Hay en la factoría Lionsgate, productora de “Duelo al sol” (USA, 2014) la intención de recuperar una narrativa clásica, con pocos personajes, y una puesta austera, para así potenciar la producción de películas basadas en verosímiles de géneros populares. En esta oportunidad, y con la clara referencia local del título que la distribuidora decidió estrenarla, Jean-Baptiste Léonetti construye un profundo ejercicio sobre la supervivencia que asombra por el gozo con el que se cuenta la historia y por la exposición de sus protagonistas a la historia. Cuando Ben (Jeremy Irvine) se sube por primera vez a la lujosa 4x4 del acaudalado Madec (Michael Douglas), nada haría suponer la espiral de violencia en la que horas después ambos se verían envueltos y en la que les tocaría la de perder. Ben, un joven que vive de acompañar, con el permiso del sheriff del lugar, a cazadores autorizados al desierto, ve como su rutina y tranquilidad es trastocada a partir de un hecho fortuito con el que Madec terminará intentando tomar el control de la situación y librarse de él. Amparado en la impunidad y en el saber que en medio de la nada, nadie podrá luego acusarlo de las atrocidades a las que someterá a Ben, “Duelo al Sol” cambia su rumbo de una tranquila sesión de cacería en medio del desierto, a una sangrienta persecución en la que los protagonistas medirán sus capacidades y habilidades para someter al otro y huir a toda costa. La elección de mostrar en una primera instancia el tenso acercamiento entre Ben y Madec, con la habilidad de éste último por intentar a toda costa obtener información del joven para luego utilizarla en su contra, plantea también la idea de poder generar una estructura clásica con la que se puede generar empatía y rechazo por los protagonistas. Luego, con detalles, zooms y también una vertiginosa edición, se presenta al tercer participante de la historia, el desierto, con su aridez y dura estructura que va a contener a los actantes. Pero también está el sol, que ilumina todo y no deja lugar para la escapatoria en la cacería mortal que Madec iniciará y en la que utilizará todos los recursos que posee disponible como manera de, también, demostrar su poderío frente al joven. El cuerpo viejo de Madec, dotado de un sinfín de gadgets comprados con dinero, intentará controlar el de Ben, quien apelará a sus recursos y conocimientos de supervivencia para escapar con vida de cada uno de los intentos del millonario por terminar con su vida. Hay espacio también para el humor, porque Léonetti busca también ese tipo de identificación en el espectador, un poco para descontracturar y liberar tensión y otro poco para desviar la atención hacia un lugar de la trama más liberador. Hay sorpresa hacia el final, pero también hay una identificación instantánea con Ben que potenciará la necesidad de que en la trama finalmente sea liberado de la carrera contra la muerte en la que se ve envuelto sin quererlo. Michael Douglas y Jeremy Irvine están a la altura de la propuesta, un filme efectivo que posee una clara intención narrativa y cumple con las premisas de entretenimiento que promete desde la primera escena.
Una vuelta de tuerca al cine de revisionismo histórico, ese que intenta, desde la ficción inpirada en hechos reales, comprender procesos que llevaron a lugares oscuros a la humanidad sin un aparente sentido lógico. En esta oportunidad la sangrienta gesta del genocidio nazi es abordada por el realizador italo alemán Giulio Ricciarelli en “Laberinto de Mentiras” (Alemania, 2014) desde la particular y acertada mirada del fiscal (Alexander Fehling) que inició el proceso legal más largo de la historia del país sobre los crímenes cometidos en los campos de Auschwitz, con la clara intención de desenmascarar a todos aquellos civiles y militares que estuvieron involucrados en él. Ricciarelli se esfuerza en dejar en claro que la tarea no fue fácil, al contrario, principalmente porque la inexperiencia del joven fiscal (gran interpretación de Fehling) fue la que habilitó que los mismos avances que lograba, de pura casualidad, también sean los obstáculos con los que diariamente debería lidiar. De casualidad, y casi intuitivamente Johann Radmann (Fehling) ve en el acompañar a un periodista con sus denuncias sobre un ex comandante, que ahora desempeña tareas como maestro de escuela, la posibilidad de dejar por un tiempo la rutinaria tarea de fiscalizar las penas