La hipótesis es la siguiente. Los Dardenne hicieron dos películas extraordinarias: Rosetta y El hijo, una detrás de otra. En ambas habían arriesgado y trabajado sin certezas; todavía el sistema estaba abierto y servía para explorar el cine e interrogar la experiencia social en su expresión más primitiva: la supervivencia, sobre todo en el caso de Rosetta. En El hijo el tema era enteramente otro: la piedad en clave materialista. Fueron películas viscerales porque la puesta en escena en ambas respondía a requerimientos propios del cine que hacían. Si había que filmar el desempleo adolescente, la forma elegida, devastadora y precisa, establecía un equilibrio exacto entre forma y materia. En Rosetta había un trabajo sobre el espacio extraordinario, una división de territorios y un sentido de urgencia: se filmaba la guerra, la contienda infinita por obtener un empleo. En El hijo la perfección llegaba en el final, en una de las escenas más conmovedoras de los últimos 15 años: el enfrentamiento entre el padre del hijo muerto y su asesino, no menos joven que su hijo.
El ampuloso plano secuencia inicial es sospechoso. ¿Por qué filmar así a dos hombres que están hablando? Los intrincados movimientos circulares pueden ser vistosos, pero transmiten más un capricho que una lógica de registro (algunos ralentís posteriores también lucen forzados). Menoscabar las elecciones formales de un film conduce al habitual error de pensarlo como una máquina de ilustración de mensajes. Afortunadamente, todo lo que viene después en Luz de luna es exactamente lo opuesto: elipsis justas, circunspección sentimental, secuencias discretamente hermosas. La película está filmada como si todo surgiera de la nobleza y la timidez de su personaje.
Todo lo que sucede, sucede en un instante; el reconocimiento del deseo, un reencuentro y el aviso de una muerte. Lo hermoso de las películas peripatéticas, es decir, aquellas en las que los personajes caminan y hablan durante toda su duración, es que ese registro del tiempo en el tiempo se siente plenamente. Vapor transmite ese desplazamiento del tiempo que se sincroniza con el propio desplazamiento de los personajes. Además, Goldgrob tiene un sentido del espacio preciso y los barrios de Buenos Aires elegidos para hacer transitar a sus personajes acompañan a estos dándoles asimismo un sentido de pertenencia. Un hombre y una mujer, alguna vez novios, se reencuentran azarosamente. Él ahora está casado y ella quizás esté con alguien. Para él es una noche entre otras, no para ella. Su padre acaba de morir, dos años después de que sucediera lo mismo con su madre. El reencuentro no se define por lo extraordinario de la situación que atraviesa ella, aunque bien podría decirse que volver a ver a una persona que alguna vez se amó, sobre todo si el tiempo ha pasado, es como estar ante la presencia de un espectro. La peculiar irrealidad de las horas compartidas entre los dos personajes, un tiempo que va de la noche a la madrugada, se refuerza en esa continuidad que desconoce el fin del día y el comienzo de otro. Irrealidad de lo real que muchas veces se intuye también ante la visión de la muerte de un ser querido. Los diálogos ocasionales remiten al presente y al pasado de los personajes. La novela que él escribe desde hace tres años, la vida matrimonial, la dificultad de estar solos, el paso de tiempo, algunos recuerdos compartidos como pareja. Lo que pasa no es necesariamente lo que dicen y sienten. Vapor es una película fugaz y pequeña, pero tiene corazón y cumple lo que se propone. El esmerado registro tiene también la recompensa de sus intérpretes. Podría haber quedado en el olvido, pero al menos en esta semana se encontrará con algunos de sus merecidos espectadores.
La cuarta película del famoso actor e interesante director Ben Affleck es otro film entre los cientos que existen sobre la mafia. Ni se la recordará como una novedad en el género ni como un hito en la carrera de su director La fascinación por los retratos de la mafia en el cine se explica por la posibilidad de espiar el funcionamiento del poder económico y el espurio origen de las riquezas sin la parodia de un mundo que pretende estar regido por leyes y sujetos obedientes. La voluntad de poder y acumulación se desnuda desvergonzadamente y apenas queda en pie el valor más egoísta y visceral de todos: el cariño por la descendencia. El dinero es un absoluto insustituible, pero el amor a un hijo también.
