En el póster sobra una persona 1) Y la persona que sobra es, obvio, la pobre Valeria Bertucelli, porque todo se trata de Adrián Suar, quien a medida que pasó el tiempo fue incorporando a directores de mayor sapiencia, lo que derivó en films indudablemente más sólidos en sus construcciones formales, pero que no dejan de ser envases vacíos para los deseos del productor/actor, quien inevitablemente debe ser el centro de todo. En este caso, lo que busca Suar aquí es satirizar a esos actores que son divos totales, se la pasan hablando de sí mismos y tienen unos egos gigantescos. La apuesta, que a primera vista puede parecer un tanto disruptiva y arriesgada, se revela como bastante cómoda cuando pensamos quién lleva a cabo la performance: alguien que desde su productora y como máxima autoridad de uno de las emisoras televisivas más populares se dedicó a cimentar muchos egos y que encima siempre, desde sus diversas creaciones, ha evidenciado una necesidad enorme de demostrar que es un capo total. Pronto, muy pronto, Me casé con un boludo -donde Suar utiliza el nombre “Fabián” de su personaje como un escudo muy conveniente- revela que está muy pero muy lejos del nivel de ácida lucidez de una película como Este es el fin, donde gente como Seth Rogen, James Franco y Jonah Hill ponían sus cuerpos, y principalmente sus nombres, a lo que tenían para decir. 2) Me casé con un boludo es una comedia romántica, y como tal, debería necesitar de por lo menos dos personajes que sean el foco del conflicto principal. En este caso, lo que tenemos es a Florencia Córmik (Bertucelli), una actriz que liga un protagónico en una película importante gracias a su noviazgo con el director (Gerardo Romano) y que se enamora casi a primera vista de su coprotagonista, ese personaje intenso que construye para sí mismo y los demás la estrella Fabián Brando que encarna Suar. Luego, claro, se dará cuenta que lo que había visto era apenas la superficie y que tras eso sólo queda un ser hueco y vacuo. Todo este proceso, que debería ser narrado desde el punto de vista de Florencia, para luego ir revelando las capas que componen a Fabián, es desbaratado porque desde el mismo comienzo se nos presenta a Fabián como ese ser impostado, creído y ególatra. ¿Cómo entender desde ahí que Florencia se enamore? Esta pregunta queda flotando a pesar de que el film tarda una eternidad en delinear el conflicto, agotando en el medio al personaje de Fabián, que acumula una enorme cantidad de chistes y guiños para la platea ya en los primeros diez minutos (y luego hay que soportarlo otros noventa). 3) Pero no se alarmen, porque lo que viene es peor, mucho peor, porque Fabián se entera que Florencia está totalmente desilusionada y piensa que es un total imbécil, y a partir de ahí no tiene mejor idea que montar toda una simulación, otra actuación pero esta vez de alguien que no es para así poder ganar de vuelta el amor de su mujer. Es decir, la mentira como método y forma constitutiva en la pareja. Hay un momento donde el film amaga con criticar este accionar, pero es sólo un suspiro, porque al final eso no termina siendo realmente conflictivo, lo que lo emparenta con las decisiones de fondo de Un novio para mi mujer. Todo se justifica en el hecho de que “bueno, en la pareja uno siempre finge un poco y pretende ser la persona que no es”. Ajá. No gente, lo que uno puede llegar a aprender en la pareja (y ese aprendizaje no se trata de verter las palabras en el aire, sino que implica todo un proceso personal) es que cada uno tiene diferentes capas en su persona, que no somos seres lineales, y que cada uno tiene espacios y tiempos propios que no necesariamente debe compartir con el otro, aunque se pueden encontrar puntos de encuentro. Pero no, lo que nos indica Me casé con un boludo es que no está mal mentir, manipular o engañar, en tanto uno lo haga “por amor”. Diablos, ahora sí que me dan ganas de salir a buscar pareja urgente, así puedo ejercitar a diario mi habilidad para fingir, manipular o engañar en nombre del “amor”. 4) Hay una secuencia que resume en cierta medida el conjunto de arbitrariedades que es Me casé con un boludo: allí, Fabián y Florencia asisten a una gran fiesta gran, repleta de famosos, que termina en la típica foto de conjunto al estilo “los personajes del año” de la revista Gente. Se puede ver a una multitud de estrellas, como Lali Espósito, Eugenia Suárez, Mariana Fabbiani, Luciano Castro, Gonzalo Heredia, Julieta Díaz -básicamente toda la troupe de Canal 13-, Guillermo Coppola, Juan Sebastián Verón y los nombres siguen. Es una escena en la que casi no sucede nada relevante, que apenas si sirve para mostrar el estado alterado de Florencia, algo que se podía informar de mil maneras distintas, mucho más económicas narrativamente. Da para pensar el esfuerzo que demandó esa secuencia: juntar toda esa gente en un horario específico, maquillarlos, vestirlos, ensayar mínimamente, finalmente rodar aunque sea un par de tomas. Un montón de tiempo y dinero sólo para dejar en claro que Suar conoce y tiene a muchas figuras a su disposición. Y todo eso en una película que supuestamente mira socarronamente al mundo del espectáculo y los divismos que imperan allí. Lo que se dice un film que se muerde su propia cola. 5) Si todo termina girando alrededor de los deseos y motivaciones de Fabián/Suar, si Florencia/Bertucelli queda absolutamente desdibujada, sin chance de asentar una mirada propia dentro del relato -afectando también el desempeño de la actriz, quien nunca encuentro