Filiaciones, herencias. tatuajes I- Hay películas que uno defiende (El silencio de los inocentes, Sexto sentido, Bajos instintos) pero que han dejado una herencia nociva, con subproductos bastante reprochables. Por otra parte, paradójicamente hay películas que a uno le han pasado por al lado, cuando no llegado al fastidio, y que sin embargo se han convertido en una referencia positiva para el cine: un ejemplo en ese sentido es Fuego contra fuego, de Michael Mann, que en sus extensas tres horas construía un relato coral de policías y ladrones bastante derivativo, pero que contenía dentro suyo un par de escenas de acción notables, fundamentalmente el robo a un banco con un tiroteo donde los balazos sonaban reales y la puesta en escena daba una idea física de ese momento. Mann, dentro de un film bastante regular -y sobrevalorado por una parte de la crítica-, construyó inconscientemente un pequeño instante que es un paradigma visual en sí mismo: los robos a bancos en el cine tienen que ser vistos hoy como en Fuego contra fuego. Si no, no son robos a bancos. II- La mención al film de Mann no es casual: indudablemente Ben Affleck vio Fuego contra fuego y así planificó dos instantes de alta tensión en The town (el título local es indigno y estúpido), su segundo film como director y uno que confirma todo lo bueno que habíamos dicho de él luego de la intensa Desapareció una noche. La importancia de la construcción narrativa del robo al banco está dada no sólo porque ha inspirado a un tipo humilde y relajado como Affleck, sino también a un grandilocuente y pedante como Christopher Nolan, que en el arranque de El caballero de la noche -no de gusto su mejor película- jugaba también a ser Michael Mann travestido de superhéroe. Pero en Affleck, a diferencia de tipos como Nolan, las referencias cinéfilas no son una declaración, sino una definición. En Affleck, por las películas que filma y por los libros que lee (sus dos películas son adaptaciones de novelas policiales), las referencias son tatuajes, están impregnadas en su piel. Uno puede ver en The town a Clint Eastwood, a Michael Mann, a Martin Scorsese, pero no desde la copia o el guiño, sino desde el espíritu, la esencia, la filiación. Si Affleck filma así es porque su educación audiovisual está compuesta por la coherencia de los personajes de Eastwood, el romanticismo de Mann y los códigos barriales de Scorsese. III- El tatuaje es un elemento clave también dentro The town. Durante el robo perpetrado por Doug (Affleck), James (Jeremy Renner) y el resto de la banda al banco donde Claire (Rebecca Hall) trabaja como gerente, a pesar de que los asaltantes llevan máscaras de látex (y uno recuerda también a Punto límite de Kathryn Bigelow), esta divisa en la nuca de James un tatuaje. Este elemento, que servirá para generar algo de suspenso en determinada escena, tiene una relevancia étnica: no es cualquier tatuaje, es una especie de duende irlandés, un personaje que sienta identidad en el contexto del lugar donde se desarrollan las acciones. Y el lugar es Charlestown, Boston, según la historia policial de los Estados Unidos el barrio donde más robos a camiones blindados hay dentro de todo el país. Un lugar de gente trabajadora, que también alberga a peligrosas bandas delictivas. Un submundo masculino, de testosterona torpe, donde las cosas se arreglan a las piñas o no se arreglan. Ahí, también la violencia seca y brutal de Eastwood, Mann y Scorsese, reconstruida por Affleck, no desde el homenaje sino desde la herencia. Una herencia de sangre, claro está, como los lazos que unen a los personajes de The town, ladrones o policías todos ultra profesionales, y que divisan una luz de esperanza en el fondo del túnel, con curvas de mujer. IV- Affleck se vincula también con los citados por la forma en que le da entidad, aún en un universo musculoso y sudoroso, a los personajes femeninos. Y esto todavía cuando Scorsese parece tener con las minas un vínculo patológico; Mann se esfuerza por entender lo femenino sin demasiada fortuna, pero se esfuerza; y donde Eastwood resulta ser el único capaz de darles verdadera dimensión a las mujeres. Affleck está más unido al director de Río místico (recordar que el autor de la novela en la que se basaba era el mismo de Desapareció una noche), aún cuando la construcción de Claire es uno de los puntos más débiles de su película. Uno no entiende demasiado el sentimiento que surge de ella hacia Doug, una vez que el delincuente se topa con su víctima y comienzan una relación compleja. IV- Uno de los problemas de The town es precisamente la historia de amor, que nunca termina ser de a dos. Y esto es así porque lo que prevalece en la película es el barrio, la pertenencia de Doug a Charlestown que ve en Claire -una chica que no pertenece a ese lugar- una forma de escape. Si hay amor en The town, es de Doug hacia el lugar, el espacio, uno que lo constituye, que lo forma y que lo lleva en su esencia como James lleva ese duende irlandés en la nuca. Es entonces The town una historia de huída, de alguien que avizora un destino trágico y que desea separarse de él. Y la única forma que encuentra Doug, apegado como está a los suyos por el delito pero también por los sentimientos encontrados, es terminar su trabajo, cerrar de alguna forma su historia con ese lugar y alejarse. Claro que no será fácil, y la película se vinculará con el drama romántico sobre los lazos que nos unen y aquello que nos ata inconscientemente. V- Y también hay otro amor, implícito, que es el de Affleck al cine clásico. En las filiaciones de su cine mencionamos a Eastwood y a Scorsese, pero también a Mann. Son tres nombres vinculables de alguna forma con el policial clásico, pero también hay allí algo revisionista, experimental en Mann y potenciado en Scorsese. Affleck, por el contrario, se apega a las fórmulas y las