primer plano unos sentimientos por sobre otros, indicándonos que son malos o nocivos. Se sabe que algo está mal, pero no hay un subrayado: el film nos dice que hay actos malos y actos buenos, y gente que los comete sea buena o mala. Esa coherencia del film, que es tanto temática como estética, se complementa con un sentido del humor que raya lo desquiciado y que será, seguramente, su marca distintiva: tal vez el mayor pecado del film es que muchas veces la anécdota queda sepultada bajo capas y capas de referencias y gags, y no es que uno tenga nada contra la comedia pura, pero sí cuando atenta deliberadamente contra la narración. Es ahí, creo, donde Mi villano favorito queda relegada a un segundo lugar tras películas como Lluvia de hamburguesas, Horton y el mundo de los Quien, Cómo entrenar a tu dragón o Kung fu panda, las mejores películas en animación digital realizadas en la periferia de Pixar. Otro peligro que tiene Mi villano favorito es que, observando sus particularidades y teniendo en cuenta el éxito en el que se ha convertido, sus realizadores quieran hacer de esto una franquicia y estirar la anécdota y a sus personajes mucho más allá de lo recomendable. Los minions son una de las cosas más graciosas que existe sobre la faz de la Tierra -así nomás-, pero parecen construidos bajo el síndrome pingüinos de Madagascar o ardilla de La era del hielo. El film es encantador y funciona, pero su anécdota parece acotada y con no mucho más para decir, al menos que se pueda explotar el vínculo de las niñas y Gru, unidos por la maldad, por lo que pensar en una saga suena hoy poco interesante. Así como está, Mi villano favorito tiene todo para convertirse en un buen recuerdo: esperemos que no la transformen en una pesadilla recurrente. Porque el que se quema con Shrek, ve un ogro y llora.