En la película precedente el director australiano Justin Kurzel (Macbeth) había hecho un buen film con el sustento literario de Shakespeare; en esta ocasión la genealogía no es literaria; el film se inspira en un videojuego. Pero el problena de esta mecánica película oscurantista no está en su origen sino en su perezosa traducción cinematográfia y escasa eficiencia narrativa El libre albedrio, el misterioso concepto que siempre ha obsesionado a teólogos, filósofos y científicos, es el hilo conductor de este relato fantástico basado en un videojuego en el que los templarios luchan contra los del credo de los Asesinos. Los primeros creen que deben velar por la paz controlando el espíritu de los hombres; los segundos asumen también esa misión pero ven necesaria la preservación del libre albedrio. En el film, los dos bandos vienen luchando desde tiempos de la Inquisición. La manzana del Edén es el objeto en disputa, talismán metafísico que contiene el ADN del libre albedrio. Dado el fracaso de la humanidad de valerse por sí misma, ya en nuestro tiempo los templarios, con sus semblantes de CEO, entienden que es hora de regular la conducta de los hombres. Para eso necesitan dar con el paradero de la manzana sacrosanta. Un asesino que acaba de morir en una sofisticada cámara estatal para ejecutar reos es revivido por una científica, hija de uno de los líderes de los templarios. El resucitado lleva en los genes a un legendario representante de la Inquisición, y gracias a una máquina llamada Animus podrá recuperar la memoria de ese antepasado. El objetivo: la manzana. La objeción inmediata de cuestionar el film por su genealogía es un sofisma; de hecho la trama del videojuego podría ser el inicio de un texto de Bertrand Russell o Chesterton. La metafísica es siempre una aventura vertical cuya irremediable obsesión con el pasado puede despertar la imaginación literaria o cinematográfica. El problema del filme de Justin Kurzel es otro: carece de libertad y obedece dócilmente a los “templarios” que imponen el determinismo estético que guía a productos de esta naturaleza. No hay aquí una escena que no se parezca a tantas otras que han existido desde el día en que en estos menesteres el cine digital sustituyó al analógico. Los ralentís constantes, las coreografías de lucha que cruzan artes marciales con esgrima, los planos cenitales que sobrevuelan las tropas en combate simulan un espectáculo de goce cinético. ¿Qué decir del repertorio de acrobacias imposibles que tienen a cargo los personajes? Paradoja digital: todo luce verosímil y casi siempre falso; una auténtica proeza física de Harold Lloyd tiene más gracia que cualquier movimiento de Michael Fassbender. En el film desfilan intérpretes notables: Jeremy Irons, Brendan Gleeson y Charlotte Rampling tienen roles secundarios pero esenciales, aunque dada la didáctica monosilábica del relato, sus apariciones confirman la buena dicción del inglés y la economía de gestos de todos ellos para salir airosos de un filme que no los merece. La última gran película reciente sobre el tema del libre albedrio fue una con Tom Cruise llamada Al filo del mañana. El espectáculo no siempre es bobo.