herramientas clásicas, sin aportar una mirada modernizadora o cínica. No hay relectura, sino una reconstrucción formal directa. Affleck demuestra con su segundo film que posee una sensibilidad mayúscula, que sabe dónde poner la cámara (veamos las briosas secuencias de acción que construye; la excelente última media hora de The town; el plano final de Desapareció una noche) y que construye sus películas alrededor de las emociones y sensaciones de sus personajes. Affleck respeta una poética y una lógica que no traiciona la coherencia del relato. Tampoco hablamos de un formalista o de un esteticista: representa, cabalmente, lo mejor de cada uno de los nombres citados. VI- Si The town está un escalón por debajo de Desapareció una noche -aunque a esta altura a quién le importa; son dos grandes películas- es porque en aquel film Affleck lograba atravesar los tópicos del policial y construir un cuento moral que generaba una duda en el espectador y lo movilizaba internamente. Se podría decir en contra de The town, que aquí no hace más que sumar elementos ya mil veces vistos y contarlos con solidez y elegancia y sentimiento, sí, pero no mucho más que eso. La novedad no está presente en The town. Sin embargo, el último plano del film y su última línea de diálogo, que sin adelantar demasiado dice “te veré de este o del otro lado”, instala al film en otro lado, en el del romanticismo más extremo, pero no uno que se limita exclusivamente a la historia de Doug y Claire, sino además al género y al cine clásico. Ese plano, que construye el mito, y esa línea que habla de un lado y del otro, y que es espejo de otra dicha anteriormente por otro personaje, habla de los universos que se debaten en el film, sin juicios de valor y con una nobleza que abruma: el de los ladrones y los policías; el de la ley y el de la ilegalidad; el del bien y el del mal; el de los moderados y los tensos; el de los que pertenecen al barrio y el de los que vienen de afuera; el del paraíso y el terrenal. Cielo e infierno que son uno solo y que tienen, claro que sí, el apacible aspecto de un barrio de clase media.
Identidad desconocida Tal vez hilando muy fino uno podría encontrar en esta película que son muchas películas a la vez, y que habla sobre un asesino a sueldo que oculta su identidad en un pueblito de Italia, una referencia autoconsciente precisamente a la cuestión identitaria: El ocaso de un asesino está construida con retazos de muchas cosas, incluso corriendo el riesgo de que uno pueda descubrir desde el minuto uno qué va a pasar, y no sólo por su adscripción a un subgénero como el neo noir sino además por su aparente explicitación de cada guiño y giro de la trama. Sin embargo, y más allá de que este policial de Anton Corbijn protagonizado por George Clooney tenga algunos encantos y riesgos, lo que termina descubriendo es una película sin la personalidad suficiente como para sostenerse por sí sola y necesitada, constantemente, de la complicidad del espectador para ir deconstruyéndola segundo a segundo. Para ser más claros: tenemos al asesino a sueldo perdido en Europa un poco como la saga Bourne y otro tanto como Perdidos en Brujas, tenemos otro tanto del antihéroe del cine negro norteamericano de la década del 70 y la atmósfera plena, reflexiva, plagada de tiempos muertos, del policial francés a lo Melville. Esto desde lo estético, porque desde lo argumental el film se vale de otras herramientas reconocibles: el asesino a sueldo (Clooney) se hace amigo del curita simpático del pueblo, además se enamora -cuando no debe- de una prostituta sensible. Desde luego que con tantas cosas reconocibles se puede hacer un buen film, pero el problema es cómo Corbijn, que se muestra demasiado autoconsciente del ejercicio conceptual que lleva adelante, maneja las situaciones. Básicamente el problema de El ocaso de un asesino (título local que adelanta demasiado lo que vamos a ver) es que para Corbijn no hay posibilidades de diversión en esto que cuenta. Todo debe ser admirado con grandilocuencia y excesiva densidad: hay planos que se estiran demasiado, hay situaciones que pasan de ser contemplativas y se convierten en rutinarias y reiterativas, hay diálogos que son dichos con impostada trascendencia cuando se trata de comentarios obvios. Y a todo esto tampoco ayuda un Clooney puesto en modo “estoy haciendo algo serio”, excesivamente alambicado y otorgándole una seriedad que la película no soporta. Y uno descubre el desperdicio de talento (a los apreciables Corbijn y Clooney, sumemos el trabajo de fotografía de Martin Ruhe y la música de Herbert Grönemeyer) cuando el comienzo y los últimos veinte minutos de película demuestran lo que El ocaso de un asesino podría haber sido, y no fue: un buen thriller con logradas atmósferas. Es ahí cuando el holandés Corbijn instala al criminal de Clooney en situaciones de mucha tensión, y maneja la información de manera que el espectador se sumerja también en medio del clima enrarecido. Cuando el ejercicio pasa de la teoría a la práctica, es donde El ocaso de un asesino logra despegarse de la simulación y el aburrimiento para convertirse en un film rugoso, tenso, fatalista, oscuro; donde el aliento del protagonista forma parte de la respiración de la narración. Así como el film no parece definirse entre los varios modelos que toma para sí (nunca tiene demasiada acción, ni nunca termina de profundizar en el drama de su personaje, como tampoco se vuelve ridículamente romántica), el espectador tampoco sabe qué decir de una película que no es lo que promete ni, mucho menos, es algo que ofenda. El ocaso de un asesino es una buena película a la que le hubiera hecho falta un director con menos pretensiones de ganar el premio al cinéfilo posmoderno que homenaje a los viejos policiales, pero siempre con un planito cool para que digamos “oh pero qué bien filma”.
