El puntapié inicial del Dark Universe no está al nivel de las expectativas previas ni mucho menos le hace justicia a la carrera de ese astro de Hollywood que es Cruise. Warner tiene a DC, Disney a Marvel y Universal a sus monstruos. El estudio apuesta por sumarse a la moda de “universos cinematográficos” de sus competidoras mediante el regreso a la pantalla grande de aquellos personajes clásicos de la década de 1930, quienes aparecerán en una serie de películas englobadas bajo el rótulo de Dark Universe. El primer eslabón de la cadena es La Momia, y ya están confirmadas para más adelante La novia de Frankenstein y El Hombre Invisible, esta última protagonizada por Johnny Depp. A luz de los resultados del film de Alex Kurtzman, la idea es menos apostar por los sustos y los climas de antaño que por la grandilocuencia del cine-espectáculo contemporáneo, lo que ubica a esta historia más cerca de una suerte de spin-off de Los Vengadores que de una reinterpretación de aquellas míticas criaturas. Incluso aquí también hay una organización secreta llamada Prodigium a cargo del Doctor Henry Jekyll (Russell Crowe) que, como SHIELD, servirá de hilo conductor de la historia general La acción comienza cuando el soldado Nick Morton (Tom Cruise) encuentra, durante una operación en Irak, un sarcófago en el que descansa una princesa egipcia. En principio se sabe poco de ella, dado que fue borrada de la Historia debido a que fue enterrada viva justo después de que la descubrieran intentando hacer un pacto con el Dios de la Muerte. Su llegada al mundo contemporáneo se vuelve una amenaza cuando descubran que sus intenciones siguen intactas. La Momia es el capítulo introductorio de un mundo que se expandirá en películas autónomas a la vez que relacionadas y complementarias, tal como anunció la distribuidora UIP hace un par de semanas. Se nota: el relato es confuso y las situaciones se suceden entre medio de explicaciones y la presentación de personajes con poco peso. Se trata, en fin, de un tanque muy parecido a cualquier otro, uno que hace mucho ruido y no mucho más.
Cine de tesis con acento italiano. Récord de taquilla en Italia, y con una remake española en marcha en manos de Alex de la Iglesia, Perfectos desconocidos sigue a un grupo de amigos que se encuentran para cenar en la casa de uno de ellos y deciden participar de un arriesgado juego: poner sus celulares sobre la mesa y compartir los mensajes y llamadas que cada uno de ellos reciba durante la noche. El film de Paolo Genovese, escrito por él junto a otros ¡cuatro! guionistas, acompañará el derrotero del grupo durante la particular experiencia. Al principio todo es risas y chistes, pero a medida que avance la velada, los mensajes y llamadas sacarán a la luz los secretos de los distintos integrantes del grupo. Suerte de alegato en contra del uso y abuso de la tecnología en línea de la serie Black Mirror, Perfectos desconocidos mutará rápidamente su tono de comedia para ir volviéndose cada vez más oscura. Lo hará mediante una puesta en escena chata y sin vuelo, y un guión que exhibe sus costuras en una serie de diálogos pomposos que rompen con la verosimilitud del relato. Genovese está más preocupado por las conclusiones, con esa suerte de doble final destinado únicamente a interpelar al espectador, antes que por el desarrollo de los personajes y las motivaciones para actuar de la forma en que lo hacen. Cine de tesis con acento italiano.
Un exponente del subgénero de robo de bancos bastante básico, pero que entretiene con recursos nobles. Ni Bruce Willis ni el subgénero de “películas de robos” atraviesan sus mejores momentos. El actor de Duro de matar hace unos cuantos años que anda perdido en producciones menores (que incluso ni siquiera llegan a estrenarse aquí), mientras que los títulos centrados en grandes golpes delictivos perdieron terreno en la cartelera ante los tanques. El gran golpe une ambos elementos para una historia que difícilmente sorprenda a alguien, pero que al menos entretiene con mecanismos nobles y una sincera apropiación del espíritu del cine clase B, como si así reconociera su carácter de deudora directa. Willis es aquí Hubert, poderoso dueño de un banco que sufre el robo de dos sucursales en un par de días. La investigación recaerá en uno de esos típicos agentes del FBI abnegados y obsesivos que tanto gustan en Hollywood, secundado por un novato que esperar encontrar en este caso una oportunidad para ascender. La policía local también aportará lo suyo con un comisario cuya esposa agoniza en casa por un cáncer fulminante, en una de las varias subtramas que los guionistas abren sin que se entienda muy bien para qué. El caso dejará de ser catalogado de “robo” cuando se descubra que hay vínculos muy estrechos entre los principales sospechosos, la policía local e incluso el propio Hubert. Vínculos presentes y también del pasado, ya que los distintos actores del caso tienen en común un paso por las fuerzas armadas norteamericanas. El director Steven C. Miller tiene una amplia experiencia en este tipo de producciones, y aquí lo demuestra filmando los robos con claridad y tensión. El relato avanzará por los carriles seguros de las historias de venganzas, acusadores que en realidad no lo son y traiciones de toda índole, que se develarán en una media hora bastante desordenada y a la que le sobran un par de “falsos” finales.