el tono requerido y entrega la que posiblemente sea su peor actuación-, el resto no la pasa mejor: Me casé con un boludo es un film tan vacío, tan exclusivamente dedicado a lo que quiere Suar, que no desarrolla un universo mínimamente sólido a su alrededor. Todos los personajes de reparto -incluso el que encarna Alan Sabbagh, que quizás sea el que alcanza mayor lucimiento- quedan borrosos, como meras figuras decorativas, sin oportunidad de enriquecer la trama, perdidos en la isla de edición. La comedia romántica necesita como el agua de secundarios que interroguen la mirada de los protagonistas y de un montaje que sepa cómo darles los espacios adecuados, sin que por eso la narración pierda fluidez. En Me casé con un boludo se nota mucho -principalmente en la segunda mitad- que todo se terminó haciendo a las apuradas, que en la postproducción quedó claro que el metraje era muy extenso y que se recurrieron a cortes muy torpes que dejaron múltiples cabos sin atar. En el medio, hay un reparto repleto de nombres fuertes -otra vez Suar coleccionando figuritas- totalmente desperdiciado. 6) El último eslabón en la cadena de fallidos que es Me casé con un boludo es su director Juan Taratuto, que suele ser un artesano competente pero que acá está desaparecido en acción, lo cual no deja de guardar cierta lógica, porque estamos ante un film que es irrevocablemente de Suar, por más que no dirija. Ese realizador que supo hacer films muy interesantes como No sos vos, soy yo y La reconstrucción acá ni siquiera consigue darle los espacios de lucimiento adecuados a Bertucelli, no hilvana secuencias en las que pese la comicidad ni da en la tecla de lo romántico. Y cuando tiene que arribar a una resolución, recae en decisiones definitivamente facilistas y hasta cobardes, donde privilegia ciertos gestos de elegancia en la puesta en escena (referencias genéricas incluidas) y una falsa ambigüedad por sobre la coherencia y la honestidad respecto a los personajes. El resultado es predecible: Me casé con un boludo es una cáscara vacía, un producto diseñado en base a un par de ideas -o directamente ocurrencias-, que jamás le da entidad a sus personajes y sus conflictos y que avanza a los tropezones hacia un final que sólo busca el aplauso fácil de la platea, no sea cosa de indagar a fondo en las dinámicas del amor y la pareja. ¿Cuál es su sentido más allá del autoelogio de Suar? Difícil saberlo. 7) Si pudiera llegar a hacerle una entrevista a Suar -cosa que dudo llegue a suceder- le preguntaría por qué o para qué hace cine. Porque da la sensación de que hace cine no por razones artísticas, estéticas o incluso ideológicas, sino para algo que no tiene nada que ver con eso. Su cine es el puro capricho y el único enigma que plantea es cuál es el deseo que lo impulsa. Millones de pesos, toda clase de estrellas y una gran parafernalia publicitaria al servicio del antojo de un tipo con un ego gigantesco al que inevitablemente la gran mayoría adula con sentido acrítico. Diablos, qué envidia.
Días en la Corte Multipremiada en la última edición del BAFICI (donde se llevó los galardones de FIPRESCI y SIGNIS, además de los laureles al mejor actor y película en la Competencia Internacional), La acusación es desde diferentes aspectos todo un dilema. Lo es no sólo desde su planteo temático y la forma en que se va estructurando, sino también desde el horizonte de espectador que se va construyendo. Lo que presenta La acusación es tan simple como su título original, Court (La Corte), y a la vez complejo, por cómo ese espacio-tiempo que es una corte de justicia adquiere resonancias inesperadas y que trascienden lo superficial. La excusa es el caso de un cantante tradicional -y que también ha sido activista político- que es encarcelado y acusado de haber instigado al suicidio de un trabajador a través de sus canciones. La denuncia puede parecer ridícula, pero hay un Estado como el indio detrás de eso, y toda una serie de elementos de prueba destinados a comprobarlo, y lo que vemos es la batalla judicial que se va desplegando. Pero el film no se conforma con ser una “película de juicio” (de hecho no parece estar muy interesada en serlo, lo cual termina siendo tanto una fortaleza como una debilidad) y va más allá del ámbito judicial, para ir mostrando los aspectos íntimos de las vidas de las personas involucradas en el juicio. Veremos entonces cómo la fiscal pasa sus días libres con su marido e hijos; al abogado defensor en su casa o saliendo en una cita; o al juez de vacaciones, entre otras situaciones. Esos momentos, esos pasajes cuidadosamente escogidos, que coquetean con lo documental, sumados a las instancias judiciales, van configurando una mirada sobre lo sistémico, sobre las instituciones y tradiciones que sobrevuelan a los personajes -que son en verdad personas, individuos, ciudadanos de un país-, influenciándolos de formas a veces sutiles e inesperadas, y otras obvias y explícitas. Todo juega un rol, dentro y fuera de la Corte: la vestimenta, el idioma, el nivel cultural, las preferencias ideológicas, el pasado y el presente de los personajes. En esa visión, la puesta en escena de La acusación reflexiona constantemente sobre su dispositivo cinematográfico, el recorte que se establece a través del encuadre y cómo esa serie de elecciones estéticas sobre lo espacial y temporal implican también la construcción de un espectador, que a su vez también hace su propio recorte, su propia serie de elecciones sobre lo que mira y la forma en que mira. El film dice, plano