Octubre Pilagá es módica y humilde como expresión cinematográfica, y su verdadera fuerza radica en la denuncia. Si uno tiene en cuenta la dirección que ha tomado el cine documental en la Argentina de los últimos 15 años, con una reiteración temática sobre los hechos ocurridos en la década del 70 -y esto sin un juicio de valor-, la aparición de una obra como Octubre Pilagá, de Valeria Mapelman, no sólo sorprende por su corrimiento de la unidad temática sino además porque indaga en una cuestión que, para la historia oficial, estaba en un fuera de campo absoluto: la matanza de indígenas en el norte del país en 1947 ejecutada por Gendarmería, durante el gobierno de Juan Domingo Perón. Una historia que, sin dudas, llama poderosamente la atención, aunque uno entiende que las causas de los pueblos originarios parecen condenadas de pleno a un ostracismo histórico. Tanto esta como las que se viven en el presente. Tal vez se puede acusar a Mapelman que en vez de indagar y bucear en los hechos, directamente denuncie, se ponga en el lugar de fiscal: califica a Perón de genocida, así de simple. En ese sentido se parece bastante a El rati horror show de Enrique Piñeyro: una especie de bronca epidérmica sobre hechos poco claros y silenciados. Sin embargo, ahí donde Piñeyro recurre a la sátira y a la ironía, Mapelman registra casi ascéticamente, con nula intervención ante las cámaras y dejando rodar los hechos a partir del recuerdo que tienen los sobrevivientes. Justamente para esta época, octubre de hace 63 años, por orden de funcionarios del gobierno peronista estos indígenas formoseños eran acribillados a balazos. El acercamiento a documentos secretos confirma lo ocurrido, y Mapelman los utiliza a favor de su denuncia. Las herramientas que la realizadora usa para contar Octubre Pilagá llegan hasta diarios de la época que, hace más de medio siglo, se comportaban como los de hoy: en este caso, cómplices del Estado, usaban términos como “malón” o “rebelión” para signar a los aborígenes y demostrar que, en todo caso, Gendarmería actuaba sobre la violencia de los propios indios. O, incluso, que llegaba a haber acuerdos cuando en verdad se había arrasado el territorio. Octubre Pilagá es módica y humilde como expresión cinematográfica, y su verdadera fuerza radica en la denuncia. También, en la posibilidad que le brinda a los sobrevivientes de contar su versión de los hechos, emulando de alguna forma la tradición oral de los originarios. Esa tradición que se usaba para ungir mitos y leyendas, pero que aquí adopta la cara cruel, violenta y real del Siglo XX. O, en todo caso, mito que se cruza con otro mito, el de la liturgia justicialista, la dignidad de la justicia social y la victimización histórica. Como dicen, viene bien recordar el pasado para repensar el presente.
Una vida ilustrada Con su vuelta al documental tras lo que fue su frustrante paso por la ficción con Los libros y la noche o Iluminados por el fuego, Tristán Bauer demuestra con Che, un hombre nuevo que lo suyo es el documental. Pocos tienen el talento para comprimir doce años de investigación en un film de dos horas y ser ordenados y coherentes con lo que se quiere contar, además de construir un relato entretenido, rítmico, donde la imagen está en constante rotación y la voz en off -salvo excepciones- amplía lo que se ve y no sólo se dedica a ilustrar las imágenes. Más allá de algunos reparos, Che, un hombre nuevo se confirma como un homenaje justo y preciso a una de las figuras emblemáticas de la lucha armada a nivel mundial. Bauer, junto a su coguionista Carolina Scaglione, comprime documentación, fotos de archivo y viejas filmaciones de Ernesto Guevara con un criterio envidiable: desde lo audiovisual no hay nada que sobre. El film se vale de material cedido por el Gobierno cubano, el boliviano y también la propia familia del guerrillero. Y al hacer hincapié en alguna correspondencia que se enviaba con su mujer, más allá del líder revolucionario que fue, lo que sobresale es la esencia de hombre romántico, de intelectual totalmente autodidacta. Bauer, más allá de algunos excesos de la música, nunca precisa subrayar nada para que la figura del Che tome una dimensión épica. Él es lo épico, lo enorme, lo inasible. Desde lo formal, el director utiliza varios recursos y tal vez esa sea una de las fallas principales: al comienzo recurre a su punto de vista como narrador, se expone en primer plano, para prontamente abandonar esto y centrarse en la recopilación. Bauer duda sobre si ponerse o no en protagonista, y esas dudas se posan sobre los primeros minutos. Pero luego, cuando definitivamente la película puntúe entre los audios de época, la lectura de fragmentos de cartas de Guevara en off y la propia voz del director explicando algunas situaciones -más allá de que su voz no sea demasiado motivadora- el film adquirirá una rítmica imposible de detener. Los viajes por Latinoamérica, la llegada a Cuba, los viajes a Africa, el discurso en la ONU, su muerte, todo está contado con notable timing, respetando los tiempos como para que el espectador digiera toda la información que se le expone. Hay algo que puede ser discutible: ocupando el espacio que ocupa hoy Bauer en los medios estatales ¿está bien que se utilicen recursos para producirle un material? En todo caso, observar lo que ha hecho con Che, un hombre nuevo sirve para comprender que al menos el dinero no ha sido desperdiciado. Otra cosa es que, sin dudas, el director se ufana del material conseguido y su documental hace gala de esas imágenes nunca vistas. Lo que uno piensa es si no lo consigue él ¿quién lo hará? Y a estas dudas, otro reparo: digamos que por lo menos la información que recopiló fue expuesta criteriosamente, ordenada y clasificada con ojo de gran editor. Incluso los fragmentos de cartas seleccionados tienen la prestancia suficiente como para ser un estupendo soporte a las imágenes que se proyectan. Sin embargo el mayor cuestionamiento que se debe hacer a este documental es narrativo y de profundización en los temas que aborda: siendo como es la vida de Guevara, una muy conocida para la población más o menos preocupada en estas cuestiones, es como que Un hombre nuevo no aporta demasiado. Sí algunas de las imágenes asombran y emocionan, pero ya es historia conocida: sólo hacía falta que alguien viniera y las expusiera. Y hay elementos allí como para trabajar y, al menos, sacar alguna conclusión novedosa sobre el personaje: ¿cómo era el vínculo con su familia? ¿Y con su esposa? ¿Cómo caían en el centro de la Revolución las críticas que hacía a la burocracia del Estado Soviético? ¿Cómo se sintió Guevara en aquellos días finales en Bolivia? Daría la impresión de que todo esto se roza, pero no hay interés en reflexionar sobre esto. Bauer no dice nada al respecto y prefiere quedarse con la muy buena ilustración de una vida increíble. Eso alcanza para hacer un buen documental, pero no tanto para una gran obra.
