Aprender quién soy, para mí y para los demás Todos, de diferentes maneras, tenemos que luchar con un legado que nos precede, con todo un conjunto de tradiciones que nos forman, que van construyendo nuestras identidades, y a la vez nos condicionan a futuro. ¿Estamos destinados a repetir sus caminos o tendremos la chance de desarrollar nuestras propias rutas? ¿Hasta qué punto los lineamientos que nos imponen siendo hijos determinan nuestras futuras decisiones? ¿Cuánto pesa el apellido que tenemos? Todas esas preguntas rondan el relato de Creed: corazón de campeón, donde el director Ryan Cooger repite la operación estructural de su ópera prima, Fruitvale Station, desarrollando nuevamente el camino del héroe, aunque en vez de seguir la senda trágica, va para otro lado, permitiéndole a sus protagonistas concretar sus sueños y deseos, aunque sea de formas no lineales. Porque el camino de Adonis Johnson (Michael B. Jordan) no será simple y lineal, el ser hijo del gran campeón Apollo Creed lo pone en una posición problemática: ¿cómo hacerse cargo de ese pesado apellido? ¿Cómo ir trazando su propio rumbo? ¿Cómo ir construyendo su propia historia? El acto heroico de Adonis pasará por el aprendizaje, por encontrar el punto de equilibrio entre ser Adonis y no Apollo, pero caminando por la vida siendo un Creed. El método pasará por ir adquiriendo una identidad boxística a través del entrenamiento con Rocky Balboa, el que fuera el gran rival de su padre, pero también su amigo. Lo deportivo, como en toda la saga de Rocky, pasará a confluir con lo personal. La práctica, la disciplina irá terminando de definir a la persona. Lo de Rocky será distinto, aunque si se lo va pensando, no deja de ser similar. El ya sabe quién es, o más bien quién ha sido, es consciente de las estructuras que componen su pasado, de qué ha significado para los demás. Su aprendizaje pasará por empezar a aceptar quién es, cuál es su presente, lo que puede darle a los otros, a que todavía puede dar pelea, aunque sea desde el rincón, ubicándose en un segundo plano. Desde la enseñanza también se aprende, no cualquiera sabe transmitir su conocimiento y experiencia. La pequeña épica de Rocky será el convertirse en un mentor, en un maestro que sepa hablar pero también escuchar, valorando al alumno. Coogler, para contar esta historia de aprendizaje, de conocimiento, de autoconocimiento y de conocimiento del otro, recurre a las herramientas lógicas e indispensables, que son las cinematográficas. Desde lo formal, el contenido y lo narrativo, Creed: corazón de campeón respira en todo momento cine. El director demuestra, en cada plano, en cada segundo, cuánto conoce, respeta y quiere al género deportivo, ese género hecho de personas que aprenden a ser desde la evolución como deportistas, donde el profesionalismo disciplinar se fusiona con todo lo personal. Lo hace, en primera instancia, haciéndose cargo de que toma la posta de una saga inoxidable, plagada de pequeños grandes momentos y que a pesar del paso del tiempo sigue teniendo elementos para aportar a la actualidad. Ahí tenemos el plano de Adonis observando el video de la pelea entre Rocky y su padre, imitando los movimientos, copiándolos, y a la vez buscando adquirir un estilo propio, intentando lidiar con esos gigantescos referentes. El cine de Coogler dialoga con el cine de Stallone, lo interpela, le pide en cierta forma permiso, pero también se planta firme y le dice que pase lo que pase va a recorrer su propia senda. De lo que viene la segunda instancia, porque Creed: corazón de campeón es tan respetuosa con el legado cinematográfico que la precede como libre para ir delineando su propia visión sobre el boxeo, las relaciones entre maestros y discípulos, la mujer como entidad de reparto pero fundamental para apoyar al boxeador, lo que implica crecer, la forma en que lo físico juega su papel, el rol de lo icónico y los significados de los nombres propios. Por eso el notable plano secuencia de la primera pelea, esos varios minutos plagados de tensión donde Adonis se da a conocer y Rocky deja en claro su nueva función como entrenador. Allí no hay simple manierismo ni un director queriendo evidenciar su sapiencia (cosa que alguien como Iñárritu nunca aprendió y por eso hace cosas como El renacido): hay personajes animándose a enfrentar sus miedos y limitaciones, empezando a decirle al mundo quiénes son, dónde están parados, qué es lo que quieren, con los dientes apretados, a los puñetazos. Si hay algo que queda claro, es que una saga que parecía haber clausurado sus posibilidades a partir de ese cierre estupendo que era Rocky Balboa, con Creed: corazón de campeón demuestra que puede empezar a contar sucesos nuevos, para nada estirados o forzados, sino plenos de vitalidad. Y que Coogler puede ya tener su pequeño lugar en la historia del cine de los últimos años, porque va trazando una serie de conflictos, diálogos y secuencias que llevan a que no sólo Jordan encarne a un protagonista plagado de matices, sino que Stallone entregue la actuación de su vida: su Balboa es un tipo que lucha a partir y contra su experiencia, a partir y contra sus años, que da pelea a partir de determinadas frases perfectas pero también desde las cicatrices que marcan su cuerpo. Lo suyo es la pura dignidad -aún en la enfermedad, cuando su cuerpo flaquea-, la dignidad de un peleador que combate unos rounds extra no por mero voluntarismo, sino para seguir aprendiendo. Stallone ya es inseparable de Rocky, pero está lejos de la sátira, de la mera reproducción de gestos ya conocidos, lo que brinda es la pura superación, la constancia de que siempre se puede evolucionar. Esa certeza, hecha de un sinuoso recorrido, se traduce en emoción, emoción que sólo puede transmitir un animal cinematográfico como Stallone/Balboa. Podrá parecer una obviedad, pero el aprendizaje no tiene edad, y no discrimina funciones o personalidades. Creed: corazón de campeón nos dice esto con una enorme potencia audiovisual, con una convicción de fierro. Y nos persuade de que no hay nada más heroico que aprender, mostrando a un alumno y su maestro, fusionando los roles. La fisicidad hecha enseñanza, eso es Creed: corazón de campeón.
