En una época en la que si una película funciona, ya hay una secuela en desarrollo, la saga Men in Black supone una anomalía. El tiempo, aspecto determinante para esta tercera, es un factor principal a la hora de definir al trabajo en torno a los Hombres de Negro, siendo que entre la apertura y el cierre de la trilogía hay un lapso de 15 años. No por nada se dice que el tiempo cura las heridas: si la secuela del 2002 dejó un mal sabor de boca como una deslucida imitación de las formas de la primera, Barry Sonnenfeld y equipo contaron con una década a su favor para dar vuelta la historia y recuperar el humor y las mañas de la original. Los viajes hacia el pasado no suponen un tema nuevo, no obstante se mantienen como un tópico difícil del cual salir bien parado. En este sentido, Hombres de Negro 3 se hermana con aquellas películas que han delineado los fundamentos de cómo hacerlo para el resto de la historia, la saga Volver al Futuro. Ese juego que se lleva adelante con el conocimiento del público implica que los chistes no sean explícitos; el encontrar u omitir la risa está en manos del espectador. De esta forma queda en uno, por ejemplo, el percibir como algo nulo o trascendental la incorporación del gran Bill Hader como Andy Warhol, del mismo modo que podría funcionar o no que el Doc Brown encontrara insólito que en los '80 fuera presidente Ronald Reagan o que Chuck Berry hallara su sonido ideal gracias a la interpretación de Marty McFly. La incorporación de Etan Cohen (Idiocracy, Tropic Thunder) como guionista supone un acierto para una producción que a base de comedia supera las expectativas y logra sobreponerse a las turbulencias de la primera media hora. Con buenas dosis de humor variado, sea físico, anclado en los '60 o de aquel que funciona por repetición, la película se permite además cierto desarrollo de sus personajes, rompiendo el caparazón de K y revelando el costado más humano de sus agentes. Más allá de estos aciertos, hay algunos elementos que pueden ser cuestionados, empezando por un villano poco atractivo cuyas habilidades parecen irse moldeando a las necesidades del desarrollo o un extraterrestre conocedor de todos los futuros posibles que se convierte en una excusa básica para hacer avanzar la trama. La buena química que Tommy Lee Jones y Will Smith demostraron en las dos anteriores, se ve puesta a prueba con la incorporación de Josh Brolin, quien sale airoso como un joven K, más suelto y abierto al diálogo. A esto debe sumarse nuevamente la participación de Rick Baker, cuyo gran trabajo es una de las marcas registradas de la trilogía. El esfuerzo que el talentoso artista dispone para alienígenas de estilo retro que quizás tienen un segundo de pantalla caminando por el fondo, da una pauta de lo que se puede esperar con Men in Black III: una película que, como la original, no pone el humor en la cara del espectador, sino que espera que uno esté lo suficientemente atento como para encontrarlo.
Si bien al Truco se juega con tres cartas, tanto el experto como el novato saben que cada mano puede resolverse con dos. El buen jugador es capaz de crear misterio, mentir y generar tanta expectativa como sea posible con su naipe restante. El inexperto se apura, muestra lo que tiene demasiado pronto y anula cualquier posibilidad de rescatar más puntos. En el caso en que uno tenga dos cartas muy altas y una baja, una mano ideal resultaría de intercalar una de las primeras con la segunda, llevando a que el resultado final se decida con la que queda bajo la manga. Es que descubrir todo muy rápido no solo llevaría a ganar menos, sino que dejaría sin ningún tipo de valor al naipe restante. Un caso así se produce con The Double, una película que revela su ancho de espadas a los veinte minutos (sin contar que ya lo había hecho desde el trailer) guardándose para el desarrollo una mano con poco de interesante. Michael Brandt y Derek Haas, dupla detrás de los guiones de 2 Fast 2 Furious, Wanted y 3:10 to Yuma (su mejor trabajo), regresan a la carga con este film que supone el debut como director del primero. Entregan una propuesta con el trasfondo de la siempre bienvenida Guerra Fría, pero resultan incapaces de explotar el suspenso que el tema es capaz de generar. Si bien está dotada de secuencias de acción muy bien manejadas, diálogos coherentes y un apreciable duelo generacional entre Richard Gere y Topher Grace, la película solo se sostiene pidiéndole al espectador que no piense. Es que, en caso de que lo haga, puede desbaratar todo el desarrollo con una simple pregunta. No sería esta la primera vez que un personaje ridiculiza al sistema de seguridad nacional, una de las claves de la Guerra Fría, y de su cine, es la inteligencia y la contrainteligencia, con enemigos en casa y villanos que de tan públicos se vuelven invisibles. El problema es que los planteos del protagonista y sus herramientas de disuasión son tan burdas y obvias que el engaño resulta inexplicable y, en ese sentido, una torpeza por parte de los realizadores. Si a esto se suma el gran problema que supone para ambos la construcción de un enigma, develando el misterio faltando una hora para los créditos y guardándose para el cierre algunos giros menores, The Double se verá como una oportunidad malograda que de secreta, como plantea el título en español, no tiene nada.
