Para la cinefilia mundial fue un acontecimiento. En 2006, en la única función de la competencia oficial, se estrenaba en el festival de Cannes una de las grandes películas de la historia del cine: Juventud en marcha, del portugués Pedro Costa. Por primera vez se veía a un personaje que desde entonces se transformó casi en una leyenda del cine (de Costa): Ventura. Este hombre alto y calvo, quien vivió por décadas en Fontainhas, barrio de inmigrantes de las afueras de Lisboa, alguna vez obrero de la construcción y sobreviviente de lo que fue la Revolución de los Claveles, vuelve a protagonizar un largometraje de Costa. Su título es Cavalo Dinheiro (que remite al nombre del caballo de Ventura) y es la película del año, no solamente del festival. Tras doce planos fijos de varias fotografías del danés Jacob Riis, retratos de la experiencia migratoria en el inicio del siglo XX en Estados Unidos, el plano número doce de Cavalo Dinheiro sustituye la fotografía por una pintura. Aquí también se trata de un retrato, pero el retratado es con seguridad un caboverdiano, uno de los tantos hombres y mujeres que dejaron la isla, alguna vez colonia portuguesa, para probar suerte en la tierra de los colonizadores (si las cartas y los documentos tienen una peculiar visibilidad en el film, se debe a que la posesión de permisos legales que puedan constatarse ha sido siempre para los inmigrantes algo más que una formalidad burocrática). El plano fijo sobre el cuadro será discretamente abandonado por un movimiento de cámara para seguir el paso lento de un hombre desde atrás. Quienes lo conocen ya sabrán que se trata de Ventura, ¿pero en dónde está? Los cuadros suelen exhibirse en museos o funcionar como adornos en espacios públicos y en la decoración de interiores de los hogares. Pero Ventura parece estar paseando en unas catacumbas, aunque rápidamente se revelará que está en alguna institución en la que existen guardias y rejas. ¿Es una cárcel, un hospital, un limbo constituido por múltiples pasillos kafkianos? Esta ostensible dislocación espacial será acompañada por una misteriosa discontinuidad temporal. En ciertos momentos, Ventura cree estar en 1975; en otras escenas, reconoce vivir en nuestro tiempo. Lo que está claro es que la Revolución y la Historia acontecidas, más allá del tiempo transcurrido, ejercen todavía un efecto sobre el cuerpo de los sujetos. Las manos de Ventura tiemblan y las cicatrices de viejas luchas persisten frente al envejecimiento. Cavalo Dinheiro, Pedro Costa, Portugal, 2014 Estas coordenadas espacio-temporales delimitan la forma del relato. Distintos personajes, tal vez fantasmas o entidades imaginarias, van poblando la “cotidianidad” de Ventura. Uno de ellos es Vitalina Varela, una mujer hermosa que llega tarde al funeral de su esposo. El intercambio entre Ventura y Vitalina está teñido por una dulzura seca y poética, y culmina con una carta de Ventura cuya lectura quedará en fuera de campo. Al recibir la misiva, en el rostro de esa mujer se esbozará una sonrisa. Pocas veces cobrará tanto sentido una acción propia de la expresión humana, cuya estricta codificación en el cine la ha convertido en la mueca de un sentimentalismo banal. Lo mismo sucederá con una lágrima. Costa, un hechicero sin igual del cine digital, es probablemente el único director capaz de reanimar el pretérito poder de la fotogenia. En uno de los planos más hermosos del film, Ventura y Vitalina permanecen al frente del plano mientras sostienen una conversación, apenas iluminados por el reflejo de las luces prendidas de unos edificios. El oscurecimiento general del plano trastoca la forma óptica habitual de enfrentarse a la figura humana, secuencia en la que despunta, además, la dignidad de los personajes. Hay que saber filmar el rostro de los hombres, pues la práctica frenética de sacar instantáneas frenéticamente le ha robado su misterio. La espectralidad material de Cavalo Dinheiro se desprende de una concepción espacial de la puesta en escena. Es cierto que Costa alcanza verdaderos momentos expresionistas, en los que sus imágenes llevan a recordar a figuras fantasmales del cine clásico; pero además Costa alcanza aquí la perfección en su constante búsqueda de disociar el horizonte de lo vertical. En este film, el cielo es prácticamente un fuera de campo, y los interiores carecen siempre de un exterior que los refiera y contraste. Esta forma de encapsular lo real se sintetiza con todo su poder en el epílogo, momento en el que Ventura mantendrá un diálogo de más de veinte minutos con un soldado de la Revolución en un ascensor que no va a ninguna parte. Y habrá mucho más, porque este film no solamente es inagotable, sino que es uno de los pocos que establece un lazo poderoso (y cinéfilo) entre el cine analógico del siglo XX y el cine digital del siglo XXI.