Un grupo de sociólogos de la universidad de Joseph Schérer del sur de Francia estudian el caso. Saben que la invención del fenómeno empieza en Cannes. Les resulta muy complicado averiguar las razones de una consagración tan temprana en la carrera de un cineasta. El dato con el que cuentan es que en el 2009, el joven Xavier Dolan, canadiense, tenía 21 años y estrenó su ópera prima Yo maté a mi madre en la Quincena de los Realizadores de Cannes. De ahí en más, no dejó de filmar y prácticamente siempre sus películas empezaron su recorrido en el poderoso festival de festivales. El joven quebequense conoció la gloria de su carrera dos años atrás. En mayo de 2014 obtuvo un premio compartido con el legendario Jean-Luc Godard, de quien desconocía su obra, en el Festival de Cannes. Esto fue para los sociólogos franceses el punto de inflexión que dio inicio a sus investigaciones. No podían racionalizar el fenómeno; los excedía. El punto de partida fue identificar qué relaciones existían entre el grupo generacional que le profesaba un amor incondicional al joven director canadiense y sus películas. Pudieron entrever rápidamente que el joven Dolan era un eficiente exégeta de la sensibilidad del grupo; también, que la lógica cinematográfica del cineasta conseguía a menudo materializar los dispersos e intangibles sentimientos de ese grupo joven. De inmediato dieron con un rasgo repetido en sus películas y declamaron la existencia de una regularidad que servía como llave de lectura. A esa endeble pero constante unidad la denominaron experiencia de lo fugaz. Aparentemente, el éxito de Dolan coincidía con un saber filmar la insustancialidad ubicua del Yo, el mundo y las cosas, consecuencia directa de poder advertir esa conciencia de lo transitorio como matriz de toda experiencia. Dicen que ayer, cuando el personaje de Juste la fin du monde recuerda el coito que tuvo con un compañero de la juventud y se despide de su amante, los feligreses de Dolan agradecían la eficacia de la escena sin poder contener las lágrimas. Era una escena perfecta que sintetizaba la experiencia de lo fugaz. El coito, la ternura volátil, la despedida. El amor dura un segundo, el recuerdo lo evoca por siempre. La nostalgia a la que alude el personaje de Juste la fin du monde lo sobrepasa, o en todo caso, es parte de la lingua franca espiritual de una generación ligera. El reportorio está completo en Juste la fin du monde: los ralentís, el peculiar uso de música extradiegética, el montaje cortado, los saltos de escala en los planos. Por otra parte, los personajes hablan hasta por los codos, pero es una habla dispersa, pletórica de conceptos altisonantes pero entrecortados que no expresan prácticamente nada. La nada, ni budista ni sartreana, sino la nada misma, es el tema de Dolan, pues lo transitorio, en última instancia, es mirar cómo las cosas se despliegan y desfiguran en la inmediatez de su duración. La nube en el cielo pierde rápidamente su forma, insustancialidad atmosférica reconocible. Eso es el cine de Nolan: una nube que se dispersa en un segundo y se convierte en nada. ¿No es esta la razón más poderosa, quizás secreta, de la devoción del cineasta por la cámara lenta? El joven cree que así detiene la marcha de lo real y por consiguiente triunfa (falsamente) sobre lo fugaz. Juste la fin du monde está basada en una obra teatral de Jean-Luc Lagarce de título homónimo. El origen teatral se traslada en demasía al film, pese a los enormes esfuerzos de Dolan de desmarcarlo de esa genealogía; esta claro que intenta hacer cine a partir del material, de transformar lo que no necesita imágenes en movimiento en un bloque de imágenes que se mueven con gran fluidez; a veces le sale, en otras prefiere o no le queda otra opción que ingresar al reino visual del videoclip. Los tres momentos cliperos son lamentables. thumb_4710_film_main_big Juste la fin du monde La historia es breve: un escritor que no ve a su familia hace más de 10 años regresa a su casa para contarles a los suyos que en breve morirá. Dicho así, se puede creer que se trata de un hombre de letras en su senectud, pero no es así. El misterioso moribundo apenas tiene unos treinta y pico de años, se lo ve bastante bien y nada en su fisionomía anuncia un encuentro inminente con un tribunal divino en el más allá. Sin embargo, hemos de creerle que está por