Más grande, menos irreverente Más grande, menos irreverente Una secuela “obligada” por el éxito del film original con muchos más recursos, pero con menos sorpresas. Nadie esperaba el éxito comercial que significó, hace tres años, Nada es lo que parece. Ni siquiera sus propios hacedores, que habían dejado todo tan cerrado que una secuela resultaba, al menos en términos narrativos, difícil de imaginar. Pero en Hollywood, se sabe, mandan los números y ahora estamos ante una segunda parte más grande, con más despliegue y desarrollo, pero con menos irreverencia. Con Jon M. Chu (G.I. Joe: La venganza) en reemplazo del francés Louis Leterrier (El transportador, Furia de titanes) en la dirección, Nada es lo que parece 2 vuelve a unir a “Los cuatro jinetes” (Woody Harrelson, Jesse Eisenberg, Dave Franco y Lizzy Caplan en lugar de la colorada Isla Fischer) para un nuevo golpe que consiste en evidenciar los verdaderos planes de un empresario de las telecomunicaciones. A partir de ahí, habrá decenas de enredos y vueltas de tuerca, viajes de un continente a otro a velocidades sobrehumanas, buenos que al final no lo son y un villano que, como en casi todas las películas del subgénero “ingeniosas”, develará sus verdaderas intenciones bien avanzado el metraje. Menos desfachatada y festiva que su predecesora, y más volcada a las explicaciones psicológicas sobre las motivaciones de sus personajes, Nada es lo que parece 2 prodiga giros y contragiros narrativos durante dos horas. El resultado es, por un lado, un relato que se sigue con interés, pero que termina agotándose y cayendo por el propio peso de su (único) recurso. Al fin y al cabo, el film de Chu es de esos que reiteran una y otra vez su truco hasta volverlo evidente, Como si un mago escondiera sus palomas en una jaula transparente a la vista de toda la platea.
Carrera con obstáculos Una de autos, pilotos y familias disfuncionales que se termina saliendo del camino. Veloz como el viento es una película italiana, pero tranquilamente podría provenir de Hollywood. Impecable en sus rubros técnicos y con un despliegue de producción imponente, el tercer largometraje de Matteo Rovere comienza como una clásica fábula deportiva de ascenso, caída y renacimiento, pero a mitad de camino olvida la potencia de las carreras automovilísticas para convertirse en un convencional drama sobre familias disfuncionales. El relato está protagonizado por una joven piloto (Matilda De Angelis) con futuro de campeona, peor cuya carrera se trunca debido a la muerte de su padre y jefe de equipo. La pérdida la obliga no sólo a dejar las pistas, sino también a hacerse cargo de la delicada situación familiar, incluyendo una economía enflaquecida y un hermano menor. La única solución posible es aprovechar la reaparición del hermano mayor (Stefano Accorsi), otrora as del volante y campeón devenido en un auténtico yonqui que al principio no quiere saber nada, pero que terminará aceptando como una forma de obtener dinero fácil y rápido. El film mostrará el regreso de la piloto a los primeros planos y la reconstrucción del vínculo con su hermano. Pero sobre el Ecuador del metraje, Rovere deja de lado las pistas para volcarse a una vertiente centrada en las peleas puertas adentro y el pase de facturas, cambiando así aceite por lágrimas fáciles.
