Papá co(n)razón Un ejemplo de cómo una misma historia, de acuerdo a su tratamiento, puede deparar una buena o mala película es Están todos bien, de Kirk Jones y con el protagónico de Robert De Niro. Primera digresión: el Stanno tutti bene de Giuseppe Tornatore en la que esta se basa no era ninguna genialidad (sí era más interesante que su anterior Cinema Paradiso). Segunda digresión: tampoco es que la Están todos bien de Kirk Jones sea una porquería insalvable. La diferencia es que en el marco de una historia que recurre a la sensiblería, Tornatore lograba potenciar la amargura que el relato habilitaba, mientras que Jones suspende el cinismo para destacar lo que le interesa: la posibilidad de redención. Diferencias de criterio, que le dicen. De Niro se pone en la piel de Frank Goode (el rol que antes interpretaba Marcello Mastroianni), un viudo que ante el plantón de sus hijos a una cena familiar, decide viajar por los Estados Unidos, visitar él mismo a los chicos, sorprendiéndolos con su aparición. Hay un cambio fundamental en la versión norteamericana: aquí el viaje importa mucho menos que en su original italiano. Y esto es mucho más importante de lo que parece: el viaje le servía a Tornatore para reforzar lo idealizado que tenía su protagonista a los hijos, mostrándole fotos del pasado a sus interlocutores. Aquí, se va directo a los encuentros, apurando la redención que tendrá que llegarle al severo Frank. Hay un elemento que se repite, la manía del protagonista por las fotos. Pero al restarle intensidad a la idealización de Frank por sus hijos, las fotos ya no soportan el espesor dramático que antes tenían: aquí funcionan sólo como curiosidad humorística. Aquellas imágenes le servían al Matteo Scuro de Mastroianni para imaginar cómo era la vida de su descendencia congelándola en un pasado ideal. Stanno tutti bene era un título irónico, sostenido por cierta tradición familiar italiana basada en las apariencias, que en la versión yanqui perdió toda su esencia y hace preguntarse cuál es el interés en una remake si se la va a redibujar completamente. Lo que queda claro al ver Están todos bien es que si hubo modificaciones, las mismas fueron en función de un imaginario que tiene que ver más con lo norteamericano: las vidas esparcidas a lo largo del mapa, las jornadas festivas como posibilidad para reencontrar a la familia. En ese aspecto, Jones adapta acertadamente porque en todo caso se trata de transcribir una idea a un ideario. El mayor problema de su película es que carece de vuelo para escenificar los conflictos entre los personajes. Sólo hay dos decisiones estéticas, y son desacertadas: una son los reiterados planos de cables telefónicos que ilustran las conversaciones entre los hermanos; otra es la decisión de mostrar como niños a cada uno de los hijos de Frank, cada vez que los reencuentra. Entonces Jones se recuesta en sus actores y encuentra buenas respuestas cuando los que cruzan algunas frases dolientes son De Niro, San Rockwell o Drew Barrymore. Digamos que, en cierta forma, es ahí donde Están todos bien se juega sus fichas, en la forma en que la distancia entre este padre y sus hijos es mostrada. Y acierta tanto como yerra: acierta porque no juzga, sino que involucra un grupo de personajes cada uno con su verdad; pero pifia cuando esa falta de juicio se revela, en realidad, como una falta de idea acerca del mundo planteado. Como en la reciente Luciérnagas en el jardín -aunque con más ternura y menos subrayado- todo se resuelve para bien porque sí, porque bueno, somos una familia y en el fondo nos entendemos. Nadie tiene la culpa. Y así, finalmente, uno adivina la intención de la película que no es otra que aleccionar a su protagonista sin que uno sepa bien de qué se tiene que disculpar porque al final era sólo un tipo hosco pero de buen corazón: la intención, entonces, es hacer llorar sin demasiada reflexión. Están todos bien pierde en el camino algunas buenas ideas, como por ejemplo cómo la mentira piadosa construye mundos paralelos, cómo el silencio cómplice es utilizado para solidificar los mecanismos familiares, cuando en realidad se nos vende a la institución como un resumen de verdad. Temas sobre los que se prefiere no ahondar para no distraer la lágrima (fácil) del espectador.