Los hermanos Dardenne ya no convencen. Esa es la novedad en Cannes. Tal vez se espera mucho de ellos, o quizás simplemente han agotado su método. En verdad, la fórmula de los Dardenne está intacta, pero después de un tiempo ha encontrado su límite insoslayable. Y Dos días, una noche es justamente eso: la exposición (involuntaria) del límite de un método de trabajo, acaso su impotencia, presente desde un inicio y disimulada por más de 15 años a partir de una galería de personajes entrañables que ya son parte de nuestras vidas como cinéfilos: Rosetta, el pibe de El hijo, el protagonista de El chico de la bicicleta. Cuando en un pasaje breve de Dos días, una noche se ve al actor de El hijo ya hecho un hombre hay un plus emocional en esa aparición que desmarca al espectador de la diégesis del film. Decimos: “ahí está, es él, ha crecido, incluso se lo ve bien”. La nueva película de los Dardenne cuenta con el protagónico de una actriz difícil: Marion Cotillard. Difícil porque ella no es solamente una actriz conocida sino una estrella. Muchos actores de los Dardenne empezaron sus carreras con ellos, y en ese entonces eran desconocidos. Olivier Gourmet se ha convertido en un actor importante, pero en La promesa era literalmente una promesa. La incorporación de Cécile de France en El niño de la bicicleta no había perturbado el sistema de representación. De France era una cara bonita y conocida, y si bien venía de hacer un film con Eastwood, aún así se acoplaba a la película sin inconvenientes porque era todavía una actriz. La decisión por Cotillard conlleva mayores riesgos. ¿Puede una estrella interpretar con cierta dignidad a una mujer que está por perder su trabajo en una empresa pequeña? Evidentemente sí. Cotillard, incluso siendo un error de casting, lleva su papel con soltura y mágicamente es verosímil como Sandra. Bastó que no la maquillaran y que lleve puesto una remera naranja sin marca para que su belleza no desentone con el contexto. Si bien no luce ordinaria, tampoco se nota que es una millonaria. Es decir: si existe un problema en Dos días, una noche pasa por otro lado. ¿Por dónde? Quienes dirigen la empresa en cuestión y quienes manejan las cuestiones de personal han tomado una decisión perversa: echar a un empleado supone bonificar a los que quedan, dos actos que no están ligados pero que así se comunican. El personaje de Cotillard viene de una depresión, por lo cual luchar por retener su puesto de trabajo no le es tan sencillo. Con el apoyo de su marido, Sandra tiene poco tiempo para revertir la decisión de la empresa. El sindicato brilla por su ausencia. El individuo está solo. Después de convencer a los empleadores en convocar a una votación privada de entre los 16 trabajadores de la empresa para que renuncien o no a la bonificación otorgada y voten en consecuencia a favor de que la reintegren a la empresa, Sandra irá visitando a varios de sus compañeros pidiéndoles que voten y que además lo hagan por ella. Cada trabajador es un caso que demuestra una arista del problema: de la simple necesidad del dinero para la manutención de una familia hasta el gasto no del todo necesario de la decoración de una casa, los operarios responden vacilantes y convencidos sobre su posición respecto del caso. Algunos votarán a favor de Sandra; otros dudan en hacerlo y también están los que ya han decidido por el bienestar propio. En este sentido, la gran inteligencia de los Dardenne pasa por no juzgar ninguna de las posiciones, lo que no significa que no tengan una posición respecto de la posición y no ofrezcan matices que se definen especialmente por una diferencia generacional de los operarios. Aquello que se puede ver aquí es hasta dónde una época y un sistema económico se introyecta en la intimidad de un trabajador, o como suele decir el sociólogo Richard Sennett, hasta que punto un sistema ha alcanzado la corrosión del carácter. thumb.php Lógicamente, todo el film se direcciona hacia al resultado de la votación, y si bien eso parece decisivo, los Dardenne le encontrarán una vuelta más a la cuestión. Este giro sobre el final es la ilustración de un punto de vista que se articula en un anclaje ético a contramano del utilitarismo que imponen las pseudo filosofías del managment. Es un pasaje hermoso, breve pero de una intensidad conmovedora, en el que se precipita la moral como una fuerza imbatible frente al cálculo, de donde surge una emoción depurada. La nobleza de las personas, una virtud que en Cannes 2014 brilla por su ausencia y se desprecia sistemáticamente, se puede constatar por unos segundos. La austeridad es siempre un recurso fiable. La votación previa a este momento decisivo que tiene que ver con una decisión inesperada que debe tomar Sandra, momento que se pone a prueba la entereza de una posición ética específica, es también una duplicación conceptual. Los votantes no sólo depositan su elección en la urna sino que ahí se confronta una ética de principios a otra concepción de la conducta que pone en tela de juicio los principios y subsume a la ética a una mera tarea de medición pragmática respecto de las consecuencias y los beneficios de una decisión. ¿Cuál es el problema entonces con este film o qué es lo que éste puede plantear retrospectivamente acerca del sistema de los hermanos? Antes de responder directamente, no está mal repasar algunos detalles menores. En esta ocasión, los Dardenne vuelven a filmar durante días de sol. Los colores y la luz, desde El chico de la bicicleta, predominan en la puesta en escena. La relación entre temple de ánimo y meteorología ya no cumple un rol formal. Por otro lado, el momento decisivo, ese instante en el que el héroe en cuestión revisa su posición y pasa a una acción reveladora, se precipita sin dramatismo. Si uno compara el desenlace de Dos días, una noche con El hijo, la economía emocional de este último film es ostensible. En Dos días, una noche, los Dardenne ya no parecen trabajar sobre el espacio como si se tratara de una partición del territorio que refiere a distintas luchas, fundamental para la organización de la puesta en escena. La casa de Sandra y las casas de los otros empleados no tienen aquí ninguna función