Puro vértigo y ligereza, con corridas y escapadas milimétricas que hace la mayoría del metraje muy disfrutable. Luego el rulo se enrula demasiado y la película decae. Con mucho de Hitchcock y varias lecciones aprendidas del típico thriller de inocente huyendo al estilo El fugitivo, la francesa No se lo digas a nadie es, a pesar de su metraje excesivo, un atractivo film de suspenso donde sobresale la mano del director Guillaume Canet para contar una enorme cantidad de hechos con el timing necesario y sin confundir al espectador. Aunque, claro, contó con un elenco de notables aún para cubrir personajes menores, que le garantizaron gran solidez en cada una de sus secuencias: François Cluzet, Marie-Josée Croze, André Dussollier, Kristin Scott Thomas, François Berléand, Nathalie Baye, Jean Rochefort. Pavada de casting. No deja de ser curioso con el visionado de No se lo digas a nadie el hecho de que, aún teniendo una historia muy rica en policiales (con Jean Pierre Melville como máximo referente del polar), los actuales directores galos se acerquen al género con una estructura deudora del policial americano. Aquí Canet deja cualquier atisbo de reflexión o introspección, para saltar directo a la acción, con giros y más giros que irán enroscando la trama hasta complejizar definitivamente el entramado. La apuesta, antes que a la lógica, está apuntada a sostener el ritmo narrativo, disparando subtramas y desplegando personajes. Hace ocho años que la esposa del médico Alexandre Beck (Cluzet) murió horriblemente. Sin embargo, la causa se reabre y Beck recibirá un mail donde puede ver a la supuesta difunta, andando por la calle. A partir de ahí Canet irá enrulando el rulo cada vez más, pero con la virtud de sostener el punto de vista de su protagonista, como para que el espectador se identifique. Puro vértigo y ligereza, con corridas, escapadas milimétricas y demás, que hacen que 90 de los 130 minutos se pasen velozmente y sean muy disfrutables. Pero No se lo digas a nadie tiene sus problemas, y estos se amontonan en la última media hora, justo al momento de las resoluciones. Por un lado, Canet enrula demasiado el rulo hasta cansar al espectador; por el otro, la resolución será demasiado oral, en una secuencia que se opone al resto del film por su ausencia de ritmo y movilidad. Lo que allí se conocerá -sin adelantar nada- es un entramado de perversiones en el estilo de la saga Millenium: una Europa poderosa y perversa que actúa totalmente impune. Una pena ese final que desmerece lo que hasta entonces era un entretenimiento de esos que piden más a la emoción que al intelecto.
Filme muy menor, falto de peso cinematográfico. Estamos ante una película incómoda. Incómoda porque estando Luis Inacio Da Silva en pleno poder de su Gobierno y de cara a una próxima contienda electoral en su país, uno no sabe cómo tomar a esta producción de Fábio Barreto y Marcelo Santiago: si como una chupada de medias algo desmedida en sus resonancias épicas o como una endeble construcción del ciudadano político en el que la realidad marca que se convirtió Lula. Si alejamos la mirada del contexto, Lula, el hijo de Brasil es un correcto melodrama con un registro cercano al de las novelas de la televisión brasileña, pero que cuando uno intenta hacer un paralelo con la historia oficial pierde por goleada. Tal vez para apagar las posibles acusaciones que podrían caer sobre el film –siguiendo un programa similar al de Walter Salles con El Che en Diarios de motocicleta- lo que se cuenta va del Lula niño al Lula metalúrgico: sus presidencias quedan en un fuera de campo del que nos anotician un par de sobreimpresos en el final. Así, se podría decir que Barreto y Santiago evitan hacer un comentario sobre la presidencia de Da Silva y se dedican a construir una idea -o un intento de- del Lula ciudadano y de cómo esa persona que nació en la pobreza más grande, fue maltratada por su padre y luchó contras las injusticias, se convirtió en un carismático líder sindical con proyección. Y, principalmente, quieren dejar sentado cómo el vínculo con su madre (una notable Glória Pires) de alguna manera lo formó y lo motivó. Lula, el hijo de Brasil se muerde la cola por sus propias ambiciones. Podríamos tomarlo como un mero melodrama, y ahí aceptar la relación de Dona Lindu con Lula (Rui Ricardo Díaz) como una bella recreación del vínculo materno-filial -tal vez demasiado bella-. Pero bien sabemos que esto es una recreación de otra cosa, y sería ingenuo pedirnos que no veamos esa otra cosa continuamente. Los directores no logran generar un verosímil cinematográfico completo como para que aceptemos eso que se nos cuenta desde el registro melodramático, ya que una y otra vez el peso de lo real (esas imágenes de archivo) nos dicen que tenemos que creer en esto, pero no desde el artificio. Difícil es, entonces, que no sintamos que nos están manipulando y construyendo personajes unidimensionales, sin manchas, excesivamente perfectos. Y por otro lado, el Lula político que aparece en el film es difícil de creer. O, al menos, difícil de creer es que esa persona se haya convertido en el líder que se convirtió. Si cuando recién comenzábamos a conocer la figura de Luis Inacio Da Silva de este lado de la frontera nos hacíamos la idea de un líder sindical enérgico, cercano a la izquierda combativa con su Partido de los Trabajadores, el tiempo nos ha demostrado un personaje más conciliador, volcado a lo que podríamos definir ligeramente como una centro izquierda moderada. Y ese Lula, el moderado y concesivo, es el que pinta la película, uno que se horroriza ante la sangre derramada y que se parece más al Gandhi de Ben Kingsley. Si todo esto ayuda o no a la popularidad de Lula Da Silva, no es materia de opinión para nosotros. La elección de este film por parte de Brasil para competir por el Oscar a Mejor Película Extranjera ha levantado polvareda en su país y ha puesto de relieve la falta de peso cinematográfico de Lula, el hijo de Brasil. El film de Barreto y Santiago es apenas un panfleto melodramático que intenta instalar no al Lula político, sino al Lula ciudadano; ese otro traje que deberá vestir dentro de unos meses cuando deje la presidencia de su país. En todo caso, sirve para que nosotros nos preguntemos si un producto como este sería posible en la Argentina y de ahí sacar alguna conclusión sobre cómo anda nuestra civilidad.
