Más allá de la moraleja de cada caso, el film nunca se termina de poner demasiado serio ni sentencioso. Las modas no sólo se pueden ver en las vidrieras de una venta de ropa, el cine también exporta sus mercancías aprovechando, tal vez, la renta que deja un éxito: luego de la abyecta Realmente amor los relatos corales con varias historias románticas en su interior han florecido. Ejemplo de esto es Todos tenemos un ex, de Fausto Brizzi, que además de continuar el concepto varias-parejas-que-se-relacionan-entre-sí-y-se-pelean-al-final-se-arreglan, lo que aporta es una mirada italiana al asunto. Entiéndase por esto, más pasional y menos culpable del ridículo. Un psicólogo está distanciado de su mujer y a la vez es amigo de un juez que está en pleno plan de divorcio. La hija de estos se tiene que ir a Nueva Zelanda y sufre la distancia con su novio. Además tenemos una DJ que sale con un médico, que es amenazado por el ex de la mina, un policía que a su vez está presente en el accidente de autos que le cuesta la vida a la ex mujer del psicólogo. Lo que no dijimos es que la DJ tiene una amiga que se está por casar, con tanta mala suerte que el cura de la iglesia donde va a confirmar sus votos es un ex novio de ella, al que parece que abandonó malamente. Si tratar de entender qué pasa es un lío, no tenga miedo: hay algo a favor de Todos tenemos un ex, Brizzi, como buen director de televisión, sabe contar todo esto sin enredar demasiado las cosas. Y, también, que a fuerza de soportar varios clichés y situaciones dignas de una publicidad de shampoo, podemos quedarnos con algunos chistes efectivos y algunas situaciones resueltas, un poco a los gritos, pero de forma efectiva, casi siempre por el inigualable Silvio Orlando (el juez), un tipo con una cara que nació para la comedia. De terminarse la cosa aquí, estaríamos ante un buen ejemplo de cine pasatista y entretenido -el ritmo es veloz, como el Muchino de El último beso; los 120 minutos ni se sienten-, pero siempre el Diablo -o los guionistas- mete la cola y las cosas se arruinan. Todos tenemos un ex tiene un gran problema: salvo en la historia de los jovencitos que se distancian, en el resto Brizzi quiere dejar algún tipo de enseñanza, lo que -sabemos- se aleja del cine. Y, para peor, si miramos bien cada situación, casi todo se resuelve a través de la culpa: para una película que asegura creer en el amor, esto es bastante preocupante. La culpa tiene que ver más con el orden de lo moral, no con los sentimientos. Ya en lo narrativo, las coincidencias son demasiadas hasta para un relato coral, y esto se parece a Vidas cruzadas con romance. Pero, más allá de la moraleja de cada caso, el film nunca se termina de poner demasiado serio ni sentencioso. Eso aligera las cosas. Menos mal, porque si agregamos que en la película los únicos capaces en tomar decisiones, para bien o para mal, son los hombres, estaríamos ante un film decididamente intolerable. Ya que estamos ante tanta testosterona itálica, apliquémosle un uso adecuado: Todos tenemos un ex puede ser usada para ir a mirar minas. A mí me gustó Cristiana Capotondi. Después no digan que no les avisé.
Lo que pudo haber sido Tamaño problema el de Hombres de mentes (horrible título local para The men who stare at goats): centrándose en un personaje que dice pertenecer a una fuerza especial del Ejército norteamericano que se fundó a la sombra del hippismo, y que creía en la paz a través del dominio de la mente, en vez de la guerra a partir de la violencia armada, el director Grant Heslov y el guionista Peter Straughan se empecinan una y otra vez en generar humor a partir de dejar en ridículo a su propio personaje. Y así, el film reduce a un chiste que se repite demasiado la potencial fuerza del relato: la aparición de la fantasía como sátira de lo político. Y no es lo único para cuestionar aquí, siendo el film un constante “lo que pudo ser y no fue”. Hombres de mentes también pudo ser endiabladamente cómica. Lo es en su prólogo y durante varios minutos más, pero no siempre atina con el disparo. Un elenco integrado por Ewan McGregor, George Clooney, Kevin Spacey y Jeff Bridges merecía mejor destino o, al menos, no ser utilizados como única posibilidad de comicidad: el personaje de Bridges parece un remedo del suyo de El gran Lebowski, es como si el Dude hubiera entrado al Ejército. Aquí el periodista Bob Wilton (McGregor), tras un desengaño amoroso, decide probar suerte como corresponsal de guerra y se va a Irak, donde por casualidad conoce a Lyn Cassady (Clooney), agente de la fuerza antes mencionada. A partir de ahí el relato alternará con el pasado para contar los comienzos de esta brigada y la manera en que aquel ideal se desplomó. Decíamos al comienzo que uno de los problemas del film es que continuamente se toma para la burla a Cassady. Si según la leyenda, la novela en la que se basa la historia tendría datos ciertos, por qué motivo la película se empeña no en mostrar el absurdo de que una persona disipe una nube con la mente -que, convengamos, lo es por más que sea real-, sino la imposibilidad de que esto sea cierto. Básicamente el problema con el que se enfrenta Heslov es que construye un universo disparatado para -al