Bienvenidos a la locura del multiverso más que al multiverso de la locura. El juego de palabras sirve para tratar de definir hacia dónde van las películas de Marvel, de la anteúltima Avengers hasta el presente, con saltos entre distintas dimensiones en las que un personaje, llámese Hombre Araña o Doctor Strange, puede tener otras características a las conocidas. Fue una decisión acertada convocar a Sam Raimi para dirigir la nueva película de Doctor Strange. Pero no porque el realizador haya hecho las tres primeras películas del Hombre Araña, cuando el Universo Cinematográfico de Marvel actual no se había creado. El clima del filme bordea por momentos el terror, más que nada cuando la Bruja Escarlata emprende sus ataques, y este Doctor Strange tiene más puntos en común con la filmografía del Raimi de Evil Dead o Arrástrame al infierno que con las aventuras más de acción de Peter Parker. Y no solo porque Raimi le haya dado un pequeño rol a Bruce Campbell, Ash en la saga de Diabólico. Y tampoco porque el guion sea de su autoría, sino de Michael Waldron, que coescribió los libretos de Loki, la serie de Marvel. Universo frondoso Esto del multiverso, con mundos o realidades paralelos en los que un mismo personaje puede tener distintas versiones, pinta frondoso. A diferencia de la última de Spider-Man, Sin camino a casa, en la que convivían en un mismo plano y momento los Peter Parker de Tobey Maguire, Andrew Garfield y Tom Holland, lo que hace Raimi es enfrentar a Strange y a otros personajes con sus propios lados más oscuros. Por supuesto que esta línea argumental puede seguirse, si así lo desea el espectador, o zambullirse directamente en los recovecos de una trama con tantos universos -creo recordar que un personaje, America Chavez, menciona que son 73-. La trama, que en un principio sí es lineal, tiene al superhéroe de Marvel, con su mechón de pelo más claro, que vuela erguido con su capa roja, su rodilla derecha levantada y los brazos extendidos hacia atrás, penando por amor. Sí, como Peter Parker. Strange asiste de civil a la boda de la Dra. Christine Palmer (Rachel McAdams) y aquello que se busca de la diversidad se ve en un solo plano: en un paneo por dos filas de la iglesia están apretaditos una musulmana, un afroamericano y un asiático. Pero si la cabeza de Strange está alborotada, lo que pasa allá afuera en Nueva York es peor. Una suerte de pulpo con un solo ojo (¿alguien dijo Monsters, Inc.) trata de atrapar a una adolescente de rasgos latinos, de nombre America Chavez (Xochitl Gomez) y que tiene dos madres lesbianas, siguiendo con la apertura a la diversidad. Es la misma joven que se le apareció a Strange al comienzo de la proyección. En resumen, el superhéroe de acento británico y cada vez mejores modales entiende que debe protegerla. Luego sabrá que America puede pasar de un universo a otro sin complicaciones, pero cuando acuda a la ex Avenger Wanda Maximoff (Elizabeth Olsen), todo en vez de mejorar se desmadrará. A los que no vieron WandaVision, la serie de Marvel, les costará un poquito entender qué pasa -o qué pasó-, pero Wanda vive obsesionada con su existencia alternativa y los hijos que creó. Y aquello de que madre hay una sola, bueno no, no es cierto. Así que ya tenemos a entidades demoníacas, a la Bruja Escarlata, a Strange, al Hechicero Supremo (Benedict Wong) y a Mordo (Chiwetel Ejiofor), el conocido enemigo de Strange, más América y Christine. Y muchos efectos, y saltos paralelos. Es brillante la escena en la que Strange y America pasan de una realidad multiversal a otra, sea de pintura o en el que las calles se cruzan con luz roja y no verde, de manera casi infinita. La película tiene humor, es mucho, pero mucho más corta que las últimas de Marvel -2 horas y 6 minutos, por supuesto con créditos y escenas postcréditos incluidos- y queda la sensación no solo de que habrá más Multiverso, sino que habrá Doctor Strange para rato.
