Vin Diesel no es Tom Cruise Desde hace ya un rato largo, Vin Diesel viene recorriendo un camino parecido al de Tom Cruise, buscando desde la actuación y producción ir construyendo una mirada propia que lo revele como autor, como alguien que piensa su carrera, su estatus de estrella y su forma de pararse dentro del ámbito cinematográfico. Pero mientras Cruise es alguien con un punto de vista muy elaborado sobre los géneros que transita, que sabe complementarse con los cineastas con los que trabaja y que encima es consciente de que él es una parte de todo el proceso de desarrollo de un film, Diesel sólo piensa al cine desde la mera acumulación visual y las redes sociales, no le da un rol preponderante a los realizadores que lo dirigen y rara vez es capaz de desempeñarse en función de un conjunto que lo trascienda. Por eso no es raro que el mismo año en que Cruise estrena esa obra maestra que es Misión: Imposible – Nación secreta, Diesel nos trae este film desaliñado que es El último cazador de brujas, que quiere sentar las bases para una franquicia pero termina revelándose como agotada ya en su primera entrega. Lo que sí es llamativo es que ambas películas fueron indudablemente muy pensadas en sus procesos de producción, pero mientras que la protagonizada por Cruise posee un espíritu liberador, como si la poseyera la pureza de la espontaneidad aún en su guión calibrado al milímetro, la de Diesel parece desde un principio atrapada por el cálculo, por la necesidad de estar explicando el mundo que intenta delinear a cada rato, desconfiando del poder de la imagen y de esa maquinaria que es el cine. Y es una pena, porque había a priori elementos interesantes y atrayentes en esa historia centrada en Kaulder (Diesel), un guerrero que en el mismo momento en que asesina a la Reina Bruja, es maldecido por esta con la inmortalidad, teniendo que dedicarse a cazar brujas durante siglos y siglos. Estaban elementos vinculados a lo sobrenatural, lo horroroso, lo misterioso, lo tentador y lo maldito, con toda la mitología de la brujería a disposición. Pero no, todo debe tratarse de Diesel -en modalidad canchera permanente, como si no pudiera trascender su papel de Dominic Toretto en la saga de Rápidos y furiosos- y lo que gira a su alrededor es de cartón corrugado. El último cazador de brujas es una película plagada de artificiales efectos especiales que le restan verosimilitud y diálogos explicativos donde demuestra que se piensa dirigida a un público incapaz de entender lo que sucede en la pantalla sino es mediante la palabra. Condenada casi desde su comienzo al aburrimiento y la intrascendencia, con un director como Breck Eisner que hace lo suyo en piloto automático, un elenco donde nombres como Rose Leslie, Michael Caine y Elijah Wood tienen un fin meramente decorativo y un protagonista que jamás crea empatía en sus dilemas, dolores y aventuras, El último cazador de brujas es parte de ese Hollywood que concibe todo como un producto de fábrica, sin amor por lo narrativo. Y nos vuelve a confirmar que Diesel no es Cruise: al primero le falta la locura y el atrevimiento del segundo.
Pobre abejita Hay estrenos un tanto innecesarios, que poco vienen a aportar a la cartelera y al género al cual pertenecen. La abeja Maya: la película pertenece lamentablemente a esta categoría y sin ser algo terrible, no sale de la intrascendencia. De hecho, hasta es mucho más interesante el camino que ha recorrido el personaje, que fue creado en 1912 por el escritor alemán Waldemar Bonsels; tuvo una adaptación a la pantalla grande en formato documental codirigida por el mismo autor en 1926; arribó a la pantalla chica con una serie animada japonesa de 1975 que recién fue estrenada en Latinoamérica a principios de los ochenta; tuvo otra adaptación televisiva animada en el 2012; y finalmente llega al cine en esta coproducción entre Alemania y Australia. Más interesante aún es una interpretación -sustentada en algunos documentos de la época- que afirman que Bonsels era un antisemita de campeonato con tendencias filonazis y que en el relato de La abeja Maya trasladó buena parte de su visión sobre el mundo a través de una trama donde, si se indaga con un poquito de atención, se puede detectar un tono militarista y totalitaria que coquetea con el racismo. Y aunque es cierto que el film utiliza un argumento similar a la obra original, habría que empezar a forzar mucho la nota para hablar de racismo, nazismo, totalitarismo, militarismo o antisemitismo, y ni un Ricardo Forster trasnochado se animaría a tanto. Es que lo que pasa en la película de Alexs Stadermann es altamente inofensivo, ya que al director sólo le importa contar la historia de crecimiento de la abejita del título, que es muy traviesa y no se adapta a las reglas de la colmena, lo cual la hará meterse en problemas que la sobrepasan, quedando en medio de una intriga palaciega -donde se quiere derrocar a la abeja reina simplemente porque es buena- y sólo pudiendo confiar en su mejor amigo Willy. Lo cierto es que Stadermann tampoco se muestra como un realizador sumamente talentoso y nunca consigue darle una vuelta de tuerca a una trama que contiene demasiados aspectos ya previamente transitados en el género, y que encima depende en exceso de bajadas de línea donde pareciera que no se dirige a un público infantil, sino a un público con problemas de aprendizaje. De ahí que La abeja Maya: la película sólo tenga para ofrecer un diseño visual muy atractivo, con un trabajo muy cuidado sobre la paleta de colores. Y aunque esté lejos de las trampas ideológicas y narrativas de un producto como Metegol, está condenada a la misma insignificancia.