Es muy sencillo hacer una crítica negativa sobre Battleship por el simple hecho de que busca legitimarse como una realización de aquellos que trajeron Transformers. Una simple línea basta para provocar mala predisposición, al dar cuenta de una aspiración tan escasa a nivel producción y una ambición tan grande a nivel mercado. Si a esto se suma el hecho de que está basada no en una novela, un cuento o una historieta, sino en un juego de mesa, la combinación es irresistible para aquel que se dirige de antemano con el puntaje en la cabeza. Sin embargo hay un aspecto que no se podía prever y que lleva a que no pueda ser denostada sin más: su alto grado de autoconsciencia. Sabedora de sus limitaciones, hace estallar por los aires lo poco que tiene, y si bien durante buena parte ofrece un panfleto escrito por el Tío Sam, por otras deja de tomarse en serio y acierta el tono justo. Peter Berg ofrece una mejor propuesta de lo esperado por hacer exactamente el camino inverso que con su fallida Hancock. Si en aquella la comedia se hacía a un lado y abrazaba una ridícula historia de tono grave, en esta la solemnidad propia de la guerra naval se abandona en pos del humor y lo lúdico. Desde luego que la película funciona con el control remoto de producciones similares, con un desarrollo que se mantiene hasta cierto punto, cuando sencillamente se abandona todo a los expertos en efectos especiales. Cabe destacar que no se trata de una producción 3D, algo que llama poderosamente la atención, lo cual no significa que no esté bien provista de explosiones y del ya habitual slow motion exagerado al punto de la parodia. Con personajes delineados con brocha gorda y una historia sin mucho por destacar, el guión de los hermanos Jon y Erich Hoeber (Red) se guarda, de todas formas, algunas originales sorpresas. En primer término una vuelta de tuerca en el marco de la guerra conduce a que la Batalla Naval en sí se haga presente. Por si quedaban dudas acerca de la adaptación del juego de mesa, se trata de una inclusión literal que, si bien puede parecer forzado, a las claras se ve como un acierto. Ese respeto de la tradición, pero sobre todo del juego en sí, alcanzará su punto mayor con los soldados a los que se acabará recurriendo. Es que, como bien lo saben los niños, no hay juguetes descartables, aún rotos o viejos pueden seguir ofreciendo buenos momentos. En tiempos del culto a lo nuevo, una película como Battleship sorprende. Es que Peter Berg sabe, no en el mismo sentido que los Village People pero la frase sirve, que se puede encontrar placer en la Marina.