De Rosetta (Palma de Oro en 1999) en adelante, todas las películas de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne tuvieron su premiere internacional en el marco del Festival de Cannes. Los protagonistas de los Dardenne suelen debatirse en dilemas morales, sea por trabajo, la mayoría de las veces, o por amor y lealtad. Tal vez no sea El joven Ahmed el filme con la mayor potencia dramática que se les ha conocido a los belgas de La chica sin nombre (2016), que era su anterior realización y con la que El joven Ahmed tiene algunos puntos en común, de contacto, en cuanto a la soledad de su personaje central. El adolescente del título es un belga musulmán, que se convierte en un fundamentalista que, por cuenta propia, se cree embarcado en una jihad o guerra santa, orientado por un imán o imam -término árabe que significa el que difunde la fe; aquí, el que dirige la oración colectiva en la religión islamista- y, convencido de que su maestra del colegio es una infiel o apóstata, trama asesinarla con un cuchillo. Para su suerte y la de la maestra, no lo logra, y termina en un centro de detención en el que psicólogos y trabajadores sociales lo asisten. Los temas, decíamos, son comunes, aunque esta vez el protagonista no sea de la clase trabajadora, como en muchas realizaciones de los Dardenne. El realismo social de los cineastas se mantiene, lo mismo que la mirada acerca de la moralidad de los actos. Cómo empatizar Pero el adolescente de 13 años también marca una diferencia, ya que no es tan sencillo empatizar con alguien que es capaz de sacrificarse por lo que cree, y que esa creencia lo lleve a querer matar a otro ser humano. Ahmed no tiene una figura paterna, hasta hace poco sólo se preocupaba por los videojuegos, pero el contacto con un primo parece llevarlo hacia una radicalización. Si ahora se permite sermonear en su hogar a su madre y a su hermana, por como bebe una y por la ropa que viste la otra. Con la ayuda de los asistentes sociales en el centro donde fue destinado, parece que el joven Ahmed está “reformado”. ¿Lo está? Con todo, El joven Ahmed se cruza con otros temas abordados por los realizadores de La promesa, como el de la vulnerabilidad de personajes jóvenes (en El niño, por la que ganaron su segunda Palma de Oro), por más que tengan un tesón envidiable. Ahmed está atravesando la adolescencia, con todo lo que ello implica. Y está en juego también la relación con los adultos, los mayores que ejercen su autoridad sobre ellos, les guste o no, y los cuestionamientos que plantea la película van más allá de una mera cuestión religiosa. Tiene que ver con las creencias de uno, tal vez con una C así, en mayúsculas. Las ambigüedades, o la manera en la que los Dardenne muestran al protagonista, hacen que se siga el relato con interés, más allá de lo emotivo que es.
Cada relación de pareja es individual, incomparable con otra. Pero en la que mantienen Grace (Annette Bening) y Edward (Bill Nighy) habría que hacer especial énfasis precisamente en ese verbo. Mantener. Están por celebrar su aniversario número 29 de un matrimonio que se encuentra en una encrucijada. Para uno de los miembros -el que calla, el que no responde, el que traga- es como un callejón sin salida. O no: él ve una salida, y es la de terminar la relación. Pero no lo dice. Y ella, que le marca cada error, que quiere que su marido se involucre más en la relación y no solamente se hagan tés humeantes, reacciona de una manera intempestiva cuando se entera de que Edward va a dejar el hogar frente al mar... por otra mujer. La disolución de un matrimonio no es un tema nuevo, ni para la literatura, el teatro o el cine, pero hay que ver la manera en la que el realizador William Nicholson la aborda (el guion es original, no adapta nada, y es también de su autoría... justo cuando cumplía 30 años de casado). Y es clave en su puesta el personaje de Edward. Al llamar al actor de Realmente amor, La librería y El exótico Hotel Marigold optó por una interpretación que deja al espectador atónito, pero en el mejor sentido. Uno desde la platea nunca sabe cómo va a reaccionar Edward. Es imprevisible. Balbuceante o no, retraído, es un tipo capaz de apostar a un próximo -y tal vez, último- aliento de amor en su vida. La melancolía se apodera de Grace, a quien Bening compone con o sin