En la boca del lobo Con Eva no duerme, el director y guionista Pablo Agüero realiza una apuesta extrema. Si hay algo que no se le puede reprochar es su ambición, que va de la mano de una puesta en escena con rasgos muy característicos y distintivos. A partir de todos los avatares que rodearon el cadáver de Eva Perón, el realizador va a fondo y hace un análisis histórico que abarca tres décadas de los acontecimientos en el país, con momentos donde hay un discurso fuertemente definido y otros donde prima la ambigüedad. Lo que se va delineando en Eva no duerme es un relato que prácticamente en su totalidad transcurre en espacios cerrados -y cuando no lo hace, la oscuridad restringe la chance de una escape hacia lo abierto-, con climas claustrofóbicos y asfixiantes, en los que cada plano está fríamente calculado en su composición -ver por ejemplo la escena de la lucha que se da en un camión, donde la cámara apenas se mueve y sin embargo se entienden perfectamente los movimientos de esos cuerpos en pugna-, y en el que las luces y sombras juegan un papel central, de la mano de escenas de archivo muy puntuales. El problema -y al mismo tiempo la virtud- surge a partir de lo discursivo, de los lenguajes confrontando de una manera que por momentos escapa al control del director. Pero en ese particular descontrol, lo que se intuye es a un cineasta con un extremo cálculo en lo formal, porque los peligros, los abismos que le interesan están vinculados a lo temático, a un contenido donde la polémica es inevitable pero también saludable. La desmitificación a la que recurre la película permite desentrañar esas oscuras tramas que se tejen en los círculos de poder, en esas fauces que no temen devorarse todo, que ocultan y destruyen, que no temen utilizar a los individuos como meros peones. La forma que encuentra Agüero para enfrentarse a esa tenebrosidad es exponerla en sus mecanismos más ridículos, más increíbles, apelando incluso a lo grotesco como herramienta de deconstrucción. De esta manera, Eva no duerme se va constituyendo en un objeto extraño, elusivo, que escapa a interpretaciones fáciles y que desde su potencia y riesgo es, paradójicamente, tan fallida como lograda. Las silenciosos pero violentas fuerzas en pugna alrededor de esos esquemas de enfrentamiento entre peronismo y antiperonismo son reveladas a través de la maquinaria cinematográfica y por ende, extrañamente humanizadas.
Panorama desde el puente Aunque Puente de espías puede ser interpretada de manera totalmente válida como una película de Steven Spielberg, si la pensamos un poco, no deja de ser también un film de Tom Hanks. Las colaboraciones previas que tuvieron -Rescatando al Soldado Ryan, Atrápame si puedes y La terminal- siempre abordaron la cuestión del profesionalismo como sostén de valores, perspectivas e instituciones. Ambos son figuras artísticas preocupadas no sólo por los mensajes que pueden transmitir sus films, sino también por las formas en que esos contenidos son transmitidos. Desde su brillante comienzo, filmando metódicamente a un tipo metódico, Puente de espías va trazando su tesis con sutileza, pausadamente, confiando en lo que tiene para decir y en cómo llegar al espectador. La secuencia inicial termina con la captura de un espía soviético en Estados Unidos llamado Rudolf Abel (brillante Mark Rylance, desde lo corporal, la mirada, el gesto, la entonación, todo, absolutamente todo) y será tarea de un abogado privado, James B. Donovan (estupendo Hanks, haciendo fácil lo difícil), quien usualmente se dedica a los casos de seguros, el defenderlo, básicamente porque Estados Unidos debe demostrar, en el momento cumbre de la Guerra Fría, que es capaz de diferenciarse de la Unión Soviética al cumplir con todas las garantías procesales. Para todas las partes involucradas todo no es más que una parodia, un juego de máscaras, una mera puesta en escena, porque la intención es aplicarle a Abel la sentencia de muerte, excepto Donovan, porque es un hombre que cree en las leyes, en los preceptos constitucionales que rigen su nación y que es la preocupación por cada persona lo que hace