a plano, que lo social e institucional no es un algo inocente, que tiene una construcción previa, y que a su vez esa estructuración se modifica por la mirada del arte, que siempre necesita de un espectador que aporte su propia posición al mirar. El problema de La acusación es que en muchos aspectos es más un film teórico que práctico. Es decir, cuesta en muchos pasajes conectarse con el drama, con lo humano del asunto, como si ese distanciamiento permitiera rasgos de inteligencia pero no de verdadera e impactante sensibilidad. En cierta forma, lo que uno contempla es un resumen de lo tratado por Michel Foucault en Las palabras y las cosas, y especialmente Vigilar y castigar, puesto en imágenes y movimiento. Y el cuestionamiento que se puede hacer es similar al realizado a Foucault: esa lucidez un tanto despiadada del autor que terminaba decantando en una frialdad que no le permitía al lector tomar cabal conocimiento y percepción de lo terrible del sistema descripto, aparece también en el film de Chaitanya Tamhane. Podemos intuir estructuras burocráticas y legales que conciben al individuo como un mero obstáculo o una explicación para determinados conflictos, privilegiando el castigo y la vigilancia en función de sostener un estatus quo determinado, y cómo todo ese entramado está pasmosamente naturalizado por las personas (lo cual se enlaza con lo que vivimos en la sociedad argentina), pero se debe poner demasiado como espectador, aportando tanto el significante como el significado. Paradójicamente, La acusación transita un camino que lo convierte en un film repleto de significados y al mismo tiempo en un envase vacío destinado a ser completado por el público. De tan abierto que es, termina siendo cerrado sobre sí mismo, sin sacudir a quien lo mira de la forma que lo podía hacer Crimson gold, aquel film de Jafar Panahi de 2003 que se apoyaba con todas sus fuerzas sobre el género policial para pensar cuestiones similares referidas a un sistema que necesita de la opresión y la marginalidad para sostener sus propios cimientos. En eso, representa los dilemas, potencialidades y límites del cine BAFICI que, de tan lúcido que es, en ocasiones sólo puede dialogar consigo mismo.
Crecimiento incompleto No deja de ser llamativo cómo una historia de crecimiento como la que es Norm y los invencibles no termine de completar ese proceso, como si le faltaran elementos a lo largo de todo el relato que contribuyan a mostrar la forma en que evoluciona su protagonista de la mano del viaje que emprende y las personas que conoce. A Norm y los invencibles se le notan demasiado los avatares de su producción: tuvo un desarrollo problemático, con varias demoras y reescrituras, además de que inicialmente se había planeado lanzarla directamente al mercado del DVD. Porque lo cierto es que el trabajo con la animación no es particularmente atractivo u original –incluso es bastante esquemático, especialmente en los diseños de fondo-, y la historia presenta huecos y cabos sueltos que revelan un guión manipulado excesivas veces, como si nunca hubiera podido encontrar el conflicto apropiado. Eso se percibe particularmente en cómo se va desarrollando la trama central, focalizada en Norm, un oso polar al que le cuesta asumir su rol como futuro rey y al que nadie termina de tomar en serio. Cuando aparece un malvado empresario inmobiliario que quiere construir casas en el Ártico, Norm viajará a Nueva York, donde termina convirtiéndose en la mascota de una corporación, a la que intentará destruir desde adentro para proteger su hogar. Todo esto, que suena muy rebuscado, efectivamente lo es: la narración avanza a los tropezones, sin transiciones apropiadas, dando la impresión de que en el montaje se hubieran perdido pasajes donde los personajes estaban más desarrollados o que el único objetivo del film era llevar cómo sea a su protagonista para que haga sus numeritos en la Gran Manzana. De ahí que Norm y los invencibles sea un film insulso, repleto de personajes esquemáticos –la niña buena que ayuda al protagonista, la madre a la que le cuesta balancear el trabajo con lo familiar, el villano que es malo porque sí- que nunca salen de lo superficial, con una figura central con la que nunca se conecta –todo el dilema que atraviesa a Norm respecto a sus responsabilidades y sus vínculos con su padre y su abuelo están excesivamente forzados, expresándose sólo a través de las palabras- y un relato que incurre en ingenuidades difíciles de asimilar incluso para un film destinado al público infantil –lo de los inversores re piolas y re buenos roza lo increíble-. Lo único realmente destacable es el desempeño de esas criaturas llamadas lemmings que acompañan a Norm a todos lados, ayudándolo en sus aventuras y que son una bella combinación de los minions y los pingüinos de Madagascar: cuando ellos cobran centralidad, el film adquiere velocidad, vigor y gracia. El problema es que, claro, ellos no son los protagonistas. Norm y los invencibles (pobre traducción para el original Norm of the North) es una historia de viaje y crecimiento, pero a pesar de todos los diálogos que funcionan como bajadas de línea -sobre la ecología, los legados paternales, las responsabilidades, los afectos y un largo etcétera-, el camino que se pretende trazar a través de la narración nunca termina de tomar forma. Film sin un rumbo claro, no consigue darle identidad y entidad al pobre Norm, que recorre miles de kilómetros, del Ártico a Nueva York, ida y vuelta, y aún así está lejos de cautivarnos.