simbólica. Por ejemplo, no es como en Rosetta en donde el espacio se dividía como campo de batalla (las calles y los lugares de trabajo), zona de transición y tregua (el bosque que unía el mundo del trabajo al refugio marginal de caravanas) y lugar de descanso (la caravana como cueva-hogar). Rosetta era una película bélica, pues así se revelaba la disputa de un puesto de trabajo, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. En este aspecto, el rigor de Dos noches, un día es apenas un remedo de las dos mejores películas de los hermanos: Rosetta y El hijo. Este signo de pereza también se puede constatar en las decisiones de registro. Véase las escenas que tienen lugar dentro del automóvil. En cierto momento, los Dardenne eligen seguir una conversación vía un plano-contraplano tradicional, extraño en su forma de componer la continuidad de cada escena. Unos minutos después, en otra escena en el automóvil, los Dardenne filman a la vieja usanza: con un plano secuencia cubren la interacción entre tres personajes sin dificultad. Puede ser un detalle menor pero es llamativo ver cierta incongruencia de estilo. Pero estos señalamientos, en última instancia, son secundarios. Justamente Dos días, una noche es la primer película en la que los Dardenne podían avanzar hacia un dominio hasta ahora postergado en su cine. Todas sus películas recaen en la obstinación y la lucha de un individuo frente a un sistema de enajenación estructural. En esta oportunidad, los Dardenne tenía la oportunidad de trabajar sobre un sujeto colectivo frente a la situación de Sandra. En vez de explorar cómo un grupo puede contrarrestar las injusticias instituidas por la patronal, los Dardenne no pueden o no quieren abandonar la resistencia localizada en la voluntad de un individuo, renunciando por consiguiente a pensar y filmar la indignación colectiva y su concomitante acción grupal. Es como si su método de trabajo general solamente pudiera aplicarse a individuos aislados. La rabia privatizada tiene entonces un alcance moral y puede restaurar el carácter, pero jamás este impulso emancipatorio se asocia y suma a una resistencia colectiva ni en forma de proyecto, ni en expresión política. Ahora que los hermanos podían ir más lejos, han elegido el confort y una velada forma de complacencia: el mártir constituye el límite de la imaginación política de sus películas mientras que la revuelta social queda aplazada infinitamente, en un fuera de campo que bien puede ser entendido como impotencia. El cine de los Dardenne es el límite preciso y funcional de un tipo de cine respecto de un tiempo histórico revuelto y confuso. Pueden cambiar leyes laborales, pueden conmover hasta las lágrimas frente a un acto admirable de un personaje, pero, paradójicamente, pactan con el orden vigente. He aquí, el lado sombrío e involuntario del humanismo de los maravillosos hermanos belgas.
La protagonista es encantadora, el trabajo de cámara admirable, pero este film alemán es una especie de huevo kinder cinematográfico: más allá de su forma no hay prácticamente nada en él, apenas un juguete diminuto que evoca livianamente a varios géneros en un mismo film. Inesperadamente, se volvió un tema público. El buen decir y los modos de expresión adquirieron una relevancia inusitada: importa qué y cómo se dice. Esta lección cívica del momento ha sido un problema fundacional del cine desde sus inicios: algo se dice, una experiencia se escenifica y para ello se elige una forma. El cine ha sido siempre aristotélico: una película es inexcusablemente materia y forma; se define como tal en esas dos variables. Un argumento y su desarrollo, plus una poética que lo ordena. La forma elegida por el director alemán Sebastian Schipper es el plano secuencia. Un único plano se extiende aquí por 138 minutos, y eso es Victoria. En efecto, el tiempo de la toma es el de la película; ningún corte en el registro, lo que no significa que no existan las pausas. Una melodía cadenciosa suele intervenir como respiro y separador. Termina un capítulo, empieza otro. Así, el sonido contradice convenientemente la duración, o produce un falso corte en el relato. La proeza: sostener el relato en el espacio, recorrer este último como un escenario infinito y hacer entrar y salir a los personajes, quienes se desplazan por las calles, las discotecas y las azoteas de Berlín. Schipper y su virtuoso camarógrafo Sturla Brandth Grøvlen se lucen: el espacio es como un animal domesticado que les responde en todo. Pero la superioridad formal de un cineasta no es canjeable por su indigencia conceptual. Un formalismo gaseoso viene aquí a conjurar un poco la insignificancia de la trama: una chica española llamada Victoria, que vive desde hace unos tres meses en Berlín, conoce a un par de chicos alemanes durante una fiesta nocturna en una disco y termina involucrándose con ellos hasta participar en un robo con consecuencias indeseadas. Entre los dos hermosos instantes del inicio y el final, el de su silueta siguiendo el compás de la música en un elegante desenfoque, y su caminata última mientras deliberadamente se oyen los sonidos de la mañana de un día cualquiera, pasan muchas cosas, aunque entre los personajes los lazos existen por decreto de un guión negligente. El estereotipo fagocita la personalidad de los intérpretes, la acción, que se pretende ingeniosa, o al menos impredecible, no es menos que una sumatoria de tópicos de manual. Si el film impresiona bastante es solamente por el vértigo del sedicente registro y el kilometraje que el camarógrafo y los actores recorren durante dos horas y minutos. Filmar así, en la actualidad, es un poco más fácil, pues la luz natural (nocturna) es solidaria con la cámara digital y las formas de captura del sonido. La clave estriba en cronometrar los movimientos y tener buen ritmo en el propio registro. En eso Schipper se impone y su seducción conquista. Pero sucede que el cine es forma y materia, y aquí la prepotencia de la forma casi opera como un trance fugaz que debilita cualquier exigencia narrativa que pida mayor equilibrio entre el virtuosismo y la trama. La afectación se viste de gala, y por momentos creemos que se trata de buen cine.