mejor a su país. Luego todo adquirirá nuevas tonalidades cuando un piloto estadounidense es derribado con su avión espía en el territorio de la Unión Soviética y Donovan sea reclutado de manera extraoficial para negociar el rescate en Berlín usando a Abel como moneda de intercambio, con el asunto complicándose aún más, ya que Donovan también buscará rescatar a un estudiante que fue apresado en la parte oriental, justo en el momento en que comenzaba la construcción del Muro, acusado arbitrariamente de espionaje. A Spielberg -y con él Hanks- le pasa algo similar a Clint Eastwood: sus films más políticos son muchas veces invalidados por amplios sectores de la crítica internacional -e incluso de su propio país- por sus posicionamientos, sin tomar en cuenta la forma en que adoptan esas posiciones. Esto quizás no es casualidad: ambos directores han establecido una vía de intercambio entre ellos -Spielberg le produjo a Eastwood el díptico conformado por La conquista del honor y Cartas desde Iwo Jima, y el segundo tomó la posta de la realización de Francotirador, que era un proyecto originalmente a cargo del primero- pero además suelen recurrir a procedimientos similares de puesta en escena. Ambos trabajan desde la sutileza, desde una cámara en constante movimiento, pero que se traslada sólo lo necesario, sin hacerse notar, porque es consciente de que lo importante está en el plano, de que ahí suceden los hechos, con los sujetos y las acciones involucrados. En el caso de Puente de espías, lo que adquiere mayor importancia es la mirada, pero no en un sentido pasivo, sino como instancia previa al accionar, a hacer algo, a buscar cambiar las cosas, con lo que la contemplación ingresa en una vertiente transformadora. Es la mirada que establece un vínculo, que se hace cargo, en la que cada individuo puede hacer su pequeña parte, aportar su granito de arena, tenderle la mano al que está cerca y necesita su ayuda. Algunos podrán ver esto como una apología del intervencionismo -es decir, cómo Estados Unidos se mete en todas partes del mundo con la excusa de que no se puede quedar estático ante lo que considera injusticias-, pero se estaría -una vez más- malinterpretando y hasta subestimando a Spielberg, y también a Hanks. Lo que se impone en Puente de espías es una visión cercana al idealismo, a lo que ellos suponen que representó -y podría volver a representar- el gran país del Norte. Si no fuera así, sería difícil de explicar el análisis despiadadamente paródico que hace la película de los actores intervinientes en todo ese berenjenal que era la Guerra Fría -ni las instituciones soviéticas ni las estadounidenses quedan bien paradas, siendo expuestas en su cinismo y hasta exponiéndolos en sus frágiles mascaradas-. Lo que nos tiran Spielberg y Hanks en la cara era lo absurdo de ese momento político, el odio que no terminaba de estallar, traducido en un miedo que llevaba a situaciones tan insólitas como terribles. Parecieran decirnos, silenciosamente, que la idea de construir un muro separando a una maravillosa ciudad como Berlín es la peor idea de todos los tiempos, el extremo de lo inexplicable. Frente a esto, lo que prevalece en el film son determinados valores vinculados a lo afectivo, a la aceptación del otro, a la conciencia plena del deber ético y moral. Puente de espías es una película esencialmente sobre la amistad nacida de ese reconocimiento de un igual en cuanto a determinados principios cuando a primera vista podría ser un enemigo, sobre cómo lo que importa es tener la certeza de que se hizo todo lo que se pudo, sobre aferrarse a esas creencias que preservan lo humano. Y claro, sobre mirar, y hacerse cargo de qué es lo que se está mirando, sobre ser un espectador activo y permitirse que esa mirada transforme lo que se está contemplando. Sí, Spielberg y Hanks -en su mejor trabajo conjunto- nos hablan a nosotros, espectadores, pidiéndonos que nos hagamos cargo de qué estamos mirando, de qué es lo que ha sucedido antes para tomar conciencia del panorama actual, para activar y transformar. De eso también se trata el cine. Y Puente de espías es cine.
