Hacerse cargo En su crítica sobre En la oscuridad: Star Trek, Mex Faliero dejaba en claro su convicción de que era más bien difícil que J.J. Abrams haga una mala película y que el futuro de la saga de Star Wars -recientemente se había anunciado que iba a dirigir el Episodio VII- estaba seguro en sus manos. Por suerte, Mex no se equivocaba: Star Wars: el despertar de la Fuerza logra la fusión justa y necesaria entre el espíritu de la trilogía original y las nuevas dinámicas de estos tiempos, devolviéndole a la saga la inteligencia y perspicacia narrativa que se había perdido con los últimos tres capítulos dirigidos por George Lucas. Para esto, Abrams (y sus coguionistas Lawrence Kasdan y Michael Arndt) dialoga con la tradición de Star Wars -lo cual explica las reapariciones de Han Solo, Leia, Luke, C3PO y AR2R2-, pero no deja de tener bien en claro que este nuevo Episodio debe emprender su propio camino, haciéndose cargo de los films que lo precedieron pero estableciendo un presente firme, para así poder marcar un rumbo a futuro. De esto se trata en su núcleo El despertar de la Fuerza: de personajes que deben hacerse cargo de quiénes son, del lugar en el que están parados, de cómo llegaron hasta donde están, de lo que perdieron en el camino, de lo que pueden ser y hacer, incluso de quiénes no son o las acciones que no pueden llevar a cabo. Y es ahí donde vuelve a surgir la esencia de Star Wars, que es la del drama familiar, la de los vínculos de sangre puestos en crisis y buscando recomponerse, aunque en el fondo se sepa que ya no podrá ser igual. Esto de hacerse cargo es un factor que siempre ha transitado las diversas creaciones de Abrams: desde sus tiempos televisivos de Alias y Lost que el cineasta viene recorriendo esta senda, que no sólo involucra aspectos individuales, subjetivos o vinculados a lo grupal, sino directamente éticos y generales. Ya en el cine también supo aparecer esa mirada, esa visión sobre el mundo de relaciones que habitan personajes como Ethan Hunt en Misión: Imposible III (retomando su rol activo en el campo), Kirk y Spock en las dos entregas de Star Trek (encontrando la forma de complementarse desde la amistad y el profesionalismo) y Joe Lamb en Súper 8 (aprendiendo a aceptar la pérdida de su madre para poder seguir adelante con su vida). Esta construcción de conflictos es la que les da la necesaria impronta clásica a los personajes, mostrándolos como seres con una fuerte capacidad icónica pero también sumamente cercanos al espectador en la humanidad que exhiben, lo cual Abrams vuelve a aplicar en El despertar de la Fuerza. El Episodio VII tiene un contenido político pero alejado por completo de los Episodios I, II y III y mucho más próximo al de los otros tres capítulos: su estructura ideológica pasa por lo humano, por cómo busca que los protagonistas se vayan encontrando a través de la acción, y a través de esos encuentros cambien no sólo ellos, sino el mundo que integran y el contexto que los rodea. ¿Por qué era Abrams probablemente la elección ideal para resucitar la saga de Star Wars? Porque ama el cine clásico, pero el amor que demuestra en sus propias películas a esa vertiente no es vacío o estático, no decanta en una mirada retrógrada. Abrams mira hacia el pasado, pero haciéndose cargo de su presente, de las expectativas del espectador actual, de las nuevas posibilidades estéticas, formales y narrativas. Eso es lo que le permite recuperar a ese aventurero nato que es Han Solo y su vínculo romántico-humorístico con Leia, pero ahora atravesado por una pátina de melancolía, de dolor por lo que no pudo ser, de heridas que el tiempo no logró cicatrizar del todo. Y por ende, introducir a personajes nuevos como Flinn, Rey (notable la aparición de esa potencial estrella que es Daisy Ridley), Poe Dameron (probablemente el menos desarrollado de los personajes) y Kylo Ren (un villano sumamente interesante en su concepción interna), quienes ya tienen un pasado consistente a partir de ciertos indicios muy puntuales -en esto, el film demuestra indirectamente la redundancia de la segunda trilogía-, rápidamente plantan bandera dentro de la estructura de la historia general y empiezan a tener un futuro que nos interesa, nos importa, incluso nos apasiona saber, porque los vemos construir sus identidades frente a nosotros. Abrams logra el pequeño pero predecible -por sus capacidades- milagro de revitalizar a Star Wars. Lo hace con un film potente, que sabe desplegar sus piezas con sabiduría, que recupera el humor que siempre caracterizó a la saga y que posee una narración vigorosa, que sin embargo sabe cuándo tomarse los tiempos exactos para reposar y trabajar sobre los dilemas e indecisiones de los personajes. Pero El despertar de la Fuerza es además una película valiente, que no sólo es dirigida por un realizador que se hace cargo del material que tiene entre manos, sino que es asimismo capaz de pedirle al espectador, especialmente al fanático de la saga, que también se haga cargo; de que sea consciente de que los tiempos han cambiado, que los personajes ya no pueden ser los mismos porque hasta los actores ya no son lo que eran, que hay escenas irrepetibles que el cine ha mutado y que nada puede ser exactamente igual, pero que aún así hay esperanza. Y hay esperanza porque hay gente como Abrams haciéndose cargo, demostrando amor pero no idealización por el pasado, y confiando en las posibilidades del presente y el futuro. La aventura es distinta y al mismo tiempo sigue siendo la misma, porque el espíritu ha resurgido en su consistencia original. Volvió Star Wars, despertó la Fuerza. Bella noticia para terminar el año.