Buscar la verdad (y una mirada propia) El cine latinoamericano sigue buscando su propio camino dentro del género de terror y hay varios realizadores conscientes de que una alternativa no es buscar la originalidad absoluta sino nutrirse de elementos de creaciones previas para ir construyendo algo propio. Uno de ellos es el venezolano Alejandro Hidalgo, quien con La casa del fin de los tiempos fusiona tópicos y formas ya conocidos para entregar un film que se evidencia como un punto de partida para algo que debe seguir completándose a futuro. Desde un principio, se nota que La casa del fin de los tiempos tiene limitaciones de presupuesto y logística, pero busca compensarlas en base a sus ambiciones, sabiendo a la vez cuáles son sus límites. A partir de ahí, va hilvanando la historia de Dulce, una mujer que en 1981 es protagonista de una tragedia y enviada a prisión, acusada erróneamente de haber matado a su marido y sus hijos. Treinta años después, regresa para cumplir arresto domiciliario a la misma casa donde ocurrieron los hechos, tratando de desentrañar el misterio sobre lo que sucedió, aunque en el medio deberá enfrentarse a una serie de terroríficas apariciones. Hidalgo, ya desde la secuencia inicial -que arranca in media res, en el medio de la acción, obligando al espectador a acomodarse a la sucesión de hechos-, aprovecha el espacio claustrofóbico y cerrado de la casa donde transcurren la mayoría de los eventos, mediante planos cerrados y un seguimiento casi obsesivo de los movimientos de los personajes, para ir trazando un film por momentos agobiante en sus climas, donde el fuera de campo pasa a ser un personaje más. Aunque claro, lo que importa más que nada es el camino emprendido de Dulce, el de una madre y esposa que busca la verdad sobre lo que le pasó a su familia, sobre ese lugar que debía ser un hogar, pero que terminó siendo una trampa. De ahí que poco a poco La casa del fin de los tiempos vaya progresando hasta derivar en un drama personal y familiar, donde también intervienen conceptos puestos en duda y debate, y a la vez complementándose, como la fe religiosa, la mirada racional de la ciencia, lo maternal y lo espiritual. En eso se nota que Hidalgo ha mirado el cine de referentes actuales como Guillermo del Toro y Alejandro Amenábar en cómo piensa y analiza lo fantasmal, pero que también sigue los preceptos de realizadores emblemáticos como Alfred Hitchcock, William Friedkin y Stanley Kubrick en lo que se refiere a la creación progresiva de climas, la narración pausada y hasta la contemplación de lo femenino. Pero el objetivo no deja de ser el crear un relato que pueda desarrollarse por sí mismo, que no sea un mero conjunto de citas y guiños. Y aunque La casa del fin de los tiempos entre en unos cuantos pozos narrativos -particularmente cuando deriva su trama hacia otros espacios por fuera de la residencia del título-, no llegue a desarrollar sus diversos temas con la misma fluidez y padezca de una banda sonora que remarca en exceso determinados hechos, se nota detrás a un realizador preocupado por crear personajes atractivos y por interpelar a un espectador que privilegie lo climático y atmosférico. Todavía Hidalgo tiene un largo camino por recorrer rumbo a lo que podría ser una gran película, pero este inicio lo muestra con una potencialidad más que interesante.
La negación de la aventura Me costó dilucidar por qué El renacido no me disgustó tanto como otros films de Iñárritu, quien supo indignarme con adefesios como 21 gramos, Babel y Birdman. Lo atribuyo a lo siguiente: Iñárritu es un cineasta (es un calificativo un poquito elevado, lo admito) del y sobre el presente, en el peor sentido posible, que ha venido abordando tópicos contemporáneos representando e interpelando a un importante sector de los espectadores -y críticos, no nos hagamos los zonzos- a través de una mirada donde conviven las sentencias facilistas, la manipulación extrema y los gestos canallescos. Su cine es la traslación a lo audiovisual del típico gesto de los individuos que miran todo por televisión diciendo “¡pero qué barbaridad!”, pero a la vez se sienten muy cómodos con el estado de situación actual. Lo de Iñárritu es la sentencia, es el confort de decir siempre que todo, absolutamente todo, está mal, y que no hay forma de que eso cambie. Y si se tiene que arrastrar a los personajes a situaciones entre imposibles y miserables para confirmar todo esto, no hay problema, porque lo que importa es la tesis, el argumento, y que este se cumpla, y no lo que les pasa a los seres que habitan la pantalla. Porque en el fondo, para Iñárritu el cine es apenas un medio para decir algo y no ve la necesidad de hacerse cargo de lo que está filmando, y sus preocupaciones pasan lejos de lo ético y lo moral. En base a esto, la indignación no se me hace tan patente en El renacido básicamente por una cuestión temporal: Iñárritu aleja su foco de la sociedad actual y posa su mirada en un hecho lejano, la historia real de Hugh Glass (Leonardo DiCaprio en plan “la paso lo más para el culo posible, a ver si me dan de una vez el Oscar”), un guía, cazador y explorador que es atacado por un oso durante una expedición en la década de 1820, queda herido casi mortalmente y luego es abandonado por sus compañeros de expedición, pero consigue recuperarse y emprende un camino de