Los Hughes no tienen vocación subversiva, no toman los géneros para burlarse o modificarlos. Elaboran tesis sobre la violencia aprovechando la superficie de cada género / universo, y el mundo post-apocalíptico no es el terreno más fertil para ellos. Desde Verdugos de la sociedad, pasando por Presidentes muertos y llegando incluso a Desde el infierno, los hermanos Allen y Albert Hughes han construido una obra alrededor de la violencia. Esa violencia está bien emparentada con un grupo social, una época, un contexto, incluso una moral. Con El libro de los secretos no sólo continúan en esa vertiente, donde las verdades se resuelven por medio de la sangre, sino que dan en el blanco con una forma de la violencia, esa que encuentra fundamentos en la fe cristiana. De lo que no estoy muy seguro es que su visión, como sí lo habían logrado anteriormente, adquiera alguna posibilidad crítica sobre el elemento observado. Eli (Denzel Washington) recorre un mundo post-apocalíptico, donde el mayor bien es el agua. Se mata por una cantimplora. Y él está dispuesto a defenderse, incluso cuando le quieran sustraer el libro que transporta con singular motivación. El film, a partir de un trabajo estético exacerbado, incorpora elementos del cómic, recuerda concientemente a otros clásicos del subgénero (algunos viejos, otros recientes como Soy leyenda) y se construye sobre las bases del western. A los Hughes no los alimenta una vocación subversiva. No toman los géneros para burlarse ni para modificarlos: son las superficies sobre las que elaboran su tesis acerca de la violencia en la sociedad como forma de educación cultural. Para ellos tanto da recrear el cine urbano de pandillas (Verdugos de la sociedad), como el cine bélico sobre el fracaso de Vietnam (Presidentes muertos), como el thriller gore y gótico (Desde el infierno). De hecho, si vemos bien, se amparan en un registro genérico y estético para hablar de diferentes estadios de la violencia instaurada. Si la violencia urbana de los guetos, Vietnam o la Inglaterra de siglos pasados existieron como objetos reales, aquí se aplican en verdad a un mundo imaginario, el post-apocalíptico, del que sólo tenemos registro a partir de lo que han imaginado el cine y el cómic. Por eso funciona el film desde el concepto: tanto la sobreactuación de Gary Oldman como el villano Carnegie, dueño del pueblo en el que recala Eli, como cada escena de violencia estilizada, contraluces, falta de color en la imagen y movimiento de cámara, se sostienen por ese ideario. El film, en ese sentido, es un pastiche. Pero el problema radical de El libro de los secretos es que mientras antes los Hughes se valían de lo real como condimento para sus historias fantásticas, ahora invierten en rasgo. Todo lo que la película construye está guiado por la necesidad mensajística y plomífera de la causa de Eli: transportar la última Biblia que queda sobre la faz de la tierra. Sólo la aparición de Michael Gambon y Fraces de la Tour parecen darse cuenta que lo que se está contando es un disparate. Sobre la última parte (aunque en verdad lo venía haciendo desde el principio, pero no nos habíamos dado cuenta por ausencia de mensaje), la película se toma demasiado en serio a sí misma, cuando en realidad lo que tenía para decir era sólo superficie. Se pone solemne, pesada y, para colmo de males, la ausencia de una mirada crítica avala a la violencia como forma de construir ciudadanía. El reinicio de la humanidad, en los parámetros de El libro de los secretos, es la ponderación de la fe cristiana ungida a sablazo limpio. En su buceo por la moral de la violencia, los Hughes hallan la mayor inmoralidad que han hecho hasta el momento.
Film que disimula sus defectos en sus logrados climas. Maldito Scorsese. ¿Cómo hablar de La isla siniestra o de las conclusiones que se pueden sacar sobre ella sin decir nada que revele, malamente, algo de su desenlace? Sí, el nuevo film de la dupla Scorsese-DiCaprio viene con giro sorpresa al final. El asunto es que el relato se parte definitivamente luego de esa revelación y lo que sigue es otra película o, la misma, pero repleta del sentido y el significado que hasta entonces no habíamos comprendido. A Scorsese, en realidad, no parece importarle del todo el giro de la película, sino que le resulta funcional a lo que quiere decir. Y lo que quiere decir es, sin contar demasiado, cómo el cine -al que recuerda a partir de incontables citas- o el arte de imaginar historias construyen paradigmas sobre los que recostarnos para vivir plácidamente cuando la realidad nos agobia. ¿Cómo llegamos a eso? Mejor ver la película. El final de La isla siniestra, en ese marco, se presta para la polémica. Decididamente el alguacil Teddy Daniel (DiCaprio) toma una decisión de vida: si es la más feliz o no, eso depende del punto de vista de cada espectador. Punto de vista, algo sobre lo que Scorsese trabaja de manera obsesiva, limando y puliendo todas las amplias posibilidades que le permite su protagonista, un tipo evidentemente atormentado, con serios conflictos personales a partir de hechos de su pasado que lo han complejizado, y que se mete a investigar la desaparición de una peligrosa mujer que está detenida en una prisión para criminales con trastornos psiquiátricos, la Shutter island original. Scorsese retrata y sigue con tanta fruición a ese personaje, que el film no puede ser otra cosa que una obra paranoica, enfermiza, perversa. Cada rincón de la mente de Daniel contamina la narración hasta que La isla siniestra termina convirtiéndose en una película agobiante donde todo parece estar por estallar (algunas claves para descifrarla se pueden hallar en la forma en que está trabajada la banda sonora o cómo el film recurre a evidentes back projectings, todos recursos extradiegéticos del cine). También, hay que decirlo, La isla siniestra es una película fallida en la carrera de Scorsese (no mala como El aviador). Muchos han cuestionado su final, que es cierto que por anticlimático no está a la altura del resto del relato (que es sumamente atmosférico), aunque también es real que en esos minutos se encuentra el meollo de lo que Scorsese quiere decir y que le terminan de dar un sentido a las imágenes que hasta entonces sólo habían generado en el espectador extrañeza y confusión. En lo personal creo que los problemas de la