Camino a la normalidad ¿Quién *&$%! son los Miller? (¿por qué no le habrán puesto simplemente “Somos los Miller”, como indicaba la traducción más lógica del título original) es un film que sirve como parámetro para establecer el piso y el techo de la comedia estadounidense de los últimos veinte años. Y no sólo de sus actores, directores y guionistas, sino incluso del público, es decir, lo que puede y/o quiere ver, lo que está dispuesto a convertir en un éxito, en referencia del género. El film de Rawson Marshall Thurber (responsable también de la estupenda Dodgeball) avanza con una fluidez llamativa, casi como un relojito. La historia de David Clark (Jason Sudeikis), un vendedor de marihuana que -luego de que le roban toda su plata y mercancía- se ve obligado por su proveedor (Ed Helms) a oficiar de mula para meter un gran cargamento desde México a Estados Unidos, y para eso monta una familia falsa (el típico matrimonio con dos hijos en una casa rodante) con la ayuda de sus vecinos, se desarrolla por los carriles previsibles, lo cual le funciona como impulso pero también como límite. Quizás tenga que ver con que Thurber no es acá guionista, a diferencia de Dodgeball, con lo que aquí se dedica casi a administrar las potenciales virtudes de todos los elementos que componen el proyecto. Y lo hace con efectividad, en especial con el rubro actores: Sudeikis está en su salsa, tirando cien líneas memorables por minuto, todas con múltiples referencias culturales; Jennifer Aniston ya supo ser acompañante de Adam Sandler (en Una esposa de mentira), Owen Wilson (Marley y yo), Vince Vaughn (Viviendo con mi ex) y Ben Stiller (Mi novia Polly), siempre con un amplio dominio de la situación, y aquí ratifica que es una garantía; Emma Roberts está perfecta; Will Poulter, a pesar de tener algunos antecedentes cinematográficos (Las crónicas de Narnia: la travesía del viajero del alba), es una pequeña revelación; Helms demuestra que puede hacer de un hijo de puta con todas las letras con total autoconciencia de su rol; y en cuanto a Kathryn Hahn y Nick Offerman, son actores expertos en convertir la normalidad en algo anormal. El problema es que ¿Quién *&$%! son los Miller? es un poco hija de ¿Qué pasó ayer?, que por algo fue la comedia más exitosa de los últimos veinte años, y que también tenía como base una estructura cuasi policial. Es decir, tira un par de indicios que hacen pensar que se va a llevar el mundo por delante, pero si uno la observa con un mínimo de cuidado, ya se pueden intuir desde el mismísimo comienzo las marcas que indican que al final va a terminar recayendo en el lugar más cómodo y seguro. Eso ya se ve en la delineación de los personajes: el David de Sudeikis es un narco al que nunca se lo ve consumiendo y hasta se percibe que le pesa la soledad y nadismo en que vive; Aniston es una estríper que no quiere tener sexo y a la que se le nota a kilómetros su necesidad de encontrar un hombre que la acompañe; Roberts es una vagabunda que no anda en la calle porque sea pobre, sino porque su situación familiar es bastante desastrosa, y lo que en verdad quiere es una familia como la gente; y en lo que se refiere a Poulter, es el típico virgen destinado a enamorarse, como marca la adolescencia más convencional. Podríamos decir que, teniendo en cuenta esto, la película no deja de tener una cierta coherencia: los protagonistas desde el principio buscan algo en particular y lo terminan encontrando, en un núcleo familiar un poco corrido de lo convencional. No hay en sí giros bruscos e injustificados, como en parte los tenía ¿Qué pasó ayer? (en especial con el personaje de Bradley Cooper). El inconveniente pasa porque tenemos ciertas escenas donde hay un ánimo más rupturista, que es hacia donde podía haber encarado definitivamente el relato: un monólogo en una peluquería donde Sudeikis hace una rápida y despiadada radiografía del estadounidense medio (y con la que los argentinos podríamos sentirnos muy identificados) o una secuencia donde Aniston y Roberts le enseñan cómo besar a Poulter, bajo la atenta mirada de Sudeikis, son como muestras gratis de lo que podría haber sido el film. Sin embargo, lo que finalmente queda son los chistes sexuales aunque no se muestra ni una teta. De ahí que ¿Quién *&$%! son los Miller? termine bien lejos de las obras del dúo Adam McKay-Will Ferrell, del caos que representaba Una guerra de película o hasta de la reflexión sobre (y desde) las instituciones del cine de Judd Apatow. Aún con sus rasgos conservadores, ¿Quién *&$%! son los Miller? también vale para pensarla en comparación a la comedia argentina, tanto televisiva como cinematográfica. Lo cierto es que, a excepción de Capussotto, estamos a años luz de la virulencia que pueden tener los comediantes yanquis (incluso los más esquemáticos). Y eso no sólo tiene que ver con los artistas, sino también con el público. Es que claro, nos haremos los antiimperialistas, pero en el fondo, somos tan o más conservadores que los estadounidenses.
Un país, su animación y su discurso ¿Por qué es que un film animado infantil como Zambezia llega a los cines en la tercera semana de agosto? Estamos hablando de que se estrena en un momento donde los chicos han retornado a la escuela luego de las vacaciones de invierno, con lo que debería producirse un milagro (que implique bastante más que una buena recepción por parte de la prensa) para que termine rindiendo de forma decente. Que esta película quede programada en esta fecha difícilmente tenga que ver con una decisión unilateral por parte de la distribuidora. Tiene que ver con un contexto de altísima competencia entre tres o cuatro gigantes en el rubro, que se imponen monopólicamente. Ocurrió este invierno no sólo con Monsters University y Mi villano favorito 2, sino también con un film argentino como Metegol, que tuvo a su director lloriqueando porque no podía hacer publicidad en Disney Channel, pero no pareció preocuparle el ahogar toda chance de que aparezcan otras opciones, invadiendo el mercado con más de 250 copias en el momento de su apertura. ¿Los tres tanques antes mencionados no podían haber llegado con algunas copias menos, permitiendo que Zambezia también tuviera la posibilidad de pelear el público de las vacaciones de invierno? Tengamos también en cuenta que algo similar le sucederá a un film argentino (que incluso tiene el apoyo de la TV Pública) como Caídos del mapa, que terminará estrenándose a finales de septiembre, otro momento muy poco propicio para atraer a las audiencias infantiles y juveniles. Otra muestra de que hay muchas cuestiones vinculadas a la distribución que siguen con una discusión (y sus consecuentes acciones) pendiente. Es casi inevitable reflexionar sobre Zambezia vinculándola a su origen, ya que es un exponente de un país como Sudáfrica, que en los últimos tiempos se ha ido consolidando como el principal promotor de la animación en el continente africano. Más aún porque es un film que se piensa a sí mismo en referencia a su país. Hay, es cierto, un relato que atraviesa casi todos los lugares comunes posibles: un joven halcón que va contra los consejos/imposiciones de su padre y abandona el nido, buscando una ciudad de aves llamada Zambezia y realizando el típico camino del crecimiento, conociendo seres nuevos, adaptándose a una vida totalmente distinta, descubriendo aspectos de su origen que desconocía, superando las diferencias con su progenitor y cerrando las heridas producidas por la pérdida de su madre. Pero no deja de ser interesante cómo la comunidad que da nombre a la película constituye un lugar donde se da la oportunidad de la unión entre los diferentes, funcionando como metáfora del proceso post-apartheid que se dio en Sudáfrica a partir de la asunción de Nelson Mandela. Que el villano sea una iguana que afirma que Zambezia es un sitio peligroso, una abominación de la naturaleza, refuerza este concepto. Lamentablemente, a Zambezia le falta pericia no sólo técnica (el 3D se justifica apenas en algunos momentos, a través de planos generales que resaltan el paisaje africano) sino principalmente narrativa para cimentar sus ideas. El diseño de los personajes es deficiente y nunca pasa del lugar común; la historia avanza en muchos pasajes a los tropezones; los toques humorísticos son forzados y casi nunca causan gracia; y la película necesita demasiado de las palabras porque no encuentra una vía visual para imponer su discurso. Y a pesar de que muestra más capacidad que una película como Metegol para construir un universo con reglas propias y verosímiles, no llega a incluir de manera cabal y suficiente al espectador en su mundo. Zambezia, con su cuento que quiere ser grande y trascendente, pero que nunca sale del diminutivo y la moraleja obvia, es un claro ejemplo de las complejidades que implica el género de animación infantil. A pesar de sus desniveles, la tradición hollywoodense continúa como clara dominadora del terreno.