La convivencia con el Mal Hay dos tráilers de Pacto criminal que trabajan lo siniestro desde diferentes perspectivas. El primero es un breve teaser, donde se muestra una conversación sobre una receta culinaria entre James “Whitey” Bulger (Johnny Depp) y uno de los agentes con los que colabora, donde lo trivial rápidamente, casi de la nada, adquiere tonalidades muy oscuras y hasta sutilmente violentas. El segundo, ya más extenso, arranca con un insólito y divertido diálogo entre Bulger y su pequeño hijo de seis años, con la presencia de la madre, donde el padre demuestra que lo suyo no son los consejos pacifistas, sino la violencia como modo de vida. Ambas secuencias representan en cierto modo tonalidades que componen a la totalidad del film, pero también son engañosas, porque en el relato lo que importan son otros temas, otros climas, otras perspectivas. Y es que en Pacto criminal conviven elementos del cine mafioso instaurado por la trilogía de El padrino -las consecuencias de determinadas decisiones, las mochilas morales, las relaciones sociales y políticas con una América que mira para otro lado, lo sanguíneo como sostén-, pero también por el cine de Martin Scorsese -el exceso como regla, la amistad y la lealtad como valor inclaudicable, la violencia como forma única de comportamiento-, aunque el rumbo final que termina tomando la película de Scott Cooper (Loco corazón) va para otro lugar. El foco real es la alianza que realiza Bulger con John Connolly (Joel Edgerton), un agente del FBI y antiguo amigo de la infancia, por la cual Bulger se convierte en informante de los federales, proveyendo datos de las actividades que llevaban a cabo sus rivales de la mafia italiana en Boston, a cambio de que le dejen el campo libre para que haga sus fechorías tranquilo. Pero eso sí, sin homicidios por favor, como le dice Connolly a Bulger, aunque claro, Bulger no le terminará haciendo mucho caso e irá expandiendo sus negocios de la mano de sus brutales formas. Donde Pacto criminal se muestra indecisa es a la hora de elegir un protagonista absoluto, un eje moral sobre el que edificar su relato, donde rápidamente se percibe una bajada de línea sobre cómo las instituciones de poder estadounidense eligen aliarse con un mal determinado en pos de combatir a otro mal al que consideran peor. Porque es cierto que Bulger es un personaje indudablemente atractivo en su inescrupulosidad y brutalidad casi ilimitada y hasta directamente amoral. Y también lo es que Depp tiene una actuación realmente muy buena, no sólo porque se aleja de gestualidades realizadas anteriormente en su carrera, sino porque entabla una dinámica doble, por la cual se devora al rol que le toca y al mismo tiempo desaparece en él, alumbrando a una criatura tan repugnante como atractiva. Pero también es verdad que probablemente el personaje más atractivo en cuanto a su construcción de origen, sus vínculos con la ley y lo barrial, sus dilemas éticos y sus ambiciones era el de Connolly. Es quizás el verdadero gran villano de la historia, por la forma en que justifica su codicia y voluntad de ascender profesional y socialmente a partir de sus lugares de pertenencia, su capacidad para mirar para otro lado y finalmente su hipocresía para con sus compañeros y hasta su esposa. Sin embargo, el diseño del personaje no está a la altura de lo requerido y, para colmo, Edgerton, llamativamente, entrega una actuación plagada de clichés, con lo que Connolly pierde entidad y brillo propio a los ojos del espectador. De ahí que Pacto criminal, a pesar de su elenco multiestelar -donde desfilan nombres como Benedict Cumberbatch, Kevin Bacon, Peter Sarsgaard, Dakota Johnson, Adam Scott y Corey Stoll- termine dependiendo de lo que pueda entregar Depp, lo que condena al film a una inevitable repetición, porque Bulger no es un personaje totalmente nuevo: el Frank Costello de Jack Nicholson en Los infiltrados (en su psicopatía extrema y su relación con el FBI) y el Fergie Colm de Pete Postlethwaite en Atracción peligrosa (en su calculada crueldad) ya tomaban muchos elementos de la figura real y la sensación que termina primando es que la interpretación de Depp, por excelente, no deja de ser tardía. Aún así, es el actor el que aporta la mayor dosis de fisicidad en sus movimientos, actitudes y decisiones a un film narrado con solidez, pero donde impera la frialdad y en el que la ambigüedad en los tonos y climas, paradójicamente, más que agregar capas de complejidad, las sustrae. Cooper no se termina de animar a romper con los esquemas y lo que queda es algo correcto pero al mismo tiempo insatisfactorio. Hay que reconocerle a Pacto criminal que su medio tono la coloca en una posición distintiva dentro del género de mafiosos, a partir del papel decisivo que juegan las fuerzas de la ley. En esa búsqueda que establece queda emparentada con films recientes como Kill the messenger y Sicario, que también se preocupan por cómo los agentes de la ley y la política en Estados Unidos, para los conflictos internos y externos, proponen una visión donde dos negativos se convierten en positivo y el enemigo del enemigo pasa a ser un amigo. Hasta que ese aliado circunstancial toma total independencia y empieza a hacer lo que se le canta. En esto, el rostro de Bulger no es más que la cara fea con la que una sociedad elige convivir en pos de deshacerse de figuras supuestamente más sucias, hasta que no le queda otra que hacerse cargo del Mal que creó, motivó y alimentó a partir de su naturalización.
