Elegía por una pasión perdida Documental sobre la desaparición de los cines de barrio. El documental Cine, dioses y billetes, sobre la desaparición de casi 2000 salas de barrio a partir de mediados de los '70, funciona como una gran elegía, con módicas dosis de ilusión: que por iniciativa de vecinos o del Estado, no del mercado, se reabran algunos cines. El tono general del filme de Lucas Brunetto, que rescata un cálido mundo extinguido, es nostálgico, con la esperable influencia de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore. Los protagonistas son hombres mayores -proyectoristas, acomodadores- que formaron parte de aquel paraíso familiar perdido. Hay que aclarar que Brunetto pone el énfasis no sólo en las transformaciones obvias en el modo de exhibir, ver y sobre todo vivir el cine, sino en otros aspectos sociológicos. En su película recorre las historias de salas de Avellaneda, Wilde, Sarandí y otras localidades del primer cordón de la zona sur del Gran Buenos Aires. Su intención es demostrar que los cines de esa zona, alguna vez industrial y próspera, tuvieron su apogeo antes del golpe militar y la instauración de políticas neoliberales. Hoy sorprende, y mucho, ver salas para 1.500 espectadores repletas. Los contrastes entre la pasión del ayer, con su función social, y la frialdad de los complejos multipantallas del hoy, con su interés comercial, sobrevuelan los testimonios de los proyectoristas, pero a la vez trazan una continuidad: muchos de ellos siguen trabajando en cines de shopping. Con imágenes de las reconversiones de los cines y un final con cámara subjetiva que conmueve, Brunetto evita el exceso de cabezas parlantes y mueve a sus entrevistados por sitios que oscilan entre la antigua felicidad y la resignado presente. Una película sencilla, bella y emotiva, como aquellas tardes en continuado.
Una guerra, varias miradas Brian De Palma se centra en los actos de un grupo de soldados en Irak, desde diversos puntos de vista. Uno puede admirar o detestar el cine de Brian De Palma: difícil mantenerse indiferente. Samarra, que llega a la Argentina con algunos años de retraso, y que le hizo ganar a De Palma en Venecia un León de Plata a la dirección en 2007, lleva también a sensaciones extremas. La película, revulsiva, como le cuadra al realizador de Carrie, Doble de cuerpo y Scarface, se centra en un grupo de soldados norteamericanos durante la ocupación de Irak. Pero la singularidad no la marca su violento antibelicismo, matizado por el humor negro, sino sus múltiples puntos de vista, confluyentes siempre en la barbarie, en especial de las tropas invasoras. Aunque se centra en este grupo de soldados, y mantiene la solidez narrativa y la tensión hasta el fin, el filme está estructurado de un modo fragmentario, como un verdadero collage, conformado por viñetas que brindan distintas miradas, visualmente impactantes. Una experimentación de De Palma con el lenguaje cinematográfico. Veamos (a través de muchas lentes): a la cámara del realizador se le suman la de un soldado que filma el día a día de la guerra, la de un (falso) documental francés, las de seguridad, las de un canal de noticias islámico... y las imágenes de YouTube y de videoconferencias entre los militares en Irak y sus familiares en los Estados Unidos. En la primera parte, Samarra le da prioridad a las imágenes que toma el soldado norteamericano: lo que nos transmite el hiperrealismo brutal del campo de batalla, pero, también, la intimidad de los combatientes: en especial sus prejuicios y su racismo, exacerbados por el miedo y el deseo de venganza. Las interpretaciones, la dirección de actores y las puestas son muy logradas. Samarra, al igual que Vivir al límite, ganadora del último Oscar, se vale del efecto documental (la cámara en mano, el desenfoque, el fuera de campo) para hacernos sentir mayor empatía con lo que vemos. Es cierto que De Palma no elude las imágenes ni las situaciones repulsivas -no faltan embarazadas ni niños destrozados- para conmover e involucrar al espectador. También que, en algunos pasajes, remarca demasiado su línea política, cuestionadora de la xenofobia norteamericana, sobre todo sureña, y que rompe el verosímil. Pero hay que remarcar, ante todo, su enorme vitalidad cinematográfica y su capacidad para ensayar (y llevar a buen puerto) una diversidad de recursos estéticos, dramáticos y narrativos, muchos de ellos sofisticados y hasta vanguardistas. Samarra fue realizada, además, al calor de los acontecimientos bélicos, en medio de una sociedad que no siempre acepta la autocrítica. Su cuestionamiento a un único punto de vista de narrativo es otro de los aciertos de una película que jamás permite relajarse.