Todos los años nos llega un retrato fílmico de Tomas Lipgot. Ahora es tiempo de gitanos, y es muy bienvenido. Una indicación al inicio comunica una sociología mínima: los gitanos, al menos según uno de los miembros de la familia elegida por Tomás Lipgot para retratarlos, dividen el mundo en dos hemisferios asimétricos: por un lado están los gitanos, sin distinción de procedencia; por el otro, el universo simbólico de los payos, es decir, todos aquellos que no son gitanos. A diferencia de la lógica que domina el espacio público vernáculo, en el que el uso del vocablo “ellos” sintetiza desprecio y desinterés por examinar las razones del otro, Lipgot asume que el único modo de mirar a sus personajes, una familia numerosa de gitanos de apellido Campos que vive en San Miguel, provincia de Buenos Aires, y proceden de España, es intentándolo desde la estricta perspectiva de ellos. El video familiar de un casamiento incluido en el inicio del filme es de por sí una cifra del procedimiento poético: para entender hay que aprender a ver más allá de la mirada de los payos, de tal modo que la profesionalidad del director consiste en sostener una cercanía con las formas elegidas por sus propios retratados. (La escena en la que la familia ve un partido de la selección argentina es clave, sobre todo cuando de pronto en donde ven el partido se los ve a ellos viendo el partido). Durante todo el filme, todo el grupo familiar compuesto por padres, madres, tíos y tías contarán cómo se constituye la identidad gitana, la cual depende de una política doméstica de la identidad que rige amablemente desde los usos de Facebook hasta las reglas del matrimonio. Los niños asisten a la escuela de los payos hasta que aprenden a leer y escribir. Las mujeres llegan virgen al matrimonio. Al mar se entra vestido. Estas normas, como otras, invitarían a pensar que se trata de una vida ascética y circunspecta, aun anacrónica, pero tan sólo basta ver a los jóvenes cantar flamenco y a las mujeres bailar la música de los antepasados para darse cuenta de que entre los gitanos existe otro modo de concebir la sensualidad y la libertad. Las reglas tienen un objetivo preciso: perpetuar una cultura y sus prácticas. El filme sugiere que, en la era digital, eso será cada vez más difícil. Hay algo que falta en Vergüenza y respeto, y que no es justamente la dilucidación de esos dos vocablos del título que en cierta medida denotan con claridad los límites de la moral gitana o el modo por el cual un gitano ejercita su autoconciencia y evalúa su conducta individual en el mundo que participa. Eso que falta y que muchas veces es fuente de prejuicios y sospechas por parte de los payos cuando piensan acerca de esta etnia surgida en la India no es otra cosa que la actividad económica. Los Campos no son ricos, pero es evidente que no tienen apremios materiales, aunque también se percibe que el barrio en el que viven y la vida que llevan poco tienen que ver con la ostentación y el consumo. Pero esa actividad imprescindible para cualquier grupo humano permanece en fuera de campo, y en este caso resulta particularmente interesante o relevante la falta, debido a que en el intercambio comercial no se puede evitar jamás la interacción con los payos y sus propias costumbres y modalidades laborales. Esa zona de intercambio es potencialmente significativa. Poco y nada se llega a divisar al respecto, y en cierto sentido esa ausencia debilita la película, que parece delimitada a retratar las costumbres, en su mayoría asociadas al ocio. Los gitanos no solamente bailan y cantan. La sensibilidad histórica de Lipgot por aquellos que han sido perseguidos es manifiesta. En su película precedente, el director se ocupaba de un sobreviviente de un campo de concentración nazi; ahora, su interés se focaliza en un grupo étnico a menudo estigmatizado. Lipgot no mostrará jamás cómo logró la empatía y confianza de sus personajes, aunque después de los créditos finales hay un plano que demuestra muy bien la cercanía entre el equipo de filmación y los Campos. Lo que es evidente es que, al final, el respeto que el director tiene por sus retratados será contagioso, un imperativo estético que deviene en ético. Ellos serán nosotros; de no ser así, tendremos vergüenza.