Innecesaria humanidad La venganza fue el motor que alimentaba la última media hora de Wall Street, aquella película de 1987 que, vista la decadencia en la que ha caído la carrera de Oliver Stone, bien puede ser considerada hoy un clásico en su filmografía aunque sin haber sido una gran obra. Y la venganza vuelve a ser el detonante, pero más explícitamente, en esta Wall Street: el dinero nunca duerme, por lo que uno podría suponer que se está ante un interesante aggionarmiento de aquel film a 23 años de su realización. Pero algo que habitualmente se filtra en las películas de Stone, la obviedad bienpensante, termina por dilapidar los escasos méritos de una película regular, estirada y, por momentos, muy aburrida. Wall Street fue vista en su momento como la Biblia del yuppie, en una década donde el corredor de bolsa se terminó convirtiendo, dentro de una economía de mercado que comenzaba a inflamarse de importancia, en un personaje más habitual. Que haya sido estrena en 1987 fue una forma de cerrar una década. Sin embargo el film no era tanto una lectura del contexto, sino más bien un conflicto humano en el cual un tipo común (Charlie Sheen) se terminaba involucrando con feroces tiburones (la cima era el Gordon Gekko de Michael Douglas) y terminaba perdiendo y perdido. El film era lo suficientemente cínico como para carecer de redenciones y tenía una gran actuación de Douglas, quien a partir de ahí se transformaría en el referente habitual para componer a esos tipos podridos por dentro pero siempre con buena fachada. Uno puede entender este retorno de Stone al viejo material por el lado de que necesitaba insuflar algo de popularidad en su alicaída carrera y, además, porque el mundo de las finanzas daba nuevos temas para invocar otra vez al mefistofélico dinero y a la codicia humana como centro de todos los males del mundo. La crisis de 2008 y, por elevación, la Lehman Brothers aparecen aquí como el horizonte sobre el cual Stone retoma a Gordon Gekko. Un Gekko que sale de prisión y se encuentra ante un nuevo tablero sobre el cual mover sus fichas. Jake Moore (Shia LaBeouf) es lo que era Bud Fox hace 23 años: un joven con ganas de escalar posiciones dentro de Wall Street. Pero hay dos elementos que lo movilizan: 1- vengar el suicidio de su mentor, por el que culpa al temible inversor Bretton James (Josh Brolin, otra vez notable); 2- su novia, Winnie (Carey Mulligan), es la hija de Gekko y qué mejor que reencontrarlos a la vez que recibir algunos consejos del suegro para escalar posiciones. Si antes Fox quería invertir en una aerolínea donde trabajaba su padre, ahora Moore está ilusionado con las inversiones en el terreno de la energía ecológica. Lo más interesante que tiene Wall Street: el dinero nunca duerme es precisamente la relectura del material original. La estructura es casi la misma y esto no es pereza, sino una demostración de que el mundo de las finanzas actual es un espejo, deformado, de aquel otro. Y de que las crisis se reiteran y que los norteamericanos confían en sus instituciones con un nivel de ingenuidad mayúscula: el mundo de Wall Street es mostrado como un submundo, uno que en otro nivel maneja los hilos de la realidad tal cual la conocemos. Pero además, pone a la ecología como política en un lugar de burbuja económica similar a lo que fue la industria pesada en la década del 80. Si antes se compraban empresas para luego fundirlas, ahora la inversión en energía no contaminante aparece como una bonita forma de exculpar ciertos pecados. Pero a Stone no le alcanza con esta relectura para construir un buen film. Y mucho menos cuando aparece en el panorama algo que no estaba en la primera parte o que, si estaba, tenía más relación con los personajes. De más está decir que LaBeouf no es Sheen, y que si este podía ponerse a la par del Gekko de Douglas porque había una chispa de ambición podrida en su mirada, este es un tipo con demasiadas buenas intenciones para involucrarse en lo que se involucra. Uno casi no puede creerse la ingenuidad de Moore al ensuciarse con las miserias de Gekko. Pero aquello que aparece aquí y que antes brillaba por su ausencia era el factor humano. Gekko, que si bien mantiene premisas como que la “codicia es buena” y que “el dinero nunca duerme”, ahora descubrió que algo que no tiene precio es el tiempo. Y el tiempo, entiéndase, adquiere aquí la necesidad de retomar el vínculo perdido con su hija. Uno descree de la construcción maniquea de los villanos, que no sienten compasión ni ante un bebé descuartizado. Pero la forma en que Stone expone aquí el vínculo padre-hija no sólo es incompatible con los personajes, sino que trae como consecuencia un epílogo ridículo y para nada conectable con el mundo de miserias que se nos quiso mostrar durante dos horas. Eso desde lo argumental, porque desde