La mediocridad no se toma vacaciones Si hay algo que salva del abucheo generalizado a comedias pasatistas de esta especie, definidas cada una de ellas por el hecho de reciclar tópicos trillados (como el de las crisis matrimoniales o en su versión más prosaica el de la guerra de los sexos), es sin dudas una rica galería de personajes secundarios y la incorrección política que pone en jaque valores de índole conservador, sobre los cuales existe una penosa indulgencia por parte de la industria. Sobran los ejemplos de buenas propuestas como La novia de mis pesadillas para reconocer que la penetración del estilo de las sitcom estadounidenses resolvió ciertos problemas en la concepción general, demostrando que cuando se quiere se puede. Quizás para este debut del actor Peter Billinsgley en la dirección la frase deba modificarse por otra más justa: cuando se sabe se puede. Esto se debe a que Sólo para parejas hace gala del término intrascendente no sólo por la banalidad de la trama, sino porque ninguno de los planteos esbozados por el guión -chato- resulta interesante. La historia básicamente conjuga los lugares comunes de todo matrimonio inmerso en la rutina, en un aparente clima de tranquilidad, cuya supuesta perfección en la relación de pareja se verá profundamente dañada al pasar por los consejos de un gurú (Jean Reno), quien ofrece sus servicios en un resort paradisíaco. Allí, llegan entusiasmadas las cuatro parejas que protagonizan esta insulsa comedia compuestas por: Jason Bateman y Kristen Bell, en realidad el único matrimonio con problemas porque ella no puede quedar embarazada; Vince Vaughn, Malli Akerman, Faizon Love, John Favreau y Kristin Davis que completan el grupo repasando las típicas rencillas que delatan el desgaste de cualquier convivencia conyugal como la falta de comunicación, el mal sexo, la postergación de proyectos personales, para los cuales los guionistas apelan a una batería de gags que no hacen reír a nadie.. Ni siquiera la verborragia de Vaughn (que a esta altura ya cansa), el pequeño papel otorgado al cantante Carlos Ponce (que exhibe músculos, sex apeal latino y misoginia) o el desaprovechado John Favreau son suficientes para sacar a flote una película que por el propio peso de su mediocridad se hunde desde el primer minuto y toca fondo con un rebrote moralista patético e irritante.
El retrato imperfecto Rosa Patria es un claro ejemplo de la lábil frontera entre el documental y la ficción, cuando se está dispuesto a trascender límites formales y a exponer explícitamente como parte del proceso creativo una búsqueda que, lejos de volverse un atajo hacia un lugar definido, abre la encrucijada que permite la reflexión y la necesidad de volver una y otra vez sobre los objetivos buscados. Afortunadamente, Santiago Loza –director de Extraño– se atreve con un anómalo ensayo documental, dejando su sello indeleble de calidad artística por sobre todas las cosas. La virtud de esta propuesta, ganadora el año pasado del premio del jurado en la sección oficial de competencia Argentina del último BAFICI , es la incompletud al acercarse desde una visión personal y fragmentaria a la poco conocida figura de Néstor Perlongher: un poeta argentino, homosexual, que militó antes y durante la época de la dictadura en defensa de la libertad sexual, por lo que debió exiliarse a Francia y posteriormente a Brasil para luego terminar sus días y morir en la Argentina por padecer el virus del HIV. Loza no sólo rescata una parte poco difundida de la historia más reciente del poeta, la de la militancia y posteriormente su recaída mística, sin ocuparse demasiado de su faceta artística para concentrarse en un constante juego de interrogantes, representaciones de carácter teatral, recuperación de viejas cartas, canciones y un largo etcétera mixturado con la irrupción de recitados que traen la imagen fantasmagórica de Perlongher, la cual se realza en la constante ausencia a la vez que se desdibuja en un compendio muy bien seleccionado de testimonios de amigos y compañeros. Entre el acopio de voces resuenan las de Fernando Noy, Juan José Sebreli (por citar a los más conocidos) junto al relato de activistas que proporcionan jugosas anécdotas con un aporte de ciertas contradicciones en la figura del artista. El mérito del cineasta creador de Cuatro mujeres descalzas, más allá de haber logrado este interesante experimento en tan sólo 10 días de rodaje, es que al carecer de material de archivo y fotos reconstruye un personaje como si se hubiera propuesto seguirle los rastros a un fantasma huidizo, que reaparece una y otra vez en las estrofas crudas y burlonas de los poemas de este excéntrico escritor.