Estancado en la superficie Hay que reconocerle a Guillermo del Toro que desde hace un rato largo viene haciendo lo que se le canta. Incluso en un film por encargo como fue Blade II hizo lo que quería y le imprimió a esa secuela su propio sello autoral. Pero también es cierto que cuanto más solemne se pone, peor le va: su cine adquiere características pomposas, infladas, donde importa más el diseño, lo formal y las referencias obvias, abandonando incluso la preocupación por lo narrativo y la construcción de personajes. Ahí tenemos a El laberinto del fauno como ejemplo máximo de lo sobrevalorado, con su historia que avanza a los ponchazos, demasiado preocupada por impactar desde lo visual y a través de la violencia -principalmente en los rostros-, y con una bajada de línea política que es cuanto menos problemática. Las dos entregas de Hellboy y Titanes del Pacífico, trabajando géneros supuestamente menores, son mucho más redondas, atractivas narrativamente y hasta complejas temáticamente, por la mirada que entabla sobre los vínculos amistosos, el trabajo en grupo y la necesidad del otro. Lamentablemente, La cumbre escarlata es un ejemplo de la vertiente “importante” de Del Toro, al que no se le puede negar su ambición: acá quiere contar una historia de fantasmas que no lo es tanto, porque en verdad es una historia de amor donde lo fantasmal es apenas un dispositivo, centrándose en Edith Cushing (Mia Wasikowska), una joven aspirante a escritora que viene de una tragedia en su infancia y que se enamora perdidamente de Thomas Sharpe (Tom Hiddleston), un misterioso extranjero con una hermana, Lucille (Jessica Chastain), aún más misteriosa y principalmente siniestra. Edith acepta irse a vivir al antiguo hogar de Thomas, una gigantesca y derruida casa en el medio de la nada que desde el comienzo se nota que tiene vida propia, albergando toda clase de secretos muy sucios. El cineasta encara el relato con plena convicción, pero ese convencimiento es insuficiente, porque se apoya en ideas sin profundidad e inventiva. En La cumbre escarlata están todos los elementos dispuestos: las referencias al terror gótico -alusión a Mary Shelley incluida-, el contacto visual con el cine de Mario Bava, la tragedia como herramienta constitutiva del amor, lo romántico no sólo como género sino también como estilo, el diálogo con determinados tonos y climas de la literatura de Edgar Allan Poe e incluso H.P. Lovecraft, lo fantasmal como entidad tan metafísica como ética. Pero son trazos aislados, que no forman un conjunto sólido. Lo cierto es que la trama de la película es endeble, los enigmas se acaban rápidamente, las resoluciones no tienen verosimilitud y ninguna de las dos vertientes -ni el romance ni el terror- adquieren real carnadura. Encima, Del Toro confunde atrevimiento y exceso con trazo grueso, y hasta tenemos instancias de violencia -el director repite su fijación con el rostro- que no adquieren real sentido. Todo el esquematismo y la superficialidad se trasladan a las actuaciones y al pulso narrativo del film. La cumbre escarlata es una película atravesada por la frialdad, que jamás contagia, donde todo va avanzando mecánicamente y explicando cada sentimiento que atraviesa a todos los personajes. Es, a pesar de su apariencia inicialmente expansiva y hasta disruptiva, una película común, sin gran vuelo, cuyo análisis y matices se agotan rápidamente, y que en vez de ser un vehículo consagratorio para Del Toro, termina siendo un tropezón que, esperemos, no sea una caída.
Signo de los tiempos Jack Dwyer (Owen Wilson) está con su esposa Annie (Lake Bell) y sus dos hijas en la terraza de un hotel de algún país asiático limítrofe con Vietnam -¿Tailandia? ¿Camboya? ¿Laos?- junto a un grupo de huéspedes y empleados. Están acorralados: ha estallado un golpe de Estado justo el mismo día en que llegaron, hay disturbios por todos lados y los rebeldes han entrado a sangre y fuego al edificio, y finalmente irrumpen en la terraza. La única salida implica saltar hacia el techo de otro edificio, y el salto es grande. Annie ya saltó y espera del otro lado, es el turno de las hijas, y a la que le toca primero es la más pequeña, que, obviamente, no quiere. Jack le pregunta medio de sopetón sobre el nombre de su osito, y cuando la niña está medio distraída contestando, el padre la arroja, sin vueltas, para el otro lado. Vemos, en cámara lenta, recurriendo a un plano muy cercano al cuerpo, como la niña va volando, gritando, hasta caer en brazos de la madre. Es una escena increíble, dantesca, más propia de esas comedias salvajes de la dupla Will Ferrell-Adam McKay, y la presencia de un comediante nato como Wilson podría reforzar la impresión. Pero no, estamos en Sin escape, un thriller donde interviene fuertemente el drama familiar, con personas llevadas al límite de sus posibilidades. Uno se pone a pensar en Serge Daney y Jacques Rivette, y lo que escribieron en su momento sobre el famoso y abyecto travelling de Kapò, y lo que dirían sobre el plano de la niñita volando por el aire a los gritos, pero también se da cuenta que los tiempos, indudablemente, cambiaron, que los límites