Entre el drama intimista y el policial, este nuevo trabajo del realizador de Cien años de perdón y Domingo de Ramos tiene unos cuantos atractivos Las películas con personajes que se instalan en un balneario fuera de temporada para huir de un pasado que los persigue son una costumbre del cine argentino del siglo XXI. Sobre esa base el realizador José Glusman (Cien años de perdón, Domingo de Ramos) construye este film que va del drama íntimo al policial playero. Santos (Darío Grandinetti) es un solitario pescador de la zona de Pinamar que todas las mañanas tira sus redes en la costa. A unos metros de su lugar de trabajo, tres chicos locales alistan el restaurante de un parador con miras al próximo verano y enfrentan varias dificultades con un inspector municipal local. Entre Santos y los muchachos -sobre todo Franca (Jazmín Esquivel)- surgirá un vínculo que se desarrolla a lo largo de una de las subtramas de Pescador. De la otra conviene ahorrarse detalles, puesto que alrededor de ella el guión de Glusman e Iván Tokman construye una intriga a develarse recién en el último tercio del metraje. Pescador funciona mejor en el terreno del drama intimista que en el del policial gracias a esos personajes opuestos aunque hermanados en el desamparo y la soledad. Glusman los acompaña en sus sentimientos, apostando por silencios, gestos y miradas. La pata policial, en cambio, irrumpe como mandato antes que por pertinencia narrativa, dando como resultado un film irregular aunque disfrutable.
Este reencuentro entre director y protagonista termina en un poco atractivo exponente del género policial. Tres películas consecutivas con Bruce Willis y una última con Nicolas Cage muestran que el director Steven C. Miller encontró una veta comercial explotando a figuras pasadas de moda en títulos muy parecidos a los que los volvieron famosos. Producción clase B destinada al consumo hogareño en casi todos los mercados del mundo, En defensa propia es un policial de antaño centrado en los avatares de un padre de familia al que las cosas le salen mal y, queriendo arreglarlas, le salen peor. Will (Hayden Christensen) es un reputado corredor de bolsa que viaja con su familia a una cabaña rural con la idea de salir de caza con su hijo de 12 años. En el camino se cruzan con un intento de asesinato a sangre fría que los terminará involucrando en una red de corrupción que llega hasta los más altos niveles de la policía local, encabezada por Howell (Willis). Como en El gran golpe / Marauders, la anterior asociación entre Willis y Miller, el resultado es un thriller que tranquilamente podría haber se rodado hace más de 20 años. La diferencia es que no se asume como el ejercicio nostálgico que es. Nada malo con volver a un tipo de cine que hoy prácticamente no se hace. El problema es que, ante la ausencia de entramado narrativo lo suficiente sólido para justificar las peripecias de su protagonista, el film pedía a gritos un tratamiento menos adusto y contracturado que volviera más disfrutable ver a Willis haciendo lo de siempre.
Esta ópera prima incursiona en géneros poco transitados por el cine argentino como la ciencia ficción distópica, el western, el thriller apocalíptico y el melodrama clásico con más hallazgos que carencias. ¿Qué pasaría si la siempre temida guerra por el agua se llevara adelante y un poderoso ejército invadiera el norte de la Argentina? ¿Y si la megaminería cumpliera con los peores pronósticos absorbiendo todo lo que se puede absorber? Posiblemente algo muy parecido a lo que imagina Nicolás Puenzo en Los últimos. El debut en la realización de largometrajes del hijo de Luis (La historia oficial) y hermano de Lucía (XXY, Wakolda) –aquí ambos productores; ella también coguionista- recorre un género poco habitual en el cine argentino como la distopía. En ese contexto, el norte argentina desvastado y con un pocos sobrevivientes civiles que viven hacinados en refugios. Entre ellos está la pareja que interpretan Peter Lanzani y la modelo y actriz peruana Juana Burga. Un embarazo sorpresivo los obliga a emprender la marcha hacia el océano Pacífico en busca de algo de tranquilidad. Durante estos minutos el recorrido tiene mucho de Mad Max por su aire distópico y polvoriento, pero también por la exuberancia visual de sus planeos aéreos y la majestuosidad del terreno. Técnicamente impecable y con un diseño de producción verdaderamente prodigioso para los parámetros de la Argentina, Los últimos arriesga mixturando elementos del western, la ciencia ficción, los thrillers post-apocalípticos y hasta del melodrama clásico. El resultado es siempre atrapante e hipnótico aunque por momentos dispar. El peso de lo alegórico irá creciendo a medida que se asomen en el camino la médica de Natalia Oreiro, el fotógrafo de Germán Palacios y el contratista de Alejandro Awada, llevando lentamente al film contra las cuerdas de un desenlace con mensaje.