venganza. Es que la lejanía en el tiempo se traslada a toda la atmósfera de la película: El renacido es tan banal, vacía, antojadiza, mal narrada y efectista que lleva a que todo lo que sucede en ella importe realmente muy poco. Y por ende, esté lejos de causar algo similar a la polémica, pues sus dos horas y media sólo nos resbalan en medio del aburrimiento, transcurren allá lejos, muy lejos, logrando exactamente lo contrario a lo que uno podría -y querría esperar- de este tipo de cine: en vez de ser una experiencia inmersiva y conmovedora, nos produce un absoluto distanciamiento. Y eso que Iñárritu se esfuerza, y mucho, para generar algo en el espectador y la increíble sucesión de padecimientos que atraviesa Glass es funcional a lo que quiere decir el cineasta, quien se enreda mucho y se toma dos horas y media -compuestas en gran medida por bellos contrapicados del cielo y los bosques- para transmitirnos algo en extremo simple: que el mundo no sólo es una mierda ahora, sino también dos siglos atrás. Bravo, felicitaciones Iñárritu, pero mirá vos, yo no me había enterado que el hombre era un ser repugnante también en 1820, yo creía que como había muchos movimientos independentistas en Latinoamérica estaba todo fenómeno. Es tan tonto, tan vacuo en su pesimismo lo del director, que ni siquiera es verdaderamente enojoso, por más que insista en su discurso, y para eso nos muestre todo tipo de calamidades. Lo que sí termina siendo un tanto indignante pasa por otro lado, y es en el desprecio -alimentado por su evidente ignorancia- que muestra Iñárritu por el género de aventuras -algo que también mostraba en Birdman respecto al cine de acción y superhéroes-. Porque la anécdota El renacido la inserta dentro de ese género, dentro de la aventura más pura y dura, ciertamente oscura y brutal, pero aventura al fin. Lo que pasa es muy básico, muy simple (un tipo es herido, lo dejan abandonado, se recupera y busca venganza), y aún así con un inmenso potencial, pero Iñárritu piensa que eso no es suficiente, que detrás debe haber un mensaje porque si no pierde “importancia”. Esa subestimación del género nace también del desconocimiento y se percibe en muchos aspectos técnicos, formales y narrativos. El Hugh Glass de DiCaprio es alguien que aparece en la historia, sin adquirir jamás un pasado, presente y futuro realmente potentes; el villano que encarna Tom Hardy es un villano porque sí, porque tiene que ser malo, porque así lo decide el guión; en ningún momento Iñárritu consigue darle tensión a los momentos que lo piden (ver por ejemplo el escape del inicio, compuesto por varios planos secuencia que se cortan a destiempo porque el director no termina de decidirse sobre cómo ir construyendo el espacio y los movimientos de los personajes); no hay un camino de aprendizaje y crecimiento por parte de los personajes que sea realmente coherente; y la necesidad del director por dejar en claro su presencia a través de complicados planos es tanta que obtura toda chance de que haya una real fluidez narrativa. Vale la comparación con otro film de aventuras centrado en personajes en medio de un ambiente hostil, como es El líder. La película de Joe Carnahan -realizador esencialmente desparejo, que no es un genio precisamente, pero que algunas cosas claras tiene- construye personajes, les plantea conflictos palpables, los pone a dialogar con un contexto natural que va más allá del paisajismo y les permite recorrer un camino de crecimiento, donde las decisiones y cambios de los momentos finales guardan una sólida coherencia, alejándose de la mera bajada de línea atea. En cambio, El renacido sólo ofrece personajes unidimensionales, el paisaje no pasa de la mera postal, sus conflictos sólo se sostienen en su aire de autoimportancia y se la pasa forzando una mirada supuestamente innovadora sobre la venganza, la justicia por mano propia, la crueldad y el papel cuasi evangelizador de los indígenas que jamás sale del lugar común. De Iñárritu ya hablamos suficiente y lamentablemente DiCaprio merece un párrafo aparte: es un gran actor y ya debería haberse llevado el Oscar un par de veces por sus papeles en Atrápame si puedes y El lobo de Wall Street, pero su voluntad impostergable por finalmente ganar el premio lo lleva a seguramente ganarlo por una de sus peores actuaciones. Su interpretación no tiene matices, es sólo un continuo esfuerzo por mostrarnos cuán mal la pasa, cuánto sufrió -él, DiCaprio, no Glass-, cuánto merece ser galardonado. Seguramente triunfará por cansancio, todo será algo así como “y bueno, ya está, ya entendimos, si tanto insistís, te premiamos”. Y es una pena, DiCaprio no debería necesitar estar haciendo tanto esfuerzo por convencer a la gente de la Academia y menos aún someterse a los designios de un realizador que no entiende lo que debe narrar. Apología barata del sufrimiento, donde Iñárritu, en vez de hacer padecer a varios personajes, concentra todos los martirios en uno solo, con una mirada paternalista sobre el castigo y el perdón -lo del final roza lo increíble en su absurdo-, El renacido es otro viaje propuesto por un director que ha logrado convencer a demasiados de que es un genio absoluto, un artista con todas las letras. Y es apenas un artesano mediocre, incapaz de decir algo medianamente original. Que estemos discutiéndolo es todo un retroceso.