película no son narrativos, sino -raro en el bueno de Martin- precisamente en la relación que mantiene con las imágenes. No descubrimos nada si decimos que la violencia en sus películas es un personaje más. Sin embargo, por más excesiva que sea en sí, nunca parece exceder al relato. En La isla siniestra lo sangriento, en ocasiones, es gratuito, efectista; en otras, mucho peor, es abyecto. Pero aquí, y por eso La isla siniestra es una película tan fallida como seductora a la vez (peligrosamente seductora si tenemos en cuenta cómo juega con la mente), uno no puede dejar de notar que estamos ante un film de Scorsese, alguien que no sólo es uno de los directores más talentosos de las últimas cuatro décadas, sino que además mantiene un fuerte lazos con la teoría y la filosofía en el cine. Obvio que Scorsese sabe que el traveling es una cuestión moral, que las imágenes tienen su ética y que conoce lo que Daney ha dicho al respecto. Por eso, cada recuerdo de Daniel en Dachau (el personaje estuvo en la Segunda Guerra Mundial) no puede ser visto como otra cosa que una provocación a esos preconceptos. Scorsese construye un film donde la política (explícitamente en su contexto paranoico de la década del 50 en el que transcurre la historia) está presente de manera subterránea como rumor paranoico, y que por eso no puede dejar de construir una realidad donde las imágenes también son política: un fusilamiento de alemanes registrado con un estilizado traveling, una pila de cadáveres judíos mostrada con detalle. Política de la imagen, incorrección política. Pero atención, el problema de este juego en la cornisa de Scorsese con la propiedad o no de las imágenes encuentra su límite, precisamente, en su última parte: allí, ya cuando lo que se ve no pertenece al terreno de la fantasía de los sueños recurrentes sino a la realidad, cuando el film deja de justificarse por medio de su adscripción a géneros, estilos y la autoconciencia de estar recorriendo a Hithcock o Fuller o Tourneur, es cuando nos hace ruido (otra vez un film basado en una novela de Dennis Lehane que muestra a un padre gritando por la muerte de su hijo con una grúa que se eleva al cielo, igualito que en Río místico). Porque una película donde un director elige qué revelar y qué no revelar de su argumento con el objetivo de sorprender al espectador, también debería tener la capacidad de no mostrar algunas cosas que podrían ser dejadas en fuera de campo. Por eso, y por la forma explícitamente artificiosa con la que está construida, La isla siniestra está hablando del cine: transita evidentemente sobre la memoria cinéfila de las imágenes de aquellas películas que se hacían sesenta años atrás. Y no vale acusar a Scorsese de volverse demasiado introspectivo y endogámico con la cinefilia, porque precisamente la fuerza del cuento está puesta en una sensación continua de encierro y falta de escapatoria. Scorsese se cuestiona y deja en claro que el cine (también ese que conceptualizó el nazismo como villano: allí hay conexiones con Bastardos sin gloria) es una evasión habitable contra cierta realidad, bajo el conocimiento de que se está perdiendo algo para siempre. Y que también la expectativa es una pura invención del cine: por eso frustra y decepciona su final en un juego de espejos entre Teddy Daniel y el espectador (uno también puede elegir en qué parte de la película se queda). Lo cierto, y que no deja lugar a dudas, es que por la tensión que genera, mirando La isla siniestra uno la pasa bastante mal. La película está filmada con las tripas y eso es algo que no se ve demasiado por estos días.
El Mundo cabe en una canción Perdedores. ¿Qué extraña fascinación generan los perdedores para que el cine Americano los traiga a la memoria una y otra vez? Ese mismo cine Americano que mide su importancia en premios y recaudaciones. Perdedores. Convengamos, a Hollywood no le interesa cualquier tipo de perdedor. En sí lo que se pretende, de alguna forma, es educar. Más que los perdedores, al cine Americano lo que le interesa es la redención y el camino que se emprende para retomar el camino desviado. A veces se logra y a veces no. Como a veces este tipo de películas se hacen desde el más preciso estado de gracia y, otras, resultan intragables. Sin embargo en ocasiones aparece un personaje como Bad Blake, irreductible a cualquier tipo de moraleja, y actuaciones como las de Jeff Bridges, capaces de hacer que hasta el más simple relato se convierta en algo digno y emocionante. Pero hay más en Loco corazón. El director Scott Cooper encuentra una verdad en el propio territorio donde juega su personaje: en el de las canciones. Si vamos a contar la historia de un excelente compositor de música country en decadencia, que las canciones sean las mejores del mundo. Y, les aseguro, la banda sonora de Loco corazón, supervisada por T-Bone Burnett y Ryan Bingham, es de excepción. De hecho Cooper se queda en varios pasajes del film fascinado en la performance magnética de Bridges, que se extiende a partir de su estupenda ejecución de canciones como Fallin’ & Flyin’, Somebody else o I don’t know, y lo registra con un cariño que bordea el documental. Bares, groupies tan decadentes como su ídolo, cerveza, neón, pueblos polvorientos, inundan estos pasajes que tienen la presencia física de un mapa. Bad Blake es un perdedor, lo dicen los primeros minutos del film: recorre el país a bordo de una vieja camioneta, se emborracha sin otro fin que el de evadirse, está en bancarrota y vive del recuerdo de lo que fue. Su representante le arma giras improbables en bowlings o en pequeños bares. Si ustedes vieron más de tres películas de este tipo, sabrán que algo torcerá el camino descendente del protagonista y lo hará retomar la senda. Este tipo de películas para ser consideradas buenas, dependen de la coherencia entre salida y destino que se logre trazar. Y hay que decir que más allá de su previsibilidad (¿y acaso no era previsible Avatar? ¿Por qué habríamos de castigarla desmedidamente a esta?), Cooper, además de director guionista, encuentra la forma de hacer que la adaptación de la novela de Thomas Cobb no se convierta en un mar de consejos de autoayuda. O al menos no sólo en eso. Lo que le hará a Blake intentar cambiar será la relación que entable con la joven periodista Jean (Maggie Gyllenhaal), madre de