Gente rica filmando Me imagino una conversación entre un par de ejecutivos importantes de Universal, el estudio que financió Frente al mar. Uno de ellos, quizás un poco ingenuo, le pregunta a otro por qué demonios se terminó poniendo guita para una película que estaba destinada a ser ignorada. El otro le contesta algo así: “y bueno, perdimos sólo diez millones de dólares y dejamos contenta a Angelina. Acordate que ganamos mucho más con otras pelis que hizo para nosotros”. Dejo volar la imaginación porque la conclusión me parece obvia: Angelina Jolie venía de cosechar un pequeño suceso con Invencible, y a continuación quiso rodar una peli con su marido Brad Pitt durante su luna de miel. Y Universal, como pequeño premio, puso el dinero necesario para hacerlo. Allá ellos, dispuestos a perder unos cuantos millones para satisfacer el capricho de una realizadora a la que se le ocurrió una historia totalmente autoindulgente y tenía ganas de filmar con bellos paisajes de fondo. El problema pasa por los pobres espectadores, que terminan pagando una entrada para perder dos horas de sus vidas. Quizás Jolie quiso replicar lo logrado por la pareja Roberto Rosellini-Ingrid Bergman en Viaje en Italia, pero hacer semejante suposición sería un tanto insultante. Lo que tiene la directora y guionista para Frente al mar es sólo un conjunto de ideas apenas conectadas: un matrimonio en crisis que en los setenta viaja a un pequeño pueblito costero de Francia. El es un escritor con bloqueo creativo, ella fue una bailarina que tuvo que abandonar su profesión. Ambos están totalmente distanciados, no pueden demostrarse afecto ni manifestar sus emociones interiores. Por eso se la pasan bebiendo y fumando, paseando por ahí, y sólo el contacto con otra pareja recién casada (Mélanie Laurent y Melvil Poupaud) y el viejo dueño de un bar (Niels Arestrup) los empieza a movilizar. Las intenciones están explícitas: reflexionar sobre los lazos rotos en la pareja, la forma en que afrontamos las pérdidas y ausencias, cómo el contexto y los seres que se cruzan en nuestro camino nos obligan a repensar nuestro lugar en el mundo. Pero todo se queda precisamente en eso: en las intenciones, en las ideas. Jolie filma razonablemente bien, demuestra que sabe encuadrar y darle un sentido casi pictórico al paisaje a través del manejo de la luz, pero eso es todo. Frente al mar es una cáscara vacía que sólo sabe sostenerse desde la pura pose. Pitt y Jolie son el centro absoluto de la trama -los demás personajes son apenas excusas para hacer avanzar la narración- y nunca consiguen transmitir las emociones de sus personajes; actúan, fingen que están tristes y se les nota demasiado. En el medio, lo que tenemos es un film estático, que en su primera mitad prácticamente no avanza y en su segunda mitad lo hace caprichosamente, tomando toda clase de decisiones arbitrarias, sin dejar nunca de aburrir, con un tono lánguido alarmante. Por momentos, da la sensación de estar asistiendo a una especie de reversión de La nueva gran estafa: si en aquella película todos se divertían menos el público, acá todos padecen, pero al espectador nunca le importa. No dejan de llamar la atención las vueltas de la vida: Jolie y Pitt empezaron su romance a partir del rodaje de Sr. y Sra. Smith, una de acción que era superficial pero divertida, una demostración de pura energía al servicio de un entretenimiento no precisamente trascendente pero definitivamente sano. Diez años después, esa pareja explosiva ya es un matrimonio con mucho, demasiado dinero a su disposición, que cuando filma en conjunto nos obliga a contemplarlos con cara tristona en un bodoque como Frente al mar, haciéndonos mirar el reloj a cada rato, rogando que las dos horas de metraje se cumplan de una vez por todas. Diablos, ahora sí que no me caso nunca.