La mejor película argentina del año es una película política que trabaja sobre su objeto en tiempo presente y apuesta a inventar una forma cinematográfica que es también una expresión política por otros medios. Las paredes, finalmente, hablan. O, mejor dicho, un cineasta notable es capaz de hacerlas hablar. ¿Cómo es posible? A través del sonido y la imagen, las causas materiales del cine. Así, un cineasta consigue desandar el resultado de un signo lacónico pintado en una pared de la vía pública con fines electorales para entender un proceso que lo precede. ¿Qué dicen? ¿Quiénes escriben? ¿En nombre de quién escriben? ¿Son publicistas heterodoxos de la calle y las rutas? ¿Cuándo trabajan sobre el orden visible de lo público? Cuerpo del letra responde todo. Después de una película magnífica como Hacerme feriante, Julián D’Angiolillo aquí redobla su búsqueda por entender las prácticas marginales que se inscriben en el orden público. Antes fue la economía paralela de La Salada, ahora la propaganda política alternativa. El espacio elegido, pues para el director el espacio como tal es ya una cuestión política, es el radio de las autopistas que sirven de acceso a la Capital Federal. Esas paredes son palimpsestos para las propuestas de los candidatos de turno. El aforismo de campaña tiene entonces tanta caducidad como urgencia. La pintada es una crónica indirecta de la actualidad. Gran parte de Cuerpo de letra pasa por observar a los grupos de letristas independientes que pintan esas paredes por las noches al lado de una ruta en la que los coches no dejan de pasar. El tránsito es aquí una vía para el trance, y ya desde el inicio el concepto sonoro y visual intenta introducir en la percepción la experiencia de estos artistas de las letras. Los hipnóticos fundidos de planos en movimiento y una banda sonora que se disloca en ocasiones de lo visto operan como una droga cinematográfica que altera la percepción. Antes de contar cómo funciona todo, el director y su equipo preparan el sistema perceptivo. Es necesario sentir el espacio como los protagonistas. De a poco, D’Angiolillo descubre las formas de trabajo de estos grupos, que suelen tener un líder y disputarse las paredes como territorios simbólicos y que además son políticamente neutros. El grupo elegido para seguir ha sido contratado por la gente de Sergio Massa, y la época elegida corresponde a las elecciones de 2013. Uno de los pibes que pintan también colaborará con un hombre que trabaja en la publicidad aérea, lo que permite singularizar ligeramente a uno de los personajes y a su vez señalar otros modos de publicidad y colonización del espacio público. Son segmentos humorísticos y amables, pausas de un relato sobre el que empieza a cernirse en el desenlace un posible enfrentamiento. Los políticos se disputan el poder; los letristas de la calle, las paredes. En el inicio de la veda, los combatientes de la brocha y los baldes de pintura irán al frente y nada los detendrá. Una batalla final se anuncia; el fin de una elección es también la medición de la eficacia de la estética de los signos, algo que se pone a prueba. Vale aclararlo: con el poder no se juega. Los minutos finales podrían ser de un western. El cine es una forma de reorganización de lo visible que desata una experiencia imposible de asir si no existe una cámara como mediación. ¿Cómo hubiéramos sabido de estas prácticas clandestinas sin un plano que lo enuncie? En plena madrugada, los letristas imprimen sus palabras en las paredes de la ruta alumbrándose con linternas. Las panorámicas para mostrar ese trabajo se yuxtaponen y así se aprehende un territorio y se transmite el paso del tiempo. El proceso de todo trabajo no se ve, pero sí se puede filmar. Y aquí se ha dado con la forma justa. En esa secuencia el lenguaje del cine desnuda toda su potencia, y como decía un célebre cineasta, el cine se vuelve entonces una forma que piensa. Cuerpo de letra es una prueba irrefutable de aquel axioma que podría estar pintado en una pared. Habría que estar ciego para no votarla como la gran película (política) del año.