menos en buena parte del relato- burlarse de él y no intentar comprenderlo. Hombres de mentes tiene pasajes que se parecen en mucho al cine de los hermanos Coen. Y no a sus mejores películas. La sátira, género al que quiere ceñirse Hombres de mentes, es compleja de llevar a cabo. Por un lado debe proponer un espacio construido a partir de restos de verdad, pero que además pueda doblarse hasta volverse irrisorio: allí sí funciona la burla, porque antes se nos mostró a alguien capaz. No es este el caso, toda vez que los supuestos poderes de los integrantes de esta fuerza de elite paranormal son vistos con un dejo de sorna. Convengamos que de ahí puede salir estupenda comicidad (la escena de la mina que hace estallar el auto es un ejemplo positivo de puesta en escena), pero siempre y cuando que el film no nos pida creer en esos personajes. En algún momento uno debería poder identificarse con ellos y no suponer que son unos nabos. Hombres de mentes juega continuamente con una idea de guerrero Jedi -chiste autoconsciente si tenemos en cuenta la actuación de McGregor- que se enfrenta al mundo con un arma al que revela como invencible: la mente humana y su función pacificadora. Desde ese punto de vista, el film de Heslov es lo suficientemente demócrata como para convencer a las almas nobles (recordemos que Heslov fue guionista de Buenas noches y buena suerte de Clooney), pero lo bastante astuta como para no tomarse demasiado en serio y no pecar de ingenua. Que básicamente es eso, una mirada simpática sobre una posible forma de enfrentarse al poder militar y capitalista. El final es claro respecto a eso: Wilton le habla directamente al espectador y le dice que hoy por hoy la única forma de pasar al frente es enfrentando a la parte oscura de la fuerza y reitera que más que nunca, hoy son necesarios los jedais como reserva moral de la humanidad. Parece un exceso de cinefilocentrismo (término que le pido prestado al colega Marcos Vieytes), de poner al arte en un lugar un poco excesivo. Pero si uno mira bien, no hay otra manera de recordar al hippismo que desde la ingenuidad y las buenas intenciones. Y en eso Hombres de mentes es totalmente coherente. Al final, entre tanto desnivel, la película se termina definiendo, sí, por lo que es: una comedia menor y simpática, que recuerda al pasado como un lugar donde todavía había espacio para ciertas fantasías colectivas. Y le pone, en la coda, la tapa fatal que habla del fracaso de una generación.
Una noche fuera de serie no es la comedia hilarante que podíamos esperar sino apenas un correcto divertimento potenciado por dos protagonistas carismáticos. Digamos primero lo obvio: Una noche fuera de serie no está a la altura de los pergaminos de Steve Carell y Tina Fey. Dos estupendos comediantes con una sensibilidad particular para construir sus ficciones con un ojo en la realidad, no logran en el contexto de una comedia que echa una mirada sobre la pareja en estado de descomposición una película que crezca por encima de sus posibilidades. Sí es graciosa, sí tiene momentos logrados. Pero todo sabe a poco. Entonces, viendo frustradas las expectativas, veamos que es lo que efectivamente hay en esta comedia de Shawn Levy. Precisamente esto: dando por contado ya que la saga Una noche en el museo es una anomalía en la carrera de Levy, digamos que Una noche fuera de serie mejora lo hecho anteriormente por este director: al menos logra que se imponga la comedia por sobre el mensaje, más allá de una recurrencia excesiva al humor de tono grueso. Otra cosa que hay aquí es química: es evidente que Carell y Fey se conocen y se complementan muy bien, pero además la aparición en pequeños roles de James Franco, Mark Whalberg, Mila Kunis o William Fichtner aumenta esa buena vibra que se respira. Una noche fuera de serie utiliza el modelo todo-ocurre-en-una-noche-de-manera-alocada que ya se ha realizado incontable cantidad de veces para disimular uno de los problemas habituales de este tipo de comedias: su segmentación. Así, el formato de sketches, con personajes que entran y salen, no atenta contra la fluidez. También hay en el film, y eso gracias seguramente a la presencia de Fey, varias puntas que se dejan sin resolución, las cuales hubieran significado una definición moral. La película se centra sobre su pareja protagónica, los Foster, y salvo excepciones -un diálogo acerca de la pareja que corta la acción- importa lo que les pasa a ellos: un ejemplo es que nunca sabremos qué camino toman Haley (Kristin Wiig) y Brad (Mark Ruffalo). El film dice así que la resolución a la que llega, la posibilidad de re matrimonio, es una posibilidad pero no la única. Dicho todo esto, Una noche fuera de serie no es la comedia hilarante que podíamos esperar sino apenas un correcto divertimento potenciado por dos protagonistas carismáticos. Que teniendo en cuenta los componentes de acción que hay aquí y recordando la fallida Superagente 86, podríamos pedirle a Carell que retome la faceta de comediante más pura y encamine su carrera con mejores proyectos. Por lo pronto, la adaptación de La cena de los tontos con Paul Rudd y dirigido por Jay Roach puede devolverlo a la comedia directa, esa que lo hizo popular y apreciable.