lo narrativo este conflicto (que también es una relectura del que mantenían Charlie Sheen y Martin Sheen en el original) convierte a la película en derivativa. Entre las demasiadas subtramas que se abren, esta es la menos convincente y la que, por las necesidades del director de cerrar su historia, la que termina por contaminar demasiado a la película hasta quitarle toda su supuesta fiereza y cinismo. Si el interés del espectador se mantiene es por las buenas actuaciones (salvo LaBeouf, está dicho) y por la seducción que sigue generando el Gekko de Douglas. Wall Street: el dinero nunca duerme se termina pareciendo un poco a aquello que decía Scorsese en Casino, sobre cómo la corrección política había convertido aquellos infiernos del juego en cuasi geriátricos para vacacionar un fin de semana. La película de Stone es ese paraíso de descanso en el que uno puede reconocer cada uno de los tópicos que se presentan, pero casi sin darse cuenta, sin tomar conciencia de la tontería en la que se convierte su supuesta denuncia: porque ese es otro problema, cómo cada parlamento se transforma en una bajada de línea que sale por elevación para que el espectador ate los cabos con lo que pasa en la realidad -hay una metáfora con niños jugando con pompas de jabón que, por repetida y evidente, se torna una pavada-. Lo que dice la película uno lo ha podido leer en diarios o visto en la televisión, no hay mayor novedad aquí y esto hace que el film se desmorone por la falta de fuerza de su propuesta. Para poner un ejemplo, una comedia como Las locuras de Dick y Jane decía lo mismo que esta película, pero hace cinco años cuando el caso ENRON estaba todavía en boga y cuando para la crisis de 2008 faltaban tres años.
En El rebelde mundo de Mía la respiración agitada se escucha, se siente y está vinculada con la obsesión por el baile, con alguna huida y con el deseo reprimido, tópicos que van construyendo la cotidianeidad de su gris vida en la periferia de Essex Siempre que se habla de “respiración” en el cine se lo hace de manera metafórica, queriendo destacar el tiempo de la narración, su aliento. Pero pocas veces como en El rebelde mundo de Mía, la respiración se convierte en un elemento dramático a partir de un intenso trabajo con el sonido. La respiración es la de Mía (la notable Katie Jarvis), adolescente de clase trabajadora involucrada en todo tipo de conflictos, peleada con su madre y su pequeña hermana, fanática del hip-hop y con deseos de convertirse en bailarina. Pero El rebelde mundo de Mía es un drama y, para más datos, uno de esos vinculados con el realismo sucio británico. Por eso no habrá aquí posibilidad de cuento de hadas: el miserabilismo y la sordidez estarán a la orden del día. Decíamos de la respiración. La directora Andrea Arnold (que con este film obtuvo premios internacionales, Cannes sobre todo) trabaja esto de manera expresiva, a partir de poner en primer plano sonoro las exhalaciones de la protagonista. Aquí, la respiración agitada puede estar vinculada con la obsesión por el baile, con alguna huida o con el deseo reprimido, tópicos que van construyendo la cotidianeidad de su gris vida en la periferia de Essex. A Mía, en plena edad del despertar sexual, la respiración se le agitará, más aún, con la aparición de Connor (Michale Fassbender), el novio de su madre. La forma en que la directora muestra esto, cómo pone la cámara continuamente detrás de la protagonista, asemeja al film con algo del estilo de los Dardenne. Y es precisamente este vínculo el que deparará los mejores y los peores momentos de El rebelde mundo de Mía (de hecho lo de Mía con su madre y su hermana no sobrepasa la explotación de la disfuncionalidad ya cientos de veces vista, sobre todo en este tipo de cine británico). Arnold trabajará la relación, durante muchos minutos, en el límite de la ambigüedad: nunca sabemos bien qué pasa por la mente de ambos personajes, pero Mía y Connor se tienen un aprecio especial, con brotes de ira por parte de ella que bien pueden significar más amor que odio. Para más detalles, estamos en un núcleo familiar donde lo afectivo no encuentra cauce, los maltratos son cotidianos. Esos pasajes, los mejores, llegarán al clímax con una escena notable, donde una actitud aparentemente reprobable es mostrada con la mayor naturalidad del mundo y con conciencia por parte de los protagonistas. Pero a partir de ahí el film se enredará. Si bien disimuladas y aligeradas, algunas condenas comenzarán a caer sobre los personajes, que parecen no tener forma de salir de su universo reducido y sórdido. Y, para peor, se sumarán elementos (un caballo, un pescado, un perro, un globo) que tienen todos los números para convertirse en metáforas sobre las etapas que va quemando Mía, aceleradamente. Habitualmente este tipo de películas, con un personaje principal tan fuerte, pierden espesor cuando abandonan ese punto de vista. No es este el caso, ya que Mía permanece constantemente en plano. Lo que falla aquí es la sobreescritura del guión, en donde cada movimiento de los personajes se descubre a posteriori como una manipulación para que ese mundo sin salida no sufra ninguna modificación. Uno duda, por la forma en que Arnold trabaja determinadas instancias, que ese haya sido el deseo de la directora, pero hay por momentos un regodeo en el miserabilismo y una condena excesiva, que impide darle mayor aire a la historia y animarse a dejar algunas situaciones en el marco de la indefinición: la ambigüedad le sentaba bien. Al final de todo, un globo con forma de corazón, por si hacía falta, nos explicará lo que no entendimos.
