Unidos y dominando A mis amigos. Entre todos los valores que ha sabido proteger la gente de Pixar cual escudero de los tiempos de los templarios, tal vez uno de los más preciados sea la amistad. La sincera, la que se construye a partir del vínculo honesto y más allá de las diferencias -que las hay, las hay-. Por eso, entre su ya invencible escudería de películas, Toy Story sobresale como la más pura, directa y explícita de sus alegorías. En las películas Pixar, el tema siempre choca con las circunstancias: pregúntenle a la rata Remy, si no. Y en la saga Toy Story, la amistad ha sido siempre interrumpida por diversos espíritus corruptos, para siempre resurgir, fortalecida, en la más radiante de las utopías animadas. Con esta tercera parte -de la que uno podía dudar a priori- lo que se confirma es la validez de este relato como saga: si en la primera la amistad reforzaba la identidad; en la segunda consolidaba la necesidad de libertad. Aquí, en lo que creemos un epílogo tan luminoso como melancólico y agridulce, la historia se clausura con una declaración de independencia. Hablar de Pixar a esta altura sería redundante. Busquen en este sitio textos varios sobre Up, WALL-E o Ratatouille. Allí encontrarán las bases fundantes y los conceptos justos que alimentan esta crítica: nos centraremos aquí en la magnífica Toy Story 3 porque la película de Lee Unkrich lo amerita, porque es un hito en la historia de la animación y, no sólo eso, del cine en general. Con su película número 11 (y busquen una producción similar en cuidado estético y calidad) Pixar no sólo rompe cierto maleficio sobre sagas, sino también sobre su propia historia, a la vez que redibuja su propio discurso sin perder coherencia ni ganar en ambigüedad. Tras Ratatouille, WALL-E y Up, uno temía que no se pudiera mantener ese listón de calidad, que tres películas geniales seguidas ameritaban un descanso en los laureles. Más con una continuación que parecía extemporánea, como innecesaria y sólo posible en el ánimo de facturar. Vistos los resultados, eso queda definitivamente descartado. Ya quedó dicho: Toy Story 3 es excelente porque los chistes funcionan, porque narrativamente es un relojito, porque sus secuencias de acción y suspenso mantienen la creatividad de siempre y porque los personajes no se agotaron. Por el contrario, hay algo que va creciendo progresivamente en ellos y que puede ser definido como un alma, un espíritu interior que los va haciendo más complejos y multi-dimensionales. Piensen si no el arco de emociones que traza el guión de Unkrich, John Lasseter, Andrew Stanton y -el expatriado- Michael Arndt en el personaje de Woody. Pero Toy Story 3 es mucho mejor aún que todo lo enumerado anteriormente porque le incorpora la dimensión del cine. Unkrich toma todo eso, lo fusiona con referencias cinéfilas inabarcables, y además le da un sentido estético y conceptual a lo que se ve. Posiblemente Toy Story 3 sea el producto más complejo y arriesgado que ha hecho Pixar hasta este momento: porque tiene que sostener la mística de personajes ya instalados sin traicionarlos, porque a eso hay que darle a una tercera parte un sentido y una coherencia narrativa que justifique su realización (esto no es Shrek 3, señores) y porque la superposición de capas de lenguaje nunca terminan por construir un producto barroco. Por el contrario, Toy Story 3 es una película ágil, ligera, tan maleable como el material con el que están hechos los juguetes. La película arranca como lo han hecho WALL-E y Up: ¡impecable! Son varios minutos de una historia que uno sabe, está en la mente de Andy, el dueño de todos estos juguetes desde aquel 1995 en que se estrenó la primera. Es una secuencia de acción, protagonizada por un vaquero y donde el villano es un chancho. Sí, ya se imaginan quiénes son los intérpretes detrás. Woody convertido en John Wayne y Toy Story 3 en un film de John Ford, gracias a la mente de un niño. Luego se da paso a una serie de imágenes caseras en las que vemos el crecimiento de Andy junto a sus juguetes. Es un arranque demoledor, porque nos lleva a los tiempos de la infancia, al ser niños y a recordar el vínculo que teníamos y lográbamos construir con un objetivo inanimado, y advertimos, en abismo, lo que nos cuesta hoy grandes construir un vínculo similar con seres de carne y hueso. No es una bajada de línea, no es cinismo, sólo es una dosis de realidad y nos adelanta la que será la tesis del film: ese tiempo, por más hermoso que haya sido, ya no está ahí. Es, con suerte, un recuerdo recurrente. Detrás de la alegría y la aventura y las escapadas y el suspenso, Toy Story 3 es una película sobre el dolor y la pérdida. El Andy actual tiene 17 años y está a punto de irse a la universidad. Por eso, tiene que decidir qué hacer con sus juguetes: llevarlos a la facultad, el altillo o la caridad son las diferentes opciones. Definitivamente se trata de una película sobre elegir y hacerse cargo de esas elecciones: los creadores tuvieron que eliminar personajes, Andy tiene que definir qué va a hacer y Woody… bueno, vayan a verla y descubran las encrucijadas a las que es sometido el entrañable vaquero. Sin embargo, por más oso Lotso que haya -un villano impecable, en la tradición Disney- el verdadero mal de la película es el tiempo: su paso, fatal y desafiante, puede corromper hasta las almas más nobles; vean el estado del perro de la casa, por ejemplo. Los días que faltan para que Andy se vaya a la Universidad serán claves, no sólo porque marcará los límites sobre los que se construye la ficción sino también porque los personajes se enfrentarán a una situación clave. El tiempo pendula sobre sus cabezas y no sólo les indica el viaje hacia el futuro, sino además les pone en retrospectiva su pasado: Woody, Buzz y la pandilla saben que lo que pasará cuando Andy se vaya será la conclusión de un tiempo, de una etapa de la vida. Y para los juguetes, artilugios hechos para lo lúdico, la clausura de la adolescencia es un tiempo gris, muerto, sin vida, porque en la adultez no hay juego, dice el film. Habrá que aferrarse o soltar la mano para sobrevivir. Decía por estas páginas con motivo del estreno de WALL-E, que aquel film hacía apología de la experiencia física, de lo corporal. Que las modificaciones se daban cuando los humanos lograban darse la mano y que WALL-E encontraba en el acto de estrechar su metálica extremidad una definición de vida. En Toy Story 3, a su manera una reflexión sobre lo nocivo del amor desmedido que se convierte en dependencia, pasará lo contrario: está claro que los tiempos de la posesión de Andy terminaron, habrá que aprender a desligarse, entonces, para sobrevivir. Ese amor