Cómo ir desinflándose de a poco Entre los noventa y principios del nuevo milenio, luego del suceso de El silencio de los inocentes, se fueron acumulando varias películas centradas en asesinos seriales, de las cuales la más recordada -por lejos- terminó siendo Pecados capitales (1995), aunque también hayan quedado en el recuerdo films como Besos que matan (1997), La celda (2000), El coleccionista de huesos (1999) y Desde el infierno (2001), todas ellas tratando de encontrar la vuelta de tuerca que las distinguiera. Aunque Hollywood luego aflojó un poco con la pulsión por inventar historias de homicidas sofisticados, nunca dejó de tener en cuenta un poco el asunto, y ahí tenemos films como Mr. Brooks (2007), Zodíaco (2007), La chica del dragón tatuado (2011) y hasta toda la saga de El juego del miedo. Si se atravesó el Hollywood de los últimos veinte años -como quien escribe-, En la mente del asesino es en buena medida un viaje en el tiempo, yendo por lo menos una década atrás. Más aún si tenemos en cuenta que la película fue pensada inicialmente como una secuela de Pecados capitales -aunque la idea fue rechazada por el director David Fincher-, que tuvo un desarrollo problemático -iba a ser en principio protagonizada por Bruce Willis y dirigida por Shekhar Kapur- y que estaba lista para estrenarse hace dos años, aunque inconvenientes e indecisiones por parte de los estudios llevaron al retraso de su lanzamiento. Lo cierto es que de por sí no estaría mal retomar el tópico del asesino serial, por más que esté un poco gastado y hasta demodé. De hecho, el film plantea una premisa un poco disparatada pero aún así interesante, centrándose en John Clancy (Anthony Hopkins), un psíquico con poderes para ver sucesos del pasado y el futuro, que está retirado pero que retorna a su antigua labor, ayudando al FBI a atrapar a un asesino serial (Colin Farrell) cuyos pulcros métodos irán dejando claro que sus objetivos de fondo están mucho más cercanos a lo piadoso que al regodeo en la matanza. Para colmo, el antagonista en cuestión se irá revelando como alguien con las mismas habilidades psíquicas de Clancy, pero mucho más desarrolladas. El desafío que tenía el director Afonso Poyart pasaba por encontrar el tono justo para hacer fluir el relato, lo cual no era una tarea tan simple. En primera instancia, el film se hace cargo rápidamente de lo bizarro de su planteo, incorporando el don del protagonista a la trama sin dar demasiadas explicaciones, lo cual es positivo, porque establece rápidamente un pacto con el espectador -algo así como “esto es lo que voy a contar, si te parece muy inverosímil que un tipo pueda tener poderes psíquicos, mejor mirá otra cosa”-. Los problemas empiezan a surgir cuando frente a la posible sobriedad que merecía una historia sobre la confrontación de dos profesionales de lo mental, el choque de éticas respecto a la muerte, las formas de partir, lo afectivo y la memoria -que incluso llevan a que la película sea durante unos cuantos pasajes un drama hecho y derecho-, el realizador elija hacer avanzar la trama con una multitud de jueguitos y trucos audiovisuales que distraen absolutamente de lo que se debe narrar. De ahí que En la mente del asesino pierda demasiado de vista lo verdaderamente importante, que son los personajes. Cada uno tiene su subtrama, su conflicto particular, su hecho pasado o presente que lo condiciona, pero ninguno tiene el desarrollo apropiado, con lo que intérpretes ciertamente capacitados como Farrell, Jeffrey Dean Morgan y Abbie Cornish quedan relegados, sin ser aprovechados en todo su potencial. Lo de Hopkins es cuando menos extraño: su performance cuasi inexpresiva genera la duda de si es buscada -en el sentido de expresar las dificultades para comunicarse de Clancy- o si es consecuencia de su escaso compromiso con lo que se está narrando. Para colmo, la resolución al enfrentamiento entre las fuerzas antagónicas -clave en este tipo de films- es todo lo mala que puede ser: arbitraria, apresurada, incoherente para con los personajes -especialmente para el de Farrell-, facilista y hasta confusa. Había varias formas de arribar a un final, y la película elige la peor. En la mente del asesino amaga con ser una actualización interesante de muchos tópicos del subgénero serial killer y hasta tiene un par de momentos atractivos, pero se desinfla muy rápido y queda reducida a un conjunto de obviedades.
Una ola de pavadas Hay un momento en el tercio final de La quinta ola donde uno de los personajes dice algo así como “¿no se dan cuenta que nada de esto tiene sentido? Yo no firmé para esto. Ya está, me voy”. Es como si la película misma se estuviera haciendo cargo de toda la tontería que nos estaba mostrando y contando, hablándonos a nosotros, espectadores, y diciéndonos que lo mejor que podríamos hacer es irnos, retirarnos, o más bien huir de la sala. Pero es apenas ese momento, sólo unos segundos, porque luego continúa tratando de sostener un universo narrativo que nunca alcanza el verosímil necesario. Ya los tráilers de La quinta ola preanunciaban que era un típico producto diseñado y calculado al extremo para captar al público adolescente, basándose en una novela YA -otra más- destinada al lector adulto juvenil y que es en verdad el inicio para una trilogía -otra más- cuyo objetivo es generar cuantiosos ingresos tanto en el mercado literario como el cinematográfico. En este caso, lo que hace el libro de Rick Yancey es procesar y hacer converger elementos de la ciencia ficción -especialmente los relatos de invasión extraterrestre- con el de cine catástrofe, ya pensándose desde la misma escritura para una adaptación cinematográfica que conecte con esos mismos fanáticos que hicieron de Maze runner, La Saga Crepúsculo, Los juegos del hambre y Harry Potter grandes éxitos. Así, el relato se centra principalmente en Cassie Sullivan (Chloe Moretz), una joven cuya tranquila adolescencia es interrumpida bruscamente cuando comienza una invasión alienígena -cuyos seres son rápidamente denominados “Los Otros”, porque siempre se necesita poner nombres- que a partir de cuatro Olas -así, con mayúscula, porque siempre se necesita poner nombres- de destrucción va masacrando a toda la humanidad. Falta una última Ola, la quinta del título, que es la que -se promete varias veces a lo largo de la película- va a terminar de arrasar con toda la especie humana. Todo esto se explica en los primeros minutos, que son los mejores, no porque sean esencialmente buenos -en realidad son los menos malos- sino porque el film se mantiene todavía en pie a pesar del tono lavado y sobreexplicativo, y notorios errores en la construcción del punto de vista. Pero cuando La quinta ola termina de plantear su conflicto y debe avanzar, comienza a desbarrancar en grande, acumulando errores por doquier, desdoblando la narración y construyendo -es un decir- una subtrama