Película pequeña, a veces intensa y con dos personajes tan queribles como misteriosos. El tiempo que se toma un director para introducir a su público a un mundo es siempre una buena medida de qué puede suceder con una película. Si se llega por azar al segundo filme de la directora estadounidense Caroline Neal, el impacto de las primeras secuencias desconcierta. El pueblo está reunido en el Obelisco y festeja. ¿Se ganó un Mundial? ¿Una elección? ¿Son las vísperas de un Año Nuevo? Paulatinamente se irá revelando el primer misterio: los argentinos celebran el bicentenario de su nación. De a poco se ve una figura en la sombra de un auto. Es uno de los protagonistas. Tempo: lento moderato. La relación entre la fiesta patria y el personaje es comprensible: Horacio Salgán ha vivido casi la mitad de los años que tiene la nación, pero lo que importa y su relación con el evento es que durante gran parte del siglo XX este músico, artista refinado y ejecutor impecable, ha contribuido a la identidad de quienes viven en ella. Es uno de los grandes compositores de tango del país. Verlo tocar en la 9 de julio con su Quinteto Real en los días de la celebración es una prueba indesmentible de su talento y de su contribución al acervo de la cultura popular vernácula. Un genio, una figura. Y Neal prepara para ese momento un pase de magia. El buen uso de un falso raccord: sin variar la continuidad de la melodía de La llamó silbando, Salgán sigue tocando el mismo tema pero varias décadas atrás. Para los amantes del automovilismo, el apellido Salgán puede tener otras referencias. Antes de ser pianista, César, uno de los hijos del músico famoso llamado Horacio, era piloto. El filme revelará por qué dejó el volante y empezó a convertirse en el sucesor de su padre. La partitura está en los genes, pero no siempre quienes comparten un mapa genético están juntos. César conoció a su padre mirando la televisión, y cuando empezó a frecuentarlo de muy joven no era otra cosa que un músico al que admiraba. Durante 18 años, padre e hijo no se habían visto. La razón de ese desinterés permanecerá en fuera de campo, no así el porqué de su reencuentro: el otro hijo del músico murió en un accidente de auto. La herencia musical era algo que ya le interesaba examinar a Neal en Si sos brujo: una historia de tango, y aquí la transmisión de un saber musical no es un tema ausente. A César, interpretar la música de su padre parece serle “natural”, como si en sus genes existiera una clave de lectura musical. Eso no impide que le obsesione la perfección y que haya practicado como un desquiciado para imitar a su padre. Pero el centro de la película es otro, radicalmente otro. La música y el tango es entonces un pretexto para otra cosa. Neal es testigo de la invención de un vínculo o, más bien, de la transformación de un vínculo biológico en uno afectivo y simbólico. En esa tardía consolidación filial hay quizás algún que otro síntoma que a un psicoanalista le encantará descifrar. No a la directora, que se limita a ser testigo respetuoso del encuentro de un padre con su hijo a través de una música que tanto ellos como quien los filma aman apasionadamente. Eso es suficiente y también demasiado. Y, por momentos, hermoso.
La cuarta película de Juan Villegas es un amable retrato de una cantante en la que se divisa una relación con la música inconmensurable al espectáculo En un viejo tema musical de Luis Alberto Spinetta, incluido en su notable álbum A 18’ del sol, un tema comienza afirmando: “Toda la vida tiene música hoy; toda las cosas tienen música…”. Durante los 70 minutos que dura Victoria, el afable y encantador retrato que Juan Villegas hace de una cantante tan extraordinaria como el Flaco, aunque menos conocida, esa letra se amolda a la perfección frente a las acciones simples que orquestan la vida cotidiana de una artista. Viajar en tren, cocinar, llevar a un hijo a la escuela no son estrictamente elementos musicales, pero aquí todos los actos cotidianos funcionan como el contracampo necesario de la música que se escucha. Victoria Morán es una cantante popular. Principalmente interpreta tangos y aquí algún que otro tema folclórico. Morán vive en algún barrio del conurbano bonaerense. Su vida es una entre otras. Como artista, Morán editó de forma independiente un disco varios años atrás y en la película, entre tantas otras cosas que realiza, se la ve grabando una nueva placa. Musicalmente, su estilo vocal remite a Nelly Omar, y Victoria así lo reconoce, como si ella fuera, sin habérselo propuesto, la inesperada y natural heredera de una sonoridad interpretativa. Al respecto, en cierto momento la joven cantante contará al pasar una anécdota hermosa, lo que revela la poética del filme inscripta en el peculiar encanto de lo fugaz. En Victoria se reúnen escenas de la vida cotidiana, pero justamente en el intersticio de lo ordinario Villegas descubre un lugar específico para el arte que rara vez se le asigna: la música como una forma de habitar el mundo. Villegas tenía que vencer cierta forma engañosa de filmar la música, la experiencia que se establece con ese universo invisible que determina sigilosamente el campo de lo visual. La ostensible normalidad de la artista aquí elegida se lo exigía. La dificultad en cuestión consistía justamente en lograr alejarse de la imagen establecida del músico romántico, consumido por la obsesión y su excentricidad. Morán no es ni Beethoven, ni Kurt Cobain, ni Chet Baker. En otros términos, Villegas tenía que destituir la idea del espectáculo como estética y hallar un modo de registro en el que la música y la vida (cotidiana) estuvieran yuxtapuestas. Sucede que el concepto de espectáculo instituyó una idea errónea, o al menos restrictiva, del músico. Es por eso que nunca se la ve a Morán en un concierto. Verla dando clases, practicando con sus músicos, grabando un tema magnífico como Adiós felicidad, guitarreando con su padre en una reunión familiar, es suficiente para entender su arte. La música no resulta una diligencia y asunto de genios sino una forma discreta de vivir una vida. Tres o cuatro planos de Victoria viajando en un tren abren la película. Otros tres o cuatro planos abiertos sobre la casa de la cantante al amanecer, un plano del barrio y el cielo, la cierran. Entre esos dos puntos, solamente vemos la sensible interpretación de las partituras cotidianas que ejecuta una artista excepcional. Música y vida se confunden, y el cine también desdibuja en esta ocasión la distancia entre la vida que fulgura en la pantalla y la que es independiente del registro de una cámara.