Un mundo feliz 1-En una escena de Una guerra de película, aquella comedia desquiciada, casi anárquica, sobre la filmación de una película bélica que sale demasiado mal, los actores Kirk Lazarus (Robert Downey Jr.) y Tugg Speedman (Ben Stiller) tienen una conversación bastante reveladora, donde el film le echa en cara a Hollywood toda su hipocresía. Allí el primero le explica al segundo por qué su papel de Simple Jack (un pobre retardado), en vez de traerle elogios y premios, terminó trayéndole críticas lapidarias y burlas a granel: no se puede interpretar a alguien completamente retardado si se quiere ganar un Oscar. La clave está en construir un personaje que luzca retardado pero que a la vez posea algún tipo de don extraordinario, como hicieron Dustin Hoffman en Rainman o Tom Hanks en Forrest Gump. Si se encarna a alguien totalmente retardado, como hizo Sean Penn en Mi nombre es Sam, uno se queda con las manos vacías. Bueno, Corazón de León parece tener esta lección muy clara y aplica esa misma falsedad pasada por el filtro de la comedia dramática burguesa argentina. 2-La primera escena de Corazón de León no está mal. Es en un diálogo por teléfono entre Ivana (Julieta Díaz), quien no tuvo un buen día, y León (Guillermo Francella), quien encontró el celular de ella (que arrojó por la calle en el medio de una discusión con su ex) y la llama para coordinar la entrega, y de paso arreglar una cita. La secuencia tiene un ritmo decente, las líneas que intercambian fluyen adecuadamente y hasta hay algún que otro buen chiste. Sin embargo, ya podemos percibir lo que se avecina, en base a la puesta en escena, que busca esconder lo que realmente es León: un enano. Ese falso suspenso generado por el director Marcos Carnevale (digo falso porque cualquier espectador que entra a ver el film ya sabe de qué viene la cosa) ya dice unas cuantas cosas sobre la película. Si se lee la sinopsis oficial, eso se refuerza mucho más: León nunca es descripto como “enano”, sino que se lo caracteriza como alguien que “mide 1,35 m” o “demasiado bajo”. Diablos, no sea cosa que digamos la palabra “enano”, a ver si alguien se ofende. ¿O será que para los responsables de la película es “demasiado” fuerte el término? 3-Se puede llegar a entender, por necesidades de mercado, que sea una estrella como Francella la que interprete al protagonista, en vez de un enano “de verdad”. El problema principal pasa porque Carnevale pone frente al espectador a un personaje que ES Francella, sólo que en versión mal reducida (los efectos especiales para lograr la impresión de que el actor mide 40 centímetros menos son realmente muy deficientes) y sin el coqueteo con el humor machista. La única forma que concibe el director para presentar a un personaje que puede activar ciertos prejuicios es desactivando toda chance de que eso suceda, estableciendo una máxima conexión con la construcción de estrella de Francella. León es inteligente, gracioso, carismático, sensible, optimista y un largo etcétera, todos positivos. Es el hombre ideal, sólo que con 35 centímetros menos. Ah, y es RICO, tiene mucha plata, es un arquitecto exitoso, vive en una casa espectacular, con piscina incluida, y se la pasa llevando a Ivana a lugares a los que sólo la gente acaudalada consigue entrar. Y destacamos la palabra RICO, así con mayúsculas, porque es la plata, la guita, lo que hace realmente a León distinguirse del resto. Corazón de León va edificando a lo largo de su relato un universo bien de clase alta, donde es el dinero lo que hace mejores a las personas. 4-Seamos claros: a Carnevale (y a Betiana Blum, que aporta en la idea original para el film, y posiblemente a Axel Kutchevasky, productor ejecutivo) sólo le preocupa el mensaje, el discurso hablado, “la enseñanza” que tiene que llevarse el espectador. Le importa el “qué”, no el “cómo”, ignorando que estos dos factores están mutuamente relacionados. Esto se refleja en el absoluto desconocimiento de las normas narrativas y genéricas que muestra el guión y su consecuente puesta en forma. Por empezar, León (verdadero eje de la película) es un personaje que durante dos tercios del largometraje no tiene conflictos: no sólo es un hombre perfecto, sino que además es alguien que no lleva su enanismo como una carga (al contrario, la porta como una pose cuasi canchera) y desarrolla su vida en un contexto repleto de personas que lo tratan de igual a igual, sin reparar en que es un petiso. Hasta se lleva bárbaro con la ex esposa (de hecho, da para pensar por qué se separaron). Recién en la última media hora (y tras 45 minutos donde la historia se queda totalmente estancada) el film parece darse cuenta de que para desarrollar un relato se necesita un conflicto. Pero ya es demasiado tarde: todo se termina haciendo a las apuradas y mal. 5-Con Ivana pasa lo opuesto que con León, aunque el resultado final es el mismo. Tiene demasiados conflictos, ninguno de ellos bien hilvanado: están sus prejuicios que le dificultan su relación con León (resumidos en su frase “no soy perfecta, soy alta”, que es el colmo de la estupidez); su sociedad con su ex en un inverosímil estudio jurídico al borde de la bancarrota; su vínculo con su madre, que obviamente se va a oponer al romance con León. Ante esto, a Ivana le termina pasando lo mismo que a Julieta Díaz en Dos más dos, confirmando lo que todos los machos argentinos tenemos bien claro: que las minas son todas unas histéricas y que no saben lo que quieren. A los secundarios no les va mejor: son meros portadores de chistes o bajadas de línea de carácter moral (el monólogo de Jorgelina Aruzzi es un caso modelo de lo que no se debe hacer en el cine) que están en realidad dichas para quedar bien. Carnevale nunca consigue manejar con sapiencia los códigos de la comedia, el drama o el romance, mezcla todo como en una gran batidora, sin el más mínimo sentido del timing y lo que termina resultando es un bodoque indigesto. 