mohínes. Aún ante la adversidad -el saber que el amor de su vida no volverá a su casa- no modifica su estampa, su estirpe. Sabemos que la peleará hasta el final, o hasta cuando pueda. Sin pirotecnia actoral Por fortuna, el director inglés William Nicholson (dos veces candidato al Oscar a mejor guion, uno de ellos por el de Gladiador) no les permite que estallen en esa pirotecnia actoral que muchas veces hace primar el lucimiento interpretativo antes que el valor de las situaciones y los textos. Con la irrupción de Jamie (Josh O'Connor, que fue el príncipe Carlos en la serie de Netflix The Crown) nada se modifica, pero se agrega una arista: cómo los hijos a veces no son capaces de ver cómo es y cómo fue la relación de sus padres. En el guion de Las cosas que no te conté por supuesto no hay buenos ni malos, ni siquiera un culpable sobre otro de que la relación se resquebraje. Tal vez alguien puso más énfasis que el otro. O quizás uno se la pasó idealizando a la persona con la que convivía y no se dio cuenta. Un párrafo aparte bien merece la elección de las locaciones, con esos acantilados en Sussex, las rocas y la playa, y ese pueblito que sería casi de ensueño y encanto de no ser porque la historia no es la de un amor en el que se pueda aspirar el aire e inflar los pulmones de romance.
No sé qué pretenderá usted, lector/a, al posar sus ojos sobre esta crítica. ¿Una crónica acerca de lo que ocurre en la pantalla mientras usted y su(s) hijo(s), sobrino(s) o primo(s) o nieto(s) devoran el pochoclo en la sala de cine, y Jim Carrey hace de las suyas como el malvado Robotnik contra Sonic? Sepa que no, no hace falta haber sido uno de los pocos espectadores que llego a ver la primera Sonic -estrenó el 13 de febrero de 2020, poco antes de que los cines cerraran, ¿se acuerdan?- porque todo aquí es razonablemente entendible. Robotnik es el némesis del erizo que brilla de azul, que llega de otra dimensión y que utiliza -el erizo- unos anillos dorados con los que va y viene donde quiere. Además de tener una velocidad, sí, claro , sónica. La precuela arranca donde terminaba la primera, con Robotnik ansiando regresar a la Tierra en vez de estar en el planeta Hongo, adonde -ah, sorpresa- llega otro némesis de nuestro héroe (Knuckles), que también tiene cuentas pendientes con él. Es un equidna rojo, fortísimo, y juntos vendrán a nuestro planeta para vengarse de Sonic. Por si no vieron la primera, el erizo azul ha sido arropado como un hijo adoptivo, -casi como sucedía con Stuart Little- por el policía Tom (James Marsden, el príncipe Edward de Encantada) y su esposa Maddie (Tika Sumpter). Son los Wachowski. Y no, pese a su mismo apellido, no tienen nada que ver con quienes dirigieron Matrix. Y menos con Mike Wazowzki, de Monsters, Inc. Divagues al margen -cosas que uno tiene tiempo de pensar mientras ve Sonic 2-, y como algo tenía que pasar para que Sonic estuviera separado de Tom y Maddie, estos últimos se van de Green Hills y viajan a Hawaii, al casamiento de Rachel (Natasha Rothwell), la hermana de Maddie que no se llevaba tan bien con Tom. Bueno, al fin de cuentas uno no entiende bien por qué hay dos líneas argumentales tan desparejas en Sonic 2, pero eso seguramente será lo de menos. Traigan más personajes Faltaba mencionar a dos personajes secundarios, uno más importante que el otro. Del lado de los personajes animados, y para terminar el arco de los colores primarios tradicionales (Sonic es azul, Knuckles, rojo) está Tails, una zorra con dos colas, amarilla, que llega al socorro de Sonic, desde algún lugar. Y del lado de los malos, está Stone (Lee Majdoub), que siente devoción por Robotnik, algo que va más allá de recrear su rostro con la espuma del café. Esto es una comedia, Carrey estaba pasado de rosca ya antes de que le preguntaran por la cachetada de Will Smith, el humor es simple, efectivo, slapstick (físico) y con algún juego de palabras que en la traducción se pierde. Pero eso tampoco importará mucho. Y ojo que en algunas salas en alguna función nocturna se proyecta la versión original, subtitulada. Y allí podrán escuchar a Jim Carrey, pero también a Ben Schwartz prestándole la voz a Sonic, o a Idris Elba, la de Knuckles. Y atención, que el director Jeff Fowler está estrenando una nueva película animada con La Pantera Rosa. Están avisados.