Durante décadas Nicolás Rubió ha pintado óleos de sus recuerdos del exilio, de sus años en un pequeño pueblo al que huyó junto a su familia durante la Guerra Civil Española. Su cotidianidad está anclada en su pasado, si bien pasaron más de 70 años de esa etapa, él la sigue retratando con la misma pasión, poniendo en cada cuadro el mismo esfuerzo que dedicó en los 600 anteriores. Con 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas, el director Fernando Domínguez reconstruye dos períodos de la vida del artista, el actual, obsesionado con un recuerdo que se ha desvanecido, y el de la infancia tan presente. Un detalle menor como la cantidad de ventanas del frente de su casa en Vielles, aspecto vital para Rubió que es el único que lo podría notar, impide que pueda seguir adelante con su último cuadro. El realizador documenta este bloqueo y las consecuentes llamadas del pintor a sus conocidos en el extranjero para que lo ayuden a rememorar. Allí reside uno de los platos fuertes del film de Domínguez, el retrato de la impersonalidad con que el otro se comunica con sus amigos, con su interés concentrado en nada más que su cuadro. El logro en ese sentido se contrarresta en parte con la otra cara de la película, que es la intención de contar la historia de Rubió a través de sus pinturas. La riqueza visual con sus óleos vivos, en movimiento, pierde fuerza por su modo de narrar, con un texto escrito y leído por el propio pintor. De esta forma, la historia contada a través de las pinturas se ve subordinada al relato del artista, subrayando con cuadros cada tema que aborda en su lectura. El trabajo de Rubió es vasto, incluso ha tenido un período como realizador de cortometrajes. El recorte de Domínguez permite un apreciable acercamiento a su obra, pero en la construcción del relato no se termina de compartir la fascinación por su pasado.
"Verán, los tipos encargados de esto carecen de creatividad y están completamente sin ideas, así que todo lo que hacen ahora es reciclar mierda del pasado y esperar que todos nosotros no lo notemos". (Comisario Hardy, 21 Jump Street, 2012) El llevar a la gran pantalla una serie de televisión siempre supone un riesgo. El equilibrio que implica el realizar un producto nuevo, en este caso adaptado a otros tiempos, pero sin perder de vista el original, conduce a adaptaciones serviles que no llegan a los talones de aquellos que le dieron vida. 21 Jump Street funciona muy bien por conocer perfectamente esa situación y burlarse de ella. ¿Cómo criticar lo poco creíble que es un tipo como Channing Tatum pasando como adolescente, si todos los personajes de la película hacen ese planteo? ¿Cómo hablar de Hollywood y su apetito de remakes cuando un jefe de policía hace un reclamo similar y le guiña el ojo al espectador?. Tanto este aspecto como un conjunto de diferentes aciertos hacen de esta una muy buena comedia, que encuentra sus risas en lugares políticamente incorrectos, como las drogas, la delincuencia y el ridiculizado trabajo policial. Sorprende la química y el buen timing que comparte la dupla de Jonah Hill, quien ha perdido kilos pero ni un ápice de gracia, con Tatum, que aquí demuestra una capacidad para el humor que hasta el momento estaba oculta entre numerosas actuaciones de piedra. Al igual que con sus identidades cambiadas, 21 Jump Street tiene el buen tino de no mantenerlos en su zona de comodidad, con un Hill que más de una vez deberá recurrir a lo físico y un Tatum capaz de seguir el ritmo a los latigazos verbales del otro. Aquí será necesario destacar el guión explosivo y cargado de frases para el recuerdo de Michael Bacall, quien ha tenido un año exitoso con esta entrega y la de Proyect X, y se confirma como un portaestandarte de la agonizante comedia adolescente. Con tantos elementos a favor, los directores Phil Lord y Chris Miller, ambos detrás de Cloudy with a chance of Meatballs, terminan de redondear una muy buena propuesta dentro del género, capaz de manejar la amistad como tema central, en la tradición moderna de la Nueva Comedia Americana, junto al descontrol propio del cine de Todd Phillips. Si bien su primera mitad es mucho más inspirada que la segunda, en la que en más de una oportunidad se cae en resoluciones obvias, se trata de una muy buena película que, en el marco de las adaptaciones televisivas, es todo un logro.