Tensiones en el cine de Michael Bay Ultimamente, no sé si tomarme muy en serio a Michael Bay, un realizador que se mostraba tan torpe y obsceno en sus posicionamientos políticos, tan innecesariamente gigantesco y megalómano en sus formas y narraciones, que paradójicamente terminaba siendo inofensivo y hasta irrelevante, a partir del agotamiento que evidenciaban -y generaban- sus propuestas. Aunque claro, será muy vacuo, pero también exitoso -ya tiene una larga lista de éxitos, entre los que se cuentan la saga de Transformers, Pearl Harbor y Armaggedon, entre otras-, y ya tenemos varias lecciones en la historia de subestimación que después se transforma en un boomerang para quien la ejerce: ahí tenemos el caso de los pobres kirchneristas, que durante década y pico subestimaron y despreciaron a Mauricio Macri -y a los macristas-, y ahora están donde están, pobre gente. El caso es que la premisa de 13 horas: los soldados secretos de Bengasi tenía todos los números para ser un bodrio absoluto: a saber, esa impunidad que muchas veces otorga el estar basada -aunque sea parcialmente- en un hecho real (el ataque al cuerpo diplomático y a una instalación de la CIA en Bengasi en el 2012); la visión de los acontecimientos siempre sostenida desde el punto de vista de los militares; la aparición de fuerzas terroristas con casi nula identidad; los personajes que casi nunca se cuestionan lo que están haciendo; y hasta esa incómoda reivindicación de los militares contratados por el gobierno estadounidense a través del sector privado -quienes han sabido protagonizar unos cuantos actos entre vergonzosos y horrorosos en la guerra contra el terrorismo-. Y hay algo de eso, incluso bastante en el film, lo cual termina inevitablemente limitando sus posibilidades de tornarse en un relato más complejo. Pero también es cierto que estamos probablemente ante el film donde Bay menos muestra su personalidad, justo en una premisa que estaba servida para que aparecieran todos sus vicios. Especialmente en la primera hora, el realizador se corre a un costado y busca retratar la situación de inestabilidad permanente en Libia luego de la guerra civil que terminó con la destitución de Muammar Gaddafi, la rutina de esos soldados por contrato en un contexto de permanente tensión y las diferencias de criterios con la CIA. Y aún en la segunda mitad, cuando se desata el infierno en la Embajada y después el asedio en el búnker de la agencia de inteligencia, lo que termina prevaleciendo es esa historia básica, elemental y hasta contada de forma un poco obtusa pero sin demasiadas grandilocuencias, sobre un grupo de hombres que se expresan esencialmente a través de la acción y de gestos de compañerismo. Claro que Bay no puede con su genio y quiere darle a 13 horas: los soldados secretos de Bengasi un “contenido humano”, para que el film sea algo más que “una de tiros”, y ahí tenemos los diálogos demasiados esquemáticos sobre cuánto extrañan los soldados a sus familias (o cómo les cuesta abandonar el frente de batalla para quedarse con sus seres queridos), cómo son dejados en banda por las autoridades gubernamentales cuando el enemigo los sobrepasa en fuerzas y lo que significa el perder a un compañero de armas. Ahí es cuando resurge el Bay militarista, intervencionista, un poco patotero en su patriotismo y que piensa que esos lejanos lugares del Medio Oriente son un asco -y más si se los compara con la bella América-, y que encima resuelve todo de manera abrupta y pareciera no tener idea de cómo darle verdadera profundidad y entidad a los conflictos de sus personajes, a pesar de contar con más de 140 minutos para hacerlo. Sin embargo, con todas sus fallas, que le terminan impidiendo llegar a un aprobado, 13 horas: los soldados secretos de Bengasi es un film raro, con un patriotismo contenido, donde lo que más importa es explicitar las pérdidas y las heridas que los protagonistas cargan para siempre. Lejos de la euforia y el autofestejo desmedido del resto de su filmografía, Bay entrega su película más melancólica y pensante. Es cierto, la reflexividad que propone el realizador sigue siendo superficial, pero no deja de ser un paso adelante.