¿Qué papel eligió Joaquin Phoenix tras ser Arthur Fleck en Guasón, y ganarse todos los premios posibles, incluido el Oscar? De los muchos guiones que habrán pasado ante sus ojos, pues escogió el de C’mon C’mon para meterse en la piel de Johnny, un periodista radial que nunca se interesó por nadie, pero que de la noche a la mañana acepta hacerse cargo de su sobrino. Es su hermana la que se lo pide. Su esposo está atravesado un momento delicado, complicado -crisis nerviosa, bipolaridad incluida- y necesita quién se haga cargo de su hijo de 9 años, que hasta juega con el sentirse “huérfano”. Como Johnny está realizando una investigación acerca de cómo los niños ven los Estados Unidos, el medio ambiente, las crisis sociales y el futuro que se les acerca, una vez que viaje de Detroit a Los Angeles para recoger a Jesse (Woody Norman), que lo acompañará por su periplo ya previsto a Nueva York y a Nueva Orleans, parecerá que, con la paciencia que le tiene a los niños, todo irá por un andarivel sereno, amable, moderado. C’mon C’mon es, cómo no, una road movie, por aquello de que lo importante es el recorrido más que llegar a destino, y cómo ese camino es el que cambiará y en el mejor de los casos hará desarrollar a los personajes. ¿A Johnny o a Jesse? Tal vez, a ambos. La transformación Es el crecimiento de uno y de otro -se entiende por lógica pura el del pequeño; el del periodista tendrá que ver con las frustraciones que lleva a cuesta en su mochila de viaje-. Porque Jesse, que es inteligente y verborrágico: un tanto intenso, está lleno de preguntas y Johnny, lleno de inseguridades que querrá disfrazar, pero que a la larga saldrán en primer plano. Y quizá no sea crecimiento, sino transformación. El mundo adulto y el del niño, el pasado y el futuro se comienzan a amalgamar en la película de Mike Mills, que dirigió Beginners sobre su padre, que se declaró gay a los 75 años -un Oscar para Christopher Plummer- y luego 20th Century Women, nunca estrenada en la Argentina, sobre su madre. Así que la muerte no superada de la madre de Johnny (la abuela de Jesse) también tendrá que ver con el alma del realizador. C’mon C’mon la dirigió luego de que creciera su hijo, y el tema de las entrevistas a preadolescentes tienen su raíz en un proyecto que hizo para el MOMA de San Francisco. La fotografía en blanco y negro es un aporte más hacia el costado melancólico del filme, debida al irlandés Robbie Ryan (La favorita, Historia de un matrimonio), un tipo que es claramente tan versátil como el intérprete al que debió iluminar. Porque -y nunca se sabrá si el mérito de esos encuadres son idea suya, con el visto bueno del director- esa delimitación, el poner a los personajes en cierta inmensidad urbana, y luego retratarlos en su intimidad… Es tarea de quien sabe mirar, y filmar.