Por años el cine de superhéroes se preparó para este evento. Una de las grandes vertientes dentro del género que más ha crecido en el último tiempo ha estado orientada a una meta común, la puesta a punto de un ensamble en el que se vieran potenciados todas las figuras traspuestas desde los cómics. Con The Avengers, Marvel brinda por el objetivo cumplido, como lo hiciera con la mayoría de las entregas de X-Men, como no lo hizo con las pobres Fantastic Four. En marcha desde el 2008 con la primera Iron Man y The Incredible Hulk, ha supuesto que una serie de engranajes se pusieran en movimiento para desarrollar personajes e historias y establecer líneas argumentales, limpiando el camino de asperezas para que Joss Whedon demostrara sus capacidades, siempre reducidas al ámbito televisivo. Los años de experiencia en la pantalla chica han probado que el realizador es un enorme creador de protagonistas, capaz de enfatizar cualidades únicas que los convierten en parte de la memoria colectiva. La indiscutida genialidad de sus producciones, siempre condenadas a abruptos cierres por las demandas de la industria, han resultado en personajes inolvidables, sean cazadores, vampiros con alma o vaqueros espaciales. Las dudas en torno a qué podía generar a partir de trabajos ajenos se disipan con el correr de Los Vengadores, en la cual se da cuenta que explota las características del todo y de cada una de las partes. Para justificar este aspecto solo basta ir a los ejemplos: la entrega del mejor Hulk dentro de la serie, superior al de Eric Bana y, por mucho que pese, al de Edward Norton, de un Thor menos conflictuado y con lo mejor de la película de Kenneth Branagh, y a un Iron Man inspirado, más cercano al del film original que al de la secuela. Whedon y Zak Penn sostienen la historia en la tensión entre los miembros del equipo, en donde llevan la delantera Tony Stark, el Capitán América y su duelo de egos. El acierto central del director es el de lograr la unidad sin descuidar ni forzar a ninguno de sus integrantes, otorgando la oportunidad de que cada vengador tenga su desarrollo sin perder de vista el panorama general. Esta triunfa allí donde suelen tropezar ciertas producciones corales, llevando a que incluso personajes secundarios (con los que Whedon históricamente se ha anotado puntos) como Black Widow y Hawkeye, por naturaleza inferiores a los otros cuatro, estén a la altura de las circunstancias. Por esto pagará el precio de un lento arranque, con un ritmo calmo que se extiende durante buena porción de la primera hora, algo que se verá compensado con su explosiva segunda mitad, incapaz de tomarse un descanso. Las expectativas por The Avengers encuentran una producción cargada de altas dosis de acción y notables efectos especiales, a las que se suma aquel efectivo sentido del humor que ha caracterizado a las películas anteriores. Whedon elude tanto la artificialidad del mero impacto visual, en ningún momento hace a un lado a su historia, como el infantilismo de los diálogos, sin ambiciones reflexivas impulsadas por líneas "profundas". Al director no le tembló el pulso a la hora de llevar adelante una super-producción, y su resultado sin duda excede lo esperado. Con el visto bueno del público y la crítica, Whedon prueba estar listo para su demorado paso a las grandes ligas, ahora más que nunca con equipo confirmado.