Reir, llorar, facturar El cinismo es uno de los instrumentos más apreciables en la crítica de cine actual, y llama la atención cuando muchos de esos críticos exigen una vuelta al clasicismo y desprecian las filmografías de tipos como los hermanos Coen, precisamente por pecar de cínicos. Ante este panorama, una película como Comer rezar amar se presenta entonces como un plato servido para ser destrozado sin compasión. A saber: adaptación de un best-seller con tufillo a autoayuda, utilización de paisajes turísticos como postal, recurrencia al estereotipo para mostrar al extranjero, un catálogo de frases con moraleja, un espiritualismo cercano al new age, una mirada edulcorada sobre el amor romántico, y un director que confunde ritmo con mover la cámara descontroladamente. Así como estamos, Comer rezar amar puede ser uno de los peores estrenos del año. Sin embargo, hay algo que la hace un poquito mejor: sí, claro que sus intérpretes, con un lucimiento mayúsculo de la esplendorosa Julia Roberts, pero además cierta honestidad en su mensaje, cierta autoconciencia de lo que es como producto. Que esto no derive en un film recomendable -o no al menos recomendable en un sentido de excelencia- es porque a pesar de todo no deja de ser un producto grasa, berreta y aleccionador. Bien se puede utilizar la máxima “el que avisa no es traidor” para hablar de este film de Murphy (creador de éxitos televisivos como Nip/Tuck o Glee): desde el trailer se nos presentaban todos estos escollos e, incluso, desde el título se nos ordena el arco dramático que recorrerá Liz Gilbert (Roberts) cuando luego de un divorcio y un desengaño amoroso decida irse de viaje y comer en Roma, rezar en La india y amar en Bali. En todo caso llamar “escollo” a los elementos que componen un producto como este no es del todo acertado: con sólo leer las listas de best-seller en la actualidad, comprendemos que artefactos como estos son un suceso y que hay un público esperándolos. Entonces, deberíamos decir que estos son escollos para aquellas personas que, como quien suscribe, están muy alejadas de lo espiritual y de la búsqueda del Dios interior o exterior. Una película como Comer rezar amar puede ser analizada de la misma forma que un film animado: los chicos suelen disfrutar de cosas que a veces nosotros, los críticos, no; por eso hay que tener cuidado a la hora de decir que algo es malo o bueno. Lo mismo pasa con estas películas de autosuperación. Porque, como dijimos recién, el que avisa no es traidor. Y entonces tenemos a Liz, que toma distancia de un marido que la insumía en un matrimonio infeliz para luego relacionarse con un joven espiritual, que la introduce en el mismo universo de infelicidad. Está claro que, a esta altura, el problema es ella y no los demás: para tratar de hallar algún tipo de verdad, decide emprender los viajes anteriormente mencionados. Viaje que será una nueva recurrencia del cine al viaje exterior que termina siendo interior, y que se resuelve en el último plano con alguna especie de concreción personal que, imaginamos, es la cima a la que el personaje aspiraba llegar. En La India, Liz se vinculará con un compatriota que de alguna forma le hará ver aquello que no podía, y en Bali aparecerá ese amor que presagiaba el título en la forma de un Javier Bardem convertido en brasileño por obra y gracia del arbitrario guión. Cada pieza dará pie a la siguiente y, con la suavidad propia de estos tipos de relatos -un poco de humor naif, algo de drama superficial y pizca de romanticismo estereotipado- el espectador se podrá ir a su casa con dos o tres verdades, que de tan obvias, son por demás irreprochables. Por ejemplo: “dejá de tenerle miedo al amor por algún fracaso anterior y lanzate de nuevo a la pileta”. El éxito o no de una cosa como esta, condenada desde el vamos al cliché y el estereotipo, se respalda básicamente en la calidad de sus intérpretes y en el ojo del director para hacer que, con el máximo candor, aquello que vimos mil veces nos parezca novedoso. Y Comer rezar amar sólo acierta en uno de estos ítems: el de las actuaciones. Murphy tuvo la inteligencia de rodearse bien, tal vez gracias al prestigio ganado con sus productos televisivos: que el marido abandonado sea Billy Crudup, que el novio espiritual sea James Franco, que el viejo compatriota que tira verdades sea Richard Jenkins y que el amante brasileño sea Javier Bardem es una fortuna con la que no todos estos dramitas moralizantes cuentan. Cada uno, en su momento, logra construir una segunda dimensión a personajes que son puro concepto, puro significado lineal: así, se observa cierta autoconciencia del rol que cumplen dentro de un plan mayor. Porque estas no son películas, sino planificaciones de mercado sobre lo que Hollywood cree que el público necesita en determinado momento. Crudup, Franco, Jenkins, Bardem forman una interesante base para lo que es, al fin, Comer rezar y amar: un vehículo para el lucimiento de Julia Roberts, que aquí vuelve a estar fantástica. Uno le cree, como le cree a todo el elenco, esas desgracias de la vida cotidiana que le tocan atravesar. Y hasta llega a tragarse algunas de esas frases que se tiran, dignas del almanaque. Parte de la efectividad de un actor es hacernos creer aquello que es increíble: lo que hace aquí el elenco es comparable a lo que puede hacer un Stallone o un Schwarzenegger cuando se cuelgan de