Una feliz y terrorífica Navidad La comedia parece estar en las antípodas del terror, pero son extremos que están mucho más cercanos de lo que aparenta. El miedo muchas veces se da la mano con la risa y la mueca de terror puede transformarse en rápidamente en una mueca humorística… y viceversa. Eso lo supieron comprender directores como Joe Dante (Gremlins), John Landis (Un hombre lobo americano en Londres) y Sam Raimi (El ejército de las tinieblas), o más recientemente James Gunn (Slither-criaturas rastreras). Y también lo entiende Michael Dougherty, quien con Krampus logra un combo donde conviven la tensión -y hasta el pavor- con la diversión. Dougherty también aprendió bastante de John Hughes y su mirada socarrona sobre las convenciones sociales, y por eso esas instituciones tan enlazadas que son la Navidad y la Familia aparecen puestas en duda, con sus pilares socavados, a través del quiebre de ese factor decisivo que es la creencia, la fe. El niño Max (Emjay Anthony) se define a sí mismo y su convivencia con los demás en la forma en la que cree, y su decisión de no celebrar la Navidad, rompiendo su carta para Papá Noel, al ver que su familia vuelve a caer en las habituales discusiones, rompe un pacto consigo mismo, con su fe y con una serie de rituales. Ese quiebre abrirá las puertas de lo maligno, dándole entrada a ese demonio llamado Krampus, quien junto con sus ayudantes castiga a los escépticos. A partir de ese punto de partida, Dougherty realiza en Krampus un inteligente uso de lo mitológico -la secuencia animada, que funciona como cuentito navideño siniestro es excelente- y de los íconos navideños, que adquieren tonalidades retorcidas, oscuras, hasta asquerosas. Lo hace con una construcción argumentativa pausada, escalonada, donde lo terrorífico y horroroso se va dejando ver de a poco, a través de indicios sonoros inquietantes y desestabilizadores, con un gran aprovechamiento del fuera de campo y una productiva división entre los espacios interiores y exteriores. Pero esto es posible porque todo va de la mano de la comedia, de un humor negro constante, donde el sarcasmo recorre una línea de equilibro que nunca cae en el cinismo, y son claves los nombres que integran el elenco: Adam Scott, Toni Collette, David Koechner y Conchata Ferrell son todos actores que se mueven cómodamente en el terreno de la comedia y que acá están perfectos, cada uno jugando su papel y amoldándose a lo que pide el relato. De esta forma, Krampus se va constituyendo en una rareza para estos tiempos efectistas del cine de terror hollywoodense, preocupándose por crear climas a través de encuadres cuidadosamente planificados, en los que las miradas y los puntos de vista de los personajes poseen un importante rol de complementariedad. Pero Dougherty no se preocupa sólo por lo formal, sino también por contar su cuento, lo que incluye el vínculo entre la historia central y las tradiciones que lo preceden y sostienen. No es difícil identificarse y sentir empatía no sólo por Max y sus frustraciones, sino también por el resto de los miembros de su familia, todos arrastrados a una convivencia forzada y desgastada por el paso del tiempo. Lo familiar y lo navideño, con sus discursos a cuestas, pueden ser un refugio, pero también una trampa, nos dice el film, y de esa trampa sólo se puede salir posicionándose en un lugar distinto. Hacia el final, Krampus toma ciertas decisiones que pueden parecer apresuradas y un tanto timoratas, pero que en verdad forman parte de una visión vinculada con lo mencionado en el párrafo anterior. Los lazos pueden recomponerse y las heridas cerrarse, pero las cicatrices permanecen, las huellas nos dejan marcados para siempre. Las sonrisas, las carcajadas, los gestos cómicos son máscaras que apenas si esconden el tránsito previo de lo horroroso y siniestro. Y viceversa, porque este procedimiento también puede ser observado desde el otro lado. Película de capas de significados, Krampus es compleja en sus herramientas narrativas y al mismo muy simple en la forma en que interpela al espectador, demostrando ser sumamente disfrutable.