desmedido, que se convierte en devoción y dependencia, es otra cara de la violenta pasión con la que los niños destruyen los juguetes de la guardería Sunny side, a donde nuestros héroes fueron a parar. Sin embargo un instante crucial y angustiante, oscuro en muchos sentidos -por espacio y reminiscencias- encontrará a los personajes unidos por sus manos. Y no es contradicción: lo que prevalece siempre, y noten la lógica con la que se construye el guión, es la amistad. El mismo acto, en sus dos posibilidades, está significando la pertenencia de los juguetes, su identificación y su aprendizaje sobre la libertad y la independencia: siempre en manada, como grupo, como excelentes amigos. Si Toy Story, la saga, ha enseñado algo es que la individualidad no sirve para nada. Se ha hablado mucho sobre el 3D y su utilidad. Creo que Pixar le ha encontrado un sentido evocativo antes que espectacular. Evidentemente esta gente no cree en arrojar cosas a la cara del espectador como fin, sino en introducirlo en el mundo que plantean: hasta ahora, tanto Up como Toy Story 3 han trabajado más sobre el tiempo imposible de recobrar y sobre los espacios vacíos, antes que sobre la acción y lo inmediato, por eso es estéticamente coherente que se abunde más en la profundidad de campo antes que en la proyección sobre el espectador de forma invasiva. Ver la habitación de Andy despojada de juguetes, en profundidad de campo, conduce la emoción y la tristeza que el relato ha querido transmitir. Lo mismo con los espacios abiertos, donde lo que prevalece es la conciencia de que será muy difícil escapar de ahí: nos pone en la perspectiva de un juguete. Con el uso moderado de esta técnica, o aplicado en un sentido conceptual, Unkrich refuerza el discurso sobre la amistad y potencia lo que es el eje de Toy Story 3, el vínculo entre Andy y Woody. Como decíamos, la habitación de Andy no es cualquier habitación. A esta altura es uno de los escenarios más adorables de la historia del cine. Y Andy sin Woody es el fin de los tiempos. Inteligentemente la técnica se pone al servicio de la narración en un trabajo depurado y sutil sobre las formas, digno de Pixar. Toy Story 3 es la utopía más fascinante que se haya filmado sobre la amistad, sus alcances, sus límites y sus posibilidades. Es una reformulación del amor entre amigos en determinada etapa de la vida, cuando las circunstancias tienden a alejarnos. La distancia geográfica no es emocional, no tiene que ver con los sentimientos. Aquello que nos unió posiblemente nos una siempre, mucho más desde lo introspectivo. La trama de la relación futura de Andy y Woody y Buzz y Sr. Cara de Papa y Sra. Cara de Papa y Rex (mi preferido) y Bullseye y Jessie estará urdida por las puntadas que dejen los buenos recuerdos, esos lazos invisibles que alimentan los momentos plácidos de la vida, esos que, recurrentemente, la gente de Pixar tiende a convertir en películas. Que una película tan triste nos permita la posibilidad de irnos de la sala con una sonrisa, habla a las claras de la humanidad con la que están hechas estas cosas. Toy Story 3 es la mejor película para ver con amigos, reír, emocionarse, agarrarse de la mano fuertemente, mirarse a los ojos y, convencidos de que podemos reconocernos en aquellas personas que supimos conseguir revoloteando a nuestro alrededor, tirarse de cabeza y convertirse en leyenda.
Es en su totalidad es un film amargo y sin rodeos, sin embargo no se convierte en algo oscuro y fatalista porque adquiere la forma del juego infantil. Hay saltamontes atravesados por ramitas y puestos a asar, hay árboles muertos que son enterrados en suelos áridos con la ilusión de que algún día prenderán y darán hojas nuevas, hay madres que se van con la promesa de volver y nunca lo hacen, hay hasta un chanchito alcancía, animal muerto e inexpresivo que simboliza la esperanza: porque aquella madre prometió volver cuando el mismo estuviera lleno. Mentira. Los senderos de la vida está repleta de estas sensaciones agridulces. De la muerte o de lo que deja de existir o de aquello que nunca ha tenido vida. Es en toda su completitud un film amargo y sin rodeos, más aún si tenemos en cuenta que su tema es la infancia. Sin embargo, si la película de la coreana Kim So Yong no se convierte en algo oscuro y fatalista es porque adquiere la forma del juego infantil. Toda la experiencia que les toca atravesar a las hermanitas Jin y Bin (las notables Kim Hee-yeon y Kim Song-hee) está contada como una serie de viñetas sobre la soledad y la forma en que esas dos niñas la reconstruyen. Pero Los senderos de la vida no se permite adoctrinar sobre la dureza de la vida de los chicos abandonados, sino que reflexiona sobre el espacio que construyen los chicos, sobre cómo absorben las pérdidas y las desilusiones. Si So Yong (coreana, pero residente en los Estados Unidos) logra todo esto es porque apuesta decididamente a mantener en plano casi exclusivamente a sus niñas. La cámara siempre está a la altura de sus ojos, el mundo del film se ve con los ojos de Jin y Bin. Por eso es que las cosas no son nunca demasiado tremendas ni demasiado fatídicas: hay un extrañamiento y una rara fascinación por la reconstrucción de los vínculos, ya sean de sangre o de amistad. Ambas chicas viven pegadas a una ilusión y casi condenadas a la autosubsistencia. Y eso es lúdico. Tal vez por la forma en que la directora elige construir su historia, casi sin giros dramáticos y a partir de pequeñas anécdotas que van elaborando lo cotidiano, es que hace un poco de ruido el personaje de la tía que queda al cuidado de las chicas cuando la madre sale en busca de su ex pareja. Esa tía es una especia de ser rudimentario, borracha y con problemas de salud. El maltrato sistemático al que somete a las chicas parece sacado de otra película. Sin embargo, por suerte la directora nunca deja de lado lo formal y por eso el film no cae en el sentimentalismo o la manipulación dramática. Los senderos de la vida es un film sobre la infancia y, más aún, sobre cómo se reconstruye ese momento de la vida a partir de los hechos que la van moldeando. Casi como si fueran de arcilla, esas dos chicas son tomadas por asalto por una cámara que nunca las suelta, pero que también tiene el pudor suficiente como para no hacer una explotación de sus emociones. Un film medido, justo, preciso y precioso que se permite además un final en medio de la acción. So Yong dice así que nada de lo que vimos ha sido excepcional, sino sólo unos cuantos episodios dentro de un par de vidas que sin dudas tendrán otros días tan duros y difíciles como estos. Sin embargo eso no nos impide irnos cantando y alegres por la tarea que tenemos que realizar.