Una película con obvias alegorías religiosas que debería exhibirse en iglesias antes que en salas. La cabaña está basada en un libro de William Paul Young que lleva vendidos más de seis millones de ejemplares en todo el mundo desde su publicación en 2009 y que, con los años, se ha convertido en uno los grandes exponentes del género “novela cristiana”. El dato podría ser del color, casi anecdótico, pero en esa génesis literaria anidan los motivos del tono didáctico y burdamente aleccionador del relato. La historia podría ser la de una parábola bíblica. Mack Phillips (Sam Worthington) es un devoto –en el sentido más literal del término– esposo y padre de familia que comparte con los suyos una vida apacible y, claro, ultra religiosa. Esto último en particular se da con la hija más pequeña, con quien tiene charlas exclusivamente sobre Dios. Tan creyentes son, que lo llaman “Papá”. El asesinato de la pequeña durante un campamento lo llevará a Mack a cuestionarse su fe y a alejarse espiritualmente de la familia. Hasta que un buen día recibe una carta en su buzón firmada por… Dios. Sí, el mismísimo creador le escribió personalmente para decirle que hace mucho que no hablan e invitarlo a pasar un fin de semana a la misma cabaña donde años atrás desapareció la nena. Si lo anterior suena increíble, lo que sucede de allí en adelante es francamente ridículo. Mack no sólo encuentra a Dios (Octavia Spencer), sino también al Hijo y al Espíritu Santo. El encuentro entre todos se da un ámbito luminoso que el film no hace más que subrayar una y otra vez. Allí sucederán una serie de diálogos cargados de metáforas y alegorías más cerca del universo de la espiritualidad y la autoayuda que del cine. La cabaña es, entonces, una película destinada a exhibirse en iglesias antes que en salas.
La octava entrega de la exitosísima saga fierrera es, también, una de las más flojas. A estas alturas del partido, con ocho películas a cuestas, una taquilla muy generosa y un nombre que ha devenido en franquicia, queda claro que no hay prácticamente nada capaz de detener a Rápidos y furiosos. Ni siquiera la muerte de uno de sus protagonistas, Paul Walker, en un accidente de tránsito. Ya con su personaje esfumado de este universo poblado por fierros y mujeres, Rápidos y furiosos 8 es, sin embargo, una de las entregas más flojas de la saga. La historia empieza como casi siempre. Es decir, con Dominic Toretto (Vin Diesel) tomando sol y pisteando en algún lugar de arenas blancas y aguas transparentes (ahora es Cuba) y un llamado posterior con el pedido de volver a juntar a la “familia” para una misión. Misión que, en este caso, lo involucra de forma directa, ya que una visita de la malvada Cipher (Charlize Theron) lo obligará a “cambiarse de bando” y dejar atrás a su gente. Dirigida ahora por el veterano F. Gary Gray (Un hombre diferente, La estafa maestra, Días de ira, El mediador, Straight Outta Compton), Rápidos y furiosos 8 tiene, con excepción del inefable Diesel, un auténtico dream team encabezando la marquesina: a Theron se le suma el pelado Jason Sthatham, el inoxidable Kurt Russell, el cada película más festivo Dwayne “The Rock” Johnson e incluso, en un papel secundario, la británica Helen Mirren. El problema es que el film nunca sabe muy bien qué hacer con ellos. Mejor dicho, sabe qué hacer, pero a todas luces es una decisión errada, ya que los pone a repetir parlamentos carentes de cualquier atisbo de lógica, lleno de máximas y definiciones sobre el valor de la amistad y la familia, desaprovechando no sólo sus capacidades sino también el carisma de varios de ellos. Es cierto que difícilmente alguien se arrime a ver Rápidos y furiosos 8 buscando elementos que inviten a algún tipo de reflexión. La saga bien lo supo, sobre todo desde su quinta entrega, cuando se volcó definitivamente a convertirse en un cine físico, rabiosamente analógico. Ahora, en cambio, todo girará en derredor de un enfrentamiento entre los dos bandos, matizado por algunas escenas de persecuciones -muchas menos que en las anteriores- que basan su construcción en efectos digitales. Así, entre la espectacularidad y una trama geopolítica endeble y llena de agujeros, la franquicia pide a gritos una parada en boxes.