La puerta abierta a un mundo Francamente, no conocía nada sobre los valdenses. Es más, no tenía idea de que existieran. Y la verdad que luego de ver este documental de Marcel Gonnet Wainmayer, me sentí un tanto avergonzado y al mismo tiempo muy curioso. Avergonzado por mi ignorancia previa -que en cierta forma persiste- y curioso por conocer más sobre los valdenses, que a todas luces se revelan como una comunidad fascinante. ¿Quiénes son los valdenses? Son una comunidad campesina con más de ocho siglos encima, pero también una corriente religiosa que puede considerarse como la primera iglesia protestante de la historia, y que desde hace un rato largo viene desafiando al Vaticano en tópicos como el matrimonio gay, la eutanasia y el aborto. Gonnet Wainmayer -quien pertenece a una familia valdense- se da cuenta que lo que tiene por delante es un material de base prácticamente inabordable y elige concentrarse en expresiones específicas. Es así como Valdenses gira alrededor de la recuperación de la película muda Fideli per secoli, que fue realizada por grupos de jóvenes italianos en 1924 y prohibida por el fascismo; en torno a la puesta de la obra teatral Li Valdés, del Gruppo de Teatro Angrogna, que se zambulle en la historia valdense, acompañando una gira por las colonias valdenses de Argentina y Uruguay; y en la representación de otra obra teatral, From this day forward, realizada por los valdenses de Carolina del Norte. En esa dispersión, Valdenses encuentra unos cuantos momentos de interés a partir de preguntarse permanentemente las formas en que dialoga el presente con el pasado valdense, con el arte como herramienta fundamental no sólo de afirmación de una identidad, sino también de resistencia a los discursos hegemónicos, reivindicándose incluso como herejía que combate lo establecido. Pero es también cierto que hay pasajes donde el film pierde el rumbo, donde la combinación de materiales -imágenes de archivo, entrevistas, el registro de las puestas teatrales- no termina de cuajar de una manera fluida. Aún así, Gonnet Wainmayer tiene la humildad suficiente para hacer foco en un par de factores muy puntuales, dejando entrever a través de la narración que detrás de cada sujeto valdense que puede expresarse en la actualidad hay siglos de lucha, confrontaciones permanentes por sobrevivir frente a los discursos -y las acciones- totalitarias, que fueron las que permitieron llegar a ese presente. En esos recortes realizados por la cámara y el montaje, acompañando y corriendo velos, es donde Valdenses se convierte en el documento de una cultura, de una forma de pensar y ver el mundo, que pide a gritos ser comprendida, analizada, incluso abrazada. Allí lo personal aparece expresado sutilmente y obtiene connotaciones universales.
Reíte un poco, Besson La trilogía inicial de El transportador no era gran cosa, pero tenía sus momentos. En buena medida, era sostenida por el carisma del que es el mejor actor de acción de la actualidad, Jason Statham. Eso se podía ver especialmente en la segunda parte, donde Statham ya se había apropiado por completo del rol y Louis Leterrier ya había afinado sus capacidades para construir secuencias de alto impacto realmente atractivas, que jugaban con total autoconciencia con el inverosímil: ahí teníamos esa escena donde el protagonista se deshacía de una bomba plantada en su auto con una acrobacia automovilística que daban ganas de aplaudir de pie. Teniendo en cuenta que ya había incluso una adaptación televisiva, el desafío de El transportador recargado era darle una vuelta de tuerca que conservara las bases del espíritu original pero que trajera algo de aire y renovación. El problema surge con las decisiones iniciales para esto, consistentes en intentar darle mayor espesor humano -en una operación que guarda similitudes con el James Bond de Daniel Craig- a un personaje que en verdad nunca lo pidió ni lo necesitaba, porque es la pura superficie, el artificio y la pose al extremo. Que la nueva encarnación de Frank Martin sea alguien como Ed Skrein, que tiene menos carisma que una babosa, tampoco ayuda: nunca se le creen sus conflictos y jamás logra entablar una empatía con el espectador. De ahí que poco importe que al pobre Frank, tan profesional él, le secuestren a su padre -un Ray Stevenson absolutamente de taquito, en un papel de macho mujeriego que atrasa décadas- para que haga un trabajo o que se termine enamorando de una mujer que intenta vengarse de un siniestro mafioso ruso que la