Contra la ingenuidad A la lista de interesantes directores que este año pasaron en la Argentina directo al dvd, Spike Jonze (Donde viven los monstruos), Wes Anderson (El fantástico Sr. Zorro) y Steven Soderbergh (El desinformante), todos con películas por demás atractivas -incluso en el caso de Soderbergh de lo mejor de su carrera-, tenemos que sumar ahora a Paul Greengrass quien con En la ciudad de las tormentas no pudo llegar a los cines a pesar de venir de un éxito como la saga Bourne, y tener a Matt Damon nuevamente implicado en una trama que fusiona lo político con la acción. Digresión: algo malo está pasando en la distribución de cine en el país no podemos ver esto en una pantalla grande y sí tenemos que ver cosas como Asesinos con estilo, por ejemplo. En la ciudad de las tormentas cuenta con guión del reconocido Brian Helgeland y es una adaptación del libro de Rajiv Chandrasekaran, Imperial life in the Emerald City: inside Iraq’s Green Zone. Se centra en el oficial del Ejército norteamericano Miller (Damon), quien se empecina en encontrar la verdad acerca de la denuncia del Gobierno de su país sobre la existencia de armas químicas en Irak. Esto, que justificó una invasión, es desmontado por Greengrass con los elementos propios del thriller, lo que permite que el film sostenga su carga de denuncia con una fluidez asombrosa: su mano y su cámara, siempre en movimiento, nerviosa, pero puesta al servicio de la narración, es lo que distingue a este film por encima de otros ambientados en Medio Oriente. Básicamente el film, lo que dice, es que el Gobierno norteamericano mintió, que en Irak no había armas químicas, que tenían la información real de fuentes confiables, que prefirieron distorsionar la verdad y que manipularon a la prensa para justificar un acto bárbaro. Si bien se puede acusar al film de no decir nada nuevo, que lo que denuncia ya se ha leído o escuchado por ahí, lo interesante es que si bien sobre el final deja plantada la posibilidad de que la verdad salga a la luz -en ese sentido es utópico- no lo hace sobre la traición a la lógica de sus personajes: aquí no hay malvados que toman conciencia de sus actos y obran en contrario. Cada uno, Miller, el hombre de Washington Clark Poundstone (Greg Kinnear) o el de la CIA Martin Brown (Brendan Gleeson) son consecuentes y siguen su moral y su ética, sea del color que sea. Contra el típico cine bélico llorón y ambiguo de Hollywood, que cuestiona el sistema a la vez que justifica la guerra, En la ciudad de las tormentas deja planteados una serie de dilemas en el territorio de la moral unido a la construcción cívica: “¿cómo nos van a creer cuando realmente digamos la verdad?”, se pregunta Miller. No de gusto entre Brown y Miller se chicanean acerca de “no ser ingenuos”. El ojo documentalista de Greengrass presta tanta atención a la acción, lo físico, como a los dilemas existenciales de estos hombres. Y si el film funciona en los dos frentes, aún cuando sobre el final se vuelve decididamente uno de suspenso y acción -una película de género-, es porque desde la dirección se sostiene todo con una lógica de fierro. Si algo sabe ser el cine de Greengrass, es sólido y compacto. Una de esas muestras de cine bélico llorón y ambiguo podría ser Red de mentiras, de Ridley Scott. Allí, el director apelaba a un cinismo descomunal para decir que la guerra se manejaba a distancia, y construía uno de esos héroes imposibles -en el mal sentido- con Leonardo DiCaprio. Aquí, conocedor de los códigos del cine clásico, Greengrass sabe que precisa a un héroe convencional para ser lo más clarificador posible: el Miller de Damon es un tipo de acción, pero honesto y confiable, cuyo pecado más grande haya sido, tal vez, creer que era posible una invasión sobre las bases de la libertad. El final, en dos planos -la discusión entre los iraquíes y la cara de Poundstone-, resume de manera precisa el resultado de la acción norteamericana en aquella región del mundo. Si bien puede ser considerado políticamente correcto, el film de Greengrass reparte adecuadamente la carga de culpas y construye un orden donde la política y la prensa, y con ellos el ciudadano, son socios en la confusión general de la que se nutren las desgracias universales.
¿Para qué ser feminista? La duda surge espontánea mirando Sex and the city 2. Si una platea rebosante de mujeres, de todas las edades imaginadas, tiene un orgasmo cuando la protagonista abre su gigante guardarropas de súper departamento neoyorquino y aplaude a rabiar al finalizar una película que como máximo objetivo le reserva a la mujer el lugar de consumidora frívola y superficial, uno como varón puede preguntarse ¿de qué sirve intentar ser feminista? ¿Para qué las luchas sostenidas por miles de mujeres durante décadas, si una mayoría (a juzgar por la recaudación que ha tenido tanto la primera como la que está teniendo esta segunda parte) terminará contribuyendo a la mirada machista? Sex and the city 2 es, antes que nada, un film misógino. Luego de eso, sumemos que es una pésima comedia, es conservadora, es larga y con excesivos baches narrativos, es fea visualmente, como para que no digan que sólo no nos gusta porque no entendemos el universo femenino. Y ahí radica parte del éxito extorsivo e irreflexivo de una película como esta (sí, seamos buenos y sigamos llamándola película). El suceso que fue la primera se sostuvo sobre dos argumentos: uno, que decía a todo aquel que osara criticarla “si no miraste la serie no la vas a entender”; dos, se argumentaba que era una película femenina y que sólo podía ser entendida por mujeres. Doble error. En cierta forma el público de Sex and the city es comparable al de otro fenómeno inentendible como el de la saga Rápido y furioso: si quiero ver zapatos y vestidos, voy a un shopping; si quiero ver autos, voy a un taller mecánico. En ninguno de los dos casos hablamos de cine. En realidad, la película sólo podría ser disfrutada por alguien que malinterpretó la serie y si algo no es el film, es femenino. Que se le permita a un personaje (Samantha) tranzarse a medio mundo no significa un avance. No, porque por empezar su ligereza de bragas está siempre en función del chiste y nunca del placer y, en cierta forma, la risa del “uh pero qué loca, cómo se la dan arriba de un auto en la playa” es una de las formas del ser reprimido, y eso conlleva un juicio de valor. Y, además, porque no hay una mirada similar en el film para el hombre que tiene la misma conducta que ese personaje. Ampliemos. Sex and the city, la serie, sí era un producto que, aún en su superficialidad y su tono de novela rosa, permitía que sus personajes tuvieran diversas libertades. Había reflexión, había picardía y, sobre todo, un sentido del humor que se acercaba por momentos al mejor Woody Allen: neurosis urbana neoyorquina, ambientes intelectuales, el sexo como forma de descomprimir tabúes. Pero era un Woody Allen con polleras, y ahí estaba su mayor acierto y originalidad: en ese caso sí se permitía cierto disfrute a los personajes. Por el contrario, tanto la primera película como esta son incapaces de sostener aunque más no sea dos minutos la inteligencia del original. Lo más curioso es que el director Michael Patrick King y las protagonistas son los mismos: estamos entonces ante uno de los casos más increíbles de adaptación traicionera y falaz. Está claro que el mayor problema de este traslado a la pantalla grande está vinculado con la edad que ahora tienen las protagonistas. A Sex and the city le hacía mejor la etapa de búsqueda de pareja, que la de consumación del matrimonio. Contra todo lo osada que podía ser la serie, Patrick King sólo encuentra frases hechas y banalidad en su retrato de parejas constituidas. De hecho, al honesto diálogo entre Charlotte y Miranda en esta segunda parte, en el que confiesan que por momentos desean deshacerse de sus hijos y maridos, le contrarresta