Al final de la infancia Un filme que transmite el estado de ánimo, y de duelo, que precede a la juventud y adultez. Cuando La hora de la siesta ganó la sección latinoamericana en el último Festival de Mar del Plata, la película tuvo defensores -que elogiaron su estética poco convencional, sus atmósferas inquietantes, su delicadeza- y también detractores, que se quejaron de la abulia de los personajes, de la falta de rumbo de la historia y de la tendencia al tedio de la película. Ambos tenían razón. En todo caso, es lo que parece haber buscado su joven realizadora, Sofía Mora: transmitir -sin hacerlo obvio, a través de imágenes que recrean un complejo estado de ánimo- ese limbo en que no se es niño ni adulto, la preadolescencia. Los protagonistas son dos hermanos, unidos, pero de personalidades casi antagónicas, que no sólo están soltando amarras del mundo infantil: también están entrando en el duelo por su padre, que acaba de morir. En ese día de despedidas, salen a deambular por un barrio vacío, mientras intercambian palabras entre desencantadas y cínicas, muchas de ellas cargadas de humor negro. En un caserón en decadencia, acaso onírico, se encuentran con un viejo amigo que cuida a su madre agonizante. Los símbolos, no verbalizados, se suceden como en un sueño. Ahí el nombre de la niña, Franca (Belén Poviña, de buena actuación), la que más cuestiona la "realidad" que le transmitieron; ahí los padres muertos o agonizantes; ahí hasta la remera, invertida, del amigo obeso, sometido, con la publicidad Good Year ("Buen año", pero, claro, al revés). La lista continúa. La película, en blanco y negro, tiene un tratamiento atemporal de la imagen y no condesciende al naturalismo ni al retrato de transitados rasgos de época. El fin de la infancia y el extravío que significa el paso a la adultez son transmitidos de un modo sutil, nada demagógico, con toques graciosos. Pero también es cierto que los diálogos triviales, los puntos muertos, la morosidad y la artificialidad de algunas interpretaciones -todos rasgos deliberados- hacen que el filme aburra en varios tramos. Algo que, para ciertas corrientes, no parece ser un defecto sino una virtud
A favor del placer Retrato, riguroso pero no solemne, de una singular mujer de 80 años. La cartelera nos ofrece, desde hace una semana, una gema de una mujer de 80 años: Las playas de Agnès, de Agnès Varda. Esa libertad de pensamiento, esos puntos de vista sorprendentes, ese triunfo de la vitalidad por sobre la biología emergen, en la opera prima de Kris Niklison, de un personaje de la misma edad: su madre. Pero no se trata de una artista ilustre sino de una diletante: alguien que expone sus pensamientos con más encanto que profundidad. Ideas residuales de una vida intensa, independiente, sibarítica, que se borrarán como huellas a orillas del mar. Belleza efímera: la vida, captada por otra magia con fantasía de inmortalidad, el cine. Tras hacer una introducción en primera persona, y de abrir el filme con imágenes de un festivo gay parade en Amsterdam, donde vivió durante veinte años, Niklison -hasta ahora dramaturga, directora, coreógrafa y actriz de teatro en Holanda- nos traslada a una bucólica estancia de Sauce Viejo, Santa Fe, donde vive su madre, Bela Jordán. Desde entonces, el microcosmos de esta mujer, activa, inteligente y filosa, exégeta del placer, un personaje que habría fascinado a Oscar Wilde, toma el centro de un documental que retrata sin juzgar: mérito de la realizadora. Bela habla (monologa) con una mucama, que siempre está fuera de campo y que funciona -a través de palabras serviciales, sumisas, temerosas- como su antítesis. Afuera, se mueve un casero que jamás tendrá voz. Un personaje misterioso: el hombre como imagen lejana, difusa, por momentos acechante. Bela -que fue una mujer de mundo- arma rompecabezas, usa internet, hace compras en su cuatriciclo: domina la situación, se siente cómoda, feliz, en el centro de su reino. Niklison nos la ofrece con rigor formal, pero sin solemnidad: sabe valerse del humor y el ingenio de su madre. Recorre con minuciosidad su cuerpo: lo acaricia, lo vindica, lo combina con imágenes de la naturaleza. Bela asegura que la vejez, dique a las demandas ajenas, es la mejor etapa; se jacta de no haber tenido que vender su vida en un trabajo (privilegio, obvio, del que tiene dinero); asegura que ama las tormentas junto al Paraná; dice que se arrepiente de las cosas buenas que hizo, no de las malas. Bela: "La naturaleza es sabia; te da arrugas al mismo tiempo que te quita la vista". Bela: "No tengo miedo de estar muerta. Otro cosa es tener que morirme". Pero la película y ella rebosan de gracia y vida.