tuvo esclavizada a ella durante décadas. También es cierto que en las películas anteriores siempre la mayor debilidad pasaba por las figuras femeninas que se cruzaban con el protagonista, porque intentaban aportar una sensibilidad que nunca salía de lo banal y facilista. Acá eso se repite y es por eso que sólo importan las secuencias de persecuciones, tiroteos y peleas, filmadas a reglamento por Camille Delamarre, con lo único realmente interesante y distintivo siendo la voluntad por humanizar al personaje central a partir del impacto físico: si el Frank Martin de Statham sopapeaba a todos y nunca recibía ni un rasguño, el de Skrein es alguien que recibe unos cuantos puñetazos y en varias ocasiones la pasa definitivamente mal. Si uno deja de dar vueltas en el análisis, lo molesto de El transportador recargado -tampoco tan molesto, es una película que ni siquiera da para enojarse- es que se pierde la oportunidad de divertirse y divertir a su público. Una escena como la de la operación hecha contra todas las reglas sanitarias, ese personaje del mafioso ruso que hace toda su vida en aviones o esa idea de tres rubias (que no son rubias) convertidas en sofisticadas ladronas internacionales daban para una convocatoria al total delirio. Pero no, eso nunca termina de concretarse y lo que impera es una seriedad digna de mejores causas. Y eso es culpa de Luc Besson, el verdadero sostén creativo de la saga desde la producción y el guión, que no termina de hacerse cargo de que ya quedaron muy atrás los tiempos donde hacía films realmente serios y sólidos en sus oscuridades como Nikita o El perfecto asesino. No, Besson sigue queriendo vendernos una grasada diciéndonos que es algo profundo. Estaría bueno que se haga cargo de lo que es y hace, y que se divierta. Y que nos divierta.
El periodismo como herramienta de lucha Lo que hace apasionante a un film como Arriba los que luchan: Jorge Masetti y la batalla en la comunicación es del mismo modo su principal obstáculo: si la abundancia de material con que cuenta y sus ambiciones por pensar varias décadas de historia política latinoamericana, las formas de ejercer el periodismo y la influencia de una figura como la de Masetti le otorgan numerosos rasgos de interés, también le quita un centro narrativo, alargándolo demasiado y llevando a que se vaya un poco por las ramas. El documental de Ezequiel Gómez Jungman se centra en la vida del periodista argentino Jorge Ricardo Massetti, una de las personalidades más destacadas del periodismo latinoamericano, que supo seguir cuerpo a cuerpo el proceso castrista en la Cuba de los sesenta, tomando contacto con el Che Guevara y Fidel Castro, para luego crear la emblemática agencia de noticias Prensa Latina, con el claro objetivo de plantear una oposición a la hegemonía instalada por los medios imperialistas. Luego supo regresar a la Argentina para convertirse en el comandante del ejército guerrillero del pueblo, organizado por el Che para replicar la experiencia cubana en suelo argentino. Ese compromiso marcó la vida de Massetti y también su muerte. Para abordar todo el recorrido de Massetti, Arriba los que luchan se vale de relatos de Rodolfo Walsh (interpretado por la voz del actor Rubens Correa) y de Graciela Massetti, hija del periodista, recurriendo también a numerosos testimonios -Mario Valeri, Osvaldo Bayer, Orlando Borrego, Rogelio García Luppo, entre muchos otros- y una profusa cantidad de material de archivo. Hay de esta manera no sólo una multiplicidad de perspectivas puestas en juego, sino también de formas narrativas para un documental que en varias secuencias coquetea con la reconstrucción ficcional y hasta con los lenguajes literarios y las crónicas periodísticas. Esa mixtura es virtuosa en su vocación por el riesgo: en eso Gómez Jungman sigue la ética de Massetti, no elige los caminos simples ni saca conclusiones fáciles. Sin embargo, ese mismo arrojo por momentos desborda a la puesta en escena y el montaje, como si las piezas se dispersaran y no volvieran a encajar en el lugar correcto, incluso estirando en demasía el metraje. Aún así, no debe dejar de reconocerse el vigor de Arriba los que luchan, su vocación por otorgarle espesor e impacto a la historia de Massetti, y por repensar lo que significa hoy la vocación periodística a la luz de lo ocurrido en ese convulsionado pasado. En tiempos donde el periodismo y la intelectualidad argentina caen repetidamente en razonamientos facilistas, esas ansias de superación se agradecen.