un niño y divorciada. Al igual que otra película de redenciones tardías del año pasado como lo fue El luchador, serán dos soledades luchando con sus infiernos interiores, en el marco de un film que respira por los cuatro costados un aire de Indie sucio y cansino. Pero allí donde todas estas películas se ponen recargadas y solemnes, Loco corazón transita sus dramas con una desacostumbrada mesura. No hay excesos ni desbordes, parte de esto gracias a las interpretaciones de Bridges y Gyllenhaal (y a Robert Duvall y hasta Collin Farrell, que andan por allí), que construyen sus personajes con total naturalidad. Evidentemente Cooper, merced a los dos monstruos que tiene en la pantalla, es lo suficientemente inteligente como para ver que lo que surge entre ellos, más que amor, es una historia de necesidades: no de gusto Blake llama insistentemente a Jean para ver si piensa en él. No de gusto no le pregunta si lo ama, sólo le pregunta si piensa en él. Eso puede querer decir que lo ama, pero también puede significar muchas cosas más. Blake necesita de una buena vez por todas atarse a alguien, Jean quiere demostrarse que puede volver a confiar en alguien. ¿Cómo se construye algo desde ese lugar? Loco corazón es bastante clara: son historias que, en todo caso, sirven como aprendizaje. Simple y sin rodeos, Loco corazón logra contaminarse de la interpretación de Bridges. Felizmente -y por fin- ganador del Oscar, juega constantemente con todos los lugares comunes que uno puede ver en su personaje para llevarlos a otro lugar. Blake nunca explota, no es una caricatura, es apenas un ser humano con sus cruces a cuesta intentando cambiar. Hace que sus decisiones suenen naturales y poco forzadas. Su actuación no suena a plan hago-de-tipo-excéntrico-y-por-fin-me-dan-el-Oscar. Bad Blake tiene signos del “Dude” Lebowski, claro que sí. Pero aquí humanizadas y puestas al servicio del relato, porque Bridges es de esos actores de antes, que nunca se ponen por delante de la película. Un clásico. Que encima aquí nos aporta el plus de cantar esas canciones bellísimas que Blake compone, plagadas de vivencias y de olores. Para entender, y degustar, a Loco corazón, lo mejor es disfrutar de aquellos momentos en los que Bridges canta sobre el escenario y donde la película se aleja del relato simplón y efectista sobre un alcohólico en recuperación. Durante buena parte del film, Blake le da vueltas a una canción que, obviamente, recién conoceremos entera sobre el final. Se llama The wearey kind. Allí el film alcanza su cima: vimos al artista construir esa canción con vivencias, entendemos cada frase y la saboreamos como una despedida. “Ya no soy Bad, ahora soy Otis, mi verdadero nombre”, dirá Blake. El personaje, entonces, luego de devorárselo le dará lugar a la persona que hará lo que pueda, como pueda. Blake no es de los que hablan, hay que escuchar sus canciones para conocerlo en los huesos. Un artista. Ahí está el secreto de una película, para ser buena, cuando habla sobre un cantante y sus canciones: saber, como ya dijo alguien, que el mundo cabe en una canción. Y no es necesario decir más nada. Ah, el plano final es bellísimo y todavía lo tengo atragantado en la garganta.
Paisito Vaya uno a saber qué oscuro designio del destino ha querido que las dos películas más fallidas de Tim Burton sean aquellas en las que está involucrado un sentido de patria o, al menos, de identidad territorial: sumemos ahora a El planeta de los simios la muy floja adaptación del libro de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, estrenada en pleno auge del 3D. El film -una anémica adaptación- resulta una lastimosa reducción de dos mundos riquísimos e imaginativos (el literario de Carroll; el audiovisual de Tim Burton) a la nada misma, incluso defeccionando ahí donde el director ha demostrado mayores aciertos en su obra: la tecnología aplicada a la imaginación. Podríamos incorporar a esta lista sobre territorios invadidos por Burton a Marcianos al ataque (o Marte ataca en el original), pero estaríamos faltando a la verdad: más allá de las fallas evidentes en la construcción de personajes, aquella tenía sobre su segunda mitad pasajes muy divertidos y originales. Tampoco quiero suscribir (aunque algo de eso hay, si tenemos en cuenta el parecido con las películas de la saga Narnia) a la idea de que Burton finalmente sucumbió ante la presión de la Disney. En realidad quiero desterrar el lugar común que condena a todos los productos realizados por Disney: la empresa ha construido un imaginario ineludible y en su última etapa -la vinculación con Pixar- quedó demostrado que tiene una visión más actual de la animación que algunas empresas que se la dan de muy cancheras y modernas. Es difícil encontrar los motivos por los que Alicia en el país de las maravillas resulta un film tan decepcionante cuando todo lo que uno podía esperar, está allí. Uno de ellos se puede rastrear en el hecho de que Burton olvidó por esta vez que tras la técnica, tiene que haber virtud. De lo contrario quedamos ante una cáscara vacía. O, en todo caso, que nunca puede imprimirle al relato de Carroll sus atmósferas góticas que tantas falencias han suplido en otras oportunidades. La oscuridad aquí no se hace presente ni en un aspecto formal, ni en cuanto a los personajes. Y el problema mayor es que muchas veces en el cine de Burton tras esa estética suele no haber nada. Aquí queda demostrado. Esa falta de interior se traduce a los personajes. Burton, que ha formado una dupla exitosa con Johnny Depp, se recuesta aquí exclusivamente en lo que puedan darle sus actores: raro para un producto que resume tanto cálculo. Sin embargo estos nunca encuentran la forma de jugar con las criaturas que les han tocado en (mala) suerte. Sólo Helena Bonham Carter parece hallarle la vuelta a su Reina Roja y, hay que decir, la Alicia de Mia Wasikowska carece de cualquier tipo de interés para el espectador. El film tiene ahí un inconveniente: ¿qué registro adopta? Burton sabe manejar diversos tonos (si no miren El gran pez), pero siempre funciona en su mundo la sátira. La falta de humor de Alicia aleja cualquier posibilidad satírica y eso, ya que es la protagonista, se traduce al mundo creado: en Alicia en el país de las maravillas más allá del (pobre) 3D, las imágenes carecen de profundidad. Y esa escasa dimensión