un avión a mil metros de altura. Sólo así, por el filtro de estos notables actores alejados de mohines o gestos desmedidos -vean con que sutileza Bardem construye a su galán, como Crudup le suma humor a un personaje triste-, podemos tolerar esta película. Incluso, se deben enfrentar a la inoperancia de un director como Murphy que mueve la cámara incomprensiblemente para lo que es un drama liso y sin demasiados lucimientos formales. Además, inserta imágenes y recurre al montaje acelerado, sin mencionar paneos inútiles o desplazamientos grandilocuentes para contar, por ejemplo, cómo un auto se va de su casa. Es como si Murphy se hubiera engolosinado por el reparto, el presupuesto que le dieron y como un adolescente en una disco no supiera bien qué hacer: el momento de mayor horror audiovisual llega cuando Liz degusta un plato de fideos y la cantidad de estímulos de imagen que propone el director son un impedimento para el goce que significa ese momento. Era dejar la cámara quieta y ver cómo la actriz componía ese disfrute. Bajo la mirada del director, en Comer rezar amar funciona mejor la comedia que el drama, sobre todo cuando parece mofarse de la autoayuda y del cliché occidental sobre la espiritualidad oriental. Y como el film va de la comedia al drama, es obvio decir que se va desbarrancando lentamente en un final que se estira, y que las verdades a las que llega con demasiado ordinarias como para darles relevancia. Y que si lo que Liz buscaba era lo que el último plano muestra, la verdad que lo suyo era bastante superficial y no se precisaban estos larguísimos 133 minutos para contarlo.
Matando del aburrimiento Con El cazarecompensas, Encuentro explosivo y esta Asesinos con estilo -y alguna otra que se me debe estar escapando- Hollywood quiso recuperar este año algo de aquel cine ochentoso-noventoso, donde dos estrellas -un hombre y una dama- se veían inmersas en tramas que mezclaban la acción con la comedia y, cuando no, algo de romance que surgía en medio de la aventura y los tiros. Salvo el film de Mangold y Tom Cruise, que funcionaba por medio de la sátira y el despropósito y el ridículo, deberíamos estar hablando de un fracaso de la fórmula. Asesinos con estilo, a pesar de tratarse de una sobre asesinos a sueldo, (chiste malo) no levanta la puntería: atosigada por una mala elección de casting y una indefinición en el tono, el film de Robert Luketic (que va perdiendo lentamente las fichas que se le pusieron luego de Legalmente rubia) termina sepultado por el peso del aburrimiento que genera. El primero de los inconvenientes que debe sortear el film es su elenco: nadie se cree demasiado que Ashton Kutcher pueda ser un asesino a sueldo; ni siquiera desde un punto de vista paródico: Kutcher es una especie de Meg Ryan masculino que se desvanece en los puros mohines; por su parte Katherine Heigl es una actriz afortunada, que a alguien se le ocurrió que era graciosa y ha logrado aparecer en algunos productos importantes pero que, si funcionan, es porque tienen una contrafigura masculina fuerte: verbigracia Ligeramente embarazada. Desde ahí, Asesinos con estilo avanza sin demasiada convicción con la típica historia del amante que oculta su identidad de asesino o espía o policía o lo que sea, mientras la dama ingenuamente confía en el amor del caballero. La revelación de la identidad del muchacho debería disparar el humor lunático, cosa que aquí nunca ocurre. Luketic maneja dos posibilidades en su película que podrían haber hecho funcionar las cosas mucho más allá de la medianía con que lo hacen. Cuando se ponga una recompensa para eliminar al asesino que interpreta Kutcher, otros colegas querrán hacerse del dinero. Sorpresivamente, varios personajes que hemos visto hasta entonces se revelerán como sanguinarios matones: esto permite un juego mínimo con el suspenso y una interesante visión sobre cómo en los suburbios existe una sociedad con dobleces y ambigüedades. Y, en segundo lugar, se intenta construir una visión crítica sobre la familia a partir de los padres de ella: los siempre dignos Catherine O’Hara y Tom Selleck. Y esto último, que podría haber potenciado el interés en lo que se cuenta, se resuelve con una mediocridad y un alto nivel de conservadurismo, donde la familia y los hijos y el matrimonio todo lo pueden: el final es de esos burgueses donde todos terminan alrededor de una mesa o de una cuna. Si a la comedia le faltó disparate y a la acción, espectacularidad, además sorprende la falta de rigor para contar lo que se está contando: cuando Jen (Heigl) descubra cuál es el verdadero trabajo de su esposo, su reacción será la misma que si le anuncian que el fin de semana va a llover; es más, Jen pasa de mujer estructurada e ingenuota amante de su esposo, a Bonnie de un Clyde medio pelo que maneja autos robados en una milésima de segundos y sin despeinarse. Un dato curioso une a Asesinos con estilo y El cazarecompensas: mientras en la primera actúa Rob Riggle, en la segunda aparece Jason Sudeikis, dos estupendos comediantes con paso por el Saturday Night Live y con mejores experiencias en comedias como Hermanastros o Amor a distancia. Y si bien tanto Riggle como Sudeikis son lo mejor de estas dos películas que les han tocado en suerte, esto es prueba suficiente de en la industria norteamericana también funciona aquella máxima de que “de algo hay que vivir”. Talento desperdiciado.