la nada absoluta. Las mujeres dicen esto y, acto seguido, las muestra volviendo a sus hogares y totalmente felices con los suyos. Y no es que existe ironía. Sencillamente, el director y guionista incorpora elementos a la usanza de las revistas femeninas: tips sobre el matrimonio en conflicto, sin mayor profundidad. Pero además se incorpora aquí algo que en la primera asomaba peligrosamente, y que es una mirada reaccionaria sobre el mundo exterior a los Estados Unidos. Estados Unidos, visto como un paraíso de la moda; y aquí, la moda, reemplaza a la religión. Si aquel chiste con Charlotte tomando agua de la ducha en México y sufriendo una diarrea era lo suficientemente denigrante -y ni siquiera era gracioso como chiste físico-, el viaje que realizan las protagonistas a Medio Oriente (sí, porque arbitrariamente se van a Medio Oriente) en esta segunda parte adquiere rasgos peyorativos sobre la cultura musulmana que ni a Tinelli se le hubieran ocurrido. Esto, que ocupa 70 de los larguísimos 140 minutos, hace recordar a aquellos pésimos capítulos de Los Simpson en el que la familia de Springfield viaja a algún país y hacen humor con todos los lugares comunes imaginables. Poner a estas cuatro huecas como revolucionarias y subversivas, con un punto de vista tan lineal y superficial sobre lo que ocurre en aquella cultura, es una de las ideas más infames que ha dado el cine de 2010. Y ojo que no estamos hablando de una burla dicha al pasar. Analicen las primeras líneas en off que tira Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) en el arranque, sobre el nacimiento de una isla (Manhattan, obvio) y cómo esa sociedad fue creando los espacios lujosos y brillantes que hoy se conocen: edificios, comercios, marcas, estilos de vida, glamour. El autofestejo frívolo del capitalismo y el materialismo no estarían mal, más allá de su propia malevolencia, si no se introdujera luego una mirada sobre la cultura oriental con el fin de compararlas y salir ganando, con un nivel de conocimiento digno de un alumno de escuela primaria. Es ahí donde Sex and the city 2 pasa de ser una mala película a una película mala. Un film que es una celebración de la superficie, la banalidad y el brillo como meta, sin siquiera adosarle cierta ironía o autoconciencia sobre su propia futilidad. Y encima esto como demostración de superioridad cultural. Si alguien insiste a esta altura del texto con que uno no entiende el mundo femenino que aquí se desarrolla, agrego: la misma película sí tiene posibilidades de ser interesante o, al menos, digna. Su eficacia se puede dar a partir de dos posibles caminos; uno de ellos es que la película muestre el mismo vacío intelectual, el mismo mundo de lujo irreflexivo, la misma adoración por lo reluciente, las operaciones, los vestuarios, los zapatos y la vida en pareja con honestidad y sin mezclar eso con una pretendida inteligencia a la hora de abordar la problemática de la vida en pareja; o, por el contrario, con toda esa piñata de 30 mil kilates aprovechar y mostrar el lado estúpido de esa frivolidad. Sin embargo Sex and the city 2 es una celebración de las revistas de moda, de los programas sobre fiestas de Hollywood sin el más mínimo sentido crítico, como si la vida fuera eso y no otra cosa. O como si allí se resumiera el mundo femenino: consumistas y elitistas, todo lo miden por el valor del objeto de turno. El amor incluso y esto, sin ironía de parte de la película (vean el chiste sobre el televisor y el reloj). Y si uno generaliza es porque el film no nos devuelve el reflejo de ningún otro tipo de mujer: bajo esta lupa todas son iguales. Si bien no podemos culpar de todos los males del mundo a una película como Sex and the city 2 -ni a ninguna-, no debemos dejar de ver que su éxito y la forma en que gusta a las mujeres revela de cierta manera el fracaso de algunos avances sociales que los medios quieren imponer. Es ahí donde se da la disociación entre la política y la gente. A veces, la política institucional va varios pasos delante de la propia ciudadanía. Que en tiempos donde se habla de políticas de género, Sex and the city 2 sea aplaudida por una multitud de mujeres en un cine nos dice que aún las cosas no han cambiado tanto como los slogans nos quieren hacer creer. Y desde luego, la pregunta se vuelve a repetir: ¿tiene sentido que uno se sume al feminismo cuando ni las propias mujeres se respetan como debieran? O, en todo caso, ¿cuáles han sido los verdaderos logros y avances de la sociedad al respecto? Dudas que una película como Sex and the city 2 intenta despejar a los gritos: ¡ninguno!
La batalla por Terra es un producto arriesgado, diferente a lo que hoy se conoce como cine infantil. Se ha hablado de las similitudes con Avatar, aunque hay que aclarar que La batalla por Terra data de 2007. Lo único que queda claro, entonces, es que la originalidad no sólo es algo en desuso, sino que es muy difícil de hallar en el arte audiovisual. Por eso, las películas deben ser analizadas por lo que quieren ser y por lo que logran ser, a partir de cómo son. Lo demás, el contexto, en ocasiones se puede dejar de lado: salvadas las similitudes no sólo con Avatar, sino también con Star Wars, el film animado de Aristomenis Tsirbas resulta una interesante fábula sobre la supervivencia. Las cosas son bien claras: por un lado, tenemos al planeta Terra, donde habitan una serie de criaturas sin maldad aparente, gobernados por un consejo de ancianos; y por el otro a los humanos, a bordo de infernales naves, buscando qué lugar colonizar luego de haber perdido todos los hábitats que ha ocupado. Al igual que Avatar, será el vínculo que mantenga una de estas criaturas con un invasor humano, lo que revierta la situación. Claro está que a diferencia del film de James Cameron, aquí el punto de vista es el del extraterrestre (por decir de alguna manera). Mientras Avatar contaba el devenir de una invasión desde el que invadía, aquí lo que importa es la defensa contra esa invasión. Por eso, que aún pareciéndose, La batalla por Terra y Avatar difieren lo suficiente. El problema de la película animada (¿y Avatar no lo era también, acaso?) es que nos mete de lleno en el conflicto sin un trazado suficiente de los personajes: eso no estaría mal, si las acciones los definieran, pero los primeros minutos son de una fragmentación narrativa que atenta contra el interés en el relato. Una vez que los personajes se asientan y que se genera el desenlace, recién ahí Tsirbas logra que el film nos emocione y nos interese. Más allá de su excesivamente explícito y didáctico comentario ecologista, lo que sobresale es una mirada más que interesante sobre la forma de sobrevivir. Si bien Tsirbas elige el pacifismo o la autodefensa violenta, logra insertar en el recorrido algunas preguntas en forma de acción: la mejor es aquella en la que se somete al mejor soldado (nuestro héroe) a elegir entre la vida de su hermano o la de una alienígena. Momentos como estos son los que sacan a La batalla por Terra de la chatura expositiva y visual en la que se ve inmersa el resto del metraje. Lo que plantea el film es cómo ante la incertidumbre, el hilo de la vida y la muerte se torna más delgado, y lo que siempre termina perdiendo espacio es la comprensión y el raciocinio. Como en la reciente Cómo entrenar a tu dragón, el film de Tsirbas acepta la muerte como algo natural: no hay aquí negación ni simulacro. Y a veces hasta adquiere un gesto heroico. Si bien es cierto que muchas de estas decisiones clave que la película pone en el camino de sus personajes pueden convocar a la polémica, la falta de sentido del humor y la inexistente búsqueda de comicidad de La batalla por Terra la convierten en un producto arriesgado y diferente a lo que hoy se conoce como cine infantil. Es su independencia estética la que transforma al filme de Tsirbas (que no es ninguna maravilla), en una obra más que recomendable.