Lo que llevamos dentro Es difícil que Un gran dinosaurio vaya a ser recordada como una de las mejores películas de Pixar. También era difícil que lograra serlo, teniendo en cuenta el problemático proceso de producción que tuvo, que incluyó cambio de director y de elenco de voces, modificaciones al guión original -acreditado finalmente a seis personas- y retraso del estreno. Y aún así, es un Pixar sólido, una nueva demostración de cómo el estudio es dentro de la animación el que mira de manera más profunda y compleja no sólo al cine, sino también al público que asiste al cine. El arranque es probablemente lo que más le cuesta a Un gran dinosaurio, cuando debe plantear la historia de Arlo, ese joven apatosaurio frágil en compostura y avasallado por sus miedos, que no termina de encontrar su lugar dentro de su familia y por ende, en el mundo. En esos primeros minutos el film se queda un poco a mitad de camino entre el relato puramente infantil y el relato familiar, como si no terminara de decidirse por un tono determinado para ir trazando el conflicto. Pero a partir del desencadenamiento de una serie de tragedias que llevarán a Arlo lejos de su familia, es que queda definitivamente instalado el desafío para el protagonista y su viaje de crecimiento, donde será fundamental la compañía de Spot, el pequeño humano que al principio será la fuente de sus desgracias y luego el principal apoyo para recorrer el que será un largo camino. Y a partir de allí, el director Peter Sohn -en su primer largometraje, luego de haber dirigido el excelente corto Parcialmente nublado- irá demostrando una mano muy firme y segura para ir transitando las numerosas instancias del relato con una notable fluidez. Esto no es sorprendente en la trayectoria de Pixar, ya todos sabemos de las cualidades que han exhibido los diversos directores del estudio. Lo que tampoco sorprende es precisamente la sorpresa, y esa sorpresa que nace del riesgo, y que es la marca registrada de Pixar. Y en Un gran dinosaurio esas sorpresas aparecen, pero de manera muy sutil en una narración que podría tildarse de previsible. ¿Qué decir del uso de la profundidad de campo para darle mayor espesor al paisaje, que es en cierta forma un personaje más, uno que le dice a Arlo y Spot que hay un mundo mucho más profundo y hasta inabarcable dispuesto a ser descubierto? ¿Y de la forma en que se entabla un diálogo productivo y original con diversas tradiciones del western, con Howard Hawks y John Ford como referencias mayores? ¿O de personajes que aparecen en el camino de Arlo y Spot, como Forrest Woodbush o Butch, que son básicamente irrepetibles? ¿Alguna vez las luciérnagas tuvieron tanto valor y significado como en Un gran dinosaurio? En este sitio nos hemos referido numerosas veces a cómo Pixar siempre aborda, de diferentes formas, la amistad como una expresión del amor, de cómo ese tópico ha atravesado toda la trayectoria del estudio. Si nos pusiéramos a recordar diversas secuencias clave en films como la trilogía de Toy story, WALL-E o Up!, nos daríamos cuenta que las expresiones mayores de amistad y amor son puro gesto, pura fisicidad, que después quizás habilita la oralidad. Un gran dinosaurio es fiel a esta tradición: Arlo y Spot irán fundando su amistad -basada en una relación de amo/mascota, pero dada vuelta, repensada, alterada para pensar de nuevas formas los lazos entre lo humano y lo animal- a través de lo gestual, de demostraciones simbólicas, donde cada uno pondrá en evidencia lo que ha perdido a lo largo de su vida para ir dándose cuenta de que todavía tienen mucho por ganar, y que una vía es esa amistad sustentada en las vivencias compartidas. ¿Otra sorpresa de Un gran dinosaurio? Cómo hace parecer fácil lo difícil, cómo nos transporta a un universo especulativo donde los dinosaurios no se extinguieron y conviven con los humanos, configurando un entorno oscuro y hasta terrible, donde la violencia es la norma, donde los personajes se van haciendo a los golpes, llevando en sus cuerpos las cicatrices que los definen. Hay un verosímil en el film que se nos hace cercano, nos interpela desde su apelación al dolor, y que sin embargo se sustenta paradójicamente en lo superficial, en diseños de los personajes que pueden parecer esquemáticos pero que funcionan como trampolín para indagar en las almas de esos personajes, en sus pasados, presentes y futuros. El envase en que viene Un gran dinosaurio puede parecer pequeño, trivial, pero hay una grandeza oculta en él, precisamente porque es un film que nos dice que muchas veces nos podemos sentir pequeños frente al mundo que nos rodea y que amenaza atropellarnos, pero que dentro nuestro está la nobleza necesaria para dar pelea. Lo hace alimentándose de los mitos del Lejano Oeste para reescribirlos a su manera, recurriendo a la comedia disparatada en momentos puntuales y precisos, construyendo una naturaleza realista y fantástica a la vez, deconstruyendo el modelo familiar para luego reconstruirlo, apelando a la mirada como vertiente narrativa. Es una película que nos pide que abramos los ojos, que corrijamos nuestra postura, que miremos de otra manera. Y que, justo en el 20º aniversario de Pixar, deja su huella, nos marca, porque nos habla de nosotros, de nuestros temores, de lo que somos y queremos ser, y de lo que podemos ser, que está dentro nuestro, aguardando por salir.