Si hay algo que puede caracterizar a este film del portugués Miguel Gomes es su impronta de cine independiente ya que prevalece la idea de búsqueda, de riesgo, durante las dos horas y media en las que el director utiliza el pretexto de un rodaje que lo acerca conceptualmente al documental desde el registro inmediato y sin filtros para encontrarse con historias sencillas en una aldea portuguesa haciendo foco en lo banal, en la falta de acontecimientos extraordinarios. La cámara encuentra personajes en cada rincón por el que pasa, mérito excluyente de este joven realizador que mereciera el premio en la sección oficial de competencia internacional del último BAFICI, pero se ve invadida por una energía que proviene de la naturaleza y de la sencillez y carisma de sus protagonistas, entre quienes se destacan los miembros de una familia compuesta por un padre abandonado por su mujer, una hija adolescente, su tío y su primo que se ganan la vida cantando canciones de amor, al estilo Julio Iglesias. Tan pegadizas al oído como inolvidables para las escenas de una película dispuesta a mostrar que pese al artificio del cine la realidad de lo cotidiano, mostrada desde un ojo sensible, tiene más riqueza y vitalidad que la ficción...
Únicamente un director del talento y la osadía de Werner Herzog es capaz de llevar adelante un film tan anómalo y cautivante que se aparta rotundamente de su aparente versión original (de remake no tiene un ápice) donde la pátina cristiana prevalecía sobre la supuesta decadencia moral. Esta reinvención del personaje encarnado nada menos que por Nicolas Cage, cuya habitual sobreactuación se amolda de forma perfecta con la caracterización, es sin duda el mayor hallazgo que el director de Fitzcarraldo haya hecho y, lo más importante, un espaldarazo para un actor que había entrado en la pendiente de la decadencia y la ridiculez. Parte de ese logro se debe al tono desatado que el film sostiene sin ningún forcejeo con la trama, una mezcla de policial común con la sobreexposición de los estereotipos que pasan por el ojo deformante de la cámara, contagiándose de los efectos lisérgicos que irrumpen a cada minuto en el derrotero de este detective corrupto atrapado en un círculo vicioso. Un film agnóstico y mordaz que se permite arrojar los dardos ponzoñosos sobre los valores de la cultura Norteamericana, las redenciones hollywoodenses y la corrección política para mostrar una ciudad putrefacta tras el demoledor paso del huracán Katrina...
Los confines de la imaginación y la locura Para adentrarnos en el contexto del último opus de Tim Burton, nada menos que una aproximación a los populares cuentos (finalmente novelas) centrados en las peripecias de la heroína Alicia, resulta imprescindible repasar algunos datos de su autor, conocido bajo el seudónimo de Lewis Carroll. Además de escritor, este pastor anglicano (fallecido en el año 1898 en su Inglaterra natal) era matemático y lógico, hecho que más allá de ser anecdótico puede resignificarse tomando como punto de partida la historia de Las aventuras de Alicia en el país de las Maravillas (su primer cuento) y de Alicia a través del espejo y lo que encontró allí (su secuela), siendo este último caso una obra más propensa al uso de metáforas y alegorías, que el director de Batman mezcló para dar forma a lo que podría considerarse como una tercera parte con una Alicia de casi 20 años. En esta versión pergeñada por la delirante mente del realizador se recupera la figura de la protagonista en pleno tránsito de la pubertad hacia la adultez y, en un segundo nivel, bucea en la búsqueda de su propia identidad en rebeldía ante las imposiciones y mandatos sociales. Así lo refleja la anécdota que da comienzo al film: Alicia (buen debut de Mia Wasikowska) llega engañada a la antesala de la boda en la que su pretendiente le propondrá casarse ante una congregación de familiares y allegados, entre quienes se encuentran su madre y su hermana. Semejante traición la llevan a abandonar el lugar y luego a dejarse llevar por la curiosidad de un conejo blanco que la conduce a su madriguera, junto a un árbol, en la que termina por caer. A partir de allí no