militarista donde se ve casi como algo natural que a niños menores de diez años los vistan con el uniforme del Ejército, les entreguen armas largas y los envíen a combatir al enemigo. Pero no sólo eso: también aparece el consabido interés amoroso de Cassie de manera totalmente forzada (con escena de la muchacha espiando al galán mientras se baña en un lago incluida), hay varios giros disparatados, baches inexplicables en la historia y unos cuantos personajes que podrían habitar una comedia al estilo Casa de mi padre si no fuera porque están en pose realmente seria en un relato con ínfulas de trascendencia. Pero los problemas de La quinta ola no sólo están en el guión, sino también en la dirección, porque pareciera que J. Blakeson se tomó todo en joda o ni siquiera asistió al rodaje. No sólo hay problemas narrativos y de puesta en escena graves, que se podrían haber solucionado fácilmente con un poco más de cuidado y conocimiento, sino también de dirección de actores. Principalmente con Chloe Moretz, una actriz de extremos, que cuando está bien, está muy bien (Déjame entrar), y cuando está mal, está muy mal (Carrie), y que aquí está pésima, sin transmitir absolutamente nada (y eso que su personaje en la primera media hora le pasa de todo: queda huérfana, pierde a su hermanito, mata por error a un inocente, es herida en una pierna…). Los únicos que se salvan son Maria Bello (que parece divertirse con un papel absurdo) y Liev Schreiber, que encarna a un coronel con la solidez y prestancia que lo caracterizan. La quinta ola es apenas mejor que Punto de quiebre (otra reciente película de diseño) gracias a sus momentos de humor absurdo (la mayoría de las veces involuntario), que le permiten ser un poquito menos seriota, pero es otra muestra de la forma en que fracasa Hollywood cuando calcula demasiado las cosas. Al final, tanto cálculo sólo termina generando sopor y hasta burla.
El concepto de remake en crisis Habrá muchas remakes intrascendentes, pero también unas cuantas sumamente interesantes y hasta excelentes -Temple de acero y Los infiltrados pueden ser ejemplos recientes-, con lo que seguir plantándose en esa posición de que “los originales son intocables” ya tiene poco sentido: lo que importan son las películas en sí y cómo establecen un diálogo de mayor o menor profundidad con los originales, sin dejar de ser películas de su tiempo. En eso, es llamativo el camino que ha recorrido el relato de Punto límite (film que se estrenó hace 24 años, lo que implica que se acabaron las excusas sobre la cercanía en el tiempo): tuvo una especie de remake no oficial en Rápido y furioso -que repetía la trama sobre un policía infiltrado en una banda de ladrones que terminaba identificándose demasiado con los criminales- y ahora su remake oficial toma muy en cuenta todo el concepto estético, narrativo y temático en que ha ido derivando la saga de Rápidos y furiosos. En sí, la apuesta de Punto de quiebre podía llegar a tener factores de interés: consiste en ampliar el espectro, pasando del foco en Los Angeles a una escala global tanto de las acciones como del conflicto, pero repitiendo la historia del agente del FBI infiltrado en un grupo de criminales, sólo que ahora los robos son multimillonarios y las secuencias de riesgo no son sólo de surfismo y paracaidismo, incluyendo otro tipo de pruebas. El problema es que el director Ericson Core y el guionista Kurt Wimmer parecieran no tener en cuenta que para que las escenas de riesgo generen tensión, al espectador le tiene que importar lo que les sucede a los personajes. Y eso nunca sucede, básicamente porque todos, absolutamente todos los personajes son, con suerte, unidimensionales (algunos son directamente la nada misma). Realmente nunca interesa el dilema moral del Johnny Utah interpretado por Luke Bracey (un actor que entre El aprendiz y esta película viene demostrando consistentemente que es de madera terciada), ni las casi permanentes bajadas de líneas sobre el contacto del ser con la naturaleza y el abandonar la culpa por las decisiones de otros del Bohdi encarnado por un inexpresivo Edgar Ramírez. Menos aún lo que tienen para aportar personajes secundarios como los de Delroy Lindo -quien desde 60 segundos parece condenado a hacer de policías inverosímiles-, Ray Winstone -el único sólido en su desempeño, a pesar de ser totalmente superfluo en la historia- y Teresa Palmer -su papel femenino es directamente imposible-. Todo está demasiado puesto en función de las secuencias de acción -que ni siquiera tienen el nervio esperable- y lo que hay en el medio son transiciones insoportablemente aburridas, donde ningún diálogo funciona, prácticamente todas las actuaciones están a contramano de lo requerido y los conflictos desarrollados están lejísimo de alcanzar peso dramático. Pero si ya de por sí Punto de quiebre es un film pobrísimo, un sub-Rápidos y furiosos (lo cual es decir mucho) que busca conectar con el público joven pero carece del vigor requerido para hacerlo y está invadida por el cálculo, cuando se entabla la inevitable comparación con Punto límite queda aún peor parada. El film de Kathryn Bigelow era un policial esencialmente urbano, con una dosificada pero impactante violencia, que a partir de hacerse cargo del materialismo de su premisa -la banda de los Ex Presidentes realizaban asaltos bancarios para bancarse los viajes a distintos puntos de surfeo- y del machismo de los personajes, conseguía establecer un diálogo fluido con lo que implicaba el contacto con la naturaleza y lo espiritual, hilvanar una lectura homoerótica de los lazos entre los protagonistas, otorgarle un rol decisivo a la única mujer de la historia y reflexionar con precisión sobre las delgadas líneas que separan a las fuerzas del orden de las marginales. Era una película de enorme fisicidad -lo que incluía unos cuantos desnudos para nada culposos- y que avanzaba casi sin permitirse un respiro, embistiendo incluso al espectador. Lo de Punto de quiebre es todo lo contrario: todo está demasiado pensado y cuidado, y ni siquiera termina de establecer una posición precisa respecto al material original, copiando incluso escenas emblemáticas de una manera vergonzosa. Jamás se termina de decidir a crear algo nuevo, y su falta de espontaneidad la lleva a tropezar una y otra vez. Estamos ante una película vacua, inexpresiva, sin alma, muy preocupada por establecer parecidos con los referentes inmediatos y que encima es tan larga, se enreda tanto en sí misma, que termina cansando. De esta forma, se inscribe dentro de la línea de híbridas remakes como las de El vengador del futuro y Robocop, aunque los resultados son mucho peores. Por eso, lo único que queda, para un treintañero como quien escribe, es la nostalgia y melancolía: el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos y ni siquiera nos cuidan esos pequeños clásicos de los ochenta y noventa.