Tras muchos retrasos, por culpa de la pandemia del coronavirus, finalmente llega Morbius, con Jared Leto, que debió estrenarse antes que Spider-Man: Sin camino a casa. Este hecho no es superfluo para los fans que amaron la última de Peter Parker, y que quedaron con la vara muy alta. Igual, a las películas hay que medirlas por lo que son, y a Morbius le fallan unos cuantos glóbulos blancos para defenderse de los fanáticos. Porque este vampiro de Marvel (y no estamos hablando de Blade) no es un héroe, menos un superhéroe, sino que se trata más que nada de un antihéroe. El cantante de 30 Seconds to Mars y ganador de un Oscar por El club de los desahuciados, que lucía irreconocible en la reciente La casa Gucci, interpreta al Dr. Michael Morbius. Desde pequeño sufre una rara enfermedad de la sangre. Una mente brillante si las hay, transformado en bioquímico, tiene pocas pulgas. Así como es capaz de rechazar el Premio Nobel en la mismísima premiación, con la misma vehemencia puede enceguecerse cuando advierte que la posibilidad de curarse es inyectarse una suerte de cocktail experimental de ADN de murciélago. Corta, pero se hace larga Estamos resumiendo todo demasiado rápido, porque la película también es corta, tal vez no demasiado porque se hace larga. En verdad dura 104 minutos, una rareza en tiempos en los que las películas de Marvel o DC Comics superan con holgura las dos horas. Tampoco hay mucho para contar de Morbius, más que Michael adquiere una fuerza sobrehumana y se convierte en un pseudo-vampiro. ¿Y qué hacen los vampiros? Beber sangre. Michael bebe sangre artificial, pero Milos, su amigo de la infancia, enfermo como él, ahora multimillonario (Matt Smith, que fue el Príncipe Felipe en la serie The Crown) lo financia y quiere tener los mismos resultados que Michael. El problema con Morbius es que es una película de acción en la que las escenas de pelea son… feas. Hay mucha, demasiada animación, no cuando Morbius se convierte -el efecto de CGI o maquillaje, o la combinación es buenísimo-, pero después, en los combates y los ataques, nadie puede creer nada de lo que ve. Porque la incoherencia es un término un tanto fuerte cuando hablamos de situaciones planteadas en el universo del cómic, pero si nos referimos a la incoherencia interna del relato, bueno, ahí sí hay con qué darle a Morbius. No es nuestra intención spoilear nada a quienes van a ir a ver la película. No se detengan en ver quiénes acompañan a Leto, Smith, Adria Arjona (la hija de Ricardo) o Jared Harris (Chernobyl), el médico que cuidaba a Michael y a Milo. Ahórrenselo. ¿Se acuerdan de Crímenes ocultos, o Child 44, con Tom Hardy y Gary Oldman? ¿Y de Life: Vida inteligente, con Jake Gyllenhaal y Ryan Reynolds, que era como un Alien descafeinado? Los que se ve que no se acordaron fueron los productores de Morbius, que fueron a llamar a Daniel Espinosa, el director de nombre latino porque su padre es chileno, pero nacido en Suecia. Bueno, Protegiendo al enemigo no estaba nada mal, con Ryan Reynolds y Denzel Washington. Pero pasaron diez años. ¿Hay escenas entre los créditos finales? Las hay. Son dos. Y una más desilusionante que la otra.
Tener a Roland Emmerich (el director de tanques como Día de la Independencia, Godzilla) en el equipo de producción, o al menos en los títulos como productor ejecutivo, tiende a garantizar algo: que Exodo será una película catástrofe, que tendrá una producción importante. Que se verá bien. Tal vez Exodo esté planteada en la cartelera como “una de acción” con algo de “ciencia ficción”, porque transcurre en un futuro vaya uno a saber si tan lejano, en el que el título con el que se la conoció en el mercado angloparlante (The Colony, o sea La colonia) habla a las claras del espíritu del filme. No, no es que no haya acción. Tampoco que sea un filme que no esté embebido de la ciencia ficción. Pero vista con buen ojo, lo que plantea la trama va más allá del mero “filme de supervivencia” y/o del sálvese quién pueda. No es un mero filme de supervivencia Veamos. Las pandemias (!), las guerras y el calentamiento global han complotado para que las castas dominantes abandonen la Tierra y se dirijan hacia Kepler 209, un planeta lejano y mucho más seguro. Pasaron un par de generaciones, y la nave Ulysses 1 parte rumbo a la Tierra. No hay señales en Kepler 209 de que la misión haya sido un éxito, así que ahí parte la Ulysses 2, con Blake a bordo, una suerte de astronauta e hija de quien comandaba la primera expedición de regreso al planeta Tierra. Pero lo que se encuentra Blake es muy distinto a lo que imaginaba. Hay muchas trabas e inconvenientes que parecen insalvables, como la “ventana” para comunicarse con Kepler 209, y