abandonará la tierra de Underland, donde tomará contacto con una serie de personajes, entre ellos el sombrerero loco (inspirada creación de Johnny Depp), la oruga azul (voz de Alan Rickman), el gato de Cheshire ( voz de Stephen Fry), la malvada reina roja (genial Helena Bonham-Carter) y la reina blanca (una deslucida Anne Hathaway). El resto transita por el camino de la aventura iniciática, en la cual la joven Alicia deberá matar al dragón Jabberwocky (voz de Christopher Lee) para destronar a la reina roja. A eso debe sumársele la desatada fantasía del director de Ed Wood, que al transferir sus escenas al sistema 3-D consigue un plus en cuanto a la imagen y al movimiento de los objetos en la pantalla, sin renunciar a sus habituales marcas de estilo que le otorgan a la trama ciertas aristas oscuras e ironía volviéndola más atractiva aún. En esa sutil arremetida irónica descansa paradójicamente el espíritu de la novela original, que se mofaba de la burguesía de aquella época mediante juegos de palabras y alusiones políticas que en el caso de Burton se sintetizan en la cohorte de aduladores de la reina roja, entre otras cosas. Ahora bien, ¿en qué reside la importancia de los relatos de este escritor del siglo XIX y cuál es su relación directa con Tim Burton y su cine? En primer lugar en la impronta transgresora tanto de uno como de otro de acuerdo a sus lenguajes artísticos. En el comienzo de la novela la niña escucha con poca atención un relato que le lee su hermana, carente de diálogos e ilustraciones. De ahí, la posibilidad que tiene la pequeña Alicia de crearse un universo propio mediante el lenguaje para salir del tedio. No a partir de la fantasía, como suele interpretarse. Este prólogo nos permite remontarnos por otro lado a los orígenes del conocimiento a través de la primera herramienta cognitiva, que es aquella proporcionada por las palabras para reconocer los objetos, sin la chance de que estos puedan tener otro significado. Esa imposibilidad es la que dificulta la irrupción de la imaginación, que justamente representa entre otras cosas la falta de libertad En el caso del inventor de El joven manos de tijera la limitación del leguaje que ancla el sentido es equivalente a la de la imagen que literalmente representa una sola cosa, propia de ese cine carente de vuelo que sigue a rajatabla modelos de representación que dictan un orden establecido, incluso cuando de fantasía se trate. Para romper con esa ley es esencial la apertura hacia la poesía, tanto en el terreno literario como cinematográfico, y mediante ella a la multiplicidad de sentidos para reinventar la realidad. Eso es precisamente lo que hace Tim Burton en la construcción de sus propios universos, atravesados por reminiscencias de pesadillas infantiles, criaturas extrañas e incompletas (o con algún defecto físico) y en la manifiesta defensa de la locura para evadir la chatura y el orden del mundo real. Allí está entonces el famoso y utópico mundo de las Maravillas de Burton y Carroll, al que llega la inocente niña tras caer en la madriguera del conejo Blanco. Un lugar habitado por seres extraños que la someten a diferentes acertijos lógicos que derivan en respuestas absurdas (línea que la película lamentablemente no explota) durante su proceso transformador. Y si de locura se trata, sólo unos pocos realizadores como éste tienen la capacidad de no ilustrar con imágenes preconcebidas para orquestar una imaginería tan rica y propia, que en este caso particular impregna al film de un costado ambivalente por generar una tensión entre la idea transgresora de la libertad frente a la de la predestinación. Eso lo aleja desde ya, y pese a tratarse de un producto financiado por Disney, de cualquier narración infantil tradicional. Sin llegar al status de obra maestra por algunas concesiones y desniveles narrativos del guión escrito por Linda Woolverton (La bella y la Bestia), el autor de El gran Pez se despoja de inmediato de la realidad mundana de mediados del siglo XIX para sumergirse en las profundidades de la mente y hasta de la locura al dejar abierta la idea del olvido y la memoria en un enfoque más pernicioso que beneficioso.