Poco cine para celebrar Justo para el Bicentenario de la Independencia llega esta película que reconstruye la reunión cumbre entre San Martín y Bolívar. José de San Martín y Simón Bolívar se encontraron en Guayaquil a fines de julio de 1822. Ambos venían liderando sendos procesos independentistas, y por entonces se encontraban en una encrucijada: el primero, que marchaba desde el sur, necesitaba reforzar sus tropas para el golpe final en Perú. El segundo, buscaba la validación definitiva de su liderazgo político. El resultado fue una reunión cuyo contenido constituyó uno de los grandes secretos de la historia regional. Dirigida por Nicolás Capelli (Matar a Videla) y basada en una investigación de Pacho O’Donnell, El encuentro en Guayaquil teoriza sobre esa reunión e intenta ir un poco más allá retrotrayéndose hasta situaciones puntuales de la década previa que permiten entender las razones detrás de los pedidos de cada uno de los líderes. El film es de esos que felizmente ya casi no se hacen. Pesado, didáctico, sobreactuado y con un acabado técnico digno de la década de 1980, el relato va y viene en el tiempo y en el espacio, intentando amalgamar su vertiente histórica con una más emotiva centrada en los avatares románticos de San Martín (Pablo Echarri, siempre listo para mostrar el torso) y Bolívar (el colombiano Anderson Ballesteros). Con una estética y ritmo dignos de una de las novelas brasileñas de Telefé, El encuentro de Guayaquil tiene algunos de los momentos más involuntariamente hilarantes del año, además de unas vueltas argumentales que envidiaría más de un guionista televisivo. El Bicentenario de la Independencia merecía una película mejor.
Pirotecnia y solemnidad La película basada en el popular videojuego defrauda, sobre todo por los buenos antecedentes que traía su director. Los comienzos de la carrera de Duncan Jones estuvieron signados por las dudas generadas por su condición de “hijo de”. No era para menos: su padre era David Bowie. Pero con el díptico compuesto por En la Luna y 8 segundos para morir, el realizador mostró que los vínculos filiales eran simplemente eso, y que en él había un director interesante, con ideas y una visión del mundo. Todo eso hasta ahora. Basada en el popular juego de estrategia homónimo, Warcraft, que aquí se estrena con el subtítulo El primer choque de dos mundos, es otra de esas superproducciones ruidosas, pirotécnicas, vacías y solemnes a la que Hollywood ha acostumbrado al público en los últimos años. El film plantea el enfrentamiento entre la comunidad de los Orcos, provenientes de un mundo que ya no existe, y el de los humanos. Los primeros están dominados por una magia “mala” y verdosa, mientras que los segundos los combatirán no sólo con espadazos y fuerza física, sino también con una magia “buena”. Si lo anterior suena a delirio se debe a que lo es. Los personajes y las acciones suceden no tanto por la lógica del relato como por la voluntad de un guión de hierro, atado a todas y cada una de las fórmulas del cine de gran espectáculo moderno. Las escenas de las batallas, eso sí, tienen una violencia poco habitual, mientras que algunos personajes parecen estar ahí con miras a una secuela. Los pésimos resultados de taquilla y crítica en Estados Unidos invitan a pensar que quizás nunca se filme, aunque su éxito con récord en China podría cambiar esa decisión. Lo concreto es que El primer choque de dos mundos resulta una película del montón.
Pequeños gigantes Tras una larga trayectoria como documentalista, Remedi debuta en la ficción con una historia de niños (y padres) en una zona del conurbano de clase trabajadora. Sergio (Joaquín Remedi) y Noemí (Martina Horak) andan por los 11 años, son compañeros de escuela y tienen una amistad sobre la base de las vivencias y el tiempo compartidos. Él, a su vez, es hijo de una mujer divorciada (Licia Tizziani) que hace poco empezó a trabajar como empleada de limpieza de un hospital y ella, de un obrero de un astillero de fuerte militancia por los derechos de los trabajadores (Sergio Boris). No hay indicios muy claros de que los chicos se gusten; a los padres, en cambio, se les nota demasiado. Sobre esos vínculos amorosos y filiales trabaja la ópera prima de ficción de Claudio Remedi. La ilusión de Noemí acompañará a los chicos y a sus padres por igual, yendo y viniendo entre la inocencia y los juegos de los primeros y la melancolía tristona de los segundos sin que esto implique condescendencia o paternalismo en la forma de mirar no sólo a sus personajes. La mirada atenta también aplica al barrio industrial cercano al puerto de Berisso donde transcurre casi la totalidad del relato. Por momentos esa distancia se traduce en frialdad, alejando al espectador de una preocupación genuina por el devenir de los hechos. Así, sin grandes picos dramáticos pero tampoco subrayados, La ilusión de Noemí termina siendo un amable relato de iniciación para los chicos… y también para los grandes.