Perdido en el paisaje Había en Pantanal, primer film en solitario de Andrew Sala (quien previamente había codirigido en 2010 Cinco) una premisa en principio atractiva: un hombre con un pasado y presente en la nebulosa huyendo hacia la llanura aluvial en el Mato Grosso, portando nada más y nada menos que una valija llena de dinero, mientras intenta buscar a su hermano. Pero el relato, a pesar de tener sólo 70 minutos de duración, abusa de los tiempos muertos, confiando demasiado en el poder hipnótico de los paisajes que atraviesa un protagonista que de tan hermético termina siendo superficial y que nunca genera empatía en el espectador. Es como si Pantanal sólo tuviera para ofrecer ese punto de partida del comienzo y un innegable preciosismo visual, cimentado en la capacidad para encuadrar con precisión por parte del realizador, pero no mucho más que eso, con lo que la narración nunca atrapa, nunca causa tensión o siquiera curiosidad. En el medio, hay una idea ingeniosa, que es la de convertir a los testigos del viaje del personaje principal en portadores de testimonios que vinculan a la narración con el género documental. Allí parece nacer otra vertiente narrativa, nuevos personajes -aunque sean circunstanciales- y quizás una nueva película, pero finalmente todo se queda en insinuaciones, en una mera demostración de astucia. ¿Qué es lo que quiere contar realmente Pantanal? ¿Qué tiene para decir sobre su protagonista o las circunstancias que atraviesa? Difícil saberlo, y lo cierto es que esa ambigüedad tampoco termina por ser productiva. Porque lo que se termina imponiendo es un distanciamiento deliberado, que conspira contra las posibilidades de la historia y condena a la película a la medianía absoluta. Lo que queda son apenas alusiones a algo que pudo ser pero nunca fue, en un film que no ofende pero que sí aburre y hasta desilusiona. Había algo para contar, un personaje central con un pasado al que explorar -aún desde puntuales referencias-, una fuerza antagonista con potencialidad desde el fuera de campo y un espacio tan imponente como asfixiante donde desarrollar la historia. Pero todo eso jamás termina por aparecer.
Agrietando algunos esquemas Hay films que están destinados al malentendido, que luego se transforma en prejuicio y desprecio por anticipación, y el de Mi abuelo es un peligro es un ejemplo que podría ser emblemático. Ya con el título que le pusieron para su estreno en la Argentina le alcanzaría, pero el título original -Dirty grandpa- tampoco es gran cosa, y si a eso le sumamos un Robert De Niro que últimamente viene barranca abajo, la presencia juvenil de Zac Efron y un tráiler donde lo que prevalecía era la grosería permanente, todo estaba servido para la subestimación. Los críticos -tanto en Estados Unidos como en la Argentina- actuaron en consecuencia, destrozándola sin miramientos. Lo cierto es que Mi abuelo es un peligro merece una visión más cuidadosa y relajada, alejada aunque sea un poquito de las conclusiones fáciles. Si observamos con algo de atención, notaremos que el director es Dan Mazer, realizador de Les doy un año pero también coguionista de Bruno y Borat. De ahí que sea lógico el juego permanente con lo chabacano, escatológico y políticamente incorrecto a lo largo de todo el relato, con una catarata de chistes explícitamente enlazados con lo homofóbico, racista y machista. Lo mismo con se puede decir respecto a la estructura de road movie, con el abuelo Dick (De Niro), recientemente viudo, prácticamente forzando a Jason (Efron), su correcto y acartonado nieto abogado a punto de casarse, a acompañarlo en un viaje a Florida destinado esencialmente a enfiestarse en grande aprovechando el contexto de los spring breaks juveniles. La premisa del viaje es un trampolín para que el film escrito por John Phillips adquiera en su primera mitad características ciertamente anárquicas, acumulando situaciones con poca relación entre sí, pero que funcionan para ir afianzando el vínculo entre los protagonistas y presentar una galería de personajes que en unos cuantos casos se afianzan en el sinsentido, o más bien, en un sentido no precisamente predecible. Ahí tenemos por ejemplo al insólito vínculo entre el comerciante/narcotraficante interpretado por Jason Mantzoukas y los policías encarnados por Mo Collins y Henry Zebrowski, con su naturalización del delito; o Lenore (Aubrey Plaza), una ninfómana de campeonato deseosa de coger a todo trapo con Dick. En todo ese pasaje, los objetivos de Mi abuelo es un peligro parecen ser darle rienda a un De Niro desatado -casi actualizando al Bob Patiño que parodiaba al Max Cady de Cabo de miedo- y un Efron cuyo personaje hace un tránsito donde pasa de ser el chico Disney de High School Musical al muchacho descontrolado de Buenos vecinos. Donde Mi abuelo es un peligro encuentra sus límites es cuando debe delinear un conflicto real, centrado principalmente en Jason y cómo hacer para encontrar su propio camino, sin que los demás le impongan un destino seguro y predeterminado, pero también en Dick y su necesidad de recomponer su lazo tanto con su nieto como con su hijo (Dermot Mulroney). Allí aparece el interés romántico algo esquemático representado en el personaje de Shadia (Zoey Deutch), un par de bajadas de línea un poco forzadas, cierto estancamiento en el ritmo narrativo y personajes como el de Julianne Hough que son totalmente superficiales y desentonan con el resto. Aún así, la suma de resoluciones, por más que no quiebren totalmente los esquemas, no dejan de estar algo desviadas de los estamentos habituales, imponiendo diminutas pero productivas grietas. Mi abuelo es un peligro no es brillante en su despliegue de humor -hay pasajes donde su estilo encuentra callejones sin salida-, le cuesta balancear los dilemas planteados y no termina de hacer estallar las convenciones que enfrenta. Pero no deja de ser una película sumamente disfrutable y bastante más compleja de lo que se podría pensar a priori. Encima da una buena noticia, que es el hecho de que De Niro, ya con más de setenta años, aún conserva energía, y no solamente sexual. Su química con Plaza lo demuestra.