El ego y sus riesgos Con Tarantino siempre fue problemático el tema de su ego. Es cierto que ha funcionado como impulso para sus ambiciones: películas como Bastardos sin gloria, con su voluntad imparable para reescribir la Historia poniendo en crisis nociones fundamentales del lenguaje; o los dos volúmenes de Kill Bill, con su voracidad para deglutir y reformular todo tipo de expresiones culturales hasta alcanzar rasgos épicos; no hubieran sido posibles si atrás no había un cineasta con una gran opinión de sí mismo. Ahora, esa misma vanidad lo llevó a Tarantino a regodearse en su capacidad para volcar diálogos sumamente ingeniosos pero que muchas veces no llevan a ningún lado, como en Tiempos violentos y A prueba de muerte (película que todavía da para preguntarse cuál era el sentido de su existencia). Pero es en su más reciente film, Los 8 más odiados, donde la soberbia de Tarantino directamente se transforma en puro ombliguismo y lo lleva a tomar unas cuantas decisiones -formales y narrativas- que son difíciles de justificar dentro del conjunto del film, y algunas de ellas son elementales y están a la vista. Vamos a ser claros y directos: primero, ¿por qué demonios Quentin utiliza más de tres horas para contar una historia que necesitaba a lo sumo algo más de la mitad? La anécdota del film es pequeña, mínima incluso y el núcleo se da en un solo escenario, que es esa cabaña donde terminan reunidos los protagonistas -entre los que se encuentran un cazador de recompensas (Kurt Russell) y su prisionera (Jennifer Jason Leigh), rodeados de personajes truculentos con motivos e identidades difusas- y estallan todas las tensiones acumuladas de diversos modos. Pero antes de llegar ahí, de conformar la reunión propiamente dicha, la película se toma casi una hora y media, donde poco sucede, donde el tiempo transcurre entre diálogos que buscan expresar la rudeza de los personajes (y no mucho más) y claro, golpes, muchos golpes del personaje de Russell al de Leigh, como para dejar bien en claro que estamos ante un relato enmarcado por el machismo. No deja de llamar la atención lo derivativa, intrascendente, agobiante y hasta cansadora que es toda esta primera mitad, y más aún por el hecho de que Tarantino ha sabido ser de esos realizadores que van directo al grano, derecho a la acción, sin vueltas y captando la inmediata atención del espectador. Lo segundo también es obvio: ¿para qué filmar en 70 mm un film que transcurre casi en su totalidad en un solo espacio, para colmo en extremo reducido? La respuesta podría haberse hallado en una utilización de ese espacio que le brinde no sólo profundidad sino también anchura, convirtiendo a la película en una experiencia casi invasiva. Pero Los 8 más odiados es en verdad un film chiquito, perfectamente encuadrado pero a la vez frío, que sólo en las contadas ocasiones en que sale al exterior y recorre el paisaje alrededor de la cabaña adquiere otro tipo de dimensión. El escenario -y los hechos que ocurren en él- no terminan de conectarse con las variables espacio-temporales que corresponden a la materia cinematográfica. Lo que vemos se parece demasiado al teatro pero Tarantino se niega a la evidencia, recurriendo a un formato que se revela como redundante. Pero lo más flojo de Los 8 más odiados viene de la mano de los personajes y las tramas que los atraviesan. El problema no pasa porque sean todos seres despreciables: Tarantino ya nos viene acostumbrando a que sus películas estén plagados de individuos y figuras con múltiples rasgos cuestionables, pero que muchas veces adquieren precisamente en sus defectos y miserias los rasgos que los hacen más atractivos. En su último film hay poco y nada de eso, porque estamos ante personas que no salen de los estereotipos y que ni siquiera funcionan como giros a esas construcciones estereotipadas. Hasta pareciera que ni Tarantino puede identificarse con ellos, y eso es alarmante para un realizador que siempre supo -aunque sea de formas muy retorcidas- amar a sus criaturas, cuidarlas y fascinarse con ellas en sus virtudes y vicios. Para lo que parecieran estar los personajes de Los 8 más odiados es para, en primera instancia, probar las tesis temáticas de Tarantino respecto al racismo, el machismo, la violencia como modo de justicia, la institución de la ley como factor opresivo y las divisiones entre el Norte y el Sur que la nación estadounidense ve permanentemente actualizadas. Están ahí para confirmar un discurso previamente diseñado y destinado inevitablemente a cumplirse. Y claro, para sangrar, y a borbotones. Es paradójico, porque la arbitrariedad de lo sanguinario del último tercio del metraje es lo que termina aportando un poco de libertad y frescura a una narración excesivamente prediseñada y calculada. De la mano de las muertes, de la brutalidad sin vueltas, el film avanza a los empujones, casi sin pensar, dándole una mayor consistencia a toda una serie de revelaciones, a pesar de que en su contenido sigue siendo sumamente facilista. Si Django sin cadenas mostraba que la operación de reescritura de la Historia que tan bien le había salido en Bastardos sin gloria no podía