6-El vínculo entre León y su hijo Toto es ejemplificador de cómo concibe el film las distintas relaciones entre los personajes. En la primera escena que se los ve juntos, durante una cena, el hijo le cuenta al padre que rechazó un trabajo porque el sueldo era muy bajo. El padre se muestra ligeramente comprensivo, aunque le insinúa que debería empezar a ganarse su propia plata, y más si quiere, como tiene planeado, comprarse un auto. Se presagia allí un contrapunto entre un padre y su hijo, al que tiene viviendo en la casa, sin aportar un dinero propio. En otra secuencia, están conversando luego de un partido en el vestuario, y el hijo le pide al padre plata para una salida. El padre le da 200 pesos. La cuestión del hijo mantenido se refuerza. ¿Cómo se resuelve todo al final? El hijo cumple años. Llegan el padre y el hijo a su hogar. El padre le anuncia al hijo que tiene un regalo para él. ¿Cuál es el regalo? ¡Adivinaron! Un auto. Es más, exactamente el auto que quería Toto, que se muestra re contento y agradecido con León, que parece que es un padre re piola. Aparece la novia del padre, es decir Ivana, para reforzar esa impresión, diciéndole a León algo así como “qué bueno lo que hiciste, sos un gran padre”. ¿Perdón? ¿Comprarle a tu hijo un auto te hace un gran padre? ¿No era que no te gustaba mucho que no tuviera un laburo? ¿El desafío no pasaba porque consiguiera por sí mismo comprarse ese auto tan deseado? Los problemas, nos dice Corazón de León, se resuelven con dinero. Lo que te hace noble es la plata, y lo que puedas hacer con ella. 7-Estas idas y vueltas, estas contradicciones que se transforman en regla dentro de lo narrado, se trasladan a lo visual, ya que Corazón de León es un film que pregona un discurso bienpensante, de superación de los prejuicios, pero las imágenes lo delatan: la inmensa mayoría de sus planos están encuadrados de tal forma que se promueva la risa respecto a la baja altura de León. Vemos sus patitas colgando en los sillones o sillas cada vez que se sienta; lo vemos bailando en un plano de conjunto con Ivana, resaltando su baja estatura y lo “divertido” que es ver a un enano en esa situación; o tratando de alcanzar infructuosamente una lata que está en una alacena alta, quedando colgando en el vacío, ridículamente, ante la risa de su hijo. El film pareciera querer decirnos “nos reímos con él, no de él”, pero lo cierto es que la intención es reírse de él, reírse del enano al que le quedan las patitas colgando. 8-Corazón de León (y Carnevale, que por algo es uno de los pilares del mundo Suar, tierra de la falsedad suprema) es un film que practica la “tolerancia”, esa forma hipócrita de hacerse el progre pero sin problematizar a fondo, como corresponde, los prejuicios, miserias y contradicciones que conforman a una sociedad, reproduciendo precisamente lo que supuestamente se ataca. Desde su estética de nuevo rico, con arbitrarias incursiones por paisajes brasileños -cortesía de las bondades de la coproducción-, es un vehículo discursivo para solidificar ese pensamiento, típico de la alta burguesía argentina, en el que no deben existir las diferencias, porque todos debemos ser de una misma forma: blancos, exitosos, lindos, sin conflictos con la otredad, porque ese “otro” acepta con deleite, sin cuestionamientos, al ser burgués. Ese el país que queremos, ¿no? NO.
Esos extraños ruidos en el sótano… Caso extraño el de James Wan: el tipo fue uno de los creadores, junto a Leigh Whannell, de la saga de El juego del miedo (2004), cuyas sucesivas secuelas terminaron haciéndole bastante daño al cine de terror de los últimos diez años, gracias a su sucesión videoclipera de sangre, tripas, celebración apenas encubierta de la tortura y una moralina destinada a justificar de forma bastante irreflexiva la justicia por mano propia. Sin embargo, en pleno auge de esa serie de presupuesto tan bajo como masivo éxito, Wan comenzó, lentamente, a ir en dirección contraria. Films como El silencio de la muerte (con sus títeres para ventrílocuos convertidos en receptores de fantasmas) y Sentencia de muerte (con sus ambiciosos planos secuencias), ambas de 2007, pueden pensarse como antecedentes en los cuales el cineasta iba puliendo un estilo. A pesar de los defectos que exhibían -la falta de habilidad para cerrar el relato en el primer caso, la violencia pirotécnica y el discurso familiar grandilocuente en el segundo- se intuía una búsqueda donde aparecían elegantes puestas en escena y climas sugerentes. Es con La noche del demonio (2010) donde Wan realiza su apuesta grande (con Whannell como guionista), yendo a fondo con su mirada sobre el cine de terror: toma el tópico de las posesiones demoníacas; crea lazos con distintos exponentes estéticos y narrativos del terror (la literatura lovecraftiana, el cine de Carpenter); explicita la noción de las realidades paralelas; apela en determinadas ocasiones al humor negro; y utiliza la música como factor de inquietud adicional, encontrando paradójicamente sus fortalezas en los mismos lugares que sus debilidades. Es un film que probablemente con el paso de los años se lo pueda ver como clave en el nuevo milenio del género de horror, porque su pequeño éxito delata cierto deseo del público por otro tipo de historias, pero también deja ver que Wan, como realizador, es capaz de conectarse con las audiencias, manteniendo un estilo reconocible pero renovando sus registros. Y de esta manera llegamos a El conjuro, donde Wan sigue aventurándose con el retorno a las fuentes y alcanzando una gran masividad. El film no cuenta nada especialmente original: una familia recién llegada a una casa en el medio de un bosque comienza a experimentar una serie de sucesos cada vez más extraños y terroríficos, que empieza por ruidos extraños para derivar en apariciones y posesiones, que están vinculados a terribles acontecimientos de asesinato, brujería y ritos diabólicos. Pero lo que la va haciendo fuerte es su consciencia de que lo que cuenta no es esencialmente nuevo, sino el típico cuento de la casa embrujada: es notorio en toda la película (en especial la primera parte, que es la que exhibe mayor solidez) el conocimiento de las herramientas de las que dispone. De ahí que adquiera gran peso la cuestión de que el relato está basado en hechos reales: los personajes se perciben, con apenas un par de trazos, “verídicos”. El espectador enseguida siente empatía por ellos y por los Warren, la pareja de investigadores de lo paranormal que los terminan ayudando. Al mismo tiempo, Wan vuelve a exhibir toda su pericia al servicio del relato: un desplazamiento de la cámara tan elegante como funcional a la creación de climas, un estupendo aprovechamiento del espacio para ir dándole sentido a la intrusión demoníaca, una banda sonora que se constituye tanto desde los ruidos como desde la música y una profunda creencia en lo que se cuenta, que se transmite a la pantalla. Es cierto que El conjuro no exhibe la misma solidez en su segunda mitad, básicamente porque termina remarcando demasiado su discurso cristiano y familiar, que hasta ahí se había mantenido de manera subterránea. Asimismo, la resolución, comparada con el avance pausado de casi toda la trama, termina siendo demasiado repentina y apresurada. Aún así, va construyendo un verosímil que retoma el miedo más infantil y cotidiano: ese que se alimenta de los ruidos raros, sombras con formas inquietantes y seres que ya no están, pero siguen estando presentes de manera particular en nuestra vida diaria. Por un rato, con este relato volvemos a ser chicos, en un pasaje algo turbador. Y cuando llega la noche, ya no se duerme tan fácil. Todo un mérito para una película de terror.