se corrieron mucho más allá, que el espectador es otro. Y el director John Erick Dowdle (co-guionista también junto a su hermano Drew) es muy consciente de eso, y esa consciencia le da el trampolín para comportarse como un inconsciente de campeonato y llevar la vara siempre un poco más allá, con un nivel de irresponsabilidad que no deja de ser audaz. Es que lo de la terraza es sólo el comienzo: a partir de ahí, Sin escape va exhibiendo un desfile espectacular -y el término “espectáculo” es acá muy importante- de atrocidades, de secuencias donde lo ético y moral en la narración cinematográfica entran en crisis, involucrando en varias de ellas a las niñas. Hay un clima de “no me importa nada porque ya no importa nada” que atraviesa a toda la película, que busca de manera casi suicida a un espectador que se sumerja en ese espectáculo del horror, que se horrorice pero también se entretenga. Dowle pisa el acelerador y va para adelante, y redobla permanentemente la apuesta. En cierto modo, es mucho más sincero -y hasta efectivo- que tipos como Alejandro González Iñárritu o Paul Haggis: no pretende dar lecciones sobre el estado de la humanidad, lo del golpe de Estado en ese lejano país asiático sin nombre es apenas para él un escenario, un contexto más o menos apropiado para desarrollar lo que verdaderamente le importa, es decir, la historia de esa familia tratando de sobrevivir, a toda costa, a una situación tan espantosa como inesperada. Esa brutal honestidad le permite presentar a un personaje como el de Hammond, que es esencialmente Pierce Brosnan volviendo a tomar elementos de su ya clásico James Bond pero en clave pasada de alcohol -giros humorísticos incluidos-, que tiene rasgos innegablemente simpáticos pero que también se permite señalar, sin vueltas, las formas en que los países más poderosos oprimen y subyugan a los más débiles, hasta que claro, la cuerda se tensa demasiado, para terminar rompiéndose. Claro que a pesar de lo increíble y hasta inimputable que pueda parecer su película, Dowle no deja de ser un cretino que no tiene pruritos al configurar una otredad a la que la familia blanca debe temer. Que lo haga sin solemnidad no le quita perversidad. Que manipule todo a su antojo con pleno conocimiento de cómo es el público actual no quita que hubiera estado bueno que tuviera en cuenta -o que recuperara- ciertos límites. Sin escape es un ejemplo cabal de lo que está dispuesta a disfrutar -con mayor o menor culpa- la gente que va hoy al cine. Y lo que cierto cine está dispuesto a dar para garantizar ese disfrute más o menos culposo.
La ley y el orden Hay todo un conjunto de películas que podrían agruparse bajo un subgénero al que podríamos denominar “social burgués”, ideales para sectores medios -entre los que me incluyo, debo admitirlo- que necesitan observar determinados temas perturbadores a la distancia, horrorizándose ante lo lejano, pero tranquilizándose a la vez porque lo que se observa es un otro muy distinto a uno. El cine hollywoodense ha construido toda una tradición alrededor de esto, y en la Argentina hemos seguido sus enseñanzas casi al pie de la letra: ahí tenemos a Relatos salvajes y El clan como ejemplos paradigmáticos de un cine destinado a un público de clase media y que a la vez mira hacia afuera buscando premios a nivel internacional, avalada por una crítica nacional cuanto menos complaciente, que muchas veces aplaude lo que reprobaría con similares expresiones de afuera. Sicario es otro ejemplo más de esta vertiente, y uno interesante, porque su potencia visual y discursiva esconde vacilaciones, idas y vueltas, avances y retrocesos, unas cuantas capas de sentido y ambigüedades. El arranque de Sicario es demoledor, pura fisicidad e impacto desde el profesionalismo. Ese operativo que encabeza la agente del FBI Kate Macer (Emily Blunt) a una casa que resulta estar repleta de cadáveres ocultos dentro de las paredes por orden de un cártel de drogas, es una secuencia opresiva, asfixiante y pavorosa, que coquetea definitivamente con los climas propios del cine de horror, siempre desde el profesionalismo extremo. Allí se ven buena parte de los méritos de la película de Denis Villeneuve, un realizador que en Incendies y La sospecha había demostrado que le importaba demasiado poner el mensaje por encima de todo lo demás y afirmar a los gritos cosas importantes, pero que se permite ceder en unos cuantos momentos al pleno desarrollo de las acciones, permitiendo que sean ellas las que se conviertan en discurso. Cuando el film se concentra en crear climas claustrofóbicos, en instaurar al terror como paraguas genérico -aprovechando la excelente banda sonora de Jóhann Jóhannsson-, concibiendo al narcotráfico como un espacio difuso, capaz de convertirse en algo cercano, es cuando más crece, cuando mayor complejidad adquiere. Pero claro, Villeneuve no puede con su genio y, de la mano del guión de Taylor Sheridan, se apresura en sentenciar, en bajar línea, en explicar demasiadas cosas. Y en eso, llamativa pero lógicamente, el principal problema es la protagonista: Kate es el personaje que encarna la ley y el discurso biempensante en ese