Un drama con algunos elementos policiales con sólidas actuaciones y algunas indecisiones narrativas. A diez años de Arizona Sur y seis de La mala verdad, sus dos experiencias previas en el largometraje, el director Miguel Ángel Rocca vuelve a incursionar en los vínculos filiales con Maracaibo, un drama sobre una pérdida familiar matizado con algunos elementos policiales. Las dos vertientes del relato tardan un buen rato en confluir. Al principio todo indica que el núcleo gravitará alrededor de la relación entre Facundo (Matías Mayer) y su papá Gustavo (Jorge Marrale). Ya en la escena inicial queda claro que son bien distintos: ambos comparten una jornada de caza, pero el primero se niega a disparar y el segundo no sólo lo hace, sino que da en blanco. Días después Gustavo lo descubre en la cama con un compañero de facultad, desatando un silencio incómodo entre ambos durante los encuentros posteriores. Encuentros que en realidad son más bien pocos, porque una noche una entradera termina con el hijo muerto y Gustavo y su mujer (Mercedes Morán) en una crisis matrimonial. El film acompañará a Gustavo en sus constantes visitas constantes a la cárcel para ver al asesino (Nicolás Francella) y el proceso de duelo que, en paralelo, intenta llevar adelante junto al personaje de Morán. Tanto ella como Marrale son dos de los puntos más altos de un film que, más allá de tener algunos logrados momentos, no termina de definir muy bien hacia dónde quiere ir.
Innecesario regreso de una popular saga de terror. Las remakes de títulos provenientes del J-Horror estuvieron de moda a principios de la década pasada, pero todavía tienen hilo en el carretel. Quince años después de la película original, llega el turno de un nuevo reencuentro con la fantasmagórica Samara en La llamada 3. Dirigido por el andaluz F. Javier Gutiérrez, el film plantea una estructura similar a su predecesora. Esto es, un video cuyo visionado conlleva una muerte segura una semana después. Salvo, claro, que el damnificado “pase” la maldición compartiendo esas imágenes con un tercero. Las potenciales víctimas son una parejita de flamantes estudiantes universitarios y el profesor que lidera un grupo de investigación. La llamada 3 tiene el automatismo habitual de los productos pensados pura y exclusivamente para su explotación comercial, a la vez que una narración que recién sobre su media hora encuentra ritmo y coherencia. Algunos sustos, la levísima intriga generada por la presencia siempre inquietante de la pelilarga Samara y una idea bastante banal sobre el concepto de actualización (cambiar VHS por archivos digitales y nada más) es todo lo que tiene para ofrecer esta historia rápidamente olvidable.
Pequeño éxito de crítica y público al punto de convertirse rápidamente en film de culto en todo el mundo, la primera entrega de John Wick (Sin control en la Argentina) significó una brillante carta de presentación como director del reconocido stuntman Stahelski y un regreso con gloria como héroe de acción para el devaluado Reeves. Esta secuela ratifica y potencia los hallazgos de la película original para convertirse en un ejemplo de estilización visual, ejercicio autoconciente y apropiación lúdica de la violencia extrema. John Wick (estrenada en la Argentina hace poco más de dos años con el título de Sin control) sorprendió por su deliberada apuesta por la estilización, su nivel casi gamer de la violencia y la fascinación por el movimiento, todas características que remedaban al cine de John Woo y otros maestros del cine de Hong Kong de las décadas de 1980 y 1990. Dos años después, y otra vez con Chad Stahelski como director y el impertérrito Keanu Revees en el rol estelar, su secuela repite –y maximiza- esos méritos. El film comienza clausurando la primera entrega, es decir, con Wick terminando de masacrar a la banda que había robado su imponente Ford Mustang y, lo peor de lo peor, matado a su perrito. Es una escena que narrativamente aporta poco, pero que le sirve a la película para plantear cuáles serán sus armas: más violencia, más espectacularidad y una conciencia enorme del realizador acerca de la importancia de la vertiente física del relato. No parece casual que Stahelski haya forjado una larga trayectoria como doble de riesgo antes de incursionar en la dirección. Ya con su auto recuperado, a Wick lo visitará un capo de la mafia italiana con una oferta que no puede rechazar. Él, claro, la rechaza y como respuesta recibe un bazookazo directo al comedor. Una vez aceptado el trabajo, el asesino a sueldo irá en busca de la hermana del contratista. Ella tampoco es una beba de pecho, y el encargo no puede culminar de otra manera sino con él siendo perseguido por un auténtico batallón dispuesto a masacrarlo. A partir de ahí, John Wick 2 pone quinta marcha y no para: la primera balacera después de la escena de apertura es una de las más impresionantes que se hayan visto en años, en parte por la espectacularidad de las imágenes, pero sobre todo por la decisión de Stahelski de acompañar a su protagonista desde la espalda y prolongar las escenas más allá del corte habitual. Pero el film también tiene autoconciencia del absurdo generalizado y decide evidenciarlo en una tensa caminata de Wick y uno de sus perseguidores por un subte lleno de gente. Allí, entre disparos con silenciador, Stahelski dice –a él y también a los espectadores– que su película no es otra cosa que un ejercicio tan violento y sanguinario como finalmente lúdico.