Hacerse cargo de crecer es el desafío Hay momentos muy específicos que cambian nuestras vidas, que representan un antes y un después, que incluso nos hacen pensar qué podría haber cambiado si las decisiones que tomamos hubieran sido otras. De eso se trata ’87, coproducción entre Ecuador y Argentina, aunque en verdad estamos ante un film definitivamente ecuatoriano, por los espacios que aborda, los tiempos que pone a dialogar y los personajes que habitan el relato. Lo que cuenta ’87 es eso que se perdió a partir de un hecho fortuito y que se busca recuperar, aunque sólo puede hacerse a medias, porque nunca se puede volver al mismo lugar. En este caso, tenemos a Pablo, Andrés, Juan y Carolina, quienes en 1987 solían pasar mucho tiempo juntos, usando una casa abandonada como refugio para todas sus andanzas adolescentes. Aunque claro, una noche esas andanzas irán mucho más allá de lo debido, lo que provocará un quiebre inevitable y en parte irreversible en el vínculo. Quince años después, con la vuelta de Pablo, se producirá un reencuentro que es también imposible de evitar, y un intento de reconstrucción de los antiguos lazos que es tan factible como quimérico. En una narración que equipara los avances y retrocesos de los personajes con las idas y vueltas temporales, poniendo a chocar y a la vez complementarse al pasado y el presente, ’87 se va revelando como un film esencialmente desparejo, donde las dudas y certezas van a la par. A los directores Daniel Andrade y Anahí Hoeneisen les cuesta ensamblar las distintas piezas puestas en juego y en unos cuantos pasajes la película pierde su centro narrativo, como si no supiera del todo qué es lo que debe contar. De ahí que convivan el relato de crecimiento, el romance juvenil, el drama moral y la historia de amistad, y esa convivencia no sea del todo fluida. Eso se traslada al ritmo de la narración, que en ocasiones avanza con vigor, sin dudar, y en otras entra en un estatismo alarmante. Lo cierto es que el film que es ’87 se parece bastante a sus protagonistas: tiene más dudas que certezas y aún así, con sus vacilaciones, va para adelante, cuestionándose permanentemente los componentes de su estructura narrativa y las decisiones de los personajes. En este permitirse titubear, sin dejar de hacerse cargo, en la medida de lo posible, de las distintas elecciones tomadas, es donde Andrade y Hoeneisen acompañan a los jóvenes/adultos que llevan adelante la historia. Si crecer y mirar hacia atrás para comprender el propio presente es todo un aprendizaje, también lo es el narrar a través del cine. En esto, los realizadores tienen mucho camino para recorrer y, con suerte, podrán aprender de sus errores.
Poética de la selva Algo nuevo. Lo que hace Ciro Guerra en su tercera película podría equipararse con las filmografías de directores como Werner Herzog o Terrence Malick, pero serían comparaciones apresuradas. Hay sí una reescritura, una reelaboración de poéticas y narrativas previas, ya existentes, pero siempre en función de ir un poco más allá, de buscar en la inabarcable y abismal selva amazónica un nuevo lenguaje cinematográfico. Las ambiciones son concretadas en toda su extensión y lo que consigue el realizador se despega de otras expresiones cinematográficas para redondear una obra distintiva, personal e impactante desde su ambición. Basándose en las memorias del etnólogo alemán Theodor Koch-Grunberg (1872-1924) y el biólogo estadounidense Richard Evans Schultes (1915-2001), quienes fueron de los primeros científicos que se animaron a recorrer la Amazonía colombiana, El abrazo de la serpiente -ganadora de la Competencia Internacional del último Festival de Mar del Plata y nominada al Oscar como mejor película hablada en lengua no inglesa- pone en tensión lenguajes y perspectivas sobre el universo, sobre ese ente casi infinito que es la naturaleza y lo insondable que rodea al hombre. Y en ese camino que recorre a dos puntas en el tiempo, con el chamán Karamakate, último sobreviviente de su tribu, como eje y punto de unión, El abrazo de la serpiente corre las fronteras del lenguaje cinematográfico y cultural, rompe esquemas y zambulle al espectador en una experiencia sobrecogedora, con un trabajo en la fotografía blanco y negro notable, actuaciones sobresalientes (¿cuánto habrá de actuación? ¿Cuánto de pura exposición de la personalidad? ¿Hacía cuánto que no se ponía en crisis la representación de forma tan extrema?) y una perspectiva sobre lo corporal en contacto con el entorno que renueva las esperanzas de que el cine latinoamericano pueda hacerse cargo de los sujetos a los que observa sin paternalismos. El viaje que nos propone la película no nos da tregua, no hay descanso, nos ata al recorrido de los protagonistas y nos hace partícipes de la experiencia. Guerra corrió los límites de lo observable, para pensar a un otro que posiblemente esté mucho más cercano, y al hacerlo nos obliga a hacernos cargo como espectadores. No hay elusión posible, esa otredad pasa a sentirse como propia, interpela desde su historia particular a nuestra propia historia. Ese logro y esa responsabilidad que otorga el film son inmensamente saludables. En tiempos de cinismo, de negación de la aventura, de la mirada distanciada sobre nuestro propio pasado, El abrazo de la serpiente es una magnífica instancia de descubrimiento, de reivindicación del ser humano sobrepasando sus propios límites, que sacude los estamentos temporales e interrelaciona el pasado con el presente, resignificándolos en cada plano, en cada diálogo, en cada movimiento de los personajes. Guerra se adentró en la selva y volvió con una poética única.