Más boludo que especial Rubén Martínez (Juan Minujín) acaba de perder su trabajo de recolector de residuos y se interna en los baños de Constitución. Allí, contra los mingitorios, lo aborda un sujeto misterioso: le dice que tiene algún tipo de poder, que no es alguien del común. Es más, le sugiere que diga su apellido al revés y que vea qué pasa. Rubén lo hace, es verdad, pero en realidad se mofa del fulano: se agarra los genitales en clásico gesto “¡tomá de acá!” y dice “Zenitram”. Y sí, finalmente el hombre vuela. Ese mismo hombre que minutos antes, durante un muy bonito prólogo animado, la voz en off de Luis Luque había definido como “un boludo más, pero especial”. Y precisamente ese, más allá de las falencias narrativas y de registro, es el principal inconveniente que tiene Zenitram, el film de Luis Barone. Si bien hay interesantes ideas para destacar en esta sátira de los superhéroes con un Superman criollo, el escollo que encuentra la película está en una de sus premisas. El film arranca y termina con secuencias animadas y allí, a manera de prólogo y de epílogo, la voz del mencionado Luque deja en claro el nivel de pauperización de la vida por estos lados del mundo. El asunto es cómo hacemos para que el espectador tome a ese “un boludo más, pero especial” como alguien realmente especial, ya que donde más empeño se hace es básicamente en su parte boluda. Más aún, la voz en off de Luque pertenece a Javier Medrano, el periodista que toma a Zenitram/Martínez y lo convierte en ídolo popular. Y el personaje de Medrano tiene demasiadas idas y vueltas como para que podamos confiar en él: el periodista tiene que pasar de escéptico (porque no cree) a cínico (porque quiere hacer plata con el freak), para finalmente volverse el mejor amigo del superhéroe (porque lo ayuda en su redención final). Pero entonces, cómo tener empatía con lo que pasa si Medrano tilda al héroe de boludo con poderes. Ese tono canchero de la voz en off es lo que impide que el espectador mantenga algún tipo de conexión con el film: recuerda demasiado al miserabilismo del peor humor nacional, ese que de tan misántropo termina por no generar nada. Más allá de esta barrera que la película construye, hay un relato. Y uno con bastantes ideas, al menos temáticas. Con Zenitram pasa en muchos momentos que se hace demasiado evidente la falta de un presupuesto mayor, para que los acabados técnicos suspendan la incredulidad y permitan que uno crea en lo que ve. Así uno se queda con la historia del muchacho humilde que descubre sus poderes, se convierte en ídolo popular y finalmente se tiene que ir del país porque no lo comprenden. Cualquier similitud con los ídolos que nos hemos sabido conseguir, no es casualidad. Porque si bien el universo que plantea el film tiene que ver con un futuro donde una empresa privatiza el agua y hay que comprarla con una tarjeta, y la reflexión mayor pasa por ver qué lugar puede ocupar una persona especial en un contexto de escepticismo tercermundista, de lo que quiere hablar y lo que mejor le sale a la película de Barone, es precisamente cómo los argentinos construimos mitos desde una posición pagana, aunque siempre necesitada de un Dios. El tema pasa por tener un referente a mano para celebrar o demonizar. No otras cosas simboliza el ascenso y caída de Zenitram. Surgido de la mente de Juan Sasturain, el film se apodera de una iconografía peronista y cercana al nacional-socialismo con sus grandes monumentos y sus edificios paquidérmicos, para entablar un diálogo con el presente. Si bien la referencia política surge precisa y directa, los mayores inconvenientes están relacionados con el hecho de lo que uno puede esperar a esta altura de una película sobre superhéroes. En ese territorio, a Barone le falta imaginación como para poder lograr, aún dentro de las limitaciones de presupuesto, imágenes contundentes y momentos con peso propio. La acción casi no existe, o en el caso de que esté presente, lo estático domina la escena. A Zenitram, como película de género, le lleva una hora entrar en ritmo. Recién ahí comienza a construirse un relato sobre la base de los cuentos de superhéroes, con la reencarnación de algún personaje en un alter ego más superheroico, y es donde Barone se encuentra más afiatado y logra contar con más ritmo. En esos primeros 60 minutos la película avanza más por concepto que por pericia narrativa: la relación entre Martínez y Medrano nunca termina de parecer real, misma situación se puede dar con la forma distante con la que se muestra la adicción del superhéroe a la cocaína. Y para colmo de males, está esa maldita voz en off sobradora que aquí y allá sigue burlándose del personaje y de sus posibilidades. No está mal, en todo caso, una mirada cínica sobre el género. El inconveniente es que ese punto de vista no funciona en el plano en que se plantea la situación del protagonista: ¿es posible un héroe de las clases humildes? Si bien Zenitram tiene más ideas que el 90 % de la producción nacional que se estrena anualmente, dentro del universo en el que pretende jugar tiene demasiadas fallas como para considerarla una buena película. Apenas es un soplo de aire fresco genérico y un muestrario de posibilidades para el cine de entretenimiento nacional.