Un buen drama y un actor irritante Más allá de su adscripción al melodrama, esa textura folletinesca de otras formas más prestigiosas, Recuérdame es una película más compleja de lo que parece. O no, no es compleja la película -que no deja de ser la convencional lucha de un hijo para que su padre lo reconozca- sino que lo que se hace complejo es tratar de dilucidar si es la presencia de un actor en constante pose lo que minimiza sus posibles aciertos o, en todo caso, si es el aprovechamiento de ese actor en pose por parte del director lo que provoca tal falla. Recuérdame es sí la historia de un joven con padres separados, que deposita en la distancia que ha puesto su progenitor (Pierce Brosnan) las culpas sobre el suicidio de su hermano y sobre las conductas extrañas que tiene su pequeña hermana. De hecho, él mismo es todo un ser extraño, melancólico, triste, introspectivo. Tyler se verá entonces en una especie de cruzada para reintegrar de alguna manera los lazos familiares, justo cuando está por cumplir 22 años y se le vienen a la mente los consejos de su hermano, quien casualmente se mató a esa misma edad. A partir de esta premisa, que suma la aparición de un interés romántico en la presencia de Ally (Emile de Ravin), la hija de un policía (Chriss Cooper) que sufrió la muerte de su madre a manos de delincuentes, el film parece transitar por dos mundos en paralelo: primero, el del drama de sus personajes, con sus giros más o menos previsibles; y por el otro el de la conciencia de que Recuérdame es un vehículo para que Pattinson demuestre que puede hacer otras cosas más que poner cara de vampiro anémico en la saga Crepúsculo. Dicho esto, hay una película que funciona y otra que no. La que funciona se permite contar con ritmos poco habituales para el cine que viene hoy de Hollywood y, de hecho, se aleja de ciertos modismos del cine indie actual. No quiere lucir desprolija sino que, sin vergüenza, cruza dramas y conflictos como cualquier telenovela de la tarde. Y esto no es malo en sí: Recuérdame incluso construye algunos lazos de manera acertada y elabora coherentemente su escalada trágica. Sobre el final las cosas se pondrán serias, pero nunca solemnes, gracias a que la película es conciente de que su esencia ya es lo suficientemente trágica y a una frase que utiliza como leit motiv: “todo lo que hagamos resultará insignificante”. Pero la película que no funciona es la que en paralelo pretende hacer de Pattinson una estrella de Hollywood. Su idea de la tristeza es poner cara de afectado al hígado. Salvo en los momentos en que comparte pantalla con su hermanita (gran actuación de Ruby Jerins), donde se lo observa suelto y simpático, durante el resto de Recuérdame luce pretencioso como no haciéndose cargo de lo que es: una figurita decorativa. A la inversa de Zac Efron, que demuestra saber divertirse, Pattinson cree que tiene que hacer cosas serias para convertirse en un actor de prestigio, y eso lo vincula con lo peor del cine de los 70’s. Y básicamente el problema es que las emociones se generan como conceptos. Lo que cabe preguntarse entonces es si la culpa es de Pattinson o de quien le da de comer. Así como Allen Coulter, el director, sabe lo que quiere contar y cómo llevar el relato, no sabe de qué manera construir a su personaje principal. Tyler se reduce a una serie de mohines marca Pattinson, quien como robotito imita cada gesto para la pantalla en vez de preocuparse por lo que le pasa a su personaje. Y por otra parte Recuérdame tiene un final que podríamos llamar sorpresa, y que dará para del debate acerca de su propiedad. Para algunos un recurso de guión, para otros una manipulación para el lado del llanto, lo cierto es que no se puede hablar de coherencia, pero sí al menos de justicia con aquel leit motiv que mencionábamos antes. El film habla de actos y actitudes y de cómo estas nos pueden modificar. Pero, atención, también que nunca dejaremos de ser seres insignificantes por más que tomemos esas decisiones. Para demostrar eso -y sin revelar nada- digamos que Coulter y su guionista Will Fetters se valen de un suceso casi fantástico. Y no hay comentario político ahí, sino el aprovechamiento de algo conocido universalmente y que se puede explicar sólo con imágenes. Algo de cine se filtra tras la irritante presencia de Pattinson, logrando que Recuérdame presente algunos aciertos y sea algo más que el drama al que muchos están destrozando a falta de causas más justificables.