hace que el universo creado sea insignificante y poco relevante. Nunca nos interesa lo que pasa. Y el detalle más interesante es el que tiene que ver con cómo se corre este film de los universos que plantea el propio Burton. Siempre sus películas caminaron en el límite que separa lo normal de lo anormal. El horror convivía al borde del suburbio en El joven manos de tijera, también limitaban la imaginación con la realidad en El gran prez, la ciencia y la fe en La leyenda del jinete sin cabeza. En el caso de Alicia (que fusiona los libros escritos por Carroll con un prólogo y epílogo a cargo de la guionista Linda Woolverton), no hay convivencia alguna. Según de qué lado se esté, el mundo que ella se encuentra es una prolongación del propio o, en todo caso, un sueño. Pero no deja de ser algo apartado sin conexión más allá de la propia Alicia. Ese choque aquí no está presente o se dibujó mal, entonces el freak, el habitual “anormal” de Burton, desaparece. Incluso en Sweeney Todd convivían las buenas costumbres corruptas con la justicia y la venganza por mano propia del enajenado barbero. Burton sólo puede plasmar aquí la aventura, que es anodina y está contada con desgano. Las expectativas en Alicia en el país de las maravillas parecen haberle jugado en contra no a la película, sino al autor. Burton parece una caricatura de sí mismo, filmando a reglamento todo lo que de él se espera: de hecho el 3D fue agregado en la postproducción lo que le resta espectacularidad. Como la película no fue pensada para jugar con las imágenes estereoscópicas, apenas asistimos a una serie de figuritas que se recortan de la pantalla. Pero no mucho más que eso. Lo único positivo de los fallidos universos que Burton ha logrado con los mundos de Carroll y Pierre Boulle (El planeta de los simios) -si uno los mira con atención, proyectos con algunas similitudes- es que uno ya sabe dónde no esperar nada de Burton. Es otro paso en falso, pero el crédito sigue abierto.
Comedia de rematrimonio por cuatro (¡demasiado!) Uno, pobre ingenuo, que reclama a los gritos un espacio para la comedia moderna norteamericana en nuestras salas de cine ¿se tendrá que hacer cargo de este bochorno que es Sólo para parejas? Convengamos: en algunos aspectos varias de estas comedias esconden tras cierta osadía un tonito moralizante y tranquilizador que molesta, pero el caso de esta película de Peter Billingsley es intragable. A falta de una pareja que caiga en todos los conservadurismos habidos y por haber, nos tenemos que aguantar cuatro duetos funestos. Bueno, el matrimonio de Vince Vaughn y Malin Akerman al menos resuelve sus cosas dentro de cierta coherencia. Pero con eso, no alcanza. Vaughn, que había comenzado a ocupar un espacio tal vez un poco exagerado (nunca fue un actor/autor en la línea de Ben Stiller, Will Ferrell, Adam Sandler o Mike Myers), ya demuestra símbolos de fatiga luego de Navidad sin los suegros y esta (más si sumamos a Fred claus, sin estreno en la Argentina), para peor aquí que además se hace cargo del guión y lo acompañan algunos amigos de la casa como John Favreau, Jason Bateman, John Michael Higgins y Ken Jeong. Pero ni siquiera eso levanta el termómetro. El personaje que mejor le ha sentado a Vaughn ha sido siempre el del eterno adolescente que se manda cagadas, se da cuenta y trata de hacer algo en consecuencia, de cambiar para mejor. Eso lo convirtió en un actor a tener en cuenta, un tipo simpático y autoconsciente de su banalidad, al menos en Viviendo con mi ex o Dodgeball. Pero Sólo para parejas no le permite construir su personaje (tampoco al resto del elenco) sino que lo lleva de la mano del guión por una serie de fatales experiencias. Es el film y no el personaje el que se empecina en generar los conflictos, tomar conciencia e intentar arreglar las cosas. Vaughn y Akerman tienen un grupo de amigos: tres parejas integradas por John Favreau y Kristin Davis; Faizon Love y Kali Hawk; y Jason Bateman y Kristen Bell. Precisamente esta última, ante la imposibilidad de concebir un hijo y ante los probables problemas maritales que se avecinan, decide tomar un viaje a una isla paradisíaca donde serán atendidos por psicólogos especializados con el objetivo de recomponer su relación o, por contrario, tomar cada uno por su lado. Arrastrarán a los demás en la aventura -porque en grupo sale más barato- y obviamente cada pareja terminará viviendo su situación límite y poniendo en riesgo su futuro. Pero el inconveniente no es que Sólo para parejas sea previsible. De hecho, eso ya no es a esta altura de la cultura popular un problema para el cine. Tampoco que sus personajes sean arquetipos: tenemos el matrimonio aburguesado, la pareja que se odia y siempre busca el placer afuera, otra donde lo que complica es la diferencia de edad y aquella en donde la autoexigencia quiebra los vínculos. Uno de los problemas -fundamental en una comedia- es que lo que ocurre no causa gracia. Simplemente el film está desangelado y en realidad nos reímos por reflejo de lo que sabemos que Vaughn, Favreau o Bateman son posibles de hacer. Y esta falta de timing para la comedia termina poniéndonos de mal humor para lo que sigue: una estiradísima última media hora en la que todo lo que uno puede suponer que se va a resolver mal, ocurre. La forma arquetípica de construir los personajes se apodera, también, de la manera en que se resuelven los conflictos. Y ahí sí que estamos ante un problema. La película termina aferrándose a la felicidad como una forma de la vida que sólo se encuentra en el matrimonio y en la monogamia. Todo resulta demasiado manipulado y la imperfección de los personajes es barrida debajo de la alfombra, olvidada por un guión que más que contar una historia parece empeñado en dejarnos un mensaje. Sólo para parejas es un intento por contar la comedia de rematrimonio con los códigos de la comedia romántica (especialidad de Vauhgn), pero falla en todo lo que se propone. Uno finalmente se queda como los personajes, queriendo correr rumbo a la otra isla, donde parece estar la verdadera diversión. Esta película, como tal vez preanunciaba su título en castellano -por una vez perversamente promisorio-, es sólo para parejas. Y para esas parejas que siguen para adelante sin poder construir algo de a dos y sólo sostenidas por un mandato entienden como superior.