Escenas frente al mar Crítica "Las playas de Agnès" A los 80, la mítica realizadora Agnès Varda recorre su vida con magia, humor y sensibilidad. Antes que hablar de autobiografía onírica o de "celebración del cine", como definió la propia directora a esta película, hay que decir que Las playas de Agnès está hecha con el material de las evocaciones, de los sueños y la poesía. Además: con herramientas como la creatividad, la libertad, la vitalidad y la frescura: en un grado inusual para alguien de 80 años. Agnès Varda, apodada la abuelita de la Nouvelle Vague, da una nueva lección de cine lúdico, lírico, que no condesciende a la mera melancolía, sino que apuesta a los cambios de tono, a la fragmentación -mecanismo de la memoria-, al traspaso de la ficción a la realidad y viceversa, a sus siempre asombrosas puestas en escena, el humor e incluso la saludable falta de temor al ridículo. Varda, ante todo, no se postula como moderna: lo sigue siendo, lo es, lo sería involuntariamente. Rodeada de un equipo joven al que adora, experta en instalaciones, demuestra su imaginación -inagotable, envidiable, vanguardista- en cada secuencia. Y a la vez, a través de un maravilloso montaje, logra hilvanar cada una de estas perlas. El hilo conductor es el mar. El del norte de Bélgica, la patria de su infancia; el del Mediterráneo, donde filmó su primera película; el de California, junto al que fue feliz, de un modo efímero, como se suele ser feliz, con el realizador Jacques Demy, amor de su vida, muerto en 1990, aunque omnipresente. Varda habla a cámara mientras camina hacia atrás. Varda recuerda su vida, pero aclara que le importan las de los otros, que por eso hizo cine. Varda evoca a los muertos queridos, a la casa de su infancia, a tiempos de oro para el arte, aunque siempre, siempre, elude la nostalgia. Combina fragmentos de sus películas, instalaciones, backstage del documental y puestas -recreaciones- muy novedosas. Y así, con calidez e ingenio, nos arrastra por gran parte de la cultura europea del siglo XX. Allí están los fantasmas de los grandes directores y actores de la Nouvelle Vague; allí las imágenes Gérard Depardieu y Harrison Ford casi adolescentes; allí los juegos con la obra de Magritte; las fotografías antiguas; las padres muertos; el amor por las películas y los viajes; el amparo de la amistad; los hijos y nietos bailando, de blanco, en un lento atardecer de verano, junto a la rompiente: pequeña, gran redención, igual que el cine. El recuerdo de Demy (Los paraguas de Cherburgo) sobrevuela este filme felizmente inclasificable. Lo vemos junto a una ventana que enmarca al océano, diciendo que le gusta el mar. "Tal vez soy como él, un poco azul, un poco gris". Volvemos a verlo mucho después, ya enfermo, sobre la arena, observando un porvenir que no compartirá. Estos datos podrían dar cuenta de un documental melancólico. Pero Las playas... es mucho más. Incluso podría decirse que es lo contrario: una película sobre la alegría de haber vivido y seguir haciéndolo. En una secuencia, Varda reúne a una pareja que lleva casi medio siglo junta. Luego la filma alejándose, dejando en la arena las huellas de unas sillas que arrastra. Esas huellas, como las otras, se borrarán pronto. Agnès, sin embargo, declama su envidia por ese amor perdurable. Habría que envidiarla también a ella: por su talento para crear, para saber vivir, para hacer obras tan maravillosas.