Jennifer Aniston debería elegir mejor sus trabajos. Querida Jennifer Aniston: No me importa que esto de escribirle una carta a la estrella ya se haya hecho antes. De hecho, tu película El caza recompensas tiene todos los lugares comunes del mundo. Lo que quiero decirte es que me da mucha pena que termines con ese pelmazo de Gerard Butler, un tipo que se creyó que era gracioso y se metió a hacer comedias cuando en realidad para lo único que sirve, hasta ahora, es para hacer de patovica más o menos violento. Dejalo ya, es evidente que no sabe cómo tratarte. Tampoco sé que hacés con Andy Tennant, un director con tanta sutileza como un elefante en un bazar. Eso sí, tiene un logro difícil de imitar: sus películas parecen atrasar 20 años. O más. Ni en la década del 80 estas comedias de acción se hacían tan mal, cuando hay ejemplos de sobra para decir que este subgénero es una pura grasada. Pero fijate que todo lo que se propone acá lo hace mal: la película no es graciosa, las escenas de acción son pésimas, el romance es edulcorado, la reflexión sobre el matrimonio es conservadora. Ojo, tampoco quiero que te creas que sos una gran actriz ni que te merecés trabajar con Scorsese. No, tampoco la pavada. Pero la verdad que me caés bien, me resultás simpática y, me sincero, estoy enamorado profundamente de vos. Esos ojos, esa sonrisa, ese pelo que cae lacio sobre tu frente y, sobre todo, esa nariz tan particular, tan poco glamorosa. Tenés un rostro único, una fotogenia imposible de comprar: lo tuyo es la espontaneidad pero, increíble, sumida en una profunda sinceridad y simpleza. Sos la diva con menos rasgos de diva. Parecés humana. Y sí, sos más humana que el 95 % de las actrices de Hollywood. Pero fijate lo que elegís. Sé que no le darías bola a un chico como yo, así que a lo único que me animo es a darte un consejo. Volvé con la gente que te hace bien: esos tipos más simples, más románticos y, puede que sí, un poco excéntricos. Pero queribles. Qué bien que te había ido cuando eras Polly, cuando convivías con tu ex, cuando tenías un perro que se llamaba Marley. Ben Stiller podrá ser neurótico, Vince Vaughn un poco torpe y Owen Wilson, algo insatisfecho. Pero era gente que te quería bien, fijate, parecían una pareja, el amor y la química flotaba en el aire. Me animo a escribirte esto porque me dio pena verte en El caza recompensas. Perdida entre mohines dignos de la peor Meg Ryan, tratando de ser graciosa sin lograrlo, tratando de seducir a un tipo que es un ordinario sin gracia. ¡Viste cómo come con la mano! ¡Es un cerdo que usa camisas a cuadros desabrochadas hasta los primeros pelos del pecho! Un orangután que trata a las minas de la peor manera. Si no tenés que hacer ningún esfuerzo para gustarme, con tu presencia alcanza. Si me habías convencido desde que dijiste hola.
Atacar en demasia a Fama sería meterse con una película inofensiva que se deshace por su propia ineptitud. ¿Cómo hacer interesante en estos tiempos de proliferación de reality shows televisivos sobre talentos artísticos una película que, precisamente, habla de cómo se construye ese talento a partir del trabajo y la educación? Cuando Fama se estrenó, a comienzos de los 80, el film podía ser más o menos interesante -confieso que no vi el original-, pero es indudable que había en esos pasillos de la New York Academy of Performing Arts algo interesante y que generaba curiosidad. Partiendo de un pésimo guión y una dirección indecorosa, nada de eso ocurre con esta pálida remake. La historia es sabida: cuatro años en la vida de un grupo de estudiantes de baile, actuación y música. Sus frustraciones, sus triunfos, sus broncas, sus miedos, sus represiones, sus luchas. Nada de eso estaría mal, por más que se haya visto cientos de veces, si el director Kevin Tancharoen se hubiera preocupado, al menos, por construir un personaje atractivo. Apenas algunos diálogos puestos en boca de los profesores sobre que al talento hay que acompañarlo con esfuerzo resultan acertados. Lo que hay son una serie de lugares comunes y clichés hechos personas. El cliché puede funcionar en otro género. Pero aquí, donde se reclama algo de humanidad para poder comprometerse con esos personajes que atraviesan una dura etapa de aprendizaje, es imposible de sostener. Lo peor de esta película, más allá de ser mala, es que básicamente lo que pasa frente a nuestros ojos no nos importa. Y, para aumentar el fracaso, lo terrible es que estamos hablando de un grupo de jóvenes artistas que tienen que comenzar a recorrer su camino. Fama falla en todos los estamentos donde intenta hacer pie. Las historias de vida de sus personajes no pasan de la etapa embrionaria, el montaje es espantoso, impidiendo tanto que los conflictos se construyan como que las coreografías puedan ser disfrutadas, las canciones son insustanciales y su puesta en escena se parece a las acartonadas producciones musicales de la ceremonia del Oscar. El film es solemne y, para peor, solemne en su propio vacío. Hablar además del conservadurismo con el que son retratadas algunas relaciones sentimentales en el film sería meterse demasiado con una película inofensiva que se deshace por su propia ineptitud. La anécdota del final sobre la llegada a la cima, la libertad del artista y la eternidad del talento se derrumba por la ineficacia de la propia propuesta: si gente tan talentosa apenas pudo lograr este film tan deshilachado estamos fritos. Si el futuro del espectáculo es lo que muestra Tancharoen podríamos predecir, ya mismo, la muerte de todas las artes.