Partes que no suman Pocos nombres del cine de los últimos 20 años han cosechado un reconocimiento tan excesivo como el de Terry Gilliam. Veamos: ¿cuántas películas buenas de verdad filmó luego de formar parte de aquel grupo maravilloso llamado Monty Python? Y hace de esto ya suficientes años como para exigirle, a cambio, una carrera más o menos regular. Pero no, su cine ha sido siempre un resumen de buenas ideas visuales arruinadas cuando las mismas se convirtieron en relato: 12 monos o Brazil pueden ser ejemplos en contrario de esto. El imaginario mundo del Doctor Parnassus es no sólo otro film más lastrado por su diseño visual, sino además un caso especial ya que aquí Gilliam hasta parece darse el lujo de auto-homenajearse. El Doctor Parnassus (Christopher Plummer) es no sólo un mentalista, sino además el jefe de una especie de trouppe circense con rasgos medievales que transita la Inglaterra actual. La decadencia barroca, algo de lo que Gilliam parece ser adicto, genera un choque más que ostensible en los primeros minutos. Allí tal vez se encuentra lo más interesante, y una de las tesis argumentales: cómo determinado tipo de entretenimiento, que antes era popular, ahora es sólo una expresión fatigada y a la que nadie parece darle demasiada importancia. Para más precisiones, el arte de contar historias. El imaginario mundo del Doctor Parnassus no mide en ese defasaje el dolor de lo que ya no es, sino que lo que le interesa es hablar del tiempo (físico, metafórico), y de cómo su fuga y la imposibilidad de asirlo nos provoca melancolía y angustia. Vaya uno a saber de qué extraña manera la temprana muerte de Heath Ledger, uno de sus protagonistas, terminó impactando en el relato. ¿Sería la misma película de no haber ocurrido este desgraciado suceso? Ledger interpreta a Tony, un misterioso sujeto que es encontrado por la trouppe de Parnassus. Su aparición se da ahorcado, colgando de un puente. Y nadie puede acusar a Gilliam de lucrar con la muerte: eso estaba en el film de manera promisoria. Más allá de sus errores, Gilliam cuenta con dos elementos a favor: uno de ellos es su inimitable imaginación; hasta da la impresión de que sus películas las sueña y luego las filma, en vez de pensarlas en guión. En esas instancias donde la fantasía se desborda, se puede ver a un artista en plena forma, creando, más allá del desborde en el que incurre a veces. El otro elemento es su humor: británico, pero siempre dos niveles más arriba, la fantasía animada de Gilliam muchas veces es aplicada en retorcidas cuotas de humor. De hecho un número musical sobre la policía parece querer recuperar aquellos tiempos con los Monty Python. Todo esto es lo que salva al film del aburrimiento pedante. El circo ambulante del Doctor Parnassus tiene un espejo, donde aquel que ingresa verá sus fantasías aumentadas y convertidas en universo: así, un niño podrá transitar un camino con globos gigantes o una señora muy elegante, zapatos que flotan en una atmósfera fashion. Allí se ve otro de los problemas de Gilliam: utiliza la fantasía como metáfora aleccionadora. Un poco moralista, el primer intruso en el mundo de Parnassus recibirá su merecido al caer en un río de botellas de vino vacías. Que lo fantástico tenga como fin la lección de vida, le quita méritos a la imaginación del director ya que la circunscribe lejos del terreno que debe ser: el de la libertad. Y en ese ir y venir entre aciertos y desaciertos, sí hay un gran acierto de Gilliam con el personaje de Ledger. Se sabe, el actor murió antes de terminar el rodaje, por lo que en vez de trucarlo digitalmente se prefirió llamar a varios actores amigos y famosos (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell), quienes representan a Tony en esos instantes donde se introduce a través del espejo. La doble identidad es otro de los temas del film, y el director utiliza ese recurso de manera acertada. Como ocurre siempre con Gilliam, El imaginario mundo del Doctor Parnassus no es para descartar así nomás. Amén de lo ya mencionado, también posee los toques cool que caracterizan al director (aquí un Tom Waits haciendo del Diablo), la deformidad vista con ojos amables (el impecable Verne Troyer) y la seducción del relato fragmentario e imbuido en cierta somnolencia que le da un aura místico. Lo peor en Gilliam es que todo eso no alcanza a construir un film, que siempre es la suma de sus partes. Lamentablemente la falta de fluidez, la escasa claridad expositiva, la desprolijidad de varios instantes en los que los actores parecen conducirse sin orden y un barroquismo que atenta contra la empatía con los personajes son otros componentes habituales de su cine. Aunque la recurrencia en estos errores podrían convertirse ya en marca de autor, y estaríamos hablando de un raro caso de auto-boicot. Teniendo en cuenta a los personajes de Gilliam, esto último no sería tan descabellado.