La maduración incompleta Caso un tanto raro y llamativo el de Cómo ser soltera, una comedia cuyo foco innegable e indudable es la madurez, la toma de consciencia de la propia identidad, del lugar que se ocupa en el mundo, para así poder crecer en el vínculo con los demás pero especialmente con uno mismo, y que tiene unas cuantas cosas para decir sobre ese proceso -algunas de ellas bastante interesantes- pero que sin embargo no termina de definir su propia identidad, su situación dentro del panorama de la comedia estadounidense. El film se basa en el libro de Liz Tuccillo, la misma autora de Simplemente no te quiere -por ende no sorprende que Drew Barrymore aparezca en los créditos como una de las productoras- y en él pueden apreciarse unos cuantos elementos propios de esa otra película. En cierto modo, ambas cintas piensan y reflexionan sobre las formas en que nos vinculamos con el otro y cómo -incluso inconscientemente- estamos siempre buscando a ese otro ser que nos complete. En este caso, centrándose primariamente en Alice (Dakota Johnson), quien deja a su novio de toda la vida para ver qué tal es eso de ser soltera y hacer la suya (aunque pronto se arrepiente de su voluntad experimentadora), pero luego desplegando toda una serie de personajes, cada uno con sus propios dilemas y convicciones: está Robin (Rebel Wilson), la eterna fiestera sin muchas culpas; Meg (Leslie Mann), la hermana de Alice que va descubriendo que quiere ser madre, aunque eso implique de hacerlo sin tener a una pareja a su lado; Lucy (Alison Brie), quien busca obsesivamente a la pareja ideal. Pero cuando todo indicaba que el asunto sólo iba a girar alrededor de lo femenino, aparecen personajes masculinos con sus propios conflictos a cuestas, como David (Damon Wayans Jr.), quien no termina de acomodarse a su viudez y el recuerdo de su esposa; o Tom (Anders Holm), el típico galán que se encama con todas hasta que se le presenta la que podría ser la mujer de su vida, lo que sacude sus estanterías. Muchos conflictos se acumulan en Cómo ser soltera y eso obliga a la película a cambiar permanentemente su foco y punto de vista, variando en los tópicos: la maternidad, la paternidad, las responsabilidades para con uno mismo y los demás, las amistades, las certidumbres e incertidumbres encarnadas en el matrimonio, los pros y contras de la soledad. Hay mucho discurso en la película y en unos cuantos pasajes poca acción, como si no pudiera despegarse de su fuente literaria, sin darle una carnadura verdaderamente cinematográfica a lo que pretende decir. También hay mucho lugar seguro, demasiadas convenciones y lugares comunes cumplidos a rajatabla, como si el film temiera ofender. Por eso lo mejor surge cuando el relato le permite fluir a los personajes hacia lugares un poco más impredecibles, eligiendo algunos caminos un tanto arbitrarios y a la vez interesantes. Por eso no deja de ser llamativo cómo durante casi todo el metraje se utiliza al personaje de Robin para el puro lucimiento de Wilson -quien ya debería empezar a explorar nuevas facetas en su comicidad, porque viene repitiendo demasiado sus gestos habituales-, hasta que una vuelta de tuerca hacia el final la pone en otra posición, un tanto forzada, pero aún así no exenta de muchos más matices. Lo mismo se puede decir del protagonismo que tiene Lucy, quien después queda mucho más relegada; y finalmente Alice, que no termina de cumplir con todos los esquematismos posibles, pero le anda muy cerca. La que recorre la vía más coherente, de principio a fin en su aprendizaje, es Meg, lo cual es reforzado por la actuación de Mann, una intérprete de esas que no abundan, por su capacidad para encajar en distintos moldes y siempre quedar bien parada. Cómo ser soltera es de esas películas que quieren decir muchas cosas a la vez y sólo cuando se dan cuenta de que a veces el camino más apropiado es el de la simplicidad terminan de consolidarse. En el medio coquetea con los códigos románticos más conocidos, usándolos de manera un tanto irónica pero sin terminar de retorcerlos por completo; se apoya en buena parte del andamiaje lingüístico y actoral de la comedia hollywoodense de años recientes; y vuelve a hacer uso y abuso de esa ciudad emblemática que es Nueva York, tierra de las oportunidades tanto laborales como personales, mito urbano con una increíble pregnancia audiovisual que hasta es capaz de construir individuos y tópicos a su propia medida. Entre todo ese pastiche, sólo de a ratos llega a ser un film con todas las letras: la mayor parte es un borrador, un brain storming con muchas ideas dispersas que no componen un todo. Aún con sus momentos entretenidos, con su decente suma de chistes muy buenos y hasta con su voluntad de romper con ciertas superficialidades, Cómo ser soltera es demasiadas películas juntas, cuando apenas necesitaba ser una sola.