La ambición de entretener ¿Qué significa entretener? No está mal preguntarse eso, porque es un término que a la hora de abordar el arte cinematográfico lleva a unos cuantos malentendidos. Por un lado, se levanta y/o justifica una película sólo porque se pasa un buen rato, sin mostrar preocupación por lo que dice o transmite el relato. Desde ese lugar, Tinelli es “entretenido”, y no vale la pena preocuparse con qué elementos “entretiene”, no importa si Showmatch propone una visión sobre la sociedad de tinte sexista, machista, misógina, objetual. Por otro lado, se descarta un film sólo porque entretiene -como si ese objetivo no fuera suficiente- y no habla de temas “importantes”, como si el contenido fuera lo único que justifica a una obra. Y lo cierto es que ya hay muchos, demasiados ejemplos de films con tópicos “profundos” que en pos de establecer una tesis utilizan herramientas nefastas: Luna de Avellaneda, Iluminados por el fuego o Babel son apenas algunos casos testigos. Entretener es entonces, para el que escribe, un arte noble y complejo, que involucra crear un verosímil, tener bien claras las reglas de los géneros que se abordan para luego aplicarlas de manera efectiva, construir personajes que se amolden al relato, hilvanar una puesta en escena coherente y atractiva, y tener un gran convencimiento de que lo que se está contando va a demandar toda la atención del espectador durante un par de horas y tiene la potencialidad de resonar en su cabeza (y el corazón) durante mucho tiempo más. En suma, implica amor por lo que se está haciendo. En los últimos tiempos, películas como Misión: Imposible-Protocolo Fantasma, Las aventuras de Tintín, El último desafío o Hansel y Gretel: cazadores de brujas se plantan desde ese lugar, concibiendo a la aventura, la fantasía o la acción como conceptos de suma importancia dentro del cine. En Vino para robar hay una visión similar, apostando a géneros o subgéneros como los de estafas, robos o la comedia romántica, que suelen ser muy maltratados e ignorados por el cine nacional. Tenemos a un ladrón súper profesional, Sebastián (Daniel Hendler), que durante el hurto de una pieza de arte conoce a Natalia (Valeria Bertuccelli), quien se revela como la horma de su zapato cuando lo engaña y lo deja sin su botín. Sebastián consigue sin embargo encontrarla en Mendoza, aunque el asunto se le complicará aún más y terminará siendo obligado por un empresario bastante oscuro (Juan Leyrado) a trabajar con su rival para hacerse de una botella Malbec de Burdeos de mediados de Siglo XIX, que se encuentra guardada en la bóveda de un banco. Lo llamativo del film de Ariel Winograd es que se va construyendo a partir de un tono juguetón y disparatado, donde el absurdo parece ser la regla, pero sin resignar el realismo a la hora de poner en escena los robos o entradas ilegales. Y en ese delicado equilibrio que va armando, el homenaje a grandes películas de Alfred Hitchcock como Para atrapar al ladrón cobra sentido, porque todo es tan profesional como disfrutable. A esto contribuyen y mucho las actuaciones, que están en el tono justo: la cara de piedra de Hendler vuelve a tener sentido dentro de la trama (su Sebastián hace la procesión por dentro y vamos percibiendo muy sutilmente cómo su estructura de carácter se va desarmando a medida que se enamora de Natalia); Bertuccelli sigue demostrando que tiene un talento innato para la comedia y edifica un personaje femenino coherente en sus fortalezas y debilidades; Leyrado le da una vuelta de tuerca hilarante a su villano; y Martín Piroyanski, como el socio/ayudante de Sebastián, confirma que es el mejor exponente de las nuevas generaciones argentinas dentro de la comedia. El cuidado que hay en Vino para robar por los elementos que componen el entretenimiento es tan fuerte, que hasta se destaca el uso de las locaciones mendocinas. Ya era usual y cansador ver cómo en gran parte de las películas nacionales el uso de determinados contextos geográficos eran sólo parte de acuerdos de producción y financiación que nunca se integraban adecuadamente a las tramas, apareciendo de forma únicamente exhibicionista. Pero Winograd toma las grandes montañas de Mendoza, los viñedos, los alojamientos fuera de las zonas urbanas y los lujosos hoteles dentro de la capital provincial (todos fotografiados espléndidamente), resignificándolos e insertándolos con plena funcionalidad dentro de la intriga. Incluso los chivos están puestos de manera sutil, porque es la meticulosidad lo que caracteriza a todo el entramado narrativo y estético. Y por suerte, el cálculo que hay en Vino para robar, desde la composición del guión hasta los aspectos técnicos de la puesta en escena, no se convierte en frialdad. Sus protagonistas causan empatía de inmediato, sus dilemas y conflictos contagian y el film funciona en todos sus niveles, en especial ese que se intuye tras la planificación del gran golpe, condimentado por el humor: lo que importa en verdad es la historia romántica, cómo dos profesionales, una mujer y un hombre, se encuentran y se van enamorando. Esa aventura del amor es la que permanece dentro del espectador.
Aprobado con lo justo Wolverine: inmortal es un poco como esos alumnos no muy brillantes, que no estudian mucho no porque no quieren, sino porque ni siquiera pueden, y que en las instancias de exámenes sudan la gota gorda, porque son demasiado conscientes de que el asunto les va a costar una enormidad. Con suerte, aprueban con lo justo, ya sabiendo que el siguiente test les va a costar igual o más. Como ellos (como yo, con algunas materias de la facultad), la película avanza y llega a su objetivo de pura terca, a pura fuerza de garra y voluntad, porque más para ofrecer no tiene. Lo raro es que Wolverine: inmortal es un film con recursos, y no sólo monetarios: tiene a un personaje fuerte, con una sólida mitología detrás; lo precede una trilogía como la de X-Men que tiene algunos aspectos más que destacables; y a un actor estupendo como Hugh Jackman, que supo adecuarse a la perfección al rol. Pero creo que muy pocos (incluso entre los fanáticos de los cómics) tenían expectativas altas con el proyecto. Y menos aún si recordamos (¿alguien la recuerda?) a X-Men orígenes: Wolverine, precuela intrascendente que venía a contarnos lo que ya sabíamos de antes, y que encima para hacerlo no se le ocurría ni una idea piola. Para colmo, el proceso de producción no contó con pocos problemas, ya que casi a último momento se bajó el director Darren Aronofsky, que fue reemplazado por James Mangold. Entonces la película se convierte en uno de esos alumnos de los cuales se espera poco y nada, y al cual se le reconocen quizás un poco más de la cuenta los pocos méritos que pueda alcanzar. Terminamos siendo, como espectadores o críticos, seres casi piadosos, cuando con otras películas somos individuos despiadados. Arranquemos un poco entonces con la piedad. Hay que reconocerle al film que acierta en situar la historia después de los acontecimientos de X-Men: la batalla final, ya que eso le da un nuevo aire e impulso para seguir explorando lo que verdaderamente interesa en Wolverine: no tanto cómo lo marcaron determinados acontecimientos en su larga existencia, sino cómo lidia con esas heridas y trata de curarlas. De ahí que tengamos al protagonista incapaz de olvidarse de la muerte de Jean Grey, vagando de forma errante por Estados Unidos (tal como al principio de X-Men), hasta que es invitado a viajar a Japón para despedirse de un anciano agonizante a quien supo salvarle la vida cuando estalló la bomba atómica en Nagasaki (referencia política sutil, que hasta podría pensarse como involuntaria), y quien le ofrece como regalo la posibilidad de hacerlo mortal, transfiriéndole sus poderes. Sin embargo, se verá metido en todo un entramado atravesado por los yakuzas, la corrupción política, ambiciones familiares y corporativas, ninjas, una mutante más mala que la peste bubónica llamada Viper y, obviamente, una mujer, hermosa ella, que constituye la chance de dejar un poco atrás los golpes del pasado. El relato amenaza durante unos cuantos momentos con enredarse demasiado y sin razón, como esos alumnos (seguimos con la metáfora estudiantil) que por intentar chamuyar y agregarle líneas a sus exámenes terminan yéndose por las ramas, pero por suerte Mangold (que tiene un par de antecedentes muy auspiciosos, como Encuentro explosivo y la remake El tren de las 3.10 a Yuma) es de esos artesanos que no destacan, aunque saben cómo contar lo que tienen entre manos sin desbocarse. En consecuencia, la noción de viaje -el film es casi como una road movie- adquiere sentido, porque se va hilvanando un camino donde el pasado traumático se actualiza en el presente, pero para terminar con el trauma. El realizador no abusa de las secuencias de acción -a pesar de filmarlas con bastante efectividad- e incluso apuesta por el drama hecho y derecho, construyendo la historia de amor con lo mínimo indispensable, aunque sin dejar de conseguir empatía con lo que se está viendo. Y cuando la película parece que va a desbandarse en base al ruido y los efectos especiales, recompone el factor humano a tiempo, cerrando el pequeño cuento que tiene para narrar. Aún así, Wolverine: inmortal no deja de compartir el mismo dilema que otros films de superhéroes como Linterna verde, Hulk: el hombre increíble, Capitán América: el primer vengador, Thor, X-Men: Primera Generación, El sorprendente Hombre Araña o incluso El hombre de acero, vinculado a su verdadera necesidad dentro del espectro cinematográfico. No estoy diciendo que sean malas películas (bueno, Linterna verde lo es): poseen puntas de análisis interesantes, desarrollan sus historias con efectividad y tienen atrás a directores capaces que llevan a buen puerto los proyectos. Sin embargo, no terminan de respirar con vida propia, necesitan demasiado de un público cautivo, que las convierten en acontecimientos casi extracinematográficos, aún antes de ser estrenadas. Incluso son subsidiarias de otras películas, como Los vengadores (o la siguiente entrega de Superman, donde compartirá pantalla con Batman). Llegan con toda su parafernalia marketinera atrás, ofrecen un gran despliegue, divierten durante unos cuantos momentos sin ofrecer nada demasiado nuevo, terminan y poco tiempo después uno las olvida, porque lo cierto es que no hay mucho para recordar. No se queda con villanos memorables, como en Batman: el caballero de la noche, o con relatos que sacuden su percepción (como en Iron Man 3). Ni siquiera con diálogos hilarantes o confrontaciones demoledoras, como en Los vengadores. A Wolverine: inmortal se le nota demasiado que es la excusa para el posterior salto a esa reunión que acabará con todas las reuniones que será X-Men: days of future past, con todos los mutantes juntos, enfrentados a un desafío mayúsculo representado cuasi simbólicamente por los Centinelas. La unión entre Fox y Marvel, con este film, aprueba raspando, porque el examen que verdaderamente les interesa es otro, y es recién el año que viene.