Un más que aceptable exponente del cine catástrofe, tan ridículo como entretenido. El cine catástrofe es una fórmula tan vieja como inoxidable en Hollywood. Podrán cambian los motivos, las consecuencias o la tecnología, pero la voluntad de imaginar la destrucción del mundo se mantiene firme. Deudora directa del cine de Roland Emmerich, Geo-Tormenta es una película muy parecida a otras tantas que entretiene con las herramientas más nobles del subgénero. No es casual la referencia al director de Día de la Independencia y Godzilla. A fin de cuentas, Geo-Tormenta es el debut en la dirección de largometrajes del hasta ahora productor Dean Devlin, quien trabajó en varias películas junto al alemán. La acción se sitúa en 2019. La escena inicial cuenta que el cambio climático generó una serie de fenómenos naturales cuyo saldo fueron millones de muertos. Ante esta situación, técnicos de un conjunto de naciones, al mando de Jake Lawson (Gerard Butler), armaron un complejo sistema de satélites interconectados para “bombardear” nubes, retrotrayendo la situación a la relativa normalidad previa al caos. La irreverencia de Jake termina costándole el puesto y alejándolo de la vida espacial hasta que una falla en el sistema obliga a llamarlo nuevamente: es, pues, quien más y mejor conoce esa intrincada red de sistemas, cables y armatostes que deambulan a cientos de kilómetros de la Tierra. Geo-Tormenta mezcla el thriller espacial (una porción de la historia se desarrolla ahí), el informático (la amenaza de un virus) y el conspirativo (la posible participación del mismísimo presidente) en una historia donde los diálogos impostados, la concepción enciclopédica del heroísmo y la destrucción de las grandes urbes está a la orden del día. Lo meritorio es que Devlin no parece tomarse demasiado en serio todo el asunto, y dedica una última media hora a escenas de acción tan disparatadas como imposibles. Autoconsciente y ridícula, burda y divertida, Geo-Tormenta entrega casi dos horas de diversión y adrenalina. Una propuesta efímera y refrescante como tormenta de verano.
Una nueva aproximación desde la ficción al conflicto de Malvinas. Siempre es loable que desde el cine se intente iluminar zonas oscuras de la historia, más aún si de esa zona proviene una de las heridas contemporáneas más profundas de la sociedad argentina. En ese sentido, QTH es el segundo intento casi consecutivo (Soldado conocido sólo por Dios se estrenó en abril) por abordar la Guerra de Malvinas. Visto en la última edición del Festival de Mar del Plata, el tercer largometraje de Alex Tossenberger (Gigantes de Valdés, Desbordar) muestra la guerra desde una arista si se quiere periférica. En este caso, la de los soldados que prestaron servicios en la zona más austral del país sin entrar directamente en combate. Es, pues, una película sobre la espera. La acción se sitúa en abril de 1982 en una pequeña base militar a la vera del Canal de Beagle. Hasta allí llegan dos jóvenes conscriptos para ponerse al servicio de un suboficial (Osqui Guzmán) y un cabo (Jorge Sesán). El grupo tiene la misión de controlar el tráfico marítimo preguntando a cada embarcación cuál es su QTH, término que en el lenguaje de las radiocomunicaciones refiere a la posición desde donde se emite el mensaje. Hay una contradicción entre las intenciones reflexivas y críticas de QTH y su apelación a lugares comunes para llevarla adelante. Los personajes son maniqueos, con pocos dobleces, y el nivel actoral es cuanto menos desparejo. Hasta Osqui Guzmán aparece deslucido debido a su apuesta por una gesticulación exagerada que por momentos empuja a su suboficial hacia el lado de la comedia. Teatral en su construcción escénica, el film nunca logra despegarse de los recursos técnicos del lenguaje televisivo. Sus fundidos a negro, su propensión hacia el diálogo por sobre el relato en imágenes y la abundancia de primeros planos terminan haciendo de QTH una película tan bienintencionada como bastante fallida en su resolución.