el estado en el que se encuentra nuestro planeta, cubierto de agua. Blake también tiene en la mira descubrir por qué no se podría recrear, con lo que la continuidad de la especie humana está siendo amenazada. El director suizo Tim Fehlbaum, ya en Hell abordaba el tema de la supervivencia. La película de 2011 también transcurría en un futuro, y la población debía lidiar contra su peor enemigo: era el sol. Aquí parece que es el mismo ser humano. Exodo tiene algún punto en común con la saga de Mad Max, y desde lo visual luce esplendorosamente tétrica. Si las películas de George Miller muestran la aridez, con los tonos entre anaranjados y amarillentos, en Exodo la Tierra del futuro es grisácea. No es Exodo una película precisamente “de actuación”, aunque no sea éste un rubro menor en la consideración del realizador suizo. ¿Entretiene? Sí, y en buena ley. ¿Deja abierta puertas para (re)interpretaciones? También. Los sacrificios de pocos para el beneficio de muchos es un tema muchas veces abordado, lo mismo que la falta de solidaridad y el anteponer un parecer y un beneficio individual antes que el de la comunidad. Quien quiera oír, que oiga.
Hay un motivo por el cual acercarse a un cine que proyecte Los ojos de Tammy Faye. No son muchos, y eso que la película tiene dos nominaciones al Oscar que se entrega este domingo 27 de marzo, y es probable que los gane los dos, a Jessica Chastain y al maquillaje y peinado. Y esa razón valedera es la interpretación de la actriz de La noche más oscura, Misión rescate, It Capítulo dos o la miniserie Secretos de un matrimonio. Que es exagerada, paródica y pasada de rosca, con una tonelada de maquillaje que, de todas maneras, no impide que la gestualidad de Chastain nos llegue como un tifón. Un tsunami. Ella, junto a Andrew Garfield, que también compite por el Oscar al mejor actor protagónico, pero por la excelente tick, tick… BOOM!, interpretan al matrimonio tele-evangelista Bakker. Dos que predicaron por la televisión, que llegaron a crear una cadena de TV cristiana, la que congregaba a 20 millones de televidentes alrededor del mundo. Y que (auto)forjaron un imperio, que constaba hasta de un parque temático cristiano, más hoteles y restaurantes. Claro, hubo una malversación de fondos, y por eso la historia de Jim y Tammy Bakker alcanzó la primera pana de los diarios y es una película. El meteórico ascenso y la caída estrepitosa de figuras mediáticas es carne de película, pero aquí no se trata ni de políticos ni de estrellas de rock. No. Un exceso Todo es un tanto excesivo en Los ojos de Tammy Faye, que tiene ese título más que por la luz que irradia la mirada azul de la actriz que la interpreta, porque la historia se sigue desde su punto de vista. ¿Estafadora? El filme plantea más que nada que Tammy fue una víctima. Pero obvio que participativa, y que hubo muchas más víctimas en el camino. Excéntricos los dos, pero es la caracterización de la actriz la que está, siempre, al borde de la exasperación. Las capas de maquillaje irán cambiando, sumándose de acuerdo transcurran los años. Pero es eso, y la actuación de Chastain, lo que los académicos en Hollywood decidieron destacar. No es como Jared Leto en La casa Gucci, que está directamente irreconocible, o Colin Farrell como El Pingüino en la reciente Batman, donde si a uno no le dicen que son ellos, podríamos no saberlo. Chastain es camaleónica, también a la hora de elegir proyectos, porque suele estar bien en dramas, filmes de terror o ciencia ficción y la pifia en las películas de acción (la última de X-Men, donde era villana, o Agentes 355, para dar dos ejemplos). No vamos a discutir aquí si su labor es mejor que la de Nicole Kidman en Being the Ricardos -otra caracterización exagerada, pero no tanta-, porque no es el lugar, pero consideremos una escena. Tammy y Jim están en la mansión que ambos supieron conseguir y construir. Y se desata una discusión entre ellos. Allí, cuando ya no falta mucho para que la película termine, la escena se ilumina y nos saca del letargo. A las banalidades y los baches de agua que tenía el guion, la levanta la fiereza de dos actores de raza. Esa escena tal vez valga el precio de la entrada. Vincent D’Onofrio está desaprovechado como Jerry Falwell -otro evangelista- y como la madre de Tammy está Cherry Jones (24, The Handmaid’s Tale y Succession, tres series por las que ha ganado el Emmy) que tampoco puede hacer mucho con lo que le tiraron. El director Michael Showalter, el de Un amor inseparable y Mi nombre es Doris, no apela tanto a la comedia como en los títulos mencionados. Pero la película es l que es, y si no fuera por Jessica, Andrew y los cosméticos bien podríamos pasarle de largo.