Quiere hacer el bien, pero le sale mal Eva (Celeste Cid) es militante, a Lola (Emme) parece importarle poco la causa y Alma (Victoria Carreras), casualmente, está rota por dentro. No está mal que en una película que habla de la identidad, los nombres sean algo fundamental. Lo que está mal es que las cosas sean tan lineales y obvias, y algunos diálogos y situaciones parezcan sacados del peor cine de la década del 80: ese que tiraba verdades a 100 kilómetros por segundo. Eva y Lola, de Sabrina Farji, es un film tan políticamente correcto como cinematográfico inepto. Apoyado por Abuelas de Plaza de Mayo y realizado en un momento clave de la pelea por la reivindicación de las causas relacionadas con los crímenes de lesa humanidad, Eva y Lola necesitaba una mayor depuración de su argumento como para convertirse en un serio referente de su tiempo. Este cine renuncia a varias cuestiones formales y cree que sólo el tema puede hacer interesante a una película. Más allá de las buenas intenciones, el arte precisa otros elementos que aquí brillan por su ausencia. Eva sabe que su padre estuvo desaparecido y que su amiga, Lola, fue apropiada por un militar. Lo que cuenta el film es la lucha de una por convencer a la otra de que el pasado que le contaron, no es el real. No está mal la apuesta de Farji: le quita la ideología al asunto, lo despolitiza para evitar suspicacias, y lo que deja es la lucha de dos jóvenes por hacer que les reconozcan un deseo tan fundamental como el de saber quiénes fueron en el pasado. Es más, hasta los personajes se salen del lugar común de este tipo de películas sobre el pasado reciente. Además de ese pasado que se comienza a esclarecer, ambas chicas son un presente donde la necesidad del amor se hace imperiosa. El tema es cómo construir un hoy si no hubo un ayer. El inconveniente es que la forma de construir ese hoy que muestra el film, casi sin ripios dramáticos y con una liviandad asombrosa, no se corresponde con la realidad a la que dice suscribir. Si bien las actuaciones son desparejas (sólo Alejandro Awada y Juan Minujín aportan algo de talento y gracia), el mayor problema de Eva y Lola es un guión que se debate entre lo políticamente correcto y lo didáctico. Así, sus personajes son planos o previsibles, cuando no irritantes como la Eva de Cid. Y, para colmo de males, el empeño de Farji y su guionista Victoria Grigera en hablar de los desaparecidos es tal, que no hay momento donde el tema no se imponga a la narración. Así, una agradable cena navideña se tiñe de la importancia del asunto central, como si esos personajes no pudieran escapar ni siquiera dos segundos, ni respirar sin acordarse de que antes que personas son símbolos del pasado. Con tanta simbología, el film termina por banalizar el asunto con un final en el que la cifra de hijos apropiados es tergiversada por vaya a saber uno qué decisión argumental. Queriendo hacer el bien, Eva y Lola comete varios males. Un film que impone el peso de su tema para disimular todas sus falencias, que son demasiadas como para dejarlas pasar en nombre del ciudadano bienpensante.
La vida es fea Guionista mimado de la generación de directores que llegó al cine sobre la parte final del siglo pasado, Charlie Kaufman demuestra con Todas las vidas, mi vida que tras el encanto de películas como ¿Quieres ser John Malkovich?, El ladrón de orquídeas o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos no sólo había un mundo que le pertenecía desde las ideas, sino que además el punto de vista de los directores funcionaba como dique contenedor para ordenar y organizar ese universo rico en elementos. Aquí director, y sin un evidente sentido de la practicidad, Kaufman vuelve a alumbrar ideas más o menos relucientes pero sin la necesaria organicidad narrativa como para que eso que nos cuenta nos interese un poco. Un afectado (como todas las veces que está mal) Philip Seymour Hoffman interpreta a Caden Cotard, un director de teatro hipocondríaco, dueño de un fatalismo absoluto y posmoderno. Nada de lo que hace le genera placer, más allá de parecer talentoso en lo suyo: así lo demuestran las críticas que recibe por su adaptación de La muerte de un viajante. Pero Caden vive un matrimonio frustrado, con una hija y una mujer que se fugan a Alemania, y con amoríos varios con una empleada y una actriz. Sin embargo, su constante inconformismo lo lleva interpelarse sobre el sentido de los días que discurren, mientras comienza a sentir las pérdidas como algo que adquiere el inevitable rostro de la muerte. Hasta ahí, un relato con algunas distorsiones y disrupciones narrativas, pero que fluye con cierta normalidad, dentro de lo que podemos denominar “normalidad” en el cine de Kaufman. Mechado con algunos momentos de humor, Todas las vidas, mi vida funciona en esos momentos como una amarga reflexión sobre la creación y la soledad a la que se ve inmerso todo artista que utiliza su interior para construir sus obras. Para Caden, cada trozo que crea es una parte de sí que desaparece. Crecer, bajo su punto de vista, es morir lentamente. Tal vez por eso, a los 50 años, Kaufman habrá necesitado pasar a la dirección tras guionar durante varios años. Esa necesidad de imprimir definitivamente sus ideas, antes de que el tiempo cumpla su cometido, tal vez hayan justificado el film. Pero claro, como todo arte que se construye con un fin utilitario demuestra, una vez acabado, su total futilidad más allá del propio goce personal. Si bien por los materiales con los que trabaja -psicología, física- los mundos de Kaufman siempre apelaron a algún tipo de hermetismo, aquí la falta de un narrador que imbrique esas ideas con un sentido narrativo hace que la película haga agua allí cuando comienza a descubrir sus múltiples capas. Y que aquí se revelan cuando Caden, tras recibir un premio, compre un estudio gigante para montar la obra de teatro más arriesgada de todos los tiempos: una donde cada actor viva una vida, y donde cada vida sea un pedazo de la vida de su propio autor. Jugar a Dios, que le llaman. Y es ahí, en ese quiebre por el lado de lo onírico, donde no se sabe si lo que estamos viendo es real y ficticio, donde Kaufman se pierde, donde se descubre que todo lo contado anteriormente deja de importar si lo único que sobresalen son una serie de conceptos que se resuelven visual y estéticamente. Atrás quedan las enfermedades de Caden y los devaneos con un humor amargo. Luego de un quiebre abrupto nos vemos sumergidos en un universo metalingüístico sobre la creación y la ficción, con sus diversos niveles de interpretación, que contados sin gracia sólo demoran una resolución que era evidente: una vez que Caden puede descubrirse a sí mismo, sólo queda la inexorable extinción. Posiblemente el film contenga muchos elementos que en una crítica no se alcancen a desarrollar y darían para un artículo que indague en otras disciplinas, cosa para la que este humilde escriba está un poco vedado. Pero hasta en ello, en la imposibilidad de analizarlo desde el cine, Todas las vidas, mi vida demuestra su irrelevancia como producto fílmico. Igual de intertextual era la reciente La isla siniestra, allí estaba Scorsese para darle un sentido al film e involucrarlo en el universo del cine. Kaufman apenas usa al cine como herramienta, para darle imagen a lo que cuenta: que es mucho, pero encriptado y confuso, sin una homogenización, ni orden. Paradójicamente su película le rinde mayor tributo al videoclip (por el hecho de ser apenas un chiche visual), ese mundo del que venían los Jonze y los Gondry, a los que antes les había dado sus materiales. Y termina construyendo un film de guionista, tan perfecto desde lo formal como escasamente frío y distante desde lo emocional, que termina por contagiarse del fatalismo de su protagonista: un pesimismo inocuo, porque no parte de la idea de que la vida es finita, sino de que la vida, directamente, no existe.