El juego de los roles María Onetto interpreta a un ama de casa cuya vida cambia. En la cocina de su casa suburbana, en su abnegado lugar en el mundo, María del Carmen prepara comida y corre, hace y deshace, rechaza la colaboración ajena: es la vertiginosa anfitriona de una fiesta que retumba en el living. La cámara la sigue en su nervioso recorrido: por momentos, se detiene en su gesto esforzado, servicial, sufrido, en medio del jolgorio general. Hasta que ella aparece con una torta con el número 50 clavado y los invitados -todos alegres y relajados- la aplauden y le gritan: "No te olvides de pedir los deseos, Mamucha". María del Carmen, Mamucha, sopla las velitas. Así de sencilla, así de delicada, así de contundente es la primera secuencia (y el resto) de Rompecabezas, opera prima de Natalia Smirnoff. Lo que podría haber sido una película costumbrista sobre el encierro de un ama de casa, su gradual liberación y su creciente deseo por un hombre que no es su marido es, en realidad, mucho más. Es otra cosa: una pintura, de trazos sutiles, nada estridentes, sobre el rol que cada cual ocupa en una familia (rol asignado y convalidado por los otros y por uno mismo), sobre el descalabro que provoca salirse de ese rol (conflictividad para sí y para los demás) y sobre los nuevos intentos o imposibilidades de encastrar las piezas dispersas. Smirnoff tiene una larga trayectoria como directora de casting. No es raro que en su primer filme haya acertado. Las actuaciones son impecables. María Onetto, extraordinaria María Onetto, como "Mamucha" (que su marido la llame así lo dice todo); Gabriel Goity, como Juan, su esposo, y Arturo Goetz, como un aristócrata que juega torneos internacionales de rompecabezas y "descubre" el talento de ella. Y, lo más importante, le demuestra la existencia de goces que van más allá del sentirse reclamada por los seres queridos y de ser hacendosa. El espectador no percibe el guión, porque éste prescinde de artificios, así como la trama desestima la intensidad. Los personajes no dicen frases grandilocuentes: el filme funciona a gestos mínimos (el histrionismo de los actores puesto al servicio de una cámara) y acción, entendida como pulsión y actitud de los personajes, no como giros argumentales forzados ni dilemas altisonantes. Detrás de su simpleza, Rompecabezas no cae en obviedades ni maniqueísmos. Los personajes de Goity y Onetto se aman, a pesar de la asfixia de ella: tienen sexo, se protegen mutuamente. El, claro, le reclama el abandono del rol maternal: que esté dejando de ser Mamucha. Ella descubre placeres al margen de los domésticos, al principio con culpa. Con dos hijos adolescentes, el matrimonio siente, además, el acecho de la vejez y el síndrome del nido vacío. A partir de gestos, actitudes, cambios de ropa, observamos la transformación de María del Carmen y sentimos empatía con ella. Asistimos a su extravío y, después, a su intento de restaurar, o de descubrir un nuevo orden. El desafío, difícil, doloroso, de probar con un nuevo rompecabezas.