Lo dramático obturado por el mensaje Al igual que en La segunda muerte, Santiago Fernández Calvete, vuelve en Testigo íntimo a pensar y ensamblar el thriller en función de discursos sociales, culturales e institucionales. Si antes había abordado la religión y lo ritualista, ahora lo familiar y la pareja son puestos en duda y condicionan el destino de los protagonistas. En ambos films, la ambición demostrada es sustancial y la confluencia entre lo cultural y lo genérico no termina de estar a la altura de los objetivos. En verdad, en Testigo íntimo lo que termina pesando más, a partir de su mejor configuración, es la vertiente dramática, ese enfrentamiento que se va formando cuando lo femenino hace crujir los vínculos de sangre masculinos: ahí tenemos a Facundo (Felipe Colombo), un joven abogado en ascenso pero cuya carrera está condicionada por su jefa (Graciela Alfano), que también es su suegra, quien está cometiendo adulterio justo con la pareja de su hermano Rafa (Leonardo Saggese). Una noche ella aparece muerta, justo con los hermanos confluyendo en el mismo lugar. Es en las tensiones previas y en las que se van dando entre los hermanos cuando deben decidir qué hacer frente a la situación, que la película gana en espesor, porque incluso se permite problematizar la forma en que se entabla un discurso masculino -o más bien machista- que concibe a la mujer como una propiedad en disputa. Lamentablemente, todo ese foco narrativo debe luchar contra personajes secundarios -como el interpretado por Alfano- que son apenas una excusa y una estructura de suspenso que juega con el dilema -el típico whodunit- que presenta unos cuantos baches y arbitrariedades. Pero lo peor es toda una bajada de línea obvia y redundante sobre la privacidad y las nuevas tecnologías de comunicación que es más digna de una publicidad de maestro siruela que del ámbito cinematográfico. Testigo íntimo es una película que peca de falta de síntesis, que a pesar de lograr algunos climas interesantes termina desbordada por sus propias ambiciones. Fernández Calvete repite riesgos -y eso siempre es bueno- pero no termina de superar los obstáculos que su propia mirada cinematográfica se plantea.
Cuestión de riesgos En Cómo funcionan casi todas las cosas, ópera prima de Fernando Salem, se percibe una indagación que podría emparentarse con la de su protagonista, Celina, quien luego del fallecimiento de su padre enfermo tomará una serie de medidas personales y laborales en pos de reencontrarse con su madre biológica, de quien ha estado separada por largo tiempo. El viaje que hará la joven, cruzándose con diversas dificultades y barreras, tanto interiores como exteriores, que la harán cambiar y repensarse a sí misma, es similar al del film, que a cada rato está reconfigurándose y transformándose a sí mismo desde la historia que plantea A lo largo del relato se apelan a distintos formatos narrativos -la entrevista, casi fusionándose con el documental; el relato intimista y contemplativo; el drama crudo y explícito- y hasta en determinados momentos Celina deja de ser el centro, dispersando su foco hacia otros personajes, como una compañera de su nuevo trabajo (Pilar Gamboa), a quien le encargan que le enseñe a vender una enciclopedia, aunque el recorrido que deberán hacer juntas estará plagado de conflictos. Hay que reconocerle a Salem que nunca pierde el timón y jamás cae en excesos melodramáticos (incluso en una secuencia impactante y problemática como es la muerte del padre de Celina, narrada casi como una tragedia anunciada), pero eso también le juega en contra, porque sólo en escenas muy puntuales el film entabla una conexión carnal y congruente con el espectador, haciéndolo participar de lo que se cuenta desde su rol de observador y estableciendo la apropiada empatía con la protagonista. No es que estemos ante un relato frío, pero Cómo funcionan casi todas las cosas tampoco toma verdadera temperatura, quedándose en una tibieza ya habitual en buena parte del cine argentino de las últimas décadas -cuyo molde predeterminado ha dado algunas grandes películas pero también muchas intrascendentes-, coqueteando con lo dramático y sentimental, pero sin terminar de explotar las potencialidades de los conflictos que configura. Salem no sólo posee talento para narrar, sino que además se le nota que es capaz de acercarse a los personajes que diseña, sin manipularlos en función de lo que quiere contar, aunque aún debe consolidar su mirada. La sensación que transmite es que cuanto más riesgos tome, cuanto menos quiera parecerse a otros exponentes de la cinematografía nacional, mejor le va a ir. Por ahora, con Cómo funcionan casi todas las cosas, tiene a su favor un puntapié inicial que, sin descollar, no deja de ser atendible. Será cuestión de ver si se atreve a dar ese paso que da Celina en la trama, si empieza a buscar ese camino que sea realmente propio.