Filme que está por encima de la media del cine de acción actual. Siguiendo cierta moda digna de diván del cine del último lustro, con padres que buscan vengar la desaparición de su hijas (sumemos Búsqueda implacable, Sentencia de muerte o la más reciente Días de ira), Al filo de la oscuridad logra lo que no todas, que el propio dispositivo cinematográfico aleje al film de lo ideológico y lo convierta en un correcto exponente de cine policial como se hacía en la década del 70: duro, áspero, seco, violento y un poquitín político, aunque esa no sea precisamente la arista más interesante que expone el director Martin Campbell. Pero además de estos elementos, que tienen que ver con la forma, lo que termina de darle cohesión al relato es la presencia de un Mel Gibson que retoma sus personajes furiosos, su violencia cercana al sadismo y a la que le adosa, con total honestidad, su reflejo de tipo grande, cansado, más cerca del fin que del nudo. De hecho, un par de secuencias son encuadradas de tal forma que la figura de Gibson quede empequeñecida, sobre todo aquellas en las que su Thomas Craven se enfrenta a personajes poderosos. El comienzo del film es revelador y sólo una punta de lo que luego se replicará constantemente: hablamos de una violencia que aparece de manera sorprendente, shockeante, enérgica y que rompe con los climas que se van generando. Craven, un investigador de policía, recibe la visita de su hija. Pero en la puerta de su casa la joven es atacada a balazos ante los ojos de su padre. Todo sucede rápido, casi no hay lugar para lágrimas: Al filo de la oscuridad, evidentemente, quiere hablar de otras cosas. Y en la mayoría de las veces, lo hace con acierto. De Campbell hemos tenido que sufrir varias cosas impresentables. Pero tenemos que reconocer que tanto esta como su anterior película, Casino Royale, no están nada mal. Es más, lucen por encima de la media del cine de acción hecho por directores ignotos y, de hecho, hacen gala de eso: Al filo de la oscuridad está narrada de manera rigurosa y firme, pero la mano que la lleva se hace invisible. Esa lógica hace que quien narra se preocupe en el cuento y no tanto en su mirada, lo que le aleja del pergamino moralizante o el aleccionamiento. Claro que el film tiene sus problemas: la subtrama política busca inscribirlo en algo cercano a la denuncia, pero no logra tener la fuerza suficiente. Eso queda en evidencia porque poco nos importa lo que pasa y sólo nos interesan Craven y sus acciones: no por lo que suponen para la trama, sino porque son parte de esa superficie con la que la película construye herencia cinematográfica. En todo caso la búsqueda de la trascendencia es más acertada en el personaje de Ray Winstone, uno de esos tipos que laburan para el Estado haciendo el trabajo sucio que nadie más hace. En esa curvatura que se hace del bien y del mal, hasta hacerlos rozar, Al filo de la oscuridad encuentra sus momentos más profundos y reflexivos, y tal vez sean debidos al trabajo en el guión de William Monahan, quien hablaba un poco de lo mismo en Los infiltrados. La violencia en el film rebota contra sí mismo y logra aquello que no muchos pueden hacer: distanciar el razonamiento del film del de sus personajes. El último plano de la película, que la conecta de alguna manera con Desde mi cielo de Peter Jackson, es horrible: precisamente allí es donde se ve la mano del autor y el film falla. Si bien nos revela que aquí se hablaba sobre otra cosa, tal vez de forma involuntaria permite un acercamiento a otra cuestión de fondo: cómo la violencia es el absurdo mayor de la sociedad, que nada se soluciona aquí, en lo terrenal, a los tiros. Al filo de la oscuridad, sin ser una gran cosa, es un film complejo que se anima a pensar desde el anonimato.
Los primeros palotes Vamos a decirlo de entrada: Plumíferos, aventuras voladoras no es una buena película. Por momentos ni siquiera es una película. Es torpe narrativamente, carente de gracia por otros y además se mete en un terreno como el de la animación digital en el que ya no alcanza con las buenas intenciones. Si uno quiere contar una historia clásica, como ocurre aquí, tiene que apelar a un diseño atractivo y a una calidad que supere la media. En todo caso se puede recurrir a una estética revulsiva que esté marcada por la esencia de los personajes y de la historia: un ejemplo híper exitoso de animación fea pero que se lleva bien con su fondo es South Park. Más allá de que se nos intente comprar con el argumento simpático de que el film fue realizado con software libre, que el villano se llame Puertas y sea parecido a Bill Gates, Plumíferos es fea y pobre conceptualmente. Es más, parece terminada a desgano o, simplemente, sin terminar. Increíblemente en la pantalla grande se ve pixelada y los personajes sobresalen del fondo, como superpuestos. Desde ese punto de vista el film le falta el respeto al público y, también, dice indirectamente que lo del software libre es una paparruchada. Gran defecto argentino: no hay acierto implícito en el gesto si no se lleva eso a una instancia superior. En el film, el gorrión Juan quiere ser un pájaro especial, exótico, como para seducir a las chicas. Y eso lo logra cuando por un accidente queda todo pintarrajeado y puede cortejar con éxito a la canaria Feifi. Y es así como los errores en la animación digital se trasladan a la narración: los personajes hacen cosas que no se entienden y que no tienen justificación narrativa (la competencia en la que se inscribe Juan, por ejemplo), y para más cada paso parece dado en pos de la moraleja: aceptarse tal cual se es, más pequeño comentario ecológico. En el mundo de Plumíferos no hay mucho más que eso. Hasta aquí todos los palos que podemos arrojarle a un producto deslucido, que se parece a un mal Dreamworks pero sin la calidad técnica. Historia de superación personal con animales antropomorfizados y personajes secundarios en plan comic relief, y una sumatoria de gags entre la cita pop y el slapstick mal elaborado. Sin embargo hay algo que al menos dignifica un poco el trabajo de Daniel De Felippo: Plumíferos no es García Ferré, no es Dante Quinterno, ni siquiera se nutre de un material de base reconocido popularmente. Veamos cómo en el terreno de la animación nacional las cosas funcionan sólo si tenemos una referente anterior en la historieta: Manuelita, Patoruzito, Isidoro, Boogie. Salvo con las excepciones de Cóndor Crux o Mercano el marciano, se entiende el cine como una mercancía para seguir estirando el éxito de determinado personaje. Pero aquí hubo gente que se animó, al menos, a inventar un mundo, a pensarlo. Lo que salió, ya es otra cosa. Y para más, al menos hay un par de trabajos vocales que sobresalen como los de Peto Menahem y Mike Amigorena, que demuestra en todo caso que con una buena historia hay material como para hacer algo más interesante. De hecho ambos personajes, el picaflor de Menahem y el gato de Amigorena, son construcciones con una mínima visión cinematográfica: los personajes no se parecen fisonómicamente a quienes les dan la voz, pero sí adquieren desde la personalidad rasgos de los actores que los interpretan. Estos mínimos aciertos la elevan un poco. Esto que rescatamos no son grandes hallazgos, pero al menos marca un camino hacia otro tipo de historias y cuentos para el cine de animación nacional, que con mejor gusto, mayor cuidado en la producción y un poco más de originalidad y creatividad en el guión habilitaría a pensar que en la Argentina tenemos chances de un producto mínimanente respetable. Sí, a pesar de que tenemos excelentes humoristas gráficos y muy buenos animadores, todavía el cine animado nacional está en sus primeros palotes.