relacionadas a infracciones automovilísticas en el juzgado. Recibido con honores de la escuela de leyes, y con la clara misión de poder desarrollar su profesión desde un lugar de ayuda y colaboración para los más necesitados, Radmann, sin saberlo, al comenzar la investigación sobre el profesor iniciará un largo proceso en el que nada ni nadie será lo que aparenta y dice ser. “Laberinto de Mentiras” posee elementos de ficción legal, aquella que desnudando procesos intenta demostrar la razón de algún suceso o sus orígenes, pero gracias a la clara intención de Ricciarelli de apoyarse en la figura del fiscal como vector narrativo, se termina por construir una épica sobre la búsqueda de la verdad de Auschwitz y también sobre la determinación de los ideales de una persona que intenta llegar a lo más alto en su carrera a como dé lugar. Y en ese llegar habrá elementos de su propia vida que deberán relegarse o que saldrán dañados, como por ejemplo la relación con su novia o la que mantiene con algunos colaboradores, como su secretaria (Hansi Jochmann) con quien chocará al intentar ceder ante las presiones propias y externas para que deje la investigación. La reconstrucción de época, la elección de una banda sonora que va envolviendo la ficción con climas sugerentes y atmósferas propicias para la trama, como así también la reiteración de secuencias oníricas pesadillescas que padece el protagonistas, van conformando la trama de “Laberinto de Mentiras” de una manera tan fluida que posibilita el acceso a una temática tan dolorosa y dura de manera imperceptible y natural. A medida que avanza el relato, también lo hace la conspiración de silencio con la que se mantuvo, hasta entrados los años sesenta, el resguardo de aquellos que participaron de manera directa en el exterminio nazi, y que mantuvo en secreto la verdadera identidad de muchos de ellos hasta que la investigación iluminó su verdadera injerencia. “Llegaron a casa, colgaron el uniforme y siguieron con la vida como si nada” le dice el fiscal general en un pasaje del film a Radmann, en una de las tantas recaídas de este frente a la poca colaboración que recibe del propio cuerpo de investigación con el que trabaja, pero esa frase, que esconde en su ontología el “no te metas” y el “no digas nada” también es la que alertó la necesidad de urgencia de poder terminar con la denuncia y exposición de todos aquellos que participaron en Auschwitz, y que hasta el momento entraban y salían de Alemania con total impunidad. Necesaria y pese a algunos clichés y momentos desafortunados (discusión con la novia con “traje” roto como metáfora de la relación), “Laberinto de Mentiras” es una buena muestra de cómo se puede hacer cine con la clara intención de denunciar y esclarecer momentos del pasado para evitar así que se vuelvan a repetir e ilustrar a las nuevas generaciones.
Otra muestra de cine de género que llega en sintonía con varias propuestas que bucean, en clásicos de la ciencia ficción, para poder construir una visión particular sobre un futuro no tan lejano y así apoyar el placer de género. “Inmortal” (USA, 2015), del realizador Tarsem Singh, plantea un avanzado proceso de cambio de cuerpos en los que la mente posibilitará una rápida aceptación de la nueva realidad y en que el contexto dentro del cual se enmarcará la vida de los seres que participen del mismo, en vez de llegar a un punto idílico, se transformará en la peor pesadilla que alguna vez siquiera imaginaron. Como John Woo hace algunos años planteara en “Contracara” (Face/Off), acá la idea de intercambio se basa en la posibilidad, dinero mediante, mucho, por cierto, de seguir viviendo en el cuerpo de una persona mucho más joven para así continuar con los planes que se tenían pero desde otro lugar. Es que a pesar de “volver a vivir”, luego de morir (de manera inducida), el experimento consiste en que la mente del que paga sea colocada en un cuerpo joven, óptimo, para así seguir adelante. Y si bien el proceso de “adaptación” al nuevo cuerpo es lento, los resultados son los mejores, porque además, la corporación que está detrás del mecanismo de intercambio brinda las herramientas para que el inicio en la vida, con el nuevo cuerpo, sea el mejor. Pero cuando el multimillonario Damian Hale (Ben Kingsley) se despierta con su nueva identidad (en el cuerpo de Ryan Reynolds), y comienza a sufrir una serie de padecimientos de “corrimiento” temporal, efectos