Asuntos pendientes antes de morir Con pulso narrativo estilo 70’s, el director neozelandés Martín Campbell retoma parte del argumento de una serie británica de los años 80 convocando al actor Mel Gibson, quien nuevamente retorna a la actuación luego de siete años de ausencia. Al filo de la oscuridad se jacta de no necesitar de la espectacularidad y la acción trepidante para mantener sentado al espectador. Eso se debe a que la trama es lo suficientemente rica para ir dosificándola de información a medida que el relato se adentra en un in crescendo que avanza a ritmo pausado pero sostenido; más allá de ciertos maniqueísmos a la hora de construir los personajes principales: el protagonista (Mel Gibson), un detective crepuscular de Boston a quien le asesinan a su hija frente a sus narices; así como su antagonista (Danny Huston), un oscuro ejecutivo de una compañía privada de defensa involucrada en el negocio nuclear a niveles supraestatales, donde el nombre de los EE UU resuena cada vez más fuerte. Sin embargo, la clave del film la constituyen los personajes secundarios y las subtramas, entre las que se destaca la que protagoniza Ray Winstone, en un contrapunto más que interesante con Gibson, indiscutiblemente lo mejor de esta película. Uno de los tópicos propios de aquel cine setentista recuperado por el realizador es sin dudas el determinismo de la moral en las acciones de los personajes ante situaciones límites, que en un orden pragmático -y en sintonía con los tiempos que corren- se resolvería fácilmente con la justicia por mano propia, siempre que los resortes del sistema sigan aferrados al colchón del control social. Por eso este policial de pura cepa puede diferenciarse del resto de las ofertas hollywoodenses al no traicionar la ética de sus estereotipos más reconocibles, como por ejemplo el de este padre torturado por el fantasma del pasado que busca conocer la verdad sobre los hechos y no simplemente la venganza a sangre fría. No obstante, pese a estas virtudes de orden formal el film del director de Límite vertical se desgasta un tanto cuando pretende atravesar la malla conspirativa y cae en una sumatoria de baches narrativos que logran rectificarse recién hacia el desenlace. Por su parte, Mel Gibson vuelve mucho más aggiornado a un papel que exige desempeño dramático sin ampulosidad, y poca destreza física para una historia sencilla, directa y cruda.
Los Demiurgos de Terry Gilliam se miran al espejo Cuenta la historia que allá por el año 2006 Terry Gilliam comenzaba a bosquejar un guión propio concentrado en el derrotero de un grupo de actores transhumantes en la Londres contemporánea, quienes aparecían transportados a mundos imaginarios tras atravesar un espejo. A partir de ese momento se contactó con el guionista Charles McKeown, con quien ya había trabajado en el libro de Brazil y Las aventuras del Barón Munchausen. La sociedad creativa no tardó en concretarse y así fue creciendo el proyecto de la caótica y melancólica El imaginario mundo del Dr Parnassus. ¿Acaso el desborde de la imaginación de un artista a quien le fascina asumir riesgos no es caótico? Si hay algo que define la carrera cinematográfica de este director, sin duda lo primero que surge es la alternancia de universos en distintos niveles de realidades: el de la locura en 12 monos; el de las alucinaciones lisérgicas de Pánico y locura en Las Vegas; o simplemente el que aporta el sueño y la pesadilla del propio realizador en calidad de símbolo o alegoría, cuyo ejemplo más concreto no es otro que Brazil. Otra de las obsesiones que persiguen al ex Monty Python (desde los orígenes de su carrera con Los aventureros del tiempo) es la de los relatos literarios, claro nexo emocional con la infancia desde el punto de vista narrativo, tal como quedara plasmado en su fallida Los hermanos Grimm y en su particular y retorcida visión de la Alicia de Lewis Carrol desde Tideland. Todos esos elementos conceptuales, bañados del cinismo y la particular mirada del autor, se mezclan alquímicamente en la trama de su nueva obra coronada no sólo por la expectativa de su retorno sino por la repentina muerte del protagonista Heath Ledger; acontecimiento que casi pone punto final a la continuidad de la aventura, pero que gracias al creativo Gilliam no hizo mella sobre el proyecto más que transformar algunos aspectos del relato y, entre otras cosas, reemplazar al actor fallecido por tres estrellas populares como Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell, sin