viaje infernal que emprende acompañando a una unidad de elite encabezada por un agente de la CIA, Matt Graver (Josh Brolin), y tipo misterioso, que de a poco irá revelando una agenda propia, llamado Alejandro (Benicio Del Toro). Los otros dos encarnan la búsqueda de un orden -tal como le dice Graver a Kate- que no necesariamente esté encuadrado en la legalidad, sino que sea controlable por parte de los Estados Unidos. La dificultad de Kate como personaje no radica en la performance de Blunt -una actriz capaz de encontrar el espacio justo entre la fragilidad y la fortaleza-, sino en las líneas que porta: es el sujeto al cual le tienen que explicar todo -no sea cosa que el espectador se haya perdido con algo- y que realiza observaciones sobre el mundo que la rodea que son pura ingenuidad y que en cierta forma rozan lo hipócrita, porque ni siquiera es que su punto de vista es idealista. La ley que encarna se queda en los abismos de la irrealidad. Pero lo peor es la subtrama que desarrolla el film, donde se sigue a un policía mexicano -que luego tendrá un papel relativamente importante en el final del relato- y el vínculo con su familia, en particular con su hijo. Son minutos de pura arbitrariedad y obviedad, de retórica vacua, de lo peor que puede dar la mirada políticamente correcta que pretende que le importa lo que pasa a su alrededor pero siempre contempla a los demás con un paternalismo elevado a la enésima potencia. En verdad, Sicario debería haber sido más directa y concreta, tomando como protagonistas a Graver y Alejandro, quienes son verdaderamente profundos porque carecen de esa pesada mochila llamada culpa. Cada uno tiene su propio objetivo -aunque la misión los une en sus respectivos propósitos- y van para adelante sin miedo al qué dirán, a sangre y fuego, porque así se lidia con la escoria del mundo. En eso representan al auténtico estadounidense, a ese que está convencido de lo que hace, de que encarna el Bien frente a un Mal que son las drogas, y que no le debe explicaciones a nadie. Son América, y América los necesita. Pero claro, Sicario sale de Hollywood, donde impera la culpa. De ahí las disquisiciones, las vacilaciones, la necesidad de remarcar todo, porque permiten, otra vez, distanciarse, seguir mirando a lo lejos, no sea cosa de hacerse verdaderamente cargo.
No es fácil ser hijo (ni padre) En una charla que tienen frente a la cámara, sentados uno al lado del otro, Horacio Salgán le dice a su hijo César “vos no tenés que tocar como yo, tenés que tocar como vos”, a lo que César responde: “yo prefiero tocar como vos que tocar como yo”. En esa conversación, que gira alrededor del peso del apellido Salgán, se encuentran buena parte de los dilemas y tensiones de Salgán & Salgán, que aborda el vínculo entre un padre que es una leyenda del tango y que está retirándose, y su hijo, que ha seguido el mismo camino profesional que su progenitor y que ahora, luego de un reencuentro tras un largo tiempo separados, debe continuar su legado, buscando establecer a la vez un rumbo que lo distinga individual y personalmente. El documental de Caroline Neal va encontrando su tono, su hilo narrativo y su propia personalidad de la mano de la evolución de los protagonistas. En pocos films del género se perciben tanto como en Salgán & Salgán los volantazos que debe dar el relato, su absoluta dependencia de los avatares de sus personajes centrales. Una dependencia que no atenta contra su calidad, porque es una película de afectos, de personas que tienen que ir construyendo -y reconstruyendo- sus vínculos. Y también de tiempos: de ese tiempo perdido, en el que Horacio y César no estuvieron juntos, que hace acto de presencia desde su irremediable ausencia; del tiempo cimentado en la vejez de Horacio, que cobra peso a partir del deterioro en su salud, que crea a su vez una dependencia suya respecto a César que hasta ese momento estaba lejísimo de existir; y del tiempo que nace de las experiencias y la confrontación entre ellas, entre los puntos de vista de Horacio y César tratando de encontrar una instancia de acuerdo y complementariedad. Hay un acostumbramiento a la cámara por parte de Horacio y César, un empezar a habituarse a ese dispositivo que los espía e interpela, una comodidad que percibimos va creciendo a medida que avanza la relación entre ellos, con el metraje del film yendo de la mano de este factor y diluyendo los límites entre lo documental y lo ficcional, exponiendo las formas en que lo narrativo va hilvanándose frente a nuestros ojos. Salgán & Salgán va evolucionando en sus formas narrativas, en su puesta para seguir a los personajes en sus recorridos, circunstancias y encuentros, y termina redondeando una historia tan universal como conmovedora, que nos interpela en las dificultades afectivas que podemos hallar en los vínculos con nuestros progenitores. Crecer se trata, entre otras cosas, de reconocer al otro, de hacerse cargo de que está ahí, cerca de uno, y del rol que cumple cada uno, lo que significa para el que está enfrente. Y el film de Neal nos lo dice de manera simple, directa y con la honestidad que aportan César y Horacio.