Apología de una película mediocre A una película como Día de los enamorados uno le puede adjudicar cualquier tipo de catástrofe. Y acertará. Es todo lo manipuladora, melosa, simplista, aleccionadora que uno puede imaginar. Es más, es de esas películas que uno se animaría a comentar sin ver, porque ya sabe de antemano todo lo que puede ocurrir: teniendo en cuenta el registro coral (tan en boga), un chico conoce chica extendido por hipérbole. Pero aquí quiero hacer un paréntesis (sepa estimado lector que el crítico es todo lo manipulador que puede y hasta más aún que el cine que suele odiar. Y cuando un crítico comienza su texto como ha comenzado este, lo que se viene luego es una defensa de un producto entre berreta y medio pelo, pero que por algún motivo le ha resultado simpático. Lo que sigue es la apología más o menos justificada de una película mediocre). Como decíamos, el film de Garry Marshall dice todo lo que uno puede esperar sobre el amor verdadero, o al menos todo lo que uno puede esperar de un producto de Hollywood repleto de estrellas. Ahora ¿qué pasa cuando la película se asume como un artículo de merchandising sin mayor culpa? ¿Cuando te dice a la cara que lo que vas a ver es una serie de lugares comunes mejor o peor escenificados? ¿Cuando deja en claro que su propio tema, el Día de los Enamorados, no es más que un fenómeno comercial en el que se venden flores, bombones y demás cosas? Contra esa honestidad no hay cinismo crítico que le puede hacer mella. Día de los enamorados es eso: ni bien comienza, un locutor de una fm de Los Angeles dice que a partir de entonces se escuchará un compilado con las canciones de amor más conocidas. Lo que le sigue es un recorrido por la vida sentimental de más de una decena de personajes que se cruzan por esas cuestiones del guión, y que no son más que arquetipos montados por el imaginario del cine (la aparición de Shirley MacLaine, de hecho, sirve para una cita con la proyección de fondo de Hot Spell, protagonizada por Anthony Quinn y la propia MacLaine) y musicalizados de manera esperable. Pero hay más: Ashton Kutcher interpreta al dueño de una florería y sin pudor se dice que la fecha, el San Valentín, no es más que una posibilidad comercial. La visión transaccional del Día de los Enamorados no es cínica, sino que aporta una pátina de sinceridad que aligera la superficie del relato. Por tratarse de una idea similar (y pensemos idea no el campo del arte, sino en el de los negocios), Día de los enamorados puede ser comparada con Realmente amor, esa bazofia británica de hace algunos años en la que lo coral servía para unir a un grupo de actores famosos en el marco de la Navidad. Lo que hacía a aquella película realmente intolerable (más allá del primer ministro que interpretaba Hugh Grant) es que suponía al amor como una cura contra todos los males, que incluso podía suspender la muerte y la tragedia. Una película que justificaba su tesis sobre el argumento de que los pasajeros de los aviones secuestrados durante el atentado a las Torres Gemelas sólo se mandaron mensajes de amor a través de sus celulares, habla de una abyección de la que Marshall nunca hace uso. En Día de los enamorados no hay dolores excesivos, ni tragedias que se tapan con peluches y mensajes de amor. Sí hay algunas historias que se pasan de rosca de sensibles y terminan siendo sensibleras, lo que permite ver el límite de este tipo de productos. También una corrección política que intenta no dejar a nadie afuera: creo que sólo faltó una historia de amor entre mascotas. Aquí cada uno (las estrellas) asume su rol y lo que le toca hacer sin mayores estridencias. Ahí es donde Marshall demuestra que conoce el género, o al menos el cine romántico de receta, ese de las pequeñas películas que uno termina aceptando por simpáticas y no mucho más que eso. Además, bien en la línea clásica del cine norteamericano, el director no quiere aparentar ser inteligente, sino contar decentemente su cuento. Y eso es Día de los enamorados, un peluche tierno, simpático, acariciable, con un corazón de paño pegado en el pecho que dice “te quiero”, pero que irremediablemente cuando uno crezca lo dejará olvidado en algún armario. Una película inocua, pero sin grande moralejas ni enseñanzas de vida, que tiene la suficiente honestidad como para saberse tal, y apostar exclusivamente a ser esa película que las parejas verán cada 14 de febrero, entre la cena y la cama. Eso es más o menos lo que dice la voz en off que abre y cierra la película. Y se sabe, el que avisa nunca engaña… y en el amor, no engañar es un logro mayúsculo.