secundarios del proceso, también comenzará a darse cuenta que detrás de su dicha hay un siniestro plan con el que, así como él pudo superar una enfermedad terminal, dejando cual ropa vieja el cuerpo que lo acompañó casi 70 años, del otro lado hay una persona a la que se la despojó de su vida por una suma de dinero para ayudarlo. “Inmortal” juega, en una primera etapa, con la dicha y el gozo del personaje de Kingsley de descubrirse en un nuevo cuerpo joven, fuerte, ágil, viril, y aprovecha el regodeo que se le genera para lograr empatía con él, pero luego, y con el correr del metraje, la amenaza de una posible recaída lo hace dar cuenta del siniestro plan que existe para poder así completar el proceso de cambio de cuerpos y se inicia una etapa de huída de Damian para evitar ser apresado por la siniestra corporación que realizó el cambio. Persecuciones, teoría de la conspiración a la hora del día, paranoia, y acción que busca justificar lo disparatado de la propuesta, “Inmortal” avanza sin mirar hacia atrás en la historia y disfruta de su narración. Tarsem Singh filma con planos bellos, travellings, escenas oníricas, algunas de las tomas claves del filme, algo poco común en este tipo de thrillers, realzando su propuesta. Reynolds destaca con su verosímil actuación de un hombre viejo en el cuerpo de un joven adulto, logrando mantener toda su batería de muecas controladas y reforzando más lo corporal. “Inmortal” es una película que intenta, básicamente, no tomarse en serio, y eso se nota a la hora de lograr entretener sin ninguna otra pretensión ni pregunta ontológica sobre el origen del hombre, pero que también intenta ocupar un lugar en un género que siempre busca nuevas propuestas para aggiornarse a los nuevos públicos que asisten masivamente a las salas.
En la comunión del cine, cuando la dirección, actuación y la historia, coinciden para acercar una propuesta honesta y efectiva, es cuando películas como “Mi amiga del parque” (Argentina/Uruguay, 2015) de y con Ana Katz, se pueden celebrar con gozo en su llegada a las salas. La historia de Liz (Julieta Zylberberg) una madre primeriza que intenta, como puede, avanzar en su vida y, también de a poco, encontrarse en un nuevo rol, no el único, que le toca como mujer, hay una exposición de muchos temas vinculados a la maternidad que la mayoría de los filmes han dejado de lado. Acá, la protagonista, despreocupada, un día conoce en el parque a una de las hermanas R, Rosa (Ana Katz), con quien inexplicablemente se relacionará de inmediato con un vínculo tan fuerte y estrecho que sorprende tanto por su espontaneidad como por la libertad con la que se da. Es que en el ver en el otro la oportunidad para, de alguna manera, encontrar algunas soluciones a sus problemas, de madre, de hija, de esposa, de amiga, la hacen a Liz perderse en la locura de esa mujer (Katz) que le plantea, ni más ni menos, la posibilidad de bucear en sí misma para recuperar algo de la vieja Liz que hace tiempo que no reconoce y dejó de lado. A pesar de las advertencias de algunos padres, que también asisten diariamente al arenero a jugar con sus hijos, Liz hace oídos sordos y se deja llevar por las aventuras que tanto la hermana con la que entabla el vínculo más fuerte, como con la otra, Renata (Maricel Álvarez), van proponiéndole. Pero mientras se deja llevar, hay algo de invasión en su vida que la subyuga y que también, en un punto, la sorprende y asusta, y que es la capacidad con la que fácilmente el desborde en el que vive puede llegar a construir situaciones de tensión para la tranquila (demasiado, por cierto) vida en la que venía cumpliendo roles en los que no estaba tan segura de saber cómo completar. Porque en el fondo “Mi amiga del parque” habla de la profunda transformación en la que determinados lugares ocupados por la mujer se fueron desplazando hacia, claramente, otros espacios en los que todo es mucho más lábil y difícil de encasillar y rotular. Es madre quien engendra y lleva durante nueve meses en su panza a un hijo, o es madre también, como en el caso de Rosa, quien cuida diariamente de una criatura ante la decisión inobjetable de su hermana Renata de no conectarse con su realidad de madre actual. Katz construye hábilmente la trama de la película, con mucho de “suspenso cotidiano”, como a ella le gusta definir, y también con un espacio de creación en el que las actuaciones inmejorables del trío protagónico