Texto publicado en edición impresa.
Bien dicen que el ego refleja más la falta de seguridad en sí mismo y esa necesidad imperiosa de sentirse el centro de atención que la mera valoración excesiva o sobrevaloración de lo que uno cree que es. Los personajes de Penélope Cruz, Antonio Banderas y Oscar Martínez son, en Competencia oficial, un muestrario de mezquindades y divismos sin límite aparente. A Mariano Cohn y Gastón Duprat, los directores de El ciudadano ilustre y El hombre de al lado, les gusta, sienten fascinación por los personajes que tienen dos caras. Hipócritas. Y si tienen poder o reconocimiento, mejor cuidarse de ellos. La película trata sobre una película. Un empresario multimillonario quiere trascender, ganar prestigio y antes de levantar un puente prefiere producir un filme. Para ello elige contratar a una artista que ha ganado todos los premios, la cineasta Lola Cuevas (Cruz, quien quiera ver en ella a otra artista, que arroje la primera piedra), quien decide que los intérpretes indicados son Félix Rivero (Banderas) e Iván Torres (Martínez). Pero no porque sean los mejores. O tal vez, sí, Félix ha saltado al star system hollywoodense (qué mejor que Banderas para encararlo) e Iván es un tipo que viene del Método, maestro de actores. Van a interpretar a dos hermanos, y siendo tan diferentes -aunque se verá que no- y utilizando diferentes abordajes para llegar a compenetrarse en sus personajes, Lola apela a los choques para delinear a los personajes. Para el cacheteo Cine de choque, de sopapos es el de Cohn y Duprat. Priorizan cachetear a los protagonistas como también al público, como pretendiendo sacarlos de la modorra, del acostumbramiento, de lo ya establecido o probado. Como Lola hace con Félix e Iván. Es una historia en la que los juegos de poder, el sincerarse o no, están allí arriba, en el centro del cuestionamiento. “Tú también te arrastras por dinero, sólo que por menos que yo”, se defiende el personaje de Banderas ante los ataques del de Martínez. Las zancadillas son constantes, filosas, los diálogos son puntuales, precisos, no les sobra ni les falta nada. Todas estrellas consagradas, se sabe que los actores aportaron experiencias en rodajes previos, situaciones que podían bordear el ridículo que vivieron con otros compañeros de elenco para que los ensayos, que es en verdad el núcleo de la película, resultaran lo más divertido, sorpresivo y, de nuevo, desestabilizante. Al margen, o seguramente a partir del guion que los realizadores escribieron con su habitual colaborador, Andrés Duprat, las actuaciones del trío protagónico son estupendas. Podrán estar enmarcadas en primerísimos primeros planos, o estar allí, en el centro de una habitación enorme, y el cimbronazo, el efecto de lo que dicen o actúan, llega, produce su impacto. Impresiona. La impostura, el snobismo, la necesidad de reconocimiento y el sentirse superiores son temas que tocan a todos y a cada uno de los que están involucrados en Competencia oficial, una comedia ácida, por momentos desvergonzada, siempre atrevida. Y como mucho o todo el cine de Cohn y Duprat, tendrá quienes la amen y quienes la desestimen o subestimen… Que es uno de los logros de la película.