morir, como afirma su voz en off en pleno viaje de avión camino al hogar. Nunca se sabrá qué tiene y qué enfermedad incurable lo aqueja. Tampoco su semblante es el de un enfermo terminal. La familia es tremenda. Propia del bestiario de los cínicos misántropos de Zentropa, cada uno de los miembros culmina abonando el deseo honroso, frente a la tan evidente decadencia de la especie, de que la humanidad acabe para siempre. El personaje de Vincent Cassel, el hermano mayor del escritor, más histriónico que nunca, alcanza una dimensión insólita de neurosis en donde no solamente ataca a su dócil esposa (Marion Cottilard), sino también a toda la platea. Grita durante toda la película, se irrita como si el regreso de su hermano y la historia que tienen en común, que apenas se puede adivinar, constituyera un drama cósmico irreparable que está por encima de cualquier situación humana. Cassel, además, está muy bien acompañado. La madre, interpretada por Nathalie Baye, también tiene picos de una histeria asombrosa, y Léa Seydoux, como la hermana menor, no desentona en el exabrupto y en los picos de emoción. En definitiva, una familia de histéricos poco sublimes: todos quieren reencontrarse, pero cuando el deseo puede cumplirse el rechazo les impone una conspiración conjunta para malograr el objetivo. ¿Cómo filmar la neurosis hiperbólica de este grupo familiar cuyo domicilio no es otro que el limbo? En el inicio se advierte un aviso situando el relato en algún lugar y hace algún tiempo. Limbo espacial y temporal, pues los personajes son caricaturas neuróticas que deben encarnar un laboratorio discursivo de la incomunicación. En este sentido, los personajes son caricaturas paradigmáticas de una subjetividad contemporánea que no está en ningún lado y a su vez no pertenece a nada. Si esto fuera así de forma programática, tal vez Juste la fin du monde tendría algo rasgo más crítico y lúcido que la mera duplicación del mundo que representa. La película no muestra y examina un problema; más bien, es parte de él. En efecto, Dolan desconoce la distancia o está demasiado cerca de lo que pretende representar (y si bien en esta ocasión decidió no estar frente a cámara para que el mundo entero reconozca y usufructúe su indesmentible belleza, el reflejo narcisista del film pasa por la reproducción acrítica de un orden simbólico). Impresionismo puro el de Dolan: es el cineasta de nuestro tiempo, lo que no implica que estemos frente a un (buen) cineasta. ¿Qué más decir sobre Juste la fin du monde? ¿El escritor revelará su destino funesto? Poco importa, ya que la lógica del relato consiste en retardar la revelación y en ese desvío narrativo intensificar la tensión indiferente a la progresión del relato. El objetivo se cumple: distintas situaciones que se centran en la interacción con el escritor y su familia (una charla colectiva inicial, charlas con cada uno de los hermanos, una cena) operan como un barullo constante en el que se emiten signos dispersos que poco dicen pero refuerzan un malestar no identificado y menos aún trabajado. Dolan es nuestro Bergman, o la expresión más acabada de un existencialismo posmoderno vaciado hasta su propia extinción simbólica. Asombrosa paradoja: la buscada exageración en el tono y en volumen es inversamente proporcional a la esterilidad de prácticamente todo lo que se dice. ¿Algo más para decir sobre Juste la fin du monde? A su favor, debido a que nunca se debe ahorrar en prodigar un elogio si hay algo que lo amerite, hay una cierta intuición que Dolan trabaja con eficacia: la relación que se establece entre el ritmo de la conversación y las formas de musicalizar una escena de discusión resulta novedosa. Al respecto, hay dos o tres momentos excelentes, en el que el trabajo sobre el fondo sonoro musical en concordancia con la rítmica y el volumen del tema elegido orquesta un sistema desordenado de transmitir emociones que alcanza hipérboles sorprendentes. En esos pocos fragmentos se adivina el cineasta que Dolan podría ser, y que a lo largo de su carrera se puede corroborar en algunos pasajes notables de Tom à la ferme y aceptables de Mommy, que luego con poco empeño Nolan diluye en cada una de las películas de su abultada obra. Ejemplos: los tres clips de Juste la fin du monde y las involuntarias publicidades de crema de enjuague en Los amores imaginarios.