La normalidad como el peor defecto Con Abraham Lincoln: cazador de vampiros ya habíamos tenido una adaptación de una novela de Seth Grahame-Smith que apostaba al pastiche entre géneros y temas. En ese caso, la fusión se daba entre la típica estructura del biopic y el subgénero de vampiros, para darle una nueva configuración a la figura de Lincoln, la Guerra Civil y las luchas vinculadas a la esclavitud. Así como ese film no terminaba de fusionar sus diversos elementos con fluidez en un relato realmente atractivo, algo parecido sucede con Orgullo, prejuicio y zombies. Rara y problemática la historia del proyecto de Orgullo, prejuicio y zombies, que se estuvo gestando durante muchos años, con muchas idas y vueltas: en un momento, iba a ser dirigido por David O. Russell y protagonizado por Natalie Portman -quien se bajó pero permaneció como productora-. Luego circularon muchos nombres para la dirección -Mike Newell, David Slade, Matt Reeves, Jonathan Demme, Neil Marshall, Mike White, Phil Lord y Christopher Miller- y el protagónico -Scarlett Johansson, Anne Hathaway, Emma Stone, Mia Wasikowska, Rooney Mara, Mila Kunis y Blake Lively-, hasta que finalmente se eligió a Burr Steers y Lily James, respectivamente. Teniendo en cuenta el tiempo esperado y a la vez los baches atravesados, el film podía llegar a ser algo realmente muy bueno y original, o directamente un desastre. Visto el resultado final, ni una cosa ni la otra. Lo que se ve es una permanente tensión irresuelta entre la estructura aportada por la novela Orgullo y prejuicio, de la gran Jane Austen, el modelo habitual de los films de época que muchos veces se agrupan bajo el término “qualité” -con la exhibición de vestuario, las locaciones impactantes desde los planos generales y abiertos, la fotografía paisajística, los diálogos finamente calculados y los dilemas sociales de ocasión- y las diversas convenciones del subgénero de zombies -la sangre, las tripas, la construcción de climas opresivos y desestabilizadores, lo paranoico como factor decisivo-. Durante casi todo el metraje, se percibe un relato atrapado por las propias referencias que se impone a sí mismo: están Elizabeth Bennett (James) y su vínculo de amor-odio con el Sr. Darcy (Sam Riley); el resto de la familia Bennett y sus ansias de escalar socialmente; George Wickham (Jack Huston) y su doble moral; el Sr. Bingley (Douglas Booth), Lady Catherine de Bourgh (Lena Headey), Parson Collins (Matt Smith), con sus respectivos deseos, ambiciones y frustraciones; y las diversas subtramas tan románticas como sociales. Todo está ahí, pero reconvertido en función de un universo donde hasta las mujeres recurren a las artes marciales y las armas filosas para defenderse de los no-muertos. Pero ese cruce no pasa de ser un mero guiño, la fisicidad propuesta por Steers a partir de la novela de Smith no confluye de la forma esperada con el retrato de época que supo armar Austen. De ahí que tengamos los conflictos esperables -más aún si se conoce el material de origen-, sólo que condimentados con algunos pasajes plagados de sangre y tripas. A Orgullo, prejuicio y zombies se le notan demasiado sus parches, su disposición cuasi frankenstiniana, su necesidad de seguir explotando el subgénero de zombies pero dándole una vuelta de tuerca que le aporte una pátina de prestigio. Todo luce demasiado correcto, políticamente correcto incluso, porque estamos ante un film que no se anima a repensar a sus personajes, dándoles nuevos destinos y posibilidades. Encima Orgullo, prejuicio y zombies llega un tanto a destiempo, cuando todavía pesa el recuerdo de la magnífica versión del 2005 dirigida por Joe Wright y protagonizada por Keira Knightley, que se mostraba capaz de expandir las resonancias del libro de Austen a partir de las herramientas cinematográficas, con una libertad en sus formas -desde los planos secuencia, el montaje, la banda sonora, el trabajo de la luz para componer a los personajes y hasta la puesta en escena de ciertos diálogos clave- de la que el film de Steers carece casi por completo. Hay una sola secuencia donde Orgullo, prejuicio y zombies parece que va a aportar algo realmente nuevo a partir de lo cinematográfico, donde los diversos desencuentros entre Elizabeth y Darcy terminan por estallar, y el estallido se da a través de golpes, patadas y hasta cuchillazos, con las barreras entre lo masculino y femenino derrumbándose. Son unos minutos donde el film respira libertad y sólo le importa transmitir las tiranteces entre los cuerpos en pugna. Ahí aparecen en toda su dimensión los personajes, expresándose a través de sus acciones y deseos frustrados. Pero eventualmente la pelea llega a su fin y todo vuelve a la normalidad. El peor defecto de Orgullo, prejuicio y zombies es, precisamente, su correcta, correctísima normalidad.