Solidez y sensibilidad, sustantivos que definen la nueva película de Santiago Loza La gran ilusión es creer que todo lo que hacemos suma secretamente para escribir una gran historia en la que no somos uno entre otros. La historia de un pueblo, de una comunidad, incluso de un sujeto, excede a su contingencia, nos gustaría creer. Es reconfortante pensar que hay algo más. Justamente, el cine fabrica y rubrica la idea, seductora aunque filosóficamente tambaleante, de tener un papel selecto en una gran historia. En el imaginario hollywoodense las vidas son extraordinarias, heroicas y triunfales. Lo más hermoso de Si estoy perdido, no es grave es su amor irrestricto por los actos cotidianos desprovistos de un sentido superior. Valen por sí mismos, en su propia factualidad. Loza encuentra la forma exacta para articular una película en la que las microhistorias tienen un valor intrínseco. Serán unos 7 u 8 episodios encantadores y a veces melancólicos: una chica cantando un tema de Sandro en una plaza de Toulouse, un hombre que busca encontrarse con alguien, dos mujeres que pasean por una plaza, una joven actriz que tiene que representar a Brigitte Bardot en una audición, el viaje de una madre con su hija a un lugar especial para una de ellas. Anécdotas si se quiere, pero también instantes en los que brilla la dignidad de las personas. Loza, que no deja de reinventarse película tras película, ha encontrado una veta más amable y accesible para seguir retratando su especialidad: la vida íntima y su expresión sensible. El espíritu de gravedad de La invención de la carne o Extraño ha sido sustituido por una ligereza que puede abordar la soledad, el misterio de la identidad y la fragilidad de los vínculos sin invocar cierta experiencia del dolor que dejaba mudos a sus personajes. Basta ver las sesiones en las que los actores describen a sus compañeros en un taller dictado por Loza en Toulouse (que están incluidas en el filme y que le dieron origen, y de donde surgieron los temas y las escenas a filmar) para verificar una forma de indagación existencial compatible con la amabilidad y la risa. Entre cada historia y algún pasaje del taller aludido, Loza retrata una Toulouse bella e invernal mediante una subjetiva sin referente que navega por sus canales. Una voz en off en francés nos dice que se trata de un filme que transcurre en Europa pero que no es sobre ese continente, una abstracción para el extranjero, sino sobre un grupo de gente, sobre su calma y su fatiga al terminar el día. El finísimo travelling final hacia atrás en el que se ve a todos los intérpretes caminar durante el atardecer en un puente de la ciudad confirma que ellos pueden ser nosotros. Alguien filmó sus vidas discretas y sus deseos y las embelleció; sin darnos cuenta nosotros éramos el fuera de campo de la propia película y descubrimos que estar perdidos puede ser una experiencia misteriosamente edificante.
Una de las mejores pelícuas argentinas del año resultó ser una comedia. Una noticia para celebrar El título habla de dos personajes. El “mi” le pertenece a Liz, el personaje interpretado por la mejor actriz argentina del momento, Julieta Zylberberg. La “amiga” es Rosa, y es la talentosa directora y guionista Ana Katz que le da vida frente a la cámara. El parque es la intersección, el espacio de lo público, en el que se cruzan los desconocidos. Liz es una madre primeriza de clase media; trabaja en una editorial. Rosa es empleada en una fábrica. No es madre, pero le gusta hacer de madre con su hermana y con la hija de esta. Primera afirmación: la diferencia de clase no suele ser materia humorística porque la imprecisión en el punto de vista puede ser fulminante. Pero Katz es temeraria y elige el riesgo. ¿Una comedia sobre la (des)confianza? Más evidente y acaso original, es elegir la experiencia de la maternidad como fuente de comicidad. La primera provocación es poner en duda el instinto materno. La madre es aquí una función que se aprende, una figura que podrá parecer arquetípica, pero implica para una mujer un ajuste general de su forma de estar en el mundo. Cada instante de un bebé reclama la atención de su madre. La escena inicial en la ducha es la síntesis de un estado de conciencia, y es también una revelación: lo cómico pasará siempre por los desajustes de Liz respecto de su nueva vida. En ella, la mujer va por un lado, la madre por otro. En esa fragmentación y desavenencia se articula tanto el gag como el costado dramático del film. La elegancia del plano final sugiere la resolución de esa distancia inicial. ¿Una comedia sobre la vulnerabilidad? El relato se circunscribe a la cotidianidad, y he aquí otro logro de Katz: en los paseos, en una comida, en una reunión de trabajo, fuera del prestigio nulo que tienen esos momentos mecánicos anida una dimensión que puede provocar risa y llanto. La existencia ordinaria es menos sólida de lo que parece. Hay que saber mirar el detalle y también filmarlo. De tal modo que el argumento pasa por las reacciones que le suscita a Liz su interacción con el mundo: la indiferencia de encontrarse por Skype con su marido, que está filmando en el sur, la sospecha que le ocasiona la señora que la ayuda con su hijo en su casa, la incomodidad que siente frente a los discursos sobre la maternidad de las otras mujeres de la plaza y la curiosidad que le despierta la vida de Rosa y su hermana. El gran acontecimiento será un viaje a un destino insignificante. Algo sucederá. Imperceptiblemente. Hay una rara vivacidad en este film. Los diálogos tienen una precisión manifiesta. El tiempo de las escenas y la relación entre ellas es pura música, y esa es la razón principal de que se prescinda de canciones y orquestas sonoras. El ritmo está en el plano y entre los planos. Además, no se renuncia a la belleza: la estación otoño-invierno se vislumbra delicadamente. Uno de los planos más hermosos es aquel plano general en el que “las hermanas R” y Liz corren por el bosque, abandonándose un poco a un espíritu juvenil que ya no les pertenece. En este film sobrio, jamás melindroso, la risa y la emoción nacen de constatar la nimiedad ineficaz de los pareceres y los ajustes de conciencia que requiere aceptar nuestra condición de inexperiencia ante todas las cosas. Nadie nace madre, nadie elige su pertenencia de clase, pero todos podemos aprender.