Nada nuevo tras la cordillera Una comedia de enredos de manual hecha en coproducción con Chile El BAFICI, el Festival de Mar del Plata y algunos lanzamientos comerciales permitieron trazar un mapa bastante exacto del fenómeno del cine chileno de la última década, ese que mundializó nombres como Pablo Larraín o Sebastián Lelio. En ese contexto, el estreno de Alma, coproducción entre aquel país y la Argentina, alumbra una zona hasta ahora prácticamente desconocida desde este lado de la Cordillera como es el cine popular trasandino. El film de Diego Rougier –la segunda producción más vista del año pasado en Chile con 198.000 espectadores– arranca con la separación de Alma (Javiera Contador) y Fernando (Fernando Larraín) después de varias décadas juntos. Este último terminará viviendo en la casa de un amigo, ubicada justo enfrente de la de Alma. La cercanía le permitirá a Rougier construir una comedia de enredos de manual, con malos entendidos recíprocos y una serie de sucesos generados por los protagonistas menos por deseo propio que por la certeza de que está siendo visto por su ex media naranja. Nada malo hasta aquí, salvo porque Alma, aun cuando su nombre invite a pensar lo contrario, tiene un punto de vista masculino que se traduce en una dosis de machismo por momentos peligroso. El film irá deshilachándose a medida que avance su metraje. El crecimiento narrativo de Gaspar (Nicolás Cabré) y una elevación del absurdo nunca del todo explotada vuelven a marcar que las buenas intenciones no necesariamente se traducen en una película lograda.
Regreso con gloria (y delirio) Una más que bienvenida secuela de esta saga desquiciada. La falta de secuelas sólidas es una de las grandes deudas pendientes de la Nueva Comedia Americana. En ese sentido, Buenos vecinos 2 no está a la altura de su predecesora, pero a fuerza de un humor desquiciado se las ingenia para ser una humorada sumamente eficaz y divertida. El argumento es lo de menos: pasaron un par de años desde el cierre de la fraternidad contigua a la casa del matrimonio de Mac (Seth Rogen) y Kelly (Rose Byrne), y ahora ellos conviven en paz mientras esperan la llegada de su segunda hija. El regreso de Teddy (Zac Efron) es el primer indicio de que la historia no está terminada y otra vez habrá un enfrentamiento con jóvenes, en este caso un grupo de chicas encabezadas por Shelby (Chloë Grace Moretz) dispuestas a instalar allí una sororidad, primer escalafón del camino a la fraternidad. Dirigida otra vez por Nicholas Stoller (Cómo sobrevivir a mi novia / Forgetting Sarah Marshall, Eternamente comprometidos / The Five-Year Engagement) y con guión escrito a ¡diez! manos, la película irá de menos a más, en gran parte gracias a un crescendo humorístico sin techo: los chistes de Buenos vecinos 2 son los más impredecibles que se recuerden en años. Acompañados por una dupla de secundarios extraordinarios (Carla Gallo y Ike Barinholtz), Rogen, Byrne y Efron conforman una dinámica cómica veloz y aceitadísima que eleva al film a momentos de una hilaridad absoluta. Con un poco más de cuidado y prolijidad en la articulación de esas situaciones, Buenos vecinos 2 sería la comedia perfecta.
Extrañando a Tim Burton Alicia a través del espejo repite gran parte del equipo actoral y artístico de Alicia en el país de las maravillas (2010). El único de los grandes nombres que falta es el del director Tim Burton, y su ausencia se nota demasiado. Película con poca vida, arbitraria e insustancial, esta secuela es quizá uno de los puntos más bajos de los estudios Disney en los últimos años. La historia retoma las vivencias de Alicia ya convertida en una capitana de barcos, pero eso importa poco. El núcleo fuerte del film comienza cuando ella ingresa al mundo mágico del Sombrerero Loco y compañía atravesando el espejo del título. Lo que en encuentra del otro lado es al personaje de un cada día más caricaturesco Johnny Depp al borde de la muerte, situación que la obligará a lidiar con Tiempo (Sacha Baron Cohen) para intentar retroceder al pasado y remendar un par de situaciones familiares. Que el encargado de regir la voluntad del tiempo se llame Tiempo es uno de los primeros síntomas de un film bombástico, ruidoso, mecánico, forzado, escasamente armónico y sobre todo discursivo como pocos. James Bobin (Los Muppets) no apuesta al surrealismo visual ni mucho a ampliar el universo creado por el director de El joven manos de tijera y El gran pez, sino que, por el contrario, elige limitarlo reduciendo todos los conflictos por la vía fácil de los asuntos familiares no resueltos. Ese recurso facilista está bien en línea con la idea de convertir las imágenes en meras ilustraciones de un guión de hierro y preocupado únicamente por sostener la atención del espectador a fuerza de explicaciones, cortesía de la guionista Linda Woolverton, a la postre la máxima responsable del film. Burton volvé, estás perdonado.