Ganar como sea Estamos en el partido final, decisivo: el pueblo, representado por un equipo que lidera Mateo junto a algunos de los habitantes más pintorescos, se enfrenta Grosso y su team de estrellas. Si ganan los buenos, el pueblo sigue en pie. Si ganan los malos, chau pueblo. La cosa viene mal, el partido parece irremontable y los jugadores de metegol, que venían contemplando el encuentro desde afuera, deciden entrar arbitrariamente y sin permiso a la cancha, básicamente para hacer trampa. Esa trampa da resultado: vuelve a poner en partido al cuadro de los “buenos”, en un encuentro que parecía dominado por los “malos”. Mateo -quien no sólo es el personaje principal y narrador de los acontecimientos, sino también el eje moral de la historia-, cuando se entera de la trampa, se enoja y les dice a sus pequeños amigos que la cosa no se hace así, que él y sus compañeros de equipo van a triunfar por las suyas y, de paso, salvar al pueblo. Y el partido sigue, como si nada hubiera pasado, como si el cuadro de los “buenos” no hubiera roto las reglas. Este accionar está respaldado por un discurso previo donde se remarca que el concepto de “pasión” involucra, entre otras cosas, el querer ganar como única opción. Uno puede, y debe indignarse frente a esta construcción discursiva. Más teniendo en cuenta que está destinada primariamente a los chicos, a los que se les baja el mensaje de que lo pasional involucra sólo el triunfo, sin importar la forma en que se lo alcance, mientras uno esté del lado de los que tienen la razón. Pero si se analiza con un mínimo de detenimiento la filmografía de Juan José Campanella, ya uno no puede sorprenderse: las películas más exitosas del director argentino más prestigioso y popular han estado marcadas por el lema “el fin justifica los medios”, con sus guiones forzando a los personajes a ponerse en situaciones de las que difícilmente haya retorno, para luego continuar los relatos sin hacerse cargo de nada: recordemos a Rafael Belvedere (Ricardo Darín) vendiendo su restaurante y dejando a todos sus empleados en la calle en El hijo de la novia; a Graciela (Mercedes Morán) robando plata de la tesorería o Román Maldonado (Darín) utilizando a una niña pobre como herramienta política en la asamblea del club en Luna de Avellaneda; y a Benjamín Godino (otra vez el pobre Darín) realizando junto a Pablo Sandoval (Guillermo Francella) una investigación sin autorización en El secreto de sus ojos. El cine de Campanella es, en ese aspecto, un muestrario del ser argentino profundo: si estoy convencido de que los motivos me respaldan (puede ser decir algo importante sobre el mundo, o simplemente hacer avanzar la trama), actuar de forma poco ética o inmoral está plenamente justificado. Metegol y sus pequeñas grandes trampas son un ejemplo más. Los críticos y periodistas de otras vertientes, a la hora de analizar Metegol, hilvanan textos de un facilismo alarmante, que giran básicamente alrededor de estos conceptos y nombres: 20 millones de dólares; nostalgia; Toy Story; pueblo; barrio; Pixar; calidad de animación; pasión; Fontanarrosa; DreamWorks; Luna de Avellaneda. De ahí no salen, y mejor no les pidamos que profundicen analíticamente, a ver si tienen que esforzarse. Y ni uno hasta ahora se dio cuenta de que si hay una película de Pixar con la cual se podría comparar Metegol es con Cars, cuyo foco también estaba puesto en reivindicar la vida en los pueblos pequeños frente a la deshumanización de ciertos aspectos de la vida moderna. Pero el film de Pixar, aún siendo uno de los más flojos de ese estudio, apostaba más que nada a buscar recuperar valores esenciales como la amistad, la lealtad, el trabajo en grupo, la conexión con el otro y hasta una concepción del deporte más vinculada al disfrute que a la competencia. Había personajes con pasado, presente y posibles futuros, con motivaciones, con sentimientos; un pueblo que podía ser pensado, de acuerdo a la mirada de cada protagonista, como un hogar, como un lugar donde redefinirse, o incluso como una vía de huida; una reflexión profunda sobre las conexiones que se establecían a través del tiempo y el espacio; y, principalmente, habían imágenes, porque los realizadores eran conscientes de que lo que estaban haciendo era cine y que la principal herramienta discursiva era la imagen. En el film de Campanella, la idea de “pueblo” no va más allá de un bar con su juego de metegol, una plaza central, el típico monumento a los “fundadores”, “amigos” que aparecen y luego desaparecen sin razón de ser, y no mucho más. Ah, sí, claro, la idea de que todo lo que viene de afuera es “malo”. Y cuando se dice “malo”, es porque está vinculado al marketing y a la tecnología, al “progreso”. Encima, esta idea vacía, vacua, retrógrada de la modernidad ni siquiera tiene una construcción visual coherente que la respalde. Al igual que en los peores exponentes del cine de Fernando Siro, Palito Ortega o Luis Sandrini, en Metegol nunca se percibe un universo narrativo que respire por cuenta propia, que se conecte con otras configuraciones espacio-temporales, que tenga un anclaje verosímil que le permita luego conectarse con el espectador. Y uno podría decir que es difícil construir universos destinados a un público muy particular como es el infantil, y que encima colocar la vara que significa Pixar sería como pedir demasiado, no sólo a nivel producción, sino incluso desde lo narrativo. Pero lo cierto es que Campanella, y en consecuencia Metegol, eligen posicionarse justamente en un lugar de competencia, programando inicialmente el estreno para el 20 de junio, en directo enfrentamiento con el lanzamiento de Monsters University (aunque luego lo terminó retrasando casi un mes, lo cual era perfectamente lógico); afirmando que el objetivo es obtener una nominación al Oscar a Mejor Largometraje Animado; y hasta saliendo a inflar el pecho vía Twitter contra Disney porque se negó a darle un espacio publicitario en uno de sus canales infantiles de cable. Y sin embargo, el film lo único que tiene a su favor es la prepotencia de sus medios: 20 millones de dólares de presupuesto, todo el apoyo de un conglomerado mediático encabezado por Telefé y la distribución de una major como es United International Pictures. El resto es pura cáscara, pura superficie. Es que si hay una palabra que define de forma rápida a Metegol es ABURRIDA. Metegol, antes que nada, aburre, no se erige ni siquiera como un entretenimiento apropiado. Si había algo que se le podía reconocer a Campanella, es que podía llevar hasta el final algunas de sus ideas sobre el mundo gracias a sus habilidades narrativas. Era difícil discutirle su capacidad para construir diálogos que revelaban un conocimiento bastante profundo del ser argentino, sin por eso resignar cierta universalidad; su comprensión de géneros tan disímiles como la comedia costumbrista o el policial; y su saber, muy emparentado con el Hollywood más clásico, para la puesta en escena. Eso le permitía hilvanar relatos que, a pesar de sus idas y vueltas, nunca perdían el ritmo. Lo que menos se podía decir sobre El hijo de la novia, Luna de Avellaneda o El secreto de sus ojos es que eran películas que se hacían “lentas” o “soporíferas”. Pero en Metegol eso sucede, y con creces, básicamente porque Campanella nunca se preocupa realmente por construir personajes. Lo que hay son meras marionetas para su