¿Nada para siempre? Comedia romántica "alla" italiana, muy esquemática. Todos tenemos un... ex es, sin dudas, una película amable -también en un sentido demagógico- con el público. En Italia fue vista por más de 2 millones de espectadores y estuvo nominada a 9 Premios Donatello. Es muy posible que acá también la disfruten los (muchos) amantes de las comedias romántico-costumbristas, con toques dramáticos, moralejas y desbordes alla italiana. No está mal, al contrario. Analizarla es otra cuestión, nobleza obliga. Se trata de una película coral, basada en historias de amor/desamor/amor, que se cruzan y avanzan -en todos los casos, trazando un arco redentor- hacia un desenlace más que previsible. Tramas simples, en las que nunca deja de sentirse el artificio del guión, con personajes que no provocan empatía, a pesar de sufrir conflictos comunes a todos los humanos. En la primera parte, lanzan frases ácidas sobre la pareja y luego, tras haber perdido al ser querido, se arrepienten. Aunque para algunos sea demasiado tarde. Un psiquiatra abre la película con una escena tierna. Tiempos después, en una cátedra, lanza un concepto esquemático (y éste es, justamente, el mayor problema del filme, ser absolutamente esquemático): "El amor pasional se termina 1.000 días después del primer beso. Tarde o temprano estarán destinados a convertirse en el ex de alguien". Unas secuencias después, la ex de él morirá en un accidente y el psiquiatra comenzará a hacerse replanteos... El filme, que abunda en sobreactuaciones y tics televisivos, oscila entre el realismo, la parodia y el grotesco, con algunos pasajes muy fallidos a nivel humorístico y subtramas de simpleza excesiva. Una chica emigra, por trabajo, de París a Nueva Zelanda (hay paisajes de guía de turismo) e intenta mantener su relación a la distancia; una mujer descubre que el cura que va a casarla es un ex novio suyo; un hombre vive aterrado por las amenazas del ex de su actual; un juez se separa de su esposa -ambos son personajes bien crispados- y pasa de hombre ácido a pendeviejo. Hay que admitir que lanza la mejor frase del filme: "Si la hubiera matado la primera que lo pensé, ya habría cumplido la condena".
Tras la expiación Documental centrado en el hijo del jefe narco Pablo Escobar. Aunque se estructure alrededor de su vida y muerte, Pecados... no es un documental sobre el narcotraficante colombiano Pablo Escobar. Es una mirada acerca de él -ambigua y por lo tanto enriquecedora- de su hijo, radicado desde los '90 en la Argentina bajo el nombre Sebastián Marroquín. Un filme sobre crímenes, poder, ambiciones desmedidas, espiral de violencia, sí. Pero también sobre culpas heredadas, dilemas e intentos de expiación; Pecados ... juega con la búsqueda de uno o varios exorcismos. El relato del ascenso y caída del zar de la droga -admirado por vastos sectores humildes- crece, en paralelo, con el de un hombre que fue un padre cariñoso (al menos, eso transmite Marroquín). Las imágenes de asesinatos cometidos por los sicarios de Escobar se intercalan con filmaciones y grabaciones caseras que muestran al traficante en su faceta paterna. Dos caras de un personaje que parece salido una desmesurada ficción de Hollywood, pero que existió y ahora "regresa", entre tantas otras obras sobre él, en este documental que impacta y atrapa. Su estructura es convencional. No su historia -llevada con pulso prolijo- ni sus "personajes". Pecados ..., además, interactúa con la realidad. El director argentino Nicolás Entel no sólo consiguió la participación del hijo de Escobar: también procuró un acercamiento de él con los hijos de dos víctimas trascendentes de su padre: Rodrigo Lara Bonilla y Luis Carlos Galván. Este dificultosa reunión de descendientes de victimario y víctimas -todos hombres de treinta y pico, todos huérfanos de padre, todos niños que sufrieron y odiaron y fantasearon con vengarse- le agrega tensión y expectativa presente al filme. "Usted no debe pedirnos disculpas, porque también fue una víctima: tal vez la primera", le dice un hijo de Galán a Marroquín, como un psicoanalista. El filme abunda en asombros, tamizados por un hombre que parece cargar una mochila enorme y querer aliviarla. En este sentido, sólo en este sentido, Pecados ... se acerca más a Tarnation que a Scarface o El Padrino y genera una empatía con Marroquín, siempre ambivalente. Querer a un padre y no avalar -muchas veces, repudiar- todo lo que hizo fuera de ese rol: Shakespeare o Freud se habrían hecho un festín. Entel nos transmite, aunque sea en parte, cómo es vivir esa vida.
