Una arquitecta iluminada y exitosa vive con su hija adolescente y su marido, este último no menos prestigioso que su esposa. Viven en una casa hermosa, se quieren, les sobra el dinero y nada parece amenazar un bienestar que puede resultar estrafalario para la gran mayoría silenciosa que trabaja diariamente, paga sus cuentas y apenas pueden disfrutar de su tiempo libre. La unidad familiar protagonista, en cierta forma, glosa el horizonte de felicidad de una sociedad opulenta, como la estadounidense, y Richard Linklater dista de ser cándido al respecto. Basta observar el montaje de un video biográfico sobre el pasado de la protagonista, Bernardette Fox, para constatar la autoconsciencia del realizador de Despertando a la vida.
En efecto, películas como la de Solanas tienen una misión pedagógica, y si bien el registro y el montaje son cuidadosos, lo que se impone siempre es una voluntad de exposición orientada al entendimiento y el compromiso. Los testimonios son plurales: pueden hablar los padres de Ana María Acevedo, una de las tantas víctimas anónimas de la tara religiosa que detiene las intervenciones médicas, reconocidos miembros del Parlamento, gente heterogénea de la cultura argentina, sacerdotes progresistas y militantes conocidas y desconocidas del movimiento. Sobre los testimonios, Solanas los contrapone con diversos momentos de la toma de la calle en Buenos Aires, durante junio y agosto de 2018. También hay secuencias en las que se pueden observar las marchas celestes de los mal llamados “provida”. Al hacerlo, no editorializa ni tampoco condena, aunque basta con dejar la cámara prendida para asistir a un evento de signos vetustos.
Todas las películas de Veiroj examinan facetas de la masculinidad; en este magnífio y heterodoxo film noir, el famoso cambista del título interpretado magistralmente por Daniel Hendler glosa una forma de subjetividad masculina propia del capitalismo, cuya genealogía el director uruguayo remite a tiempos de Cristo. El ascenso profesional y la vida doméstica, como la incertidumbre financiera ligada al poder político de Uruguay (e indirectamente de Argentina y Brasil), entre 1956 y 1975, constituyen el universo simbólico en el que se desenvuelve el personaje, cuya inescrupulosa y lábil moral no lo exime de ser una criatura cinematográfica que pueda despertar hasta una enigmática empatía.
Como el propio título lo sugiere, este filme casi póstumo (Varda murió un poco después del estreno en la Berlinale de este año) no es otra cosa que una clase magistral ilustrada por toda su obra, una amabilísima clase de cine y de historia del siglo XX. El posible narcisismo que comporta una empresa en una doble primera persona se diluye en tanto que Varda siempre se sintió el punto de partida y no de llegada; ella se mostraba honestamente como un núcleo concentrado de curiosidad, del que iba hacia los otros para conocerlos y filmarlos. Toda mujer, todo hombre revestían para ella un misterio y un fulgor cinematográficos. Así filmó a las Panteras Negras, a los revolucionarios de Cuba, a los invisibles espigadores de Francia, a su propio esposo y cineasta, Jacques Demy, a todos los vecinos de la calle en la que vivía o a las feministas de los 70.
El cine de Gustavo Fontán se define por restituir la experiencia sensible del modo utilitario y funcional con el que se habita el mundo. Sus películas con mayor vocación narrativa, como La deuda, no prescinden del principio poético general de su obra: la reorganización visible (y sonora) del mundo.
En la inclasificable High Life, Claire Denis desoye el clamor utópico de los cielos. Una luz amarilla resplandeciente, que se apoderará de toda la superficie de un plano, es la máxima expresión del asombro que prodiga el filme. La esperanza que se les suele adjudicar a las estrellas y al vasto cosmos brilla por su ausencia. No hay metafísica alguna en este cuento distópico desarrollado en una nave espacial en la que conviven reclusos que han aceptado sustituir la cárcel por ese vehículo. No se trata aquí de una máquina blanquecina que se desliza por el espacio con todo el glamour que puede desprenderse del imaginario castrense de la NASA. La pulcritud no es aquí una estética, como sí lo es la suciedad, los fluidos corporales, la sangre.
La cuarta película de Liliana Paolinelli es un dardo arrojado al centro mismo del deseo. Tiene la puntería de un atleta olímpico, la precisión de un relojero y el ritmo de un músico minimalista. Todo está bien en Margen de error, pues la hermosa meditación transgeneracional que pone en escena la directora cordobesa es suficiente para entrever el surgimiento del deseo amoroso, la ardua tarea interpretativa que conlleva combinar el deseo propio con el del otro y el tiempo necesario para comprender lo que se quiere (y se puede). Para todo esto, le alcanza con indagar acerca de los efectos impredecibles que suscita la aparición de una joven en la vida de una mujer de más de cincuenta años.
Las consecuencias de algunos actos escapan a la razón. La humillación convoca a la vergüenza, y esta hace del silencio la gramática de la intimidad. Los abusos sexuales, más o menos perversos, tienen un alcance imposible de mensurar. Una experiencia infantil persiste vívida en el cuerpo de un hombre o una mujer de 40 años. Basta pulsar un signo que evoca la memoria para reencontrarse con el ultraje. Esto es esencialmente lo que filma François Ozon en Por gracia de Dios, película que retoma un caso real y reciente de lucha contra los abusos de curas de la Iglesia católica sobre fieles menores de edad.
En Érase una vez en Hollywood, Tarantino intuye el fin de la década de 1960 como una época en la que algo terminó para siempre: las relaciones inocentes entre cine y espectáculo. El asesinato de Sharon Tate es el episodio sintomático y el espectro simbólico que mantiene asegurada a la propia película de no ser lo que puede parecer: un conjunto lúdico de tramas que conmemoran una época de las series de televisión y la aparición de los westerns hechos en Europa. El personaje interpretado por Margot Robbie, como la hermosa actriz asesinada por miembros de “La familia” a las órdenes de su líder, Charles Manson, es la huella de lo real que contradice y equilibra el juego.
Para todos los cinéfilos Moretti significa comedia y política, con un toque personal, a veces narcisista, que lo lanza al centro protagónico de sus películas. En Santiago, Italia, su presencia en el cuadro es casi inexistente. Al inicio se lo ve contemplando Santiago desde una zona montañosa, su voz en fuera de campo surge en alguna escena y tiene una acertada aparición en un diálogo con un militar de poca relevancia castrense, aún preso, que glosa lo que en Argentina se conceptualizó como “teoría de los dos demonios”. Respetuosamente, Moretti le explica a su entrevistado: “Yo no soy imparcial”.