Las mejores películas de terror, y Muere, monstruo, muere, en la irregular tradición vernácula del cine de ese género, está entre las mejores, sacan provecho de la vulnerabilidad del lenguaje. Todo parece sujeto a la gramática y de lo que ahí se erige; a través del lenguaje se ordenan todas las experiencias, o casi todas, porque el terror comienza cuando este falla o resulta inoperante frente a ciertos hechos. Que el plano inicial de Muere, monstruo, muere esté dedicado a una mujer que pierde su cabeza, y que un poco más tarde el principal sospechoso afirme “estoy en un agujero entre las palabras”, no comporta ninguna inocencia. El terror empieza donde el lenguaje no acierta.
Suele suceder: una película mediocre, sin ningún momento inspirado, es conjurada parcialmente por la historia que cobija y desmañadamente ilustra. En ciertas ocasiones, prevalece una huella de una experiencia vivida, una reserva de la verdad histórica de la que fueron protagonistas algunos hombres y mujeres, cuya sola invocación y, por consiguiente, escenificación, puede conmover aun bajo recursos estéticos impropios. No es otra cosa lo que sucede en Entre la razón y la locura (The Professor and the Madman), ópera prima de Farhad Safinia. El film padece de todos los convencionalismos que aquejan a las películas con temas importantes; su trama, paradójicamente, intenta cuestionar la salvaguarda de las convenciones; la distancia entre forma y relato no podría ser mayor.
Todas las películas sobre duelos, esa experiencia tan singular por la que el mundo se revela inesperadamente endeble, trabajan sobre el tiempo suspendido en el que los vivos tienen que asimilar una ausencia irreversible. La muerte de un amigo, un familiar o cualquier ser amado exige un laborioso ajuste en el invisible orden afectivo. Los eslabones afectivos que sujetan la vida íntima de alguien se trastocan, y lleva un tiempo hallar un nuevo equilibrio. Esa experiencia es la que filma con precisión Mateo Bendesky en su segunda película, Los miembros de la familia.
Alguien sugirió, no mucho tiempo atrás, que habíamos abandonado las sociedades disciplinarias por una nueva conformación de estas, signadas ahora por el control. El seguimiento de los otros es ahora al aire libre; no hay límite para la precisión satelital: un teléfono prendido basta para localizar a cualquier transeúnte. La proeza del film de Gustav Möller pasa por situar su relato en dos oficinas de un destacamento policial en el que se reciben llamados de urgencias. Los llamados pueden ser por robo, desesperación existencial o también secuestros. A juzgar por cada uno de los llamados, “algo está podrido en el Estado de Dinamarca”. Nadie llama por el extravío de un gato. El film se articula a propósito de un pedido desesperado: una mujer dice estar secuestrada, y el policía en cuestión, único protagonista principal en cuadro, intentará todo lo que esté a su alcance, desde su posición inmóvil, para rescatarla. Hay una trama secundaria que concierne al protagonista, quien al día siguiente deberá presentarse en un juzgado por un dudoso desenvolvimiento en servicio. El titulo del film deriva de ese dato, y es casi una distracción. El ingenio narrativo de La culpa es tan ostensible como discreto. Möller desarrolla una poética de gran vigor estético, que se beneficia de un trabajo preciso en todo el orden sonoro y donde la mayoría de los personajes permanecen en fuera de campo y son decisivos. La economía de recursos es evidente, y lo mismo puede decirse de la sagacidad combinatoria de lo que se dispone a la vista y lo que se escucha. A ese principio de composición se suman un ritmo parejo de montaje y la buena performance del intérprete excluyente del film. Hay un giro inesperado en el relato que extiende un poco más el suspenso requerido, hasta que la moraleja viene a reordenar simbólicamente el caótico microcosmos hasta ahí representado. El voluntario veredicto de la trama no es esencialmente del todo luminoso: en el corazón del sistema aún resplandece una discreta luz de humanismo, una ilusión comprensible en un tiempo en que todo es susceptible de seguimiento y vigilancia.