alterar el espíritu de su película.. Y si de alquimistas se trata, ese mote le cabe perfecto al personaje central interpretado magistralmente por Christopher Plummer, un condenado a la inmortalidad que por su ambición pactó con el Diablo (sorprendente performance del músico Tom Waits) la entrega de su hija Valentina (la modelo Lily Cole) cuando ella llegara a cumplir los 16 años. Mientras se acerca el plazo, deambula con su troupe de actores por las sombrías y empedradas calles londinenses ofreciendo un espectáculo en donde los participantes pueden vivir temporalmente en sus propios mundos imaginarios, ayudados por la poderosa mente de Parnassus y un espejo por el que deben pasar. Así, la multiplicidad de escenarios posibles por los que transita la historia, junto al inagotable reservorio de ideas del delirante Gilliam, dominan el film aportándole energía y una fuerza creativa que mezcla imágenes surrealistas, escenografías que remiten al teatro con sus representaciones de cartón pintado y una batería importante de efectos visuales y digitales al servicio de la acción y no como ejercicio exhibicionista, cuyo máximo responsable es Nicola Pecorini desde la deslumbrante fotografía. Si el azar o el destino tienen algo que ver con la aparición de Tony (Ledger hasta su fallecimiento, luego Depp, Farrell y Law), poco importa ya que el misterio que rodea a la identidad de este extraño seduce tanto a Parnassus como a Valentina, su hija adolescente; al mismo tiempo que despierta los recelos de Anton (Andrew Garfield), el pordiosero presentador que forma parte del grupo junto al cínico enano Percy (Verne Troyer). Con la firme intención de despojarse de los arquetipos del bien y del mal podría decirse que estos dos personajes, Parnassus y el Diablo, equilibran la balanza del mundo a partir de la apuesta constante de las almas, como los Demiurgos que digitan la gran obra teatral del universo (sí, la serie "Lost" no inventó nada al introducir personajes sobrenaturales), atravesada por la tragedia y la fuerza de la voluntad para vencer el miedo a los propios deseos y, en definitiva, a la soledad que es la mueca más perversa de la inmortalidad. Esa es la tortuosa y a la vez maravillosa piedra que carga el protagonista, quien debe apostar con su enemigo para darle sentido a su ambiguo y siniestro don de la inmortalidad en un mundo de mortales, narcotizados por lo mundano y lo superfluo, para quienes un teatro ambulante y un anciano en posición de buda resulta anacrónico y aburrido. De ahí que debe entenderse a este nuevo trabajo de Terry Gilliam como un puente intertextual que se vincula dialécticamente con toda su prolífica obra, pero sobre todas las cosas con sus pensamientos más profundos acerca de la banalidad del mundo (piénsese en la subtrama de la caridad con un gran cameo de Peter Stormare como presidente hemipléjico) y los tiempos que lo rodean, donde la única esperanza parece encontrarse en el camino de la imaginación; de la creación en pleno proceso y en el retorno a los orígenes de los relatos, cruzados con las fábulas y los arcanos siempre vigentes y tan actuales y necesarios en un siglo en el cual lo profano sepultó a lo sagrado, tal como presagia el desenlace del film. Tal vez el azar o el destino hayan querido que este fuera el legado cinematográfico de Heath Ledger, cuyo crecimiento actoral avizoraba un futuro tan rico como arriesgado. No obstante, eso quedará en el terreno de la especulación sin generar otro anhelo que la necesidad de volverlo a disfrutar en esta singular mirada del realizador de Pescador de Ilusiones, en la que los Demiurgos propios se enfrentan cara a cara y se miran al espejo.
Una pesadilla que se nutre de elementos de la cultura judaica sin alterar el tono parsimonioso y digresivo de esta nueva propuesta de los hermanos Coen, que seguramente no llegue a quedar como una de las favoritas en la recta final de los Oscars. Austera desde el punto de vista narrativo, la historia planteada, en una estructura episódica que intencionalmente no se resuelve, se impregna de ese principio de incertidumbre que tortura durante todo el metraje a su protagonista: un hombre que busca respuestas y no las encuentra. Simple y enigmática como toda película de los directores de Fargo, quienes una vez más vuelven a acertar en la elección del casting; en el tono despojado de lo solemne pero con ciertas dosis de melancolía y humor negro para ganarse a un público un poco más reacio a un cine menos convencional...