Una sombra ya pronto serás Hay una escena notable en Dos hermanos. Marcos (Antonio Gasalla) charla con su profesor de teatro (Osmar Núñez) mientras es observado por Susana (Graciela Borges), su hermana. A ella la vimos antes interrumpir innumerable cantidad de veces a su hermano, mandonearlo, controlarlo. Pero esta vez entiende que ese es el espacio de Marcos, opta por callarse y retirarse. Se va bajando una escalera, su presencia física se hace sombra y esta termina esfumándose. Ese instante es asombroso porque define un momento de los personajes a partir de las herramientas que brinda el cine, y lejos de las palabras. Porque a veces, cuando hablan de más, los personajes de Daniel Burman suelen ser demasiado obvios. Antes, la misma Susana en un teatro había visto fascinada a su hermano. La escena conmueve hasta que sucede lo que todos esperábamos que no suceda: ella dice con orgullo a alguien que tiene al lado “es mi hermano”. Ese instante es innecesario por dos motivos: primero, porque hace obvio lo que las imágenes ya habían demostrado; segundo, porque sólo tiene como función el chiste. Y la construcción de ese gag quiebra un instante cinematográfico. Pero, además, ese instante sirve también para comprobar los límites del cine de Burman, escena que se repite un poco de aquella de Derecho de familia en la que Hendler veía emocionado a su hijo mientras actuaba en la escuela. También ese final era arruinado por una línea de diálogo de más. Dos hermanos es el nuevo film del director de El abrazo partido, con el que sigue alejándose de las películas generacionales que hacía con Hendler. Pero aquí aplicarse a una novela de Sergio Dubcovsky -Villa Laura- le permite estar mucho más acertado que con la anterior El nido vacío, guionada por él, y donde buceaba en la vida de padres a los que los hijos comienzan a írseles. Allí se lo notaba perdido, además, evidenciando como nunca su cercanía con Woody Allen. Aquí se hace cargo de la historia de dos hermanos -Borges y Gasalla- a los que la muerte de su madre acerca más y donde surgen conflictos respecto del vínculo que han construido: él, sumiso y manejable; ella, controladora y falseando un status que no tiene. Decíamos que los personajes de Burman son mejores cuando no hablan que cuando dicen. No es que no construya diálogos inteligentes, pero a veces son demasiado explícitos con sus sentimientos. Y, además, es curiosa esta virtud cuando tampoco su cine sobresale desde lo formal: de hecho, por momentos parece bastante televisivo. Sin embargo Burman resalta en cómo organiza los espacios. En él, lo que destaca es la observación: un vestuario, un aplique en una pared, un diario, un gesto, todo lo que compone a los personajes permite dilucidar más de esas vidas que lo que ellos mismos pueden significar. Su cine es un cine material, de clase media. Así son sus conflictos. Y no hay culpa en eso. Para nada. Eso es lo que hace de sus películas obras transparentes, sin moralinas ni enseñanzas de vida. A lo sumo lo que muestra son vidas en un pasaje de cambio y siempre a partir de la pérdida. Lo que no falta, obviamente, es cierta tristeza. Y Dos hermanos, a pesar de un autocontrol excesivo sobre las emociones, es su película más triste. Aquella sombra de Susana no es la única que se cierne sobre el relato: hay varias, algunas incluso externas a la propia película. Por un lado tenemos a Marcos y las sombras de su madre y de su hermana; por otra parte, a Susana y las sombras de la buena vida y el falso status; y tenemos a los dos hermanos, quienes frente al televisor -que, claro, arroja sombras sobre nuestra cara- se derriten por el glamour de plástico de Mirtha Legrand y sus almuerzos. Pero hay una sombra mucho más potente y esa es la de los propios Gasalla y Borges, que con su magnetismo de estrellas pasean ante la cámara de Burman, que las más de las veces los retrata con cuidado, afecto y devoción. Precisamente Dos hermanos es una película sobre la devoción, sobre el cuidado hacia el otro -o la falta de él, en el caso de Susana- y las consecuencias que eso genera. Las consecuencias de cada sombra son diferentes y hacen variar los resultados de una película tan interesante como irregular. En Marcos se comprende ese mutismo casi crónico en la incidencia que han tenido su madre y su hermana, lo que lo ha llevado casi a relegar todos sus sentimientos. Más allá del protagonismo compartido, en Dos hermanos los cambios más notorios y mejor construidos los atraviesa su personaje: es el que logra convertirse en alguien luego del silencio. En cambio, Susana es un personaje más incompleto, es más cáscara que interior. Rodeada