El discurso y sus consecuencias El estreno tardío de La cinta blanca en Mar del Plata (en Capital se estrenó en abril) da para hablar de otras cuestiones vinculadas con la distribución de películas en el país, aunque sería mejor utilizar otro espacio para eso porque es un tema muy complejo. En todo caso, aprovechemos lo poco de positivo que puede tener una situación como esta y que se debe, exclusivamente, al revuelo que puede generar un film de estas características: director importante, temas importantes, cierto prestigio académico ganado a fuerza de premios en festivales. Todo esto no hace otra cosa que generar dos posibilidades: o una crítica indulgente que destaque cosas que -incluso- pueden no estar siquiera en la obra; o, todo lo contrario, una crítica alejada de la complacencia, que hasta puede sobreactuar el gesto y enojarse de manera desmedida con una película que tiene, en igual cantidad, aciertos y defectos. Aunque, coincidimos, lejos está de ser la obra maestra de la que se habló. Y si podemos hacer este análisis, es porque con todo el tiempo que transcurrió desde su llegada al país hasta su exhibición en las pantallas de la ciudad sería de necios negar que no hemos leído nada sobre ella. A esta altura, incluso, como medio hemos debatido la posibilidad de cubrirla o no: ¿qué podemos decir sobre esta película que no se haya dicho? ¿Cuál es el sentido de abordarla? En todo caso, lo que podemos hacer es observar cómo algunos discursos se construyen de manera tan autorreferencial que terminan por asfixiarse. Incluso, cuando de eso habla el film de Michael Haneke, que pone en primer plano un discurso en extremo cerrado que de tan asfixiante propicia el nacimiento de una monstruosidad. No estamos diciendo que parte de la crítica en la Argentina se haya convertido en un monstruo, pero sí que al menos se han gestado paradigmas difíciles de sostener y que, en algunos casos, se debe someter el discurso a una fricción innecesaria para encajarlo en los cánones previstos. En especial hubo pocas voces enfrentadas a esta película, pero fueron bastante furiosas: recuerdo a Javier Porta Fouz y a Leonardo D’Espósito, no sólo por la violencia del discurso sino porque además son dos plumas que aprecio. Desde las páginas de El amante, el primero ha instalado un término para distinguir a estas películas que, bajo su punto de vista, son banales pero revestidas de una falsa trascendencia: “cine choronga”. No está mal, incluso si coincido bastante con este criterio, que castiga a películas pedantes, que ponen el tema delante de la forma y creen que con hablar de cosas importantes alcanza, cuando no profundizan nada porque su solemnidad narrativa habilita sólo una dirección posible para analizar lo que se está mirando. Habrán leído mi encono con una película como El origen, así que mi cercanía con esta postura queda totalmente definida. Ahora ¿una película como La cinta blanca puede ser analizada bajo este criterio? Me parece que no. Y aquí lo que empieza a entrar en crisis son algunos argumentos críticos esgrimidos con suposición de inteligencia suprema, porque “me las sé todas y a mí no me engañan”: cuestionar a La cinta blanca por la gravedad de su tema es invalidar automáticamente cualquier temática similar (y se me hace inaudito este discurso cuando además una persona como Porta Fouz pone por los aires una película tan choronga como El secreto de sus ojos; al menos D’Espósito ha sido más coherente). Daría la impresión de que los cuestionamientos que se le han hecho al film de Haneke podrían haber existido incluso si no se miraba la película, ya que lo que se ataca estaba en la sinopsis y la frialdad formal del director no es ninguna novedad: por eso no debe verse como esteticismo vacuo su puesta en escena. Se adivina allí entonces un tufillo prejuicioso, aunque esta vez es contra cierto cine “académico” y no como ocurre malamente con el cine mainstream. En La cinta blanca, Haneke vuelve a explorar la violencia como un síntoma social: ambientada en los años previos a la Primera Guerra Mundial, se ubica en una aldea del norte de Alemania donde una serie de extraños sucesos comienzan a generar desconfianza entre la gente: hechos de violencia que tienen, en algunos casos, a los niños como protagonistas. El mayor problema del film, y de ahí cierta inercia que la somete y que se hace notar en sus 144 minutos, es que el director plantea su tesis bien arrancado el film y, por más ambigüedad con la que trabaje en cada plano y secuencia, cada minuto que transcurre se va confirmando la presunción. En ese arranque la voz en off de uno de los personajes, ya adulto, pone en duda la figura de los niños y da a entender que eso que está ocurriendo es la base de lo que luego sería la Alemania Nazi. Por cierto que Haneke, como lo ha dicho, no hace referencia exclusiva el nazismo, sino que en el film trabaja sobre la idea de un germen de fascismo, que puede haber sido aquel pero puede ser cualquier otro del pasado, presente o futuro. En eso, La cinta blanca se parece bastante a Petróleo sangriento: la religión y el poder económico, en pugna para pervertir y violentar la conciencia de generaciones. Como decíamos, a pesar de la profusión de subtramas, no hay mucho más en el film que lo que se dice en un comienzo: esa voz en off si bien se entiende conceptualmente por tratarse de la voz del maestro en la aldea, es perjudicial no sólo porque limita la imagen a una única dirección del relato (y reitero, por más que el director juega con la ambigüedad y nunca dé nada por sentado) sino también porque da por tierra con el misterio y el suspenso que la historia podía tener. Ese es tal vez el mayor desacierto de Haneke, más aún que el exceso con que extrema su estilo formal, plagado de planos fijos, fuera de campos y planos secuencias. Al arrojar todas las sospechas de entrada, e incluso contextualizarlas con una posibilidad respecto a lo que pasó en ese país tiempo después de esos hechos, Haneke se ve obligado a repetir el patrón poder-sometimiento-degradación-perversión para movilizar la historia en no uno, no dos, sino tres de sus personajes: el barón del pueblo, el pastor protestante del pueblo y el médico del pueblo. Todos, y cada uno a su tiempo, minimizarán a quien tengan al lado abusando de su posición. Y además, cada una de estas acciones estará reforzada con una consecuente sordidez. Incluso hay un diálogo entre el médico y su amante que, sinceramente, da risa; y una analogía entre el abuso sexual de un padre a su hija con la perforación de las orejas, que sobresale por indignante y grosera. Esos son momentos donde Haneke pisa el palito de la necesidad de decir y mostrar, sin darse cuenta que cuando mejor le va es en cuando no dice nada y deja todo librado a la inteligencia del espectador: recordar Caché. Sin embargo estas fallas son parte de la ambición de la película, y nadie puede culpar a Haneke por eso; tampoco por filmar aquí su film menos enemistado con el gran público, al menos en lo superficial. Si la violencia de La cinta blanca es una que subyace en el inconciente colectivo, la misma se debe sentir pero no mostrar: mostrarla sería síntoma de culpabilidad y lo que quiere dejar en claro Haneke es que esto es algo que está afincado, metido muy adentro. Por eso, el estilo ascético del relato es funcional a las implicancias del texto y no un mero preciosismo. Deliberadamente sabemos que aquellos que fueron parte del régimen fascista fueron estos hijos construidos a base de represiones, sin embargo lo que vemos es el adoctrinamiento que sufrieron y nunca la respuesta a eso. O sí, conocemos las consecuencias como un síntoma que se respira. Película atmosférica, sobrevuela continuamente un aire de intranquilidad y de paz prefabricada que se genera a partir de unos planos largos y una fotografía que propicia la niebla, el delicado ostracismo de la oscuridad donde se agazapa la bestia. Precisamente de eso, con sus defectos a cuesta, habla La cinta blanca. De un monstruo que está a la espera de dar el zarpazo: Haneke no se deja llevar por la tentación de mostrar ese zarpazo sino que opta por registrar cómo la bestia fue provocada e incentivada por un poder religioso y económico, que sólo pudo construir a su propio enemigo: uno que salió de sus propias tripas. Por eso deja en fuera de campo lo que ocurrió después, porque sería redundante y además permitiría la lectura sobre que eso se circunscribe exclusivamente a la Alemania de por entonces, cuando en verdad su subtexto es atemporal. Tal vez La cinta blanca sea más válida como síntoma que como película. Y, a la vez, ese síntoma se transmute a la crítica de cine y sus taras: ¿cómo diferenciar a esta altura el cine que nos habla en serio de cosas importantes de aquel que es pura pose y pseudo intelectualidad? Lo importante, en todo caso, es abrir el juego y airear el discurso antes de que el fundamentalismo crítico lleve a algún tipo de fascismo y sólo sean válidas aquellas películas que se expresan en base a nuestros forzados dogmas. Fuera de eso, nada.