mensaje a favor de la tradición y contra la modernidad. En consecuencia, el protagonista, Mateo, pasa de ser no mucho más que un muchachito tímido e introvertido a un líder futbolero nato, sin una transición que explique de manera cabal ese cambio; su interés amoroso, Laura, no tiene entidad ni una conexión que la respalde, y parece estar solamente para convocar al público femenino; el villano, Grosso, tiene una motivación intrascendente, transita por todos los lugares comunes y previsibles, sin jamás adquirir espesor; y los jugadores de metegol no son más que estereotipos y recipientes para chistes que en contados casos tienen un dejo de inspiración. Con estos últimos es muy patente que el director -y sus coguionistas, Gastón Gorali y Eduardo Sacheri- no tienen mucha idea de qué hacer, con lo que hay toda una hora de metraje -que transcurre básicamente a partir de la sucesión inconexa de tres secuencias en un basural, un parque de diversiones y un laboratorio- donde el film avanza a los tropezones, buscando fusionar sin éxito el mundo del metegol con el verosímil del pueblo. En el medio, se pierde todo el potencial lúdico que podía tener el film, ya que es el mundo de fantasía y diversión del metegol el que tiene que incorporarse al universo limitado, estático y conservador del pueblo. Todo se tiene que decir, a través de la palabra, sin confiar jamás en las imágenes. Por eso, no resulta sorprendente que el partido final, que se supone debería ser el clímax emocional, sea pura rutina y no genere el más mínimo suspenso. De Fontanarrosa y su apuesta permanente a doblar o incluso quebrar las reglas de lo verosímil no queda nada. Si hubiera provenido de alguna factoría estadounidense o europea, Metegol hubiera sido rápidamente olvidada. Pero como proviene de las entrañas de la parte más poderosa del cine argentino, y tiene a la cabeza a su director más emblemático, se convierte en un símbolo, en un modelo a seguir, en un nuevo ejemplo cinematográfico del “aquí también podemos hacerlo”. Es LA película del cine argentino de este año, y marcará el camino para lo que venga. Que un film así se constituya, por anticipado, incluso antes de su lanzamiento, a pura prepotencia propagandística, en el paradigma para los realizadores argentinos que aborden la animación destinada a los más chicos es realmente nefasto. Es peligroso y preocupante. Metegol tiene el potencial para ser como el bilardismo, que con su ideología del “todo vale” sentó las bases para la mediocridad del fútbol argentino actual. Es por eso que debería ser un antecedente de lo que NO se debe hacer.
Una película política Seguramente el lector debe estar pensando “¿no se le fue la mano con el título?” o “¿no lo dirá de forma irónica?”. Bueno, debo decir que creo que no se me va la mano, que lo que digo tiene sentido y por ende, no estoy siendo irónico. Titanes del Pacífico puede ser analizado no sólo como un mero film de robots gigantes enfrentados a monstruos gigantes, sino también como una obra política, todo un signo de estos tiempos cinematográficos, culturales y sociales. Aquí, algunas razones para explorarlo de esta forma: 1-A Titanes del Pacífico lo distingue en primera instancia el hecho de ser dirigido por Guillermo Del Toro, algo que marca una diferencia principalmente para la crítica que, limitada como es últimamente, analiza casi inevitablemente al film con mucha mejor predisposición que si el que estuviera detrás de cámara fuera, por ejemplo, Michael Bay. No quiero dar lugar a malinterpretaciones: a mí también me genera mucha más expectativa una película dirigida por Del Toro que por Bay, pero eso no significa que vaya a ignorar determinados factores. Por ejemplo, un producto como Transformers es en general tan subestimado desde su forma que enseguida los críticos le apuntan a su ideología, con una visión contenidista que atrasa décadas. Pero con Titanes del Pacífico, eso por lo general queda de lado y sólo se miran los componentes genéricos. Y ojo, los hay, y muy interesantes. Pero eso no implica que su relato sólo apunte al entretenimiento de alta calidad o a la relectura de ciertos subgéneros. Hay también todo un posicionamiento político bastante más complejo de lo aparente, y que seguramente la mayoría de los críticos pasarán de largo. Yo no, pero no porque sea un ser brillante, sino simplemente porque no soy tan perezoso. 2-Un componente de la visión perezosa de los críticos implica hasta cierta reescritura de los hechos, afirmando que Titanes del Pacífico es una especie de “proyecto soñado” de Del Toro. Y lo cierto es que no es tan así. El director llegó a esta película casi por descarte, ya que se fueron frustrando y/o retrasando otros films que venía planeando, como Hellboy 3 y la adaptación de En las montañas de la locura. Lo que se dio con Titanes del Pacífico fue más bien un proceso de apropiación del material original, consistente en una historia original de Travis Beacham que luego este volcó a un guión junto a Del Toro. A mí mucho no me gustó El laberinto del fauno (posiblemente su película con mayor consenso) y tampoco soy un fanático del resto de su cine, pero debo reconocer en Del Toro un profundo conocimiento de las reglas genéricas aplicadas a la narración y un gran cuidado en la composición de sus puestas en escena, donde hay tanta acumulación como precisión. Indudablemente, no cree demasiado en los temas, palabras o diálogos “importantes” (como su colega Alejandro González Iñárritu), sino en la acción. Los mejores momentos de su filmografía están vinculados con personajes que hacen, más que decir. Esto se puede apreciar a partir del desenvolvimiento de la trama de su última película: se abre una especie de brecha interdimensional en lo profundo del Océano Pacífico, de donde salen monstruos gigantes, denominados Kaiju, que destruyen las ciudades y amenazan con extinguir a la humanidad. Es por eso que se crean para combatirlos unos enormes robots, conocidos como Jaegers, que son controlados simultáneamente por dos pilotos que están conectados a través de un puente neuronal. ¿Qué es lo que hace Del Toro con esto? Toma algunos conceptos que le interesan especialmente y que siempre atravesaron su cine: el 2 (dos) como número y palabra clave, porque siempre para uno existe un otro que lo complementa o se contrapone; lo monstruoso resignificado como algo mucho más cercano de lo pensado inicialmente (por algo uno de los slogans del film es “para combatir monstruos, creamos monstruos”), e incluso como una metáfora de los demonios internos que se deben enfrentar; la conexión entre universos que parecían totalmente distanciados, pero también entre mentes (y corazones), explicitando a través de las imágenes (y alejando la chance de los discursos redundantes) las distintas uniones entre los protagonistas, que pasan por lo filial, lo paterno-filial y lo romántico, con la memoria y la pérdida como cimientos dramáticos. No es que haya grandes sorpresas, los caminos que recorren los personajes son en extremo previsibles, pero Del Toro tiene la dosis de conciencia justa (libre de cinismo, por cierto) para que el humor esté equilibrado con la melancolía y el entretenimiento más puro, sin perder fluidez en ningún momento del metraje. 