The Grey se ha caracterizado por una campaña publicitaria engañosa que, si bien le brindó ciertas dosis de atención, la volverá el blanco de feroces críticas por parte de los fanáticos. Todos los esfuerzos de marketing se orientaron a vender una película a la que nunca se llega, haciendo énfasis en esa atractiva secuencia de Liam Neeson armado con un cuchillo y un guante de cuellos de botella. Hay una clara intención de difundir el nuevo trabajo del director de Smokin' Aces y The A-Team, antes que jugarse por lo que puede resultar del nuevo trabajo de Joe Carnahan. De esta forma, The Grey supone una bienvenida sorpresa, no solo porque no se trata del film que auspiciaban sus avances, algo que no era ilógico viendo el prontuario de su realizador, sino porque se trata de un logrado drama de supervivencia dotado de buenos personajes y una historia sólida, constituyéndose en uno de los mejores proyectos del director hasta la fecha. Ottway, otro hombre con un particular conjunto de habilidades que lo hacen de temer, se convierte en el líder de un grupo de trabajadores petroleros que sobreviven a un accidente aéreo. Por si las heridas y las inclemencias del clima no fueran suficiente castigo, la muerte los acecha bajo la forma de una sanguinaria manada de lobos que elimina uno a uno a los supervivientes. Con la posibilidad al alcance de la mano de ofrecer otra entrega del héroe de acción más grande de los últimos años repartiendo puñetazos por doquier, Carnahan elude la predicción y elabora un intenso film que dialoga constantemente con la muerte. Se trata de un relato en el que sus personajes, enriquecidos por un grupo de buenos intérpretes entre los que sin duda se destaca su protagonista, deben lidiar con su fatal destino, aprender a aceptarlo y, sobre todo, encontrar los motivos para seguirla peleando. La muerte, cruel y socarrona, los hallará en todo momento y no distinguirá circunstancias. Habrá quienes la abracen en sus propios términos, otros que caerán luchando, a solo centímetros de la vida, y finalmente el que cae en la cuenta que el vivir o morir en ese día está en sus propias manos, en las de nadie más. Sin caer en lugares comunes, de hecho cuando parece que lo va a hacer acaba por esquivarlos, Carnahan conduce la historia con pulso firme, sosteniendo el suspenso hasta el momento del gran desenlace, el último as humeante que el director tenía bajo la manga.
Desde que en 1957 Sidney Lumet entregó esa película perfecta y eterna que es 12 Angry Men, no se puede abordar un juicio de esos en los que se defiende lo indefendible sin sortear las comparaciones. The Conspirator, la última película de Robert Redford, no es la excepción. En ella se retrata la verdadera historia del asesinato de Abraham Lincoln y el juicio que se llevó contra los acusados, especialmente contra la madre de uno de los prófugos, juzgada por un tribunal militar carente de evidencias firmes. Con una intencionalidad educadora, se ofrece una lección sobre el respeto de los derechos civiles centrándose en un abogado con la titánica tarea de oponerse a un Gobierno que busca sanar las heridas de una Nación, fin para el que se justifica cualquier medio. Redford es cultor de una narrativa clásica y así conduce su historia, un duelo de alegatos en el que en todo momento se conoce la suerte de los involucrados, aunque los esfuerzos estén dispuestos a retrasarla. Sin música épica o armas, pero con una lograda ambientación, se lleva adelante una notable batalla entre dos puntos de vista legales, dentro de las cuatro paredes de una sala. Allí reside el plato fuerte de la realización, capaz de señalar a los culpables y de hacer luchar entre sí a dos facciones del "bien", incapaces solo de ponerse de acuerdo en cuestiones como la dureza de la condena y los tiempos del proceso. Con varios personajes muy desdibujados, la pareja protagonista que componen James McAvoy y Robin Wright funciona, generando empatía con un espectador que sigue la parábola propuesta y pasa del rechazo inicial hacia la comprensión de la necesidad de un juicio justo ante todo. The Conspirator dista de ser un clásico como 12 Angry Men, al igual que a todas las películas que le han seguido le falta su simpleza, contundencia y su porción de grandeza actoral, pero es una muy buena propuesta que entiende a sus antecesoras y se inscribe en esa tradición.