Invisible Hay dos formas de acercarse al pasado. Desde la corrección de las formas, conservadora; o desde el reencuadre de aquellas estructuras, liberal. Paradójicamente este año hemos visto dos películas que recuperan un cine, específicamente el de la década del 60, y lo abordan desde estas dos perspectivas. Educación de vida recuerda a las películas británicas del free cinema y recupera las historias de arribismo social, para imprimir una moraleja. Si bien autoconsciente, no deja de ser conservadora en algunos aspectos. Y por el otro lado llegamos a Sólo un hombre, que al igual que el Todd Haynes de Lejos del paraíso se pega un viaje a los melodramas de aquellos tiempos, pero sin la doble moral que sostenían. Hablamos de un film liberal, que aún desde el dolor, se anima a mostrar un amor homosexual de una forma honesta. Y precisamente ese viaje, el de comprender al pasado primero como una estructura inamovible para luego verlo como algo que puede ser aprehendido y funcional, es el que emprende el profesor de inglés que interpreta magistralmente Colin Firth en Sólo un hombre, adaptación de una novela de Christopher Isherwood y que resulta el debut en la dirección de Tom Ford, un reconocido diseñador de importantes marcas. Lo que por cierto habilita un apunte: desde el prejuicio, el crítico mirará con desdén a alguien que es obviamente un esteticista y que posiblemente aborde un tema complejo como el que retrata el film sólo desde la imagen. Precisamente Ford lo hace desde la imagen, pero no se trata de una superficie vacía. El director mira como mira Almodóvar cuando mira a Douglas Sirk, recorta y utiliza la música como Wong Kar-Wai en Con ánimo de amar. Desde ahí, relaciona a su película con una escuela del melodrama. Ford acierta. Es más, no sólo eso, sino que logra por momentos una película mucho más sólida e interesante, porque así como comete varios excesos con el color y la narración, por otra parte somete de manera rigurosa a su protagonista a un trabajo implosivo. George Falconer (Firth) no puede superar la muerte de su pareja, luego de 16 años de convivencia. Deprimido, prepara lo que será su último día: va a trabajar al colegio, charla con sus amigos, se compromete en ir a cenar a lo de su amiga, pero siempre va armado. Precisamente, con ese revólver se volará la cabeza cuando llegue la noche. Especie de road movie interior, Falconer arribará con algunas certezas y muchas dudas a esa noche. Aunque puede, que corrido de sus impulsos suicidas. Así como la narración resulta por momentos fragmentada, la película se confiesa como una sumatoria de partes que forman un todo. Partiendo de la actuación de Firth, exprimiendo cada silencio con excesiva transparencia, Ford construye un potente drama sobre la muerte o, aunque más no sea, su presencia omnisciente: estar muerto en vida por la negación de la propia identidad por parte de la comunidad. Los personajes de Sólo un hombre se debaten entre la soledad, la tristeza, la vejez, la frustración y el vacío existencialista. Sin presente y con promesa de un futuro no muy próspero, cada uno pulsará sobre el momento, sobre este instante, el botón que primero pueda. Aún en su pesimismo y su desolación, hay una resignación y una verdad: las cosas son como deben ser. Sólo hay que ver qué es lo que uno puede hacer, si es que tiene espacio para tomar alguna decisión. Sin embargo, si hay algo que sobresale desde lo temático es una reflexión sobre la invisibilidad del diferente. Hay que buscar en un speach que tira al comienzo Falconer en el colegio, las razones del film. El miedo hacia lo diferente y de cómo ese otro termina convirtiéndose en una abstracción para el que pertenece a la mayoría. Ford crea un espacio casi fantasmal, un detrás de escena social, donde tipos como Falconer despliegan sus deseos. Un deseo prohibido, que es disfrute cuando se puede saciar porque lo oculto genera su goce, pero que es un dolor irrecuperable cuando no se tiene. Y justo ese dolor, el dolor social, el de la pérdida del otro, ese que se comparte en el duelo. ¿Qué compartir cuando del otro lado no te permiten rebelarte? ¿A quién confesar lo que no se puede confesar? Por eso Falconer marcha recto, directo, serio y adusto, mientras por dentro se desbarranca. Porque peor que la discriminación es la negación de la existencia del otro. Sólo un hombre es una película de fantasmas: de Jim que no cesa en los recuerdos de Falconer; de Falconer que carece de entidad, incluso para su amiga (Julianne Moore) que no termina de aceptar su homosexualidad. Y es recién ahí, cuando Falconer logra ordenar las piezas y disfrutar el espacio social sobre el que opera, cuando descubre que en todo caso los otros no ven lo que no quieren ver, es que puede observar sus cosas con más claridad. Pero, impiadosamente, las cosas son como tienen que ser. Siempre. Más allá de algunos excesos esteticistas y de algunas afectaciones de la imagen, Sólo un hombre es una película por demás interesante y que revela que un artista puede estar en el lugar menos imaginado. Tal vez Ford sepa de esos espacios sociales y de las reclusiones a las que confinan los prejuicios. Un diseñador hizo una película honesta y emotiva. El glamour también tiene su sensibilidad.