Esta transposición de una de las obras máximas de Stephen King deja sabor a poco. La Torre Oscura es la 42ª adaptación de una novela, cuento o novela corta de Stephen King, pero para el escritor tiene un sabor especial, ya que se trata de la que él cataloga como su obra máxima. Menuda decepción debe haberse llevado ante una película que navega en un mar de géneros sin aferrarse a ninguno, convirtiéndose en un auténtico cocoliche sin rumbo. Compuesta por un total de 4.250 páginas distribuidas en ocho tomos, La Torre Oscura tiene un arco narrativo que puntea lo terrorífico, la distopía, el coming of age y la ciencia ficción. Son todas constantes de la obra de King que aquí, sin embargo, aparecen diluidas en medio de la historia de un chico que tiene pesadillas sobre un mundo paralelo dominado por el malvado Walter (Matthew McConaughey). En ese planeta hay, siempre según los sueños que Jake (Tom Taylor) le cuenta a su mamá, un estudio científico desde el cual intentan destruir una torre gigante que sirve para mantener el equilibrio en el sistema solar. Quien trata de evitarlo es un pistolero solitario (Idris Elba) que deambula por un paisaje desértico. Esos sueños se volverán reales cuando, después de escapar de unos supuestos médicos con marcas muy parecidas a los “malos” de su inconsciente, Jake descubra un portal en medio de una casa abandonada en Nueva York que lo transporta hasta aquellas tierras. Es necesario suspender totalmente cualquier atisbo de incredulidad para lo que viene después. No por las situaciones en sí, sino porque la película nunca logra establecer las reglas generales del mundo en el que suceden. Igual con los personajes. Nunca queda claro por qué Walter quiere destruir la torre ni mucho menos qué tipo de poderes son los que vuelven a Jack un botín tan preciado, así como tampoco quién es el Pistolero o si intenta asesinar a Walter por algo más que una vendetta personal. Así, La Torre Oscura se limita a hilar situaciones con el capricho de los guionistas como único criterio. Dentro de cuatro semanas King volverá a las salas argentinas de la mano de una nueva adaptación de It, ahora a cargo del argentino Andrés Muschietti. Ojalá tenga revancha.
Una delirante y lograda producción animada en la línea de Bob Esponja y Padre de familia. El director de la irregular Turbo (David Soren) y el guionista de Los Muppets (Nicholas Stoller, también realizador de Buenos vecinos) unen fuerzas para esta película de DreamWorks que evade los usos habituales del cine de animación. El resultado no es perfecto, pero tiene más ideas que el 90 por ciento de las películas de Hollywood. Basada en una serie de libros infantiles del estadounidense Dav Pilkey, Las aventuras del Capitán Calzoncillos es el nombre de la historieta que escriben a cuatro manos George y Harold, dos de esos amigos que lo comparten todo, desde la escuela hasta su hobby. Ellos tienen una pulsión crónica por el chiste fácil, como si ninguna situación pudiera culminar si no es con una risa. La película, en ese sentido, toma esa directiva como norte y entrega un caudal de chistes de gran volumen. Y en su mayoría buenos. Harto de estos alumnos díscolos, el director amenaza con separarlos de aula, lo que sería un punto límite para su amistad. ¿La solución? Hipnotizarlo para convertirlo en la encarnación del Capitán Calzoncillos. No suena muy coherente que digamos, y felizmente no lo es: el film de Soren es tan anárquico en su forma (la animación puesta al servicio de la comedia) como en su desarrollo, con desvaríos narrativos que remedan a Bob Esponja y Padre de familia. Solucionado el primer problema, los chicos ahora se enfrentan con uno aún mayor: un malvado profesor de ciencias que está dispuesto a borrar la risa del mundo alterando el cerebro de los humanos. Harold, George y el flamante superhéroe iniciarán así una lucha en medio de una película que irá cambiando su ropaje como un camaleón pero manteniéndose fiel a la voluntad de sus protagonistas. Esa fidelidad se vuelve en contra cuando la historia alcanza niveles de descontrol de los que le cuesta volver. Soren y Stoller creen tanto en el poder de lo que cuentan que por momentos se equiparan a esos chicos que ahora intentan mantener viva la risa. Esos chicos que, 25 años atrás, tranquilamente podrían haber sido ellos.