La cuarta película de Yeon tiene todo: emociones nobles, secuencias inolvidables, un ritmo magnífico y relevancia política. Es cine de género y popular. No hay muchas películas así. Las buenas películas de género nunca se atienen a las meras convenciones que las definen. Esto puede verse en títulos como Sobreviven, Criatura de la noche, Un tiro en la noche, películas que no renuncian a entretener pero que jamás desdeñan decir algo del mundo y de quienes lo habitan. Invasión zombie es un pasatiempo formidable, una exposición virtuosa del conocimiento del lenguaje cinematográfico y a la vez es un sagaz retrato de una conducta que define un reconocible modo de estar en el mundo. El preámbulo es tan preciso como ejemplar. Cuando una película introduce así el núcleo conflictivo de su trama es casi imposible que lo que viene después no sea todavía mejor. Esa escena culmina con un ligero paneo que muestra a un animal accidentado. El tiempo de la escena es justo, su resolución también. Los buenos cineastas nunca desestiman ese primer encuentro, ahí está la firma de su arte. Inmediatamente, viene la presentación de los personajes principales: un padre y su hija pequeña. El primero, separado de su mujer y con la custodia de su hija, está demasiado ocupado con su vida de negocios, cuyo principal saber pasa por aprovechar la especulación financiera. Alguien, más tarde, lo describirá como un desalmado explotador y, un poco después, toda la desgracia que se pone en juego en el film estará ligada a los destinos financieros de la institución en la que trabaja. Son pequeños signos al paso, pero fundamentales. Es el cumpleaños de su hija; tras ser cuestionado por la abuela, el padre accederá a llevarla a Busan para ver a su madre Para eso tomarán un tren, pero el viaje se transformará en una pesadilla, pues no solamente el tren se llenará de zombies, sino el país entero. ¿Cómo sobrevivirán? ¿Llegarán a destino? Al ser el principal escenario un par de vagones, Yeon Sangho dosifica el suspenso trabajando el espacio como una categoría dramática; el ingenioso desplazamiento de los pocos sobrevivientes, acechados por los zombies, de vagón en vagón, es admirable. Esto determina la naturaleza cinética del film en un triple movimiento: la velocidad del tren por un lado, la de los zombies por el otro y por último la destreza de la inteligencia que se pone en juego en la resolución de cada obstáculo que deben enfrentar el padre, la hija y algunos otros pasajeros. Esto implica un laborioso registro en espacios reducidos en total cadencia con la fluidez del relato. Más notable aún es la introducción de los personajes secundarios: cada uno tiene su momento de gloria (y a veces de vergüenza). Todos aportan una cualidad humana a destacar. Son breves gestos, detalles mínimos, pero decisivos, como una canción que se escucha en dos ocasiones. Un zombie es un hombre desprovisto de su humanidad. Yeon propone tres o cuatro escenas en las que, literalmente, se ve el paulatino desvanecerse de eso que trasciende el acto del mero sobrevivir y define y distingue a un hombre. Pero la contienda de fondo es entre la voracidad y la solidaridad, y no solo los zombies son voraces. Eso también se dice, sin subrayados, en la magistral Invasión zombie.
Los materiales del cine son el tiempo y el espacio; esas dos categorías fatigadas por siglos de filosofía también ordenan la todavía joven experiencia cinematográfica. En la enigmática Kékszakállú el espacio se evidencia de inmediato como una presencia omnipotente. Las figuras geométricas perfectas de cada encuadre se imponen desde el comienzo. El registro de los edificios, el mar, los cuerpos, las maquinarias de una fábrica, una universidad y sus aulas inmensas se disponen en el cuadro bajo una inusitada cualidad de ocupación. Las panorámicas y los planos generales fijos extienden hacia todos los vértices del cuadro el despliegue de los personajes y las cosas. Cada fotograma se legitima frente a la mirada; el placer óptico es indesmentible. El tiempo se siente de otro modo. No es ni circular ni lineal. El relato se desentiende de progresar en una dirección; ni siquiera, al menos por 20 minutos, hay un personaje principal. Hasta que Laila, una joven de una familia privilegiada que no sabe qué hacer con su vida, empieza a ser el centro de gravedad del relato, han desfilado niños y jóvenes