3-Ya empieza a ser un lugar común que los tanques hollywoodenses de los últimos tiempos tengan un gigantismo casi avasallador, y Titanes del Pacífico no es la excepción. Uno puede interpretar que esa pulsión por reventar todo es una muestra de cómo Hollywood busca pisotear toda la posible competencia, sin importarle si en el medio termina pisoteando a los espectadores (algunos de los cuales no sólo se agotan, sino que hasta se sienten violentados), y no estaría errado en lo más mínimo. Pero intuyo que esa es sólo una parte de la respuesta, que debe complejizarse a partir de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que dio paso a un mundo totalmente nuevo, incluso en lo cultural. La caída de las Torres Gemelas o la destrucción de parte del Pentágono demostró que ciertas imágenes que sólo se creían que iban a ser ficción podían ser reales, lo que obligó (y obliga) al cine estadounidense a repensar sus ficciones y sus metáforas de los miedos. El film de Del Toro (un mexicano que abraza sin culpa la maquinaria hollywoodense, asumiéndose como un engranaje más) es de los más ricos para pensar esta instancia. Con sus criaturas difusas, casi inabarcables, tan parecidas y a la vez tan distintas a las que se ven en la Tierra y su galería de personajes multiculturales (que incluyen a asiáticos y rusos, pero no árabes), Titanes del Pacífico habla de un mundo nuevo, donde los peligros son diferentes, mucho más masivos y violentos, y en el que Estados Unidos, como nación, comienza a ser consciente de que algunas cosas ya no puede hacerlas en soledad. De ahí que aparezcan otras potencias, nuevas alianzas que antes estuvieron marcadas por la enemistad y el rencor (pienso en Hiroshima, Nagasaki o la Guerra Fría), que son dejados atrás frente a males mayores. No estoy justificando estos pensamientos, sino exponiendo cómo los estadounidenses, a través de su cine, construyen no sólo su propia identidad sino también la del mundo entero, y con herramientas más que atendibles. 4-En mi pequeño mundo de relaciones personales y laborales me cruzo bastante con gente que piensa (o al menos intenta pensar) al mundo político desde la izquierda. Salvo algunas excepciones, muy pocos se ponen a pensar seriamente la forma en que los Estados Unidos articula sus artefactos culturales, básicamente porque subestiman y/o desprecian al extremo todo lo que lleva el cartel “Made in USA”. Y ojo, están en todo su derecho, pero me parece que la falta de reflexión sobre esas creaciones les impide no sólo comprender cabalmente otras formas de dominio que ejerce el “Hogar de los valientes” sino incluso aprender de esas modalidades para usarlas en beneficio propio o modificarlas. Mientras tanto, los yanquis siguen pensándose a sí mismos (incluso a través de cineastas de otros países) y con eso marcan una diferencia importante. Titanes del Pacífico es un caso testigo: detrás del ruido, las explosiones y las peleas a gran escala, hay un discurso que se impone.
Una aventura tan divertida como triste Se le podrá criticar miles -millones- de cosas al sistema de producción Hollywoodense, pero hay que reconocerle que de vez en cuando entrega saludables paradojas. Por ejemplo ahora, justo en el año en que se estrenan dos películas como Ataque a la Casa Blanca y El ataque, ambas centradas en un atentado y toma de rehenes en la residencia presidencial estadounidense, con el seguro objetivo de resaltar la grandeza de ese gran país que es Estados Unidos, en el Día de la Independencia llega un film como El llanero solitario, un tanque inmenso que desde el western y la aventura viene a señalar con acierto los puntos oscuros de su construcción como Nación. Hay que agradecerle a la saga de Piratas del Caribe, porque gracias al éxito que consiguieron con las primeras tres películas, la dupla de Gore Verbinski y Johnny Depp consiguió primero hacer Rango, un film animado con unas cuentas influencias del universo Pixar, una gran capacidad para crear climas casi oníricos, un humor muy ácido y una reescritura tan cariñosa como desopilante del spaguetti western; y luego esta película bien grandota, donde se nota a primera vista el desborde y se dicen unas cuantas cosas bastante incómodas para el imaginario estadounidense. No es que El llanero solitario venga a proponer ideas completamente nuevas, pero su originalidad radica en el lugar desde el que lo hace: con un gran presupuesto detrás, altas expectativas de público, usando como vehículo a una propiedad conocida mundialmente y combinando el entretenimiento más puro con la reflexión melancólica. Desde el prólogo en San Francisco en 1938 -que constituye en sí mismo todo un tratado sobre la narrativa, los mitos y el artificio que los cimentan- ya se va estableciendo la pauta de que se contará un relato sobre cuestiones, personajes y lugares que ya no existen, que fueron arrasados por el “progreso”. Hay, es evidente, un intento de recuperar un tipo de aventura, una mirada sobre el Oeste y sus mitos, pero con la plena conciencia de que se está hablando a partir de un paradigma que se ha extinguido. Si analizamos el cine que ha realizado Verbinski en asociación con Depp, esto no es novedad: Piratas del Caribe ya tenía un punto de vista posicionado desde lo marginal, donde la figura del “pirata” era reivindicada y aunque había un tono donde predominaba lo festivo, tanto en la segunda parte como en la tercera se instauraba la noción de que los protagonistas estaban corridos hacia los márgenes no tanto por elección propia, sino más bien por un contexto económico y hasta político que buscaba liquidarlos, borrando su forma de vida, con una lucha donde incluso el mayor de los triunfos siempre implicaba una pérdida. Con El llanero solitario, Verbinski retoma estas cuestiones y la labor de reinterpretación de Depp como Toro es central, incluso desde lo temático. En las mejores performances del actor siempre hay una vuelta de tuerca productiva para el papel, y este es un ejemplo, porque además del compromiso físico a través de la acción y el humor, hay también presente un pensar al “indio”, al “noble nativo americano” como alguien que no sólo es acompañante, sino que consigue erigirse como protagonista de su propia historia. Si el camaleón Rango tenía que atravesar unas cuantas peripecias y quedar fuera de todo para darse cuenta de que “ningún hombre puede huir de su propia historia”, Toro desde el comienzo ha quedado fuera de todo y todos, yendo en busca de esa historia, aunque termine encontrándola en el lugar (y en la persona) que menos esperaba. Y ese algo (y alguien) termina siendo John Reid (y más tarde El llanero solitario), cuya encarnación por parte de Armie Hammer es central. Se había especulado bastante sobre quién iba a encarnar al personaje del título, surgiendo nombres como el de Timothy Olyphant, pero desde la primera escena en que aparece, queda en claro que se necesitaba a un actor con una mayor capacidad para la comedia física. Y por suerte Hammer está excelente, no se achica frente al carisma de Depp y eso permite que su personaje vaya desarrollando su hilo narrativo, que parte de la necesidad y la voluntad por erigirse en una figura representativa de la Ley (así, con mayúsculas), para luego desembocar en el aprendizaje del rol del héroe que pasa a representar la Justicia, que en el Oeste muchas veces (y aquí es un caso) se aparta de las normas establecidas por la “civilización”. Su camino se cruza con el de Toro no tanto porque compartan las mismas visiones, sino porque en el contexto