Distancias y distanciamientos En cierta forma, Máxima precisión es una película extraña a dos puntas. Por un lado, su medio tono y uso de la acción y efectos especiales la colocan a un costado de la mayoría del Hollywood actual. Por otro, ese medio tono, ese andar pausado y con diálogos en su mayoría secos, la apartan también un poco del estilo que venía marcando la filmografía de Andrew Niccol, un realizador que siempre ha querido dejar bien en claro sus capacidades como guionista, tirando toda clase de líneas sentenciosas y pretendidamente astutas cada medio minuto. Por eso no deja de ser interesante este film sobre el mayor Thomas Egan (Ethan Hawke, que ya a esta altura forma un dúo creativo con Niccol), quien supo ser piloto de avión pero ahora maneja drones con los que se la pasa bombardeando zonas de conflicto como Afganistán y Yemen… desde una casilla en una base militar en Las Vegas. Ya el trabajo cuesta cada vez -Thomas extraña ser un piloto de verdad, no le gusta un laburo donde se la pasa manejando un control de mando que es demasiado parecido a un joystick de videojuegos-, las cosas con la familia están difíciles -Thomas se conecta cada vez menos con sus hijos y su esposa Molly (January Jones)- y la llegada de una nueva compañera, Vera (Zoë Kravitz), que es demasiado consciente, cuestionadora de las cosas que hacen y, encima, atractiva, terminará de poner a Thomas al borde del colapso emocional y laboral. Donde Máxima precisión es más compleja y atrayente es cuando se dedica a observar la labor de esos militares puestos a hacer algo demasiado parecido a un videojuego, volando a gente a la distancia, sin tomar real consciencia -más allá de lo que puedan decirse a sí mismos- de que están asesinando seres humanos apretando el botón de un joystick. Allí hay que reconocerle a Niccol la habilidad para brindarle cierta tensión, nervio y pulsión cinematográfica a ese minúsculo espacio que es la lata donde cuatro tipos manejan los drones, comunicándose mediante un par de esquemáticos modismos militares. Cuando los conflictos están puestos al mínimo, casi como un telón de fondo, y lo que importa es la observación, la película no es apasionante pero constituye una mirada mínimamente original sobre el nuevo tipo de militarización estadounidense: esa donde se reducen las pérdidas propias al mínimo, pero sólo queda el ojo absolutamente distanciado para conectarse con el horror real. Claro que a medida que avanza el metraje Niccol se da cuenta que el relato está así condenado a la frialdad, y es por eso que intenta cortar esto forzando los conflictos, los discursos bienpensantes y las situaciones límite que ponen a prueba la ética y moral del protagonista -y de quienes lo rodean-, del propio cineasta y de los espectadores. Allí es cuando le sucede lo mismo que en El precio del mañana y El señor de la guerra: el que pierde las batallas éticas y morales es el director, que toma muchas decisiones cuestionables -hay una secuencia donde se crea suspenso con una supuesta muerte que roza lo abyecto-, manipula las acciones en función de su discurso y baja línea -principalmente a través de monólogos del personaje de Kravitz y del de Greenwood (quien igual está perfecto)- de manera torpe, sin la más mínima ambigüedad. El final va en esta senda: toda una serie de disposiciones facilistas, que en vez de sacudir al público, lo terminan tranquilizando. Es que el cine de Niccol es así: amaga con romper todo pero al final siempre llega a las conclusiones más simples, quedándose en las superficies de los temas que toca. Y para eso no está el cine.