Odiosas comparaciones Si hay algo que asume sin mucha culpa Misión rescate es su poca originalidad. Quizás esto tenga que ver en buena medida con su director, Ridley Scott, un tipo que hace más de dos décadas que se le acabaron las ideas innovadoras y ha pasado a convertirse en un realizador al servicio de diversas propuestas hollywoodenses, algunas de ellas atendibles -Gangster americano- y unas cuantas -Robin Hood, Red de mentiras- que son monumentos del cine pecho frío e indeciso al abordar géneros y temas. Scott en Misión rescate hace lo que más -o lo único, incluso- que sabe: tomar -hasta robar se podría decir- de manera descarada pero honesta elementos ya varias veces transitados y aplicarlos con cierta eficacia a su propio relato. No hay nada de malo en eso, porque es una manera de ir a lo seguro sin pretensiones de trascender, pero el problema es que las comparaciones están servidas. Y pueden ser un poco odiosas. NAUFRAGO La historia de Misión rescate -basada en el libro de Andy Weir- es relativamente simple: durante una misión a Marte, ocurre un accidente y uno de los integrantes de la tripulación, Mark Watney, queda varado en el planeta, abandonado por sus compañeros, quienes se tuvieron que ir y lo dieron por muerto. A partir de ahí, las diversas estratagemas del protagonista para ponerse en contacto con la Tierra y sobrevivir en un planeta hostil. Es decir, Náufrago -que ya era una actualización de Robinson Crusoe- pero en el espacio. El problema es que la capacidad narrativa de Robert Zemeckis es mucho mayor que la de Scott y no tenía necesidad de estar explicando todo el tiempo lo que sucedía a través de las palabras de los personajes. En unos cuantos pasajes, la forma en que Mark se la pasa contando todo lo que hace a las cámaras que lo graban en su refugio espacial atentan fuertemente contra la verosimilitud del relato; hasta nos dan ganas de pedirle a gritos a Scott que deje que sean las acciones las que expliquen lo que está pasando. El otro problema es que Matt Damon es un buen actor, alguien que ha evolucionado en sus capacidades a lo largo de los años, pero no es Tom Hanks, y su carisma no llega a generar la misma empatía. Es decir, rara vez nos conmovemos con lo que le pasa, con las barreras que enfrenta, sus dilemas y pequeñas victorias. APOLO 13 Como la película de Ron Howard -que, oh casualidad, también tenía a Hanks, ese humanista de la acción, como protagonista-, Misión rescate es un film que establece dos planos narrativos, dos líneas que corren en paralelo, esperando confluir hacia el final: la del astronauta esperando ser rescatado por un lado, y la del equipo de la NASA intentando encontrar la forma de traerlo a casa. Ambos niveles están poblados de profesionales, de gente que es la mejor en lo suyo y que se la pasa avanzando y retrocediendo en sus metas. Esta es la parte que mejor funciona en el film, porque Scott es alguien acostumbrado a retratar mundos de expertos y encima cuenta con el plus de un reparto donde aparecen muchos de los mejores de Hollywood -Jeff Daniels, Jessica Chastain, Kate Mara, Chiwetel Ejiofor, Kristen Wiig, Sean Bean, Donald Glover y siguen las firmas-, pero tiene un factor en contra: si en Apolo 13 el factor de lo real, de lo verídico, aportaba para conmover sin resignar suspenso, en Misión rescate hay un continuo esfuerzo para contagiar, para zambullirnos en la aventura, pero sólo de a ratos ese arresto se revela productivo. Es llamativo, porque no consigue imponerse en las dos vertientes de la ciencia ficción: no llega a sacudir desde lo científico, pero tampoco impresiona desde lo ficcional. Gravedad Desde las impresionantes alturas formales de su realizador, la odisea casi solitaria del film de Alfonso Cuarón se convertía en una vuelta a casa no sólo literal sino también espiritual, en una experiencia cautivamente y finalmente conmovedora. Lo de Misión rescate es apenas un cuento bien narrado, al que hay que reconocerle su fluidez y habilidad para desplegar un gran número de personajes, y el hecho de que sus más de 140 minutos no pesan. Pero eso es todo, no hay mucho más, y hasta son notorias las dificultades de Scott para emocionarnos con la historia de un enorme conjunto de esfuerzos para lograr algo que parece imposible. Lo universal que implica lo humano excediéndose a sí mismo en su enfrentamiento contra lo abismal del espacio exterior no termina de hacer su acto de aparición. Si pensamos en el plano contrapicado que cierra Gravedad y lo comparamos con el final estirado y blandengue de Misión rescate, eso queda demasiado patente. Y bueno, algunas comparaciones son odiosas.