repetirse tan fácilmente y que la violencia volvía a aparecer como simple caricatura, Los 8 más odiados muestra una recurrencia que escala hasta convertirse en carencia de ideas. Tarantino vuelve sobre la estructura de tensiones de Perros de la calle, pero con mucha menos potencia narrativa, una acumulación innecesaria de elementos, una mirada negligente sobre distintos tópicos y una ausencia casi total de ideas verdaderamente cautivantes, con lo que su cine se devora a sí mismo en un acto de autoindulgencia agotadora. ¿Este es el fin de Tarantino? Sería como mínimo apresurado salir a decir eso, porque la misma filmografía del realizador nos advierte de la potencial equivocación: por algo después de su peor película (A prueba de muerte) entregó su obra maestra (Bastardos sin gloria). Pero es indudable que se encuentra en una meseta creativa y eso puede derivar en una espiral descendente de la que sería difícil salir. La respuesta frente a esto muy probablemente pase por ese ego tan particular del cineasta: si es capaz de volverlo a poner al servicio de lo que tiene para contar, si deja de regodearse en el dominio de las herramientas más superficiales, volverá rápido a su mejor forma. Mientras tanto, este festejo de sí mismo aburre y ni siquiera irrita: cuando Tarantino llega a estos niveles de banalidad, hasta pierde su habilidad para generar polémicas.
El camino más simple y directo Hay muchas películas que se enredan, que dan miles de vueltas, que van para un lado y luego para otro. Algunas lo hacen por torpes, por indecisas, porque no tienen claro qué contar. Otras simplemente porque pareciera que a sus realizadores les encanta complicarse la vida, hacerse los complejos de balde. Sin embargo, en ciertos casos tenemos películas que son lo opuesto: no dan demasiadas vueltas, rápidamente se plantean un rumbo y lo siguen sin vacilaciones. Y lo hacen porque tienen en claro determinados parámetros a seguir y porque nunca buscan ser más de lo que son. Eso no las convierte en conformistas o cobardes, sino todo lo contrario: simplemente son conscientes de su identidad y de lo que quieren contar, y son sumamente honestas para con el espectador. Camino a La Paz pertenece a este último grupo de films y a partir de ahí se va constituyendo en una experiencia tan sorpresiva como placentera. El planteo de la ópera prima de Francisco Varone -desde ahora un director a tener en cuenta- es simple y hasta se podría decir que parece una mera excusa para el viaje propuesto por la historia: Sebastián es un hombre sin trabajo que de manera casi casual, aprovechando un malentendido con el teléfono de su casa, se convierte en remisero, y también casi de casualidad, aquejado por los problemas económicos a partir de que su esposa se queda sin trabajo, terminará aceptando la propuesta de un cliente, Jalil, de llevarlo a La Paz. Están todos los lugares comunes de las road movies: la pareja despareja que irá aprendiendo a conocerse, el paisaje y la ruta como personajes decisivos, los cambios en los protagonistas que se suceden a medida que aumenta el kilometraje, la confrontación de perspectivas entre el joven y el anciano, la constatación del crecimiento hacia el final. Pero esos lugares comunes funcionan a la perfección, ratificando la eterna vigencia del género y su capacidad para renovarse cuando hay un director con una mirada atenta a lo que filma y lo que está narrando. En Camino a La Paz hay personajes con espesor, a los que contemplamos en un momento preciso y acaso decisivo de sus vidas, aprendiendo sobre lo que les pasa a partir del contacto con el otro. Todo lo que sucede en la película es escueto y directo, hasta predecible, pero hay una fluidez estética y narrativa, y un cuidado por los temas -como el descubrimiento de la religión musulmana- que llevan a que todo adquiera mayor complejidad. Varone parece decirnos en voz baja, sin grandes gestos, con lecciones de vida -que no bajadas de línea- que surgen en los momentos justos, que en las pequeñas acciones surge lo grandioso de los individuos comunes. Para eso cuenta con las inestimables ayudas de Rodrigo De La Serna -probablemente el actor argentino más humano junto a Ricardo Darín- y Ernesto Suárez, que están brillantes. De a poquito, sin prisa pero sin pausa, Camino a La Paz va creciendo de la mano de sus personajes hasta llegar a ser un gran film. Lo hace con una seguridad llamativa, dándole una identidad al paisaje -que es también constitutivo de lo que les sucede a los protagonistas- y a los individuos que entran y salen de la trama. Lo que se impone es el respeto: por los conflictos, los aprendizajes, los miedos a ser superados, incluso los defectos de ese dúo conformado por Sebastián y Jalil. Y claro, la simpleza, la sencillez, evidenciando en cierto modo que hay decisiones que pueden ser fáciles pero que en verdad hay que saber tomarlas, porque no dejan de implicar riesgos. A su modo, Camino a La Paz, al igual que sus personajes, va afrontando unos cuantos desafíos y sale airosa, dándole un nuevo aire al género de las road movies y diciéndonos de manera sutil que cada viaje es único y distinto para cada persona.