están del lado de los perdedores, de los que no poseen el poder que da el dinero o la propiedad, de los que quedan fuera del tren del “progreso”. Ambos son las personas equivocadas: John es alguien del cual nadie (excepto Rebecca, el amor de su vida) espera nada, es el “hermano equivocado”, como lo llama el propio Toro; y este último hizo el trato equivocado, que derivó en una tragedia, convirtiéndolo en un marginal para los de su propia tribu. Verbinski consigue transmitir la complejidad de estos conflictos repensando y reescribiendo nuevamente el western: si en Rango los referentes eran Sergio Leone y Clint Eastwood, El llanero solitario remite a algunos de los mejores filmes de John Ford, como Más corazón que odio, El ocaso de los cheyenes o Un tiro en la noche, sin caer en la mera cita superficial, sino tomando las mejores enseñanzas del gran maestro del western, transmitiendo un clima terminal sin caer en subrayados, deconstruyendo la Historia, utilizando con eficacia el fuera de campo pero sin dejar de decir las cosas por su nombre. Esto se complementa con la presentación de dos villanos excelentes (Tom Wilkinson y William Fitchner), cada uno brutal a su manera, lo que le agrega a la película una crudeza inusual para el tipo de cine al que pertenece. Y, principalmente, hay diversión, y mucha, de la mano de un par de escenas de acción que involucran trenes que son realmente magníficas, y una banda sonora -cortesía del gran compositor Hans Zimmer- que reactiva el sentido del serial original. Esto no es novedad en la filmografía de Verbinski, un cineasta con una particular habilidad para pasar de la comedia al drama, de las piruetas físicas a la brutalidad, del vértigo a la reflexividad, sin desbarrancar en el camino. Con El llanero solitario, Verbinski y Depp van en busca de lo imposible: volver a contar un tipo de cuento en el que ya nadie parece creer, para decirnos que es necesario tener fe en determinados principios. Pese a los excesos del film (que se hace un poquito largo), esa voluntad de creer -por otra parte muy yanqui, y también muy emparentada con el espíritu del western- se impone con creces.
Pensar (y cantar) el cine La verdad que nunca me gustó Glee. Es posible que no le haya dado la oportunidad que merecía, es decir, verme de un tirón varios capítulos de su primera temporada, como para entrar bien en la historia. También es cierto que nunca fui un fanático del género musical. Pero lo cierto es que, cada vez que me he topado con algún episodio suelto por el cable o la televisión abierta, siento que las canciones y coreografías absorben toda la trama, con lo que nunca me importa realmente qué les sucede a los personajes, sus historias y motivaciones. Y este pensamiento se refuerza ante la certeza de que, a pesar de no adorar los musicales, creo que puedo reconocer -y disfrutar- a un buen exponente. Más aún si tenemos en cuenta que la serie también puede mirarse desde el género estudiantil e incluso el deportivo. El párrafo anterior me sirve en parte como puntapié para afirmar que Ritmo perfecto es todo lo que podría haber sido Glee, e incluso más. Y consigue serlo con una premisa que reúne todos los lugares comunes del cine hollywoodense dirigido al público juvenil de los últimos treinta años: la joven novata (Anna Kendrick) que en el momento de arribar a la universidad es reclutada para integrar un grupo de cantantes a capella, The Bellas, integrado exclusivamente por mujeres, con vistas a una competencia nacional. Lo que viene a continuación es de lo más obvio: el aprendizaje e integración de la protagonista al grupo, la sucesión de conflictos entre las chicas, la aparición de un interés amoroso, las diferentes instancias de competición. Pero todo es interesante, atrayente, divertido, incluso conmovedor. Y esto se da porque hay en este proyecto un conjunto de gente con una gran vocación por contar algo con toda la energía y ambición posible, empezando por el guionista Kay Cannon (quien tiene como antecedente más fuerte la serie 30 rock), el director Jason Moore (que trasciende lo que se podía esperar de sus trabajos previos en series como Brothers & sisters) y Elizabeth Banks (una gran actriz que saltó a la fama con Virgen a los 40, y que aquí también aporta desde la producción). Pero asimismo con un elenco superlativo, donde no sólo destaca Kendrick (una de las mejores actuaciones de este año), sino también Rebel Wilson, Brittany Snow, Anna Camp, Alexis Knapp, Ester Dean, Hana Mae Lee, Shelley Regner y Skylar Astin. Ritmo perfecto se hace cargo de todo un conjunto de dilemas: a la luz del cambio/evolución del público juvenil ¿siguen teniendo sentido las estructuras forjadas en los géneros musicales, deportivos, universitarios, incluso los románticos? ¿Sus discursos y miradas se sostienen o necesitan readaptarse? ¿Los jóvenes (y en especial las mujeres) continúan siendo en el fondo los mismos que décadas atrás? ¿Se puede seguir hablando del amor o el romance de la misma forma? ¿Las mutaciones (si es que las hubo) han sido para bien o para mal? Las respuestas que da el film no son terminantes y eso, aunque en principio parezca un acto de cobardía, termina demostrando una gran valentía, porque explora los grises, los puntos intermedios, los distintos huecos de esta problemática, y les saca todo el jugo posible. Es cierto, sí, que el tiempo ha pasado, que los espectadores ya no son los mismos, que hay temas sobre lo que no se puede decir exactamente lo mismo que antes y que los géneros necesitan actualizarse. Pero esta actualización formal, narrativa y discursiva no tiene por qué reformular la base fundante, porque hay motivaciones y objetivos que persisten: el público joven vendrá ahora con toda una carga de posmodernismo que bordea el cinismo, pero a la vez sigue necesitando de las visiones cuasi idealistas que están en condiciones de aportar determinadas marcas genéricas. La respuesta en el relato de Ritmo perfecto aparece a través del cine de John Hughes, más precisamente en El club de los cinco, aquella obra maestra de 1985 que anticipó la oscuridad de sucesos como el Columbine, pero que también se erigió como un monumento al (im)posible quiebre de barreras en el sistema escolar estadounidense hasta convertirse en una historia extraordinariamente universal. La cita a ese gran film de los ochenta no es un mero guiño por parte de la película, sino toda una declaración de principios, cimentada en una historia repleta de personajes femeninos fuertes que transitan un camino coherente con ellas mismas; donde se hace hincapié en el hecho de jugar en equipo y brindarse al otro, cediendo incluso el lugar central; y se promueve el tirarse a la pileta, abandonando los lugares cómodos, en pos de la chance del amor. Y para todo esto, no necesita recurrir a discursos rimbombantes, sino a acciones poderosas, a diálogos afiladísimos y, principalmente, a números musicales perfectamente integrados a la trama y que dicen mucho, pero mucho más de lo que parece. Desde los géneros y esquemas de producción más subestimados por ciertos sectores de la crítica y el público, Ritmo perfecto demuestra que hay otro tipo de sutileza, otro tipo de importancia: esa que nace desde el canto, desde el trabajo en equipo, desde la amistad, desde el amor. A pesar de que los tiempos cambian, en ciertos aspectos, por suerte, la canción sigue siendo la misma.