Cuando Zitarrosa regresa a Montevideo después de un largo exilio, el 31 de marzo de 1984, una multitud lo recibe en el aeropuerto y lo acompaña en la calle. No se trata aquí de una forma de idolatría característica de la era del espectáculo, sino de una expresión de reconocimiento de las consecuencias que tiene un puñado de canciones en el alma colectiva de un pueblo. Cuando Ausencia de mí incluye ese material en su relato consigna el secreto de la vida del personaje que ha elegido retratar.
El intento del debutante Emanuele Imbucci es didáctico y reverencial. Es ostensible la idolatría que le dispensa al arquitecto, poeta, pintor y escultor nacido el 6 de marzo de 1475 en Florencia, un genio indiscutible capaz de transformar la materia bruta en figuras hermosas. Basta observar lo que hizo Miguel Ángel con la piedra para rendirle una admiración total. Tan solo haber esculpido la Madonna de Brujas o el David hubiera sido suficiente para que su nombre conquistara la eternidad. Es por eso que nadie puede dudar de la elección de Imbucci, sí cuestionar a fondo su perezoso método de celebrar la obra del artista, una aproximación rudimentaria que tiñe de kitsch una obra que repele esa maldita patología de la estética por la que una obra de arte pierde su singularidad para ser deglutida en un código que detiene el pensamiento e incluso domestica la emoción estética.
¿Por qué En guerre ocasiona irritación y molestia? Cinematográficamente es casi inofensiva; en todo caso, es un film que nunca consigue del todo vencer su propensión a repetirse en la búsqueda de eficacia didáctica y su maniqueísmo trivial, que pretende señalar quiénes son los buenos y los malos en el asunto. Las razones de los unos y los otros se infantilizan bajo ese método de construcción, más allá de cierta fidelidad mecánica de las razones que se esgrimen en confrontaciones discursivas entre patrones y asalariados. He aquí el problema de cualquier film que intente penetrar las mallas del poder. ¿Cómo filmar el poder? ¿Cómo filmar la resistencia? No así, a lo Brizé.
Apenas 6 meses han pasado de la necesaria victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial. La ciudad de Hamburgo es prácticamente puro escombro; los sobrevivientes tienen que volver a empezar y al mismo tiempo examinar sus conciencias en lo privado y demostrar frente a los triunfadores la distancia frente al régimen vencido. Una de las pocas virtudes del film de Kent radica en señalar la laboriosa tarea colectiva de examinar la conciencia: ¿cómo seguir adelante después de los campos? ¿Cómo sentirse alemán tras la barbarie? Tales cavilaciones se desarrollan toscamente, como también los resortes del melodrama que se impone como tema principal.
Los primeros 20 minutos de 4X4 son aceptables, porque el concepto sonoro es pertinente y los encuadres y los movimientos de cámara a pequeña escala son, sorpresivamente, logrados. También hay una tardía puesta en abismo para introducir una secuencia onírica que debe ser lo mejor en la carrera del cineasta. El resto es una colección de impericias; para citar dos: los acompañamientos musicales disociados de la trama; los 20 minutos finales, cuya estética tiene algo de publicidad inconfesa acerca del deseo de hacer justicia por mano propia.
La historia de Chaco, de Danièle Incalcaterra y Fausta Quattrini, remite a la gran historia de las apropiaciones de los más fuertes y a la inevitable genealogía por la cual a un territorio cualquiera se lo mide y cerca según un interés particular. 5000 hectáreas en una zona virgen de Paraguay hereda de su padre el cineasta italiano, y sobre este patrimonio toma una decisión: convertir el bosque y toda la vida silverstre en él en una reserva natural, deseo que aún cuenta con el aval jurídico del expresidente Fernando Lugo, aunque rápidamente el cineasta entenderá que un decreto no es una ley y que la contingencia del primero no garantiza absolutamente nada. De esa precariedad jurídica surge la tensión narrativa del film, y el suspenso que puede despertar cualquier forma de lucha por mayor justicia.