Años han pasado desde el estreno de ese film pequeño y enigmático que I-Sat solía emitir, El Viaje de Morvern. Su directora, Lynne Ramsay, estuvo ausente de las pantallas cerca de una década y su auspicioso regreso llega de la mano de Kevin, un joven que dio y dará que hablar. Con él aborda una problemática propia de la época, enfocándose en una parte de la ecuación que hasta el momento era ignorada. En cualquier caso de violencia hay dos caras, la víctima, aunque aquí son muchas más que una, y el victimario. Pero qué ocurre con la familia del segundo, aquellos que se ven afectados por las consecuencias de los actos del primogénito, a la vez que son considerados culpables por dar origen a tan pernicioso mal. En esa fina línea se sitúa We need to talk about Kevin, película que sigue a Eva, la mamá de la bestia. Como si se tratara de un demonio, Kevin pareciera haber nacido siendo malo. No hay ningún acontecimiento que defina su existencia futura, no es víctima de abusos y vive junto a su familia acomodada en una gran casa de los suburbios. Hay cierta indefinición en torno al desarrollo psicológico de este joven, un psicópata desde su edad más temprana, capaz de ser un niño dulce y bueno a los ojos del ausente padre, a la vez que un diablo reencarnado para la cada vez más trastornada madre. Ramsay amaga con ciertas imágenes que dan cuenta de maltrato psicológico por parte de Eva, una mujer a quien el hijo pareciera haberle interrumpido sus planes de vida. La directora, no obstante, acaba por quedarse con cierto enfoque propio del terror, una semilla de maldad cuyo florecimiento se va gestando a lo largo de los años. La trágica ebullición adolescente de ese lado oscuro pareciera seguir un camino lógico trazado desde la infancia, un desenlace esperable al que solo le faltaba conectar ciertos circuitos para detonar. Entre los muchos aciertos de la película cabe resaltar la creación y el sostenimiento de una atmósfera asfixiante, impulsada por buenos manejos de los tiempos y los silencios, así como apreciables detalles de edición y sonido. Es destacable además la entrega plena de Tilda Swinton a su personaje, con el que ofrece una formidable interpretación que se ve complementada con la buena elección de casting con Ezra Miller, un joven de rostro afilado y mirada sombría al que el rol de Kevin le sienta bien. Con su narración no tradicional, Lynne Ramsay ofrece una de las grandes películas del último año, un retrato detallado, duro y visceral sobre la faceta olvidada de una tragedia.
Extraños en la noche marca el paso de Alejandro Montiel al cine industrial tras años de producciones independientes. A este salto a lo masivo lo hace con una comedia romántica mezclada con policial negro en la que se reconocen elementos de sus anteriores trabajos, especialmente en lo que a humor respecta. Sin llegar al grotesco de Las Hermanas L., pero con sus buenas dosis de absurdo, se conduce esta historia irregular que no termina de amoldar ambos géneros, dedicándose a uno o al otro de acuerdo al avance de la trama, pero sin terminar de desarrollar del todo a ninguno. ¿Qué, quién, por qué?. Junto a los protagonistas, en los primeros minutos de metraje, tenemos una idea de qué es lo que ocurrió, a la vez que logramos saber cuál es la verdadera identidad de la víctima, algo que a ellos se les niega. Con estos datos e ignorando las causas, algo que como se revelará al final es lo de menor importancia, el espectador se encuentra varios cuerpos por delante de los "investigadores amateurs", algo que suele ocurrir en materia de suspenso al revelarse información a la que los personajes de momento no pueden acceder. El asunto es que, a ojos del público, el policial se ve suspendido prácticamente hasta el cierre, en un lento rastreo de pistas que conduce hacia aquello que sabemos desde el comienzo. Esto habilita la posibilidad de que se pueda desarrollar sin roces el aspecto romántico, un amor atravesado por la música, los problemas económicos y, desde luego, lo detectivesco. Entre Diego Torres y Julieta Zylberberg hay buena química, sostenida principalmente por la frescura y el talento que la joven aporta. Él por otro lado lleva un papel que no termina de cerrar en el contexto de la película, exagerando los gestos y reacciones de su músico snob causando cierto absurdo que no se condice con el resto de las interpretaciones. Más allá de que tenga sus momentos logrados, muchas referencias al cine, buen manejo técnico desde lo policial y algunos apreciables pasos de comedia, la historia transita por rutas bien conocidas que la llevan hacia desenlaces obvios. Después de todo, ¿alguien pensaba que Diego Torres solo iba a tocar el piano?.