Una comedia que intenta sintonizar con estos tiempos, pero que no quedará precisamente en la historia del género. Un poco de Tron, otro de Ralph, el demoledor, medio kilo de Intensa-mente, tres pizcas de Angry Birds y dos cucharadas de La gran aventura Lego. Mezclar esos componentes y poner al horno medio hora: el resultado será una película muy parecida a Emoji. El film de Tony Leondis es un refrito que nunca alcanza vuelo propio. Su idea principal ya a estas alturas está gastada es imaginar cómo sería el mundo “dentro” de la tecnología, en este caso a partir de una aplicación de celular. Aquí conviven todas las caritas mientras esperan que el chico tímido dueño del aparato se disponga a mandar un mensaje de texto. Mejor dicho, de emoticones, porque Emoji: La película desprecia abiertamente el lenguaje escrito. Como en Intensa-mente habrá un comando central desde donde se elige al emoticón de turno para mandarlo a la pantalla. Pero todas las caritas tienen que tener un único gesto, porque si no dejarían de servir para su misión ilustradora. Y Meh tiene varias, por lo que es una falla del sistema que la malvada Smiler intentará eliminar para evitar un formateo. Meh huirá con la manito Hi-5 y una hacker, desatando así un recorrido por distintas aplicaciones. En ese sentido, Emoji es el triunfo de product placement, con Facebook, Twitter, Instagram, Just Dance, Candy Crush, YouTube y Spotify convertidos en “locaciones”. Y ese parece ser el objetivo máximo. La gracia y los buenos chistes habrá que buscarlos, al menos en este caso, en otra plataforma.
La contracara de la tecnología. El uso (y abuso) de las redes sociales. La pulsión por compartirlo todo. Basada en el best seller homónimo del aquí coguionista Dave Eggers, El círculo se nutre principalmente del ideario distópico 2.0 de la serie británica Black Mirror para un thriller con más falencias que logros. Mae (Emma Watson) es una joven empleada en el área de atención al cliente que ve en el ingreso a The Circle, una poderosa compañía de desarrollo de software, la posibilidad de acceder a las grandes ligas empresariales. Rápidamente descubre que detrás del clima laboral ameno y distendido subyace el peligro de la sobreexposición de la vida íntima, el quiebre absoluto de los límites entre lo público y lo privado. Sucede que el CEO de la compañía (Tom Hanks) acaba de presentar una cámara del tamaño de una canica que puede colocarse en cualquier lado, permitiendo ver y oír en vivo y en directo lo que está sucediendo desde donde sea. Mae, en principio, se muestra reacia a la iniciativa, pero después de que la critiquen por no tener sus redes sociales “al día”, cambiará de parecer –así, en dos minutos– y se someterá a la particular experiencia de transmitir toda su vida con el flamante dispositivo. El quinto trabajo como director del hasta ahora indie James Ponsoldt (el mismo de las muy buenas The Spectacular Now y The End of the Tour) es una de esas películas más interesantes en los papeles que en la pantalla. Falta de ritmo y con una estructura narrativa que cae una y otra vez en la exposición de sus protagonistas ante empresarios y/o otros empleados, El círculo se propone como una reflexión sobre el mundo digital, aunque su final cargado de un peso moral muestra que la reflexión es una lisa y llana bajada de línea.
Una (otra) película de terror con los sustos reglamentarios y la fórmula aplicada con el manual del género. La exhibición argentina se ha vuelto una cuestión de precisión suiza que hace que jueves tras jueves llegue a la cartelera una película de terror. El conjunto es amplio tanto en sus propuestas como en sus resultados. No obstante, una importante mayoría cae en una mecanización que las vuelve prácticamente iguales y, por lo tanto, fácilmente olvidables. Tal es el caso de No toques dos veces. La historia es más o menos la de siempre. Una mujer adicta en recuperación se reencuentra con su hija adolescente, a quien renunció una década atrás para alejarla de las consecuencias de su adicción. Ahora vuelve aunque no por amor, sino porque ella y su amigo tentaron al destino tocando dos veces las puertas de una casa habitada por una bruja, algo que según la leyenda significa que su espíritu regresará de entre los muertos para, claro está, no dejar a nadie en paz. La figura siniestra de la bruja esconde un pasado tortuoso que el film de Caradog irá develando a medida que avance el metraje. Típica historia sobre familias desestructuradas y amores frustrados, No toques dos veces entrega los sustos reglamentarios, siempre acompañados con golpes de sonido y un montaje abrupto, signo de una fatiga que no sólo aqueja a esta película, sino también al género casi completo.