Segunda película de Lapid, confirmación de que es uno de los mejores cineastas del presente La sensibilidad de los hombres. ¿A quién puede interesarle? Menos todavía la poesía, una actividad improductiva por excelencia, desatinada forma de expresión frente al imperativo pragmático que se apodera del mundo. “Ser un poeta en nuestro mundo es oponerse a la naturaleza del mundo”, dice un personaje en La maestra de jardín. Pero lo que importa aquí no es sólo el clamor universal de ese enfrentamiento imaginario, sino la singularidad del mundo en el que se enuncia ese parte de guerra. La contienda entre los signos poéticos y los discursos productivos tiene aquí un marco simbólico específico: la cultura israelí. La pregunta es entonces: ¿qué significa ser sensible en un país como Israel? En una nación signada por su esteticismo castrense y una teología ubicua, la militancia por la poesía o la existencia de un poeta no puede ser otra cosa que una anomalía. Están son las coordenadas simbólicas de la magnífica segunda película de Nadav Lapid. En el centro del relato están dos personajes: un niño de cinco años llamado Yoav, que vive con su padre adinerado, y Nira, una maestra jardinera de clase media. El primero es un poeta precoz, tal vez un genio de la rima. ¿De dónde provienen sus versos? La lucidez es manifiesta y el estilo literario poco tiene que ver con un posible naturalismo descriptivo adecuado a la infancia. La abstracción de los poemas es contundente, no menos que el método de “escritura”: Yoav camina de un lado a otro y dicta sus rimas. Primero anuncia: “Tengo un poema”, luego su niñera y después su maestra transcriben. La conducta remite a la de un niño autista, la precocidad literaria a la de un Mozart de la palabra. Si los versos suenan ontológicamente inverosímiles, hay que decir que pertenecen al propio director y que fueron escritos por él entre sus 5 y 7 años. Un verdadero misterio. Por su parte, Nira está casada con un ingeniero, tiene dos hijos mayores (uno en el ejército, otro en la escuela secundaria) y en su tiempo libre asiste a un taller literario y escribe poesía. La obsesión que desarrollará por el niño poeta resulta comprensible. Deslumbramiento no exento de envidia, que, cuando la docente lleve adelante un acto extremo que puede ser leído de modos diversos, lucirá superficialmente como patología. En la indeterminación del punto de vista de ese personaje reside en parte la fuerza crítica del filme. Lapid es un cineasta virtuoso: los planos secuencia con los que sigue a sus personajes, las originales subjetivas que remiten a la mirada del niño o la maestra, la elegancia tan peculiar en el uso del primer plano para pasar cada tanto de una escena a otra, el trabajo preciso con sus intérpretes y la utilización justa de temas musicales en ciertas escenas poco tiene de pomposidad estilística. Un cineasta necesita componer su mundo y sus obsesiones. El microfascismo y la violencia concomitante y comedida en el seno de la identidad israelí es lo que le interesa a Lapid. La ausencia de palestinos, tanto en Policeman como en La maestra de jardín, constituye un fuera de campo consciente y recargado, y aquí alcanza una intensidad simbólica cuando la maestra le enseña al niño a distinguir entre judíos asquenazíes y sefaradíes. Ese fascismo estructural aunque difuso también se personaliza en la figura del padre del niño y su ejercicio obsceno de poder frente a sus empleados. Su riqueza es una filosofía generalizada y de un par de generaciones, consustancial al reconocible hedonismo que sobrevuela en ciertas ocasiones. En la protección casi delirante de un niño poeta, La maestra de jardín visualiza un acto de rebeldía mínimo frente a una sociedad cerrada en sus propias certezas y configurada en sus permanentes exclusiones. Los poetas son como los palestinos, imperceptibles, ciudadanos del infortunio y la insignificancia.