La casa tomada Minimalismo y poesía son dos de las energías que potencian al cine de Gustavo Fontán. Este realizador argentino que ya había sorprendido a los críticos con su austera e inolvidable El árbol y con su no-convencional -cuasi experimental- La orilla que se abisma, vuelve a cautivarnos con La madre, su tercer opus de ficción, presentado con anterioridad en la edición 2009 del BAFICI en la sección de competencia argentina y con gran aceptación de la crítica especializada. La ambigüedad y la fragmentación atraviesan el universo de esta trama protagonizada por tres personajes: una madre (Gloria Stingo) envuelta en un soliloquio, su hijo adolescente (Federico Fontán) que debe lidiar con angustias propias y ajenas, y por último su novia (Marisol Martinez) en franca rivalidad con la suegra. Pero sobre todo la presencia de un cuarto personaje, quizás el más importante aunque invisible, que no es otro que un padre ausente o simplemente la ausencia de una figura paterna para realzar el costado psicológico del relato, pese a que sería mejor inclinarse por una interpretación de carácter simbólico. El trasfondo de la ausencia está meticulosamente trabajado en un fuera de campo constante. Sin embargo, ciertos análisis optarán por recorrer un camino bastante transitado como el del complejo de Edipo, teniendo en cuenta la relación entre madre e hijo con un padre que ya no está. No obstante, esa vía psicoanalítica -para esta obra- resultaría poco reveladora ya que prevalecen elementos mucho más importantes (el tiempo, los espacios vacíos, la fugacidad, la muerte, la finitud, el destino, etc.), que invitan a reflexionar sin modelos teóricos ordenadores. Es más adecuado y placentero despojarse de cualquier intento de estructurar esta historia que hace del fraccionamiento prácticamente su eje rector, con el privilegio sobre la forma antes que el contenido; y hace del punto de vista, con un sutil juego de miradas entre los protagonistas, su vitalidad. Si en El árbol la idea del tiempo imperceptible se hacía palpable a través de la quietud de la naturaleza, en La madre los fantasmas de la ausencia se hacen visibles en la quietud del tiempo. Aparecen inertes como el viento en los resquicios del silencio de una casona donde los objetos parecen más animados que los propios seres que la habitan; tangibles en la textura de las sombras proyectadas en la pared que se difuminan, a veces heridas por la irrupción de la luz y su movimiento interno. Pero esa quietud que en realidad son fragmentos (característica sustancial del cine de Fontán) se agiganta a partir de la inercia de los cuerpos, a veces informes y otras convirtiéndose en meros objetos de un paisaje interior: una habitación silenciosa, donde la soledad ocupa cada rincón y los recuerdos sin rostro se esconden detrás de los vidrios. No hay espejos deformantes ni refractantes, simplemente máscaras que ocultan los verdaderos aspectos del alma; las heridas que no cicatrizan a pesar del transcurrir de la vida, que el director se encarga de enfatizar a través de los cambios de estación y de difusos flashbacks que rompen cualquier cronología. Algunas reminiscencias al cine de Alexander Sokurov revolotean por los interiores del film de Fontán, quien esta vez realizó un trabajo soberbio sobre la luz natural gracias al aporte inmensurable del director de fotografía Diego Poleri. Cabe destacar además el compromiso de los actores que, con una gran entrega, logran transmitir emociones contenidas sin el habitual vicio de la sobreactuación tan común para este tipo de propuestas. Si hay algo que caracteriza a esta película intimista y de una belleza singular, donde nuevamente la naturaleza gana un protagonismo central, es la economía de recursos para expresar lo que a veces resulta inexpresable: el dolor y la pérdida.
Más allá de la mitología griega bastardeada por la mirada insulsa de Hollywood, la primera parte de la saga del supuesto heredero cinematográfico del mago Harry Potter logra buenos momentos de acción y de acumulación de efectos especiales aunque el relato a veces resulta un poco inconsistente con la permanente sensación de apresurar capítulos de una novela y condensar subtramas que quedan sin resolver...