Pájaros al ataque La adaptación cinematográfica del juego para dispositivos móviles es una más que aceptable propuesta para toda la familia. Creado por la empresa finlandesa Rovio Entertainment en 2009, Angry Birds es uno de los juegos más descargados de la era de los celulares táctiles. Su dinámica sencilla (tirar pájaros con una gomera hasta destruir una comunidad de cerdos para quedarse con los huevos que ellos robaron) y su gran cantidad de versiones, actualizaciones y spinoffs lo convirtieron en un auténtico ícono del mundo 2.0. La versión cinematográfica de la popular aplicación pone en contexto esos hechos. Para esto elige como protagonista a uno de esos personajes, el cardenal Red, quien es obligado a hacer un tratamiento de manejo de ira. Allí conocerá a Bomb, un cuervo que literalmente explota por los aires cuando se enoja, y al solitario canario amarillo Chuck, que no tiene tantos problemas de control como de sociabilidad. Angry Birds: La película explora durante la primera mitad la dinámica del trío. Trío cuya condición de perdedores y/o descastados lo emparenta con la Nueva Comedia Americana. La segunda está centrada en la aparición de los cerditos verdes dispuestos a todo con tal de robarse los huevos, desatando, ahora sí, la batalla para recuperarlo. El film de Clay Kaytis y Fergal Reilly es veloz pero claro y colorido sin ser colorinche. Tiene, además, una enorme capacidad de invención visual, bien en línea con otros productos del departamento animado de Sony (Lluvia de hamburguesas, Hotel Transilvania). Dos razones que hacen de este film una más que aceptable propuesta para toda la familia.
Oportunidad perdida Un thriller psicológico que arranca muy bien y tenía todo para funcionar, pero que se desluce en su última parte. Cualquier profesor de guión podría exhibir Somnia: Antes de despertar como ejemplo cabal de la forma más habitual en la que un realizador puede ser el máximo responsable de arruinar su propia película. El largometraje de Mike Flanagan, el mismo de las aceptables Ausencia (2011) y Oculus (2013), arranca muy bien aun cuando su premisa se haya visto y leído mil veces, pero termina cayendo en un sinfín de lugares comunes que no hacen más que deteriorar el resultado final. El matrimonio compuesto por Jessie y Mark (Kate Bosworth y Thomas Jane) perdió a su hijo hace pocos meses en un accidente doméstico. Sumidos en el duelo, deciden seguir adelante adoptado a un chico de ocho años llamado Cody (Jacob Tremblay, de La habitación). El nene es bueno, atento, cálido y respetuoso, pero tiene un “talento” particular que lo ha llevado a saltar de casa en casa desde bebé: puede materializar sus sueños. Y también, claro, sus pesadillas. Flanagan parece dispuesto a correrse de los caminos habituales de los thrillers psicológicos haciendo lo que pocos. Esto es, situar a los padres como villanos dispuestos a manipular a Cody para que sueñe con el hijo muerto y lo materialice. El problema es que, sobre el último tercio, parece tomar conciencia de esa transgresión y retrocede para ahora sí acomodarse en los carriles narrativos más convencionales, sacando de la galera fantasmas, desapariciones y los traumas como explicación de todo. Somnia: Antes de despertar, entonces, no es una mala película; es una oportunidad desperdiciada.