Mitología a lo Hollywood Acción, en la antigua lucha entre dioses y hombres. Mitología griega adaptada a las necesidades de Hollywood, remake del filme que Desmond Davis realizó en 1981 en base a criaturas creadas en stop motion -más actores como Harry Hamlin, Laurence Olivier y Ursula Andress-, Furia de titanes -ahora en versión de Louis Leterrier, director de Hulk- sigue siendo una buena elección para los amantes del cine basado en la épica de las leyendas clásicas y las deslumbrantes puestas en escena apoyadas en la tecnología digital. Salvedad: que no esperen mucho más que imágenes impactantes y mucha acción. Acción lineal: con personajes esbozados en pocos trazos, casi didácticos, y una intensidad dramática tenue. En un mundo antiguo, en guerra entre dioses y humanos, el filme se centra en alguien que es ambas cosas y por lo tanto ninguna: el semidiós Perseo (Sam Worthington, algo frío, a pesar de su manifiestodeseo de "humanizar" al personaje). El y un grupo guerrero emprenden una travesía para intentar salvar a Argos, ciudad que desafió la ira divina y corre el peligro de ser arrasada. La única opción sería el sacrificio de Andrómeda. Suele ocurrir: en el Olimpo, los dioses se unen por un interés común, aunque tienen sus internas. Algunos, como Zeus (Liam Neeson), necesitan de la devoción humana; otros, como su hermano Hades (Ralph Fiennes), dios del inframundo, dominan a través del miedo. Esta diferencia entre hermanos, como otras cuestiones filosóficas, son apenas ráfagas de referencia en un filme devorado por los avatares de la travesía de Perseo, hijo de Zeus, quien prefiere la efímera y débil condición humana a la fría y omnipotente inmortalidad de los dioses. Tras un inicio interesante -en su desarrollo visual y en su planteo "histórico"/fabulesco-, Furia... se transforma muy rápido en road movie guerrera. Lógico: el viaje redentor, heroico, es central en la mitología antigua. El problema es que, acá, se torna "monótono": en una sucesión de criaturas monstruosas que confrontan con Perseo y los pocos que se animan a seguirlo, a pesar de los malos vaticinios. El tratamiento del heroísmo queda implícito: la valentía es un concepto humano; ningún inmortal la necesita. Aunque imponente, la acción tiene -por momentos- resoluciones demasiado vertiginosas, que anteponen la espectacularidad al dramatismo e incluso al desarrollo claro. Con algunos otros (pocos) matices, la película hace un recorrido lineal y desemboca en lo que será el comienzo de la segunda parte de una saga. Furia ... llega en 2D (así la vio este crítico) y en 3D, hecho en la posproducción y que recibió algunas críticas, como la de haber aprovechado el fenómeno Avatar, película con la que "comparte" también a Worthington.
Peligro en el consorcio Sátira en un edificio con propietarios más salvajes que delincuentes. La comedia negra, coral, ambientada en asfixiantes edificios, fue probada en el cine argentino en los últimos años. El ejemplo más reciente fue la fallida Horizontal/Vertical; el anterior, Chile 672. Ahora es el turno de Vecinos, de Rodolfo Durán, que apuesta al cruce de clases sociales y que, a partir de una especie de policial satírico, intenta demostrar que los propietarios de un consorcio pueden ser más salvajes que algunos marginales de los que se quieren proteger obsesivamente. Pero el planteo, en teoría interesante, y el buen elenco (Sergio Boris, Tina Serrano, Juan Minujín, Hilda Bernard, Carlos Kaspar, entre otros) no alcanzan para remontar un guión que carece de la solidez y la gracia necesarios como para redondear un buen filme. Si pensamos en La comunidad, de Alex de la Iglesia, que tiene ciertas premisas en común con Vecinos, notaremos -aun tomando en cuenta las distancias y atenuantes- el abismo que separa a una película de otra. En el filme de Durán, los propietarios de un edificio se enfrentan -en esas reuniones de consorcio pesadillescas- por un grupo de okupas que vive enfrente y por varios travestis que trabajan en la calle. Puertas adentro, los vecinos protestones no actúan de un modo más civilizado ni menos "peligroso". El conflicto principal, no el único, se desata cuando un adolescente (Nicolás Condito) que vive con sus padres permite que un amigo dealer -de clase baja, claro- se quede en su departamento y venda droga en el edificio. Una vuelta de tuerca, forzada, hará que los propietarios -casi todos o todos de doble moral- crucen la línea de la delincuencia y demuestren su ambición y su desdén por la ley. El tono es paródico; el resultado y el humor, demasiado elementales, previsibles.