de tics, tan propios de ella como de Graciela Borges, por momentos no se comprende de dónde surge esa necesidad de jugar a las apariencias. Es más, hay instantes en los que su vulgaridad parece más propia de un film de los Coen, en los que antes que la comprensión funciona la burla. Pero en las otras sombras, las de las luminarias que protagonizan el film, habría que buscar algunas de las explicaciones de una película que no termina de redondearse. Por momentos Gasalla no puede dejar de ser Gasalla. Y por momentos, Burman no puede dejar de construir a Borges como otra cosa que no sea la Borges. El final, con esos hermanos enmarcados en un haz de luz, se parece a la veneración, habla más de un punto de vista sobre el divismo y una devoción alejada de cualquier posibilidad de reflexión: hay en el film una cierta sensibilidad que a veces, cuando se malinterpreta, es perjudicial porque se parece a la parálisis del que adora sin poder darle mayores dimensiones al objeto que aprecia. De hecho parte de la imposibilidad de ahondar en las emociones tiene que ver con la cercanía respetuosa con la que el director se acerca a sus actores: respeto que, en este caso, aleja de la calidez que se pide a gritos en una película que habla de los afectos. La última de las sombras en Dos hermanos es la de la propia vida. Nunca como aquí Burman se acercó tanto a una idea de la muerte: Marcos y Susana, luego de los choques y las consecuencias de las acciones, se descubren como seres en paz con el de al lado y consigo mismo, preparados para afrontar lo que se viene. Que no es otra cosa que la propia extinción. No por nada terminan mirando el mar, brazo con brazo, en un plano que resume el camino que cada personaje transitó durante el film. Él, más firme; ella llegando y tomándolo del brazo, acompañándolo. Ese final, sutil y elegante, dice más que aquel “es mi hermano” verbalizado por Susana. Es el que pone en primera plana al cineasta, ese que ha comenzado a correr algunos riesgos en su cine y del que, hay que decirlo, comenzamos a extrañarle un poco la energía de sus primeras películas.
Verosímil inverosímil Amante accidental es de esas películas que corren el riesgo de ser descartadas sin ser vistas (este año pasó algo similar con Días de ira). Es cierto, una vez vista, podemos descartarla sin culpa. Pero no podemos dejar de hacer notar que más allá de su espantoso segmento final, tiene al menos una hora previa con algunos apuntes interesantes sobre las relaciones de pareja y la necesidad de cumplir con determinados mandatos sociales, más cierta sensibilidad para tratar a sus personajes centrales, hasta corriéndose de algunos lugares comunes. De principio, un cambio en relación a la última moda de las comedias norteamericanas: en vez de irse de la gran ciudad al interior, como Nueva en la ciudad o ¿Y… dónde están los Morgan?, Amante accidental invierte el gesto. Aquí Sandy (Catherine Zeta-Jones) se muda con sus dos hijos a Nueva York luego de descubrir que su marido la engaña. Hay cierto aspecto social que el director Bart Freundlich explora a partir, sobre todo, de la aparición del joven judío Aram Finklenstein (Justin Bartha) y la relación con sus padres que refuerzan la idea de que esta no es la comedia romántica que uno podía prever. Pero hay más: la relación entre ambos, que pasan de ser vecinos a que él trabaje para ella, para finalmente ser pareja, se va dando con naturalidad. De hecho, Freundlich olvida tempranamente que está contando una comedia romántica o cualquiera de sus modelos -lo que hacía imposible a su anterior film Parejas- y se ciñe a esos dos personajes con total fluidez. Si ella puede desenvolverse efectivamente en un mundo de hombres -trabaja para un medio especializado en deportes- y él puede ser sensible sin caer en la caricatura, es porque el director y guionista muestra algo de coherencia para el armado de personajes. Es cierto que todo esto, que está contado en la primera hora del film, carece de la gracia necesaria cuando Freundlich piensa que hace comedia. Amante accidental funciona más y mejor cuando deja a Bartha (el novio desaparecido de ¿Qué pasó ayer?) y a Zeta-Jones solos, sin mayor contexto que el de su progresivo idilio. En ese caso, pareciera que el film sólo funciona si alejamos la historia central de cualquier tipo de registro genérico. Eso deja a las claras que lo que lo hace efectivo es por un lado la construcción de los protagonistas y, segundo, las actuaciones, libres y ligeras de mohines. Pero, y siempre hay un pero, más temprano que tarde comienzan los problemas. Y estos llegan cuando Amante accidental tiene que elaborar alguna