vacacionando en Punta del Este. Descansan, se alimentan, miran sus teléfonos, juegan a las cartas, disfrutan de la pileta y el mar. El ocio es aquí una flotación en el vacío. ¿Qué tiene que ver esto con la ópera de Béla Bartók a la que remite el título? Laila no es Judith, pero quizás descubra o intuya que el origen de las riquezas es controversial, del mismo modo que la heroína de la ópera encontraba tesoros cubiertos de sangre. El movimiento del film es el siguiente: empieza en la naturaleza virgen de Uruguay, sigue en Buenos Aires y vuelve en el final al pulcro paraíso de la ciudad costera oriental. Se trata de producir un contraste y una colisión figurativa. En cierto momento, Solnicki introducirá en este universo de pudientes durmientes una dimensión material del trabajo desconocida por sus protagonistas. Los operarios de una fábrica son los que dan forma a la materia bruta que adquiere un valor exponencial y es la sustentación de las riquezas de los dueños de esas fábricas, los padres de los jóvenes protagonistas. Poco tiene que ver todo esto con la tristeza de los niños ricos. El malestar de Laila es menos condescendiente y no se resuelve en el desorden emocional que también padece. Como en Papirosen, Solnicki filma la riqueza y a la minoría que la disfruta. Es un goce desconocido y mortífero, un exceso más parecido al pus que a la dicha materialista.
En el cine de Kleber Mendoça Filho, el espacio define las coordenadas físicas y simbólicas de la puesta en escena y el relato. Aquí se trata de una disputa sobre el concepto de propiedad y las leyes que la garantizan, una contienda entre la lábil concepción burguesa de esta y la prepotente apropiación, por parte de las grandes empresas, de los valiosos territorios de una ciudad para hacer grandes negocios. El poder del individuo se enfrenta al poder de las empresas, estas últimas con las mañas características de la mafia dispuestas a amedrentar hasta conseguir el objetivo deseado. Aquarius, Kleber Mendonça Filho, Brasil-Francia, 2016 En el film, el individuo que lucha contra un gigante invisible es una mujer llamada Clara. Recién jubilada, viuda, con tres hijos y un nieto, alguna vez eximia crítica musical, Clara ha cimentado su propia historia en el hermoso departamento que tiene frente a la playa en una zona económicamente relevante de Pernambuco. En ese hogar la familia entera ha escrito su historia, como bien puede verse en el prólogo, desde fines de la década del ‘70. Mendoça Filho dirá también que la historia de una ciudad se lee en la arquitectura, de allí la reiterada apelación visual a través de algunos elegantes planos generales de la ciudad (o el trabajo inicial con fotos de archivo que ayuda a figurar el pasado de un emplazamiento). Y también dejará en claro que el espacio es siempre una zona política. La empresa constructora que quiere ese departamento es la expresión directa de una cultura de negocios propia del capitalismo corporativo del siglo XXI. Dividida en tres capítulos, Aquarius trabajará sigilosamente sobre el clímax de su asimétrica disputa sin dejar de lado la vida cotidiana de Clara. Y Clara es Sonia Braga, que tiene aquí el papel de su vida. El film sería otro sin ella. Sus gestos, su sensualidad tardía, la convicción que le impone a su personaje son un plus que también tiene un correlato en la precisión formal de Mendoça Filho. Los imperceptibles fundidos encadenados con los que filma ciertas transiciones entre escenas (y también algunas percepciones de su personaje), las inadvertidas secuencias oníricas y la pertinente utilización de la banda de sonido constituyen un contrapunto respecto de la perspicacia interpretativa de Braga. Es un dúo magnífico. Atrás de cámara el director adora a su personaje, y este le corresponde con la totalidad del cuerpo a sus requerimientos. Eso explica la naturalidad con la que Braga/Clara es capaz de montarse arriba de un prostituto joven o de simplemente bailar en la mañana frente a la ventana de su casa. El límite de Aquarius es político; su indisimulado progresismo de clase es tal vez insuficiente para interrogar y cuestionar el poder que aquí se ilustra con razón como obsceno. La mirada de clase es insoslayable, y es por eso que la desconfianza sobre el orden de las cosas alcanza solamente un estadio. El dominio del territorio requiere otra representación y otra política.