Un digno spinoff de una de las sagas más populares del cine contemporáneo. Pasaron casi cuatro décadas desde el lanzamiento de la por entonces aquí llamada La guerra de las galaxias, y el carretel del universo creado por George Lucas sigue entregando tela para cortar. Ya sin él como responsable artístico, la saga espacial, de la que Disney se hizo cargo hace unos años, inició con El despertar de la fuerza una tercera etapa que tendrá cinco películas, continuará en diciembre de 2017 con el Episodio VIII y culminará en mayo de 2019 con el estreno del Episodio IX. El segundo eslabón de la cadena de este periodo es Rogue One: Una historia de Star Wars. Se trata de un spinoff -el segundo vendrá en 2018, entre los Episodios VIII y IX- que se presenta como un exponente relativamente autónomo del núcleo espinal del relato. La acción se inicia con el encarcelamiento de un funcionario del Imperio acusado de traición (Mads Mikkelsen) y el asesinato de su mujer. La hija de ambos, Jyn (Felicity Jones), es salvada por un rebelde (Forest Whitaker), con quien años después encabezará un intento por recortar parte del poder de las fuerzas del Imperio robando los planos de un arma letal. No hay demasiadas diferencias entre Rogue One y cualquier tanque promedio de Hollywood. Igual que casi todos ellos, el film avanza con una velocidad que, por momentos, hace que el relato trastabille: hay saltos geográficos cada un par de minutos, varios personajes apenas delineados, escenas cortas, parlamentos cargados de información y un buen número de planos generales compuestos enteramente de elementos digitales. Sin embargo, sobre la última hora, el realizador Gareth Edwards (Godzilla) reduce el ritmo frenético y concede a sus personajes –un grupo de rebeldes descastados- un objetivo claro y concreto que clarifica el relato. Recién entonces Rouge One se convierte en un relato de aventuras clásico, en línea con el espíritu que sobrevoló gran parte de El despertar de la fuerza. Así, y aún con sus falencias, el film muestra que los hechos sucedidos “hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana...” todavía tienen emociones para entregar.
Un relato coral en la línea del cine de Robert Altman y Paul Haggis con situaciones extremas, desgracias humanas y frases célebres. El subgénero “dramón televisivo” sobrevivió a la desaparición del canal Hallmark y cada tanto entrega un nuevo exponente aun cuando sus tiempos de gloria hayan quedado bastante atrás. El nuevo se llama Crímenes y virtudes, y es uno de esos relatos donde todo, absolutamente todo sale mal: hay muertes, enfermedades psiquiátricas, accidentes, problemas de fecundación y, claro está, mucho hospital. Estrenado en el Festival de Sundance, el film de Tim Blake Nelson comienza, como no podía ser de otra forma, con una situación trágica. Es aquella en la que en un profesor universitario es atacado al llegar a su casa, hecho que a su vez oficiará como disparador para una serie de (¡ay!) historias entrelazadas con el aporte de un amplio elenco de figuras sobre varios los temas predilectos de los films de autopresumida trascendencia: la existencia, el rol en la sociedad, las relaciones humanas y un largo, larguísimo etcétera. Crímenes y virtudes es un ovillo de frases importantes siempre dichas en un tono grave y fastuoso por personajes que inexorablemente se verán sumidos en sus peores penurias que el guión encadena de forma caprichosa, causal antes que casual. Es lo que sucede cuando un director cree haberse sentado en un púlpito en lugar de una silla plegable.