tesis sobre su tema de fondo, que no es otro que la posibilidad real de construir una pareja cuando ambos se llevan 15 años, como en este caso. El film incorpora un elemento de algunas comedias contemporáneas, que es la “cougar”, o para ser más precisos, aquellas mujeres maduras que buscan rehacer sus vidas junto a personas mucho más jóvenes. El caso de Sandy y Aram es uno de ellos: y el film les tira por la cabeza, cuando no se lo esperaban, un embarazo que hará mella en ambos. Así las cosas, Amante accidental se acuerda sobre su última parte que no sólo las cosas deberían terminar más o menos bien, sino que además se espera de ella una pátina de ñoñería más propia de la comedia romántica que parece representar. La forma en que Freundlich construye el típico alejamiento previo al reenamoramiento de este tipo de películas es uno de los más improbables que se han visto, falta de elegancia, aún aceptando el verosímil de estos relatos. Lo peor, en el fondo, es que encima se pone a decir algunas cosas: por ejemplo que estas parejas funcionan sólo si en el horizonte no aparece ninguna preocupación; también, que para que eso ocurra, es fundamental la experiencia de vida. Y al final termina suscribiendo a las peores recetas de las comedias descartables a las que parecía estar escapándole.
Pese tratarse de un film interesante Hermanos no logra superar la media del cine contemporaneo. El estreno de Hermanos, remake de un film de igual nombre rodado por la danesa Susanne Bier en 2004, nos sirve para comprobar hasta dónde pueden ser falsas las frases con las que se promocionan las películas: tal vez por necesidad de vincularlo con su cine, el irlandés Jim Sheridan dio en su reversión un mayor lugar al trasfondo bélico que a la intensidad erótica del triángulo conformado por dos hermanos y la esposa de uno de ellos. En el camino, ganó en tragedia pero perdió en complejidad y ambigüedad. Eso resume que esta Hermanos, si bien no un film desechable, resulte mucho menos interesante. Sam Cahill (Tobey Maguire) es un capitán del ejército norteamericano que parte rumbo a Afganistán. Atrás deja a su mujer Grace (Natalie Portman), a sus dos hijas y a su hermano Tommy (Jake Gyllenhaal), recientemente salido de la cárcel. Es el preferido de su padre (Sam Shepard) y, parece, un ejemplo de rectitud y patriotismo. Sin embargo cuando se lo dé por muerto en aquel lejano país, las piezas en su familia se irán modificando: y Tommy empezará a ocupar más lugar en la vida de Grace y sus dos hijas. Sheridan acierta en no jugar al falso misterio. Sabe que Hermanos fue una película más o menos conocida (Bier es una típica directora europea con un pulso hollywoodense para narrar, cuya obra es reconocible) y por eso no hace hincapié en la aparente muerte de Sam. Enseguida nos muestra que ha sido tomado rehén y lo enfrentará a una serie de decisiones morales que se potenciarán en la última parte del relato. Como lo ha hecho siempre, lo mejor en sus películas es la forma en que recrea los problemas familiares, sobre todo entre padres e hijos. Por eso los momentos intensos de verdad (hay de los otros, esos de venas hinchadas, casi todos protagonizados por un desconcertado Maguire) son aquellos en los que Tommy intenta ser comprendido por su padre. Es verdad, Gyllenhaal y Shepard saben cómo actuar, sobre todo desde los gestos. Sin embargo Hermanos no logra traspasar cierta medianía y, carente de todo hallazgo formal, cuenta lo suyo con corrección y prolijidad -ese es tal vez su mayor acierto-, pero sin convocar a ningún tipo de fascinación para el espectador. Ni siquiera cuando Sam retorne a su casa y comience a dudar acerca de qué tipo de vínculo han construido, en su ausencia, Grace y Tommy. Ahí el que toma una decisión fundamental es el director, quien prefiere anular la potencialidad sexual de la historia para contar, una vez más, una sobre las consecuencias y las marcas que deja la guerra. La reaparición de Maguire no sólo le resta interés a la película, sino que además saca casi de escena a Gyllenhaal, el único que parecía poder aportarle complejidad al asunto. Y, para colmo de males, este Maguire no es el relajado de Spiderman, el de porte clásico de Alma de héroes ni el deliberadamente ambiguo de Fin de semana de locos. No, es un Maguire que supone que actuar con intensidad es hinchar las venas, poner cara de loquito y tener el temperamento de una olla a presión. Ahí Hermanos, que hasta entonces ostentaba cierta amabilidad, se desborda hacia el melodrama exacerbado. Más allá del acertado diálogo final, el film pierde potencia porque siempre elige el camino más fácil y menos interesante.