El estreno de un documental de Herzog es motivo de celebración. Todas sus películas de esa naturaleza instan al deseo de saber y cuestionar. En esta ocasión se trata de Internet. En el libro profético y delirante del historiador de culturas William Irwin Thompson se leía: “El destino esotérico de América parece consistir en destituir todas las culturas del mundo como preparación para el advenimiento de una nueva cultura global que será la segunda naturaleza de la humanidad”. Esta ampulosa pero estimulante oración perteneciente a The American Replacement of Nature sintetiza la hora y media de Lo and Behold, Reveries of the Connected World, una de las películas que Werner Herzog estrenó en el 2016 y en la que intenta asir nuestra experiencia digital del mundo. Como en la mayoría de los recientes documentales de Herzog, el director reúne a distintos hombres y mujeres ligados a la experiencia que ha elegido explorar. Algunos de ellos están en el corazón del fenómeno, como sucede aquí con los pioneros de la invención de Internet en la Universidad de California en Los Ángeles. Hay varios científicos reconocidos en el film, y muchos de ellos trabajan en instituciones de avanzada. Pero el realizador sabe muy bien que para hendir el sentido común y hacer que la experiencia revele su propio fundamento (o contingencia) se necesita la voz de quienes están al margen de la experiencia oficial de una práctica colectiva; los casos anómalos constituyen el striptease de un discurso y una creencia. En Herzog, el testimonio de los raros, los excéntricos y los segregados prodiga una clarividencia necesaria para instar al pensamiento (crítico). El film está dividido en nueve capítulos, con títulos como “La internet del Yo”, “Internet en Marte”, “El lado oscuro”, “La gloria de la red” o “Los primeros años” que circunscriben un conjunto de dilemas suscitados por la existencia ubicua de la red. La película de Herzog mantiene una distancia prudente frente al entusiasmo acrítico del futuro digital, como también se abstiene de la condenación reaccionaria a la evolución de este sistema comunicacional que ha penetrado en todos los órdenes de la existencia. Uno de los padres de la red, Leonard Kleinrock, que en el inicio del film presenta la primera computadora que dio el puntapié a la red en 1969, vuelve a intervenir en el epílogo del film sosteniendo que los efectos de Internet en los usuarios son inversamente proporcionales al pensamiento crítico. Un escéptico y lúcido cosmólogo llamado Lawrence Krauss entiende que en el futuro las escuelas tendrán que prescindir de su pretérita función de impartir información, pero lo que se ejercita en el aprendizaje de la filosofía, por ejemplo, será indispensable. A Herzog le interesa pensar la técnica, pues abdicar significa que la técnica piense por nosotros. Todos los testimonios están ordenados para llegar a ese veredicto. Lo and Behold, Reveries of the Connected World resulta un caleidoscopio divertido y aterrador. Un científico en Carnie Mellon confiesa su amor por un pequeño robot que juega autónomamente al fútbol y al que considera un Messi en la materia; un célebre hacker explica sus métodos y postula que es el factor humano lo que garantiza su éxito; un cosmólogo conjetura qué sucedería si una tormenta solar desbaratara todo el sistema informático que sustenta la red; una desconsolada madre (a la que asesinaron a su hija) cree que Internet es el Anticristo; una terapeuta especializada en adictos del ciberespacio explica que en China y Corea del Sur los jóvenes que pasan 16 horas diarias frente a los juegos usan pañales para no desconectarse; unos científicos prevén que en un futuro cercano un impulso eléctrico del cerebro permitirá publicar un tweet sin pasar por el teclado. Herzog dispensa una insólita cantidad de casos con el fin de escenificar una experiencia del presente demasiado alborotada para poder ser pensada sin más. No hay aquí planos inolvidables, tampoco una búsqueda estética innovadora; la voluntad didáctica del film impone sus reglas y su perspicacia consiste en transmitir asombro e inquietud frente a las variedades de la experiencia digital. Pensar sobre nuestra nueva naturaleza virtual resulta ineludible.