Hubiera sido mejor una sola comida Da para preguntarse por qué en el último día del 2015 se estrena en la Argentina una película cuyo lanzamiento en su país de origen fue en el 2010. ¿Cuál es el sentido? ¿Se darán cuenta que no hay manera de que coseche una cantidad decente de espectadores? Delicias de las dinámicas de la distribución independiente en la Argentina, donde lo que menos se hace es cuidar a los films más pequeños para que encuentren a su público. Y es una pena, porque 18 comidas no deja de ser una producción interesante a pesar de sus fallas. De hecho, hasta por momentos consigue imponerse a su rígido formato inicial, que busca contar seis historias a lo largo de un único día, transitando desayunos, almuerzos y cenas convertidos en momentos que de diferentes formas cambian las vidas de sus personajes. Lo hace con un guión abierto a la improvisación, una puesta donde la cámara en mano busca dar fluidez y movimiento a situaciones a priori estáticas y una voluntad por brindarle entidad a ese espacio urbano que es la ciudad de Santiago de Compostela. Claro que la apuesta del director y co-guionista Jorge Coira se queda en numerosos pasajes a mitad de camino, como si lo único que pudiera hacer finalmente es reunir y enlazar toda una serie de pequeños relatos a través del tópico de lo gastronómico, que en verdad no tiene un peso decisivo. Y eso que la película se ocupa en recalcar esto a través del discurso de la palabra y la imagen, lo cual conduce a una paradoja: cuanto mayor peso se le quiere dar a la comida como evento/ritual presente en las vidas de las personas, menos impacta y funciona como metáfora. Quizás el gran problema de 18 comidas tenga que ver precisamente con su necesidad de remarcar -especialmente con la banda sonora- cuestiones que ya quedaban claras a partir de las acciones de los personajes. Por eso termina dependiendo en gran medida de lo que puedan dar los actores y ahí es donde la mejor subtrama -por lejos- es la protagonizada por Luis Tosar (que vuelve a demostrar su inmensa capacidad para transmitir sutilmente una variedad de emociones) y Esperanza Pedreño, como dos personas que ansían retomar una antigua relación amorosa, aunque sus anhelos deban luchar contra obstáculos externos y barreras propias. Cuanto menos pretenciosa, más simple y directa es, 18 comidas se vuelve más disfrutable y respira libertad en sus formas. Pero no deja de ser evidente que algunas piezas no terminaron de encajar y el resultado es como mínimo desparejo. Más que un largometraje, es una serie de pequeños cortos recortados arbitrariamente, en una estructura que no termina de ser un todo compacta. A Coira le faltó el atrevimiento para contar una sola y potente historia, yendo verdaderamente a fondo, más allá de la suma de pequeñas ideas. A veces, con un buen almuerzo alcanza y sobra.
Cuando la suma resta Antes que nada, vale aclarar que No soy Lorena será una coproducción chileno-argentina, pero es en verdad, más que nada por sus ambiciones -no tanto por sus resultados- una película chilena, que pretende hablar sobre lo que es vivir en Chile, lo que es ser joven en Chile, incluso qué es ser mujer en Chile, o una mujer más en Chile, apenas uno más de sus habitantes. Sin embargo, la ópera prima de Isidora Marras funciona mejor, de manera más potente, cuanto más se centra en su protagonista -y sus padecimientos- y menos en el contexto socio-político que la rodea. El relato de No soy Lorena funciona por acumulación, situado en Santiago de Chile en el 2011 y centrado en Olivia, una joven que tras recibir una serie de llamados y mensajes erróneos de una tal Lorena Ruiz, emprende un camino laberíntico y hasta directamente kafkiano por el sistema burocrático de su país, mientras al mismo tiempo trata de lidiar con las repercusiones de la enfermedad de su madre y el final de una relación de muchos años. Es en esa acumulación donde el film toma muchos riesgos y no termina saliendo del todo airoso: Marras va sumando tramas y subtramas, varios personajes alrededor de la protagonista, incluso coquetea con el suspenso paranoico -donde los planos de la realidad se confunden- y el drama social, y eso, en vez de enriquecer a la película, le termina restando impacto. Donde No soy Lorena es más precisa y funciona más fluidamente es en lo referido a su título, a ese opresivo transitar de Olivia por la burocracia, donde el relato consigue la empatía justa: al espectador, como a ella, los minutos se nos hacen eternos, casi insoportables, y la indignación nos invade. Probablemente esa línea de conflicto bastaba y sobraba, y hasta podía haber sido el vehículo central para expresar otros de sus problemas personales y laborales, que podían haber quedado en un fuera de campo. Pero Marras se dispersa, sale y entra de esa premisa, porque quiere hablar de otras cosas: de los deberes familiares y lo que implica ser una hija que de alguna manera también debe adquirir responsabilidades de madre; de cómo tratar de desarrollar la profesión de actriz en un contexto definitivamente hostil; de cómo afrontar la soledad cuando la relación de pareja se termina; y hasta de ese Chile conflictivo, con los estudiantes saliendo a la calle, que todavía continúa latente. Esa dispersión le juega claramente en contra, no sólo al discurrir narrativo, sino también a la construcción de otros personajes, como el de la mujer que cuida a la madre de Olivia, su amigo homosexual y su profesor de teatro (el argentino Lautaro Delgado, en una interpretación demasiado intensa e impostada). La impresión final es que No soy Lorena termina siendo muchas películas a la vez. Marras cae en las típicas tentaciones del debutante y quiere contar todo, cuando sólo bastaba seguir a Olivia por los laberintos del sistema, que ya funcionaban como metáfora perfecta de sus dilemas, inquietudes, miedos y obstáculos de su vida. A veces, un problema expresa todos los problemas y sólo basta referirse a la gota que rebalsó el vaso.