Dreamworks vuelve a apostar por una buena historia y por eso este film está entre lo mejor de la compañía. Hubo un tiempo en que Dreamworks apostaba a contar historias: Hormiguitaz es un buen ejemplo de ello. Pero luego llegó Shrek y a partir de ahí el objetivo fue reformular continuamente esa idea en la que sobresalían las referencias pop y la pose canchera, con un humor neurótico y a mil por hora. Las hubo mejores (Madagascar) y peores (El espanta tiburones; Monstruos Vs. Aliens), y hasta ese raro oasis que fue Vecinos invasores, logrando fusionar con acierto una historia compleja con comicidad alocada. Sin embargo en ese camino, un producto llamó la atención: Kung fu panda. A diferencia de Pixar, Dreamworks parece una usina algo discontinua, excesivamente irregular y con una serie de productos que de tan heterogéneos convocan a pensar en falta de identidad y de coherencia estética. Para enderezar el trazo, cerrando filas junto a las mencionadas Hormiguitaz y Kung fu panda, llega Cómo entrenar a tu dragón, con la que los autores de Lilo y Stitch (Dean DeBlois y Chris Sanders) demuestran gran sabiduría y sensibilidad para contar una nueva historia de integración y autodescubrimiento. Como en Kung fu panda tenemos un protagonista obcecado en ser lo que quiere ser, y no lo que le dicen que tiene que ser. Pero además, el relato le da un respiro a la comicidad excéntrica (los chistes son pocos pero bien colocados) para dar lugar a la aventura, la emoción y, principalmente, una serie de escenas de acción descomunales. Hay aquí vikingos que combaten dragones y un joven, Hipo, que sin ganas de luchar contra estas bestias aprenderá un poco a los golpes que en vez de combatir al otro, lo mejor es incluirlo. Y así convivir en paz. Cómo entrenar a tu dragón está plagada de aciertos. Algunos formales y otros vinculados a la forma en que dice lo suyo. Entre los primeros hay que destacar la falta de exhibicionismo en relación a la técnica: el film se concentra en lo que tiene que decir antes que en desarrollar imágenes exclusivamente para el lucimiento de la tecnología. Este cronista no tuvo posibilidades de verla en 3D, y sin embargo confirma una cosa: que una historia bien contada funciona cualquiera sea su técnica. Luego hay que destacar cómo DeBlois y Sanders construyen su relato y los vínculos entre los personajes. Las distancias entre Hipo y su padre Estoico, además jefe de la tribu a la que pertenecen, son las típicas de este tipo de relatos donde los padres tienen que aprender a confiar en sus hijos. Pero los directores saben dónde poner la verdad y que, cuando esta se revele, las cosas no parezcan aleccionadoras. De hecho, en la resolución, Cómo entrenar a tu dragón deja un sabor entre dulce y amargo, porque dice, sin didactismos y sin renunciar nunca a la alegría, que a veces nada se logra sin un sacrificio. Pero donde el film termina por cerrar una gran obra (aunque Dreamworks parece carecer aún de la profundidad y el refinamiento de Pixar para construir una obra maestra) es en la relación entre Hipo y Chimuelo, el dragón malherido que el joven vikingo aprenderá a domesticar. Con reminiscencias de ET pero, más aún, de Lilo y Stitch (miren la cara de Chimuelo), con un elemento extraño que cae del cielo, el film construye ese vínculo a imagen y semejanza del que se logra entre cualquier ser humano y su mascota. Gestos, miradas, silencios, distancias precisas que se imponen con dimensiones, más allá del 3D. La primera vez que Hipo logra acariciar al dragón deja al espectador inmerso en una gran emoción, es una de esas imágenes que quedan en el recuerdo y que el film utiliza para, a partir de ahí, levantar vuelo y nunca más volver a pisar el suelo. Ahí comenzarán a llegar los vuelos con dragones, que están hechos de la misma esencia que los de Avatar: los de la real vibración que se da a partir de comprender cabalmente los sentimientos de un personaje, su ética y con constitución como ser. Hipo, ahí en el aire, es lo que quiere ser. El film lo dice sin palabras, sólo con las herramientas que aporta el cine: imágenes y sentido común para construirlas. El cine de animación, como ningún otro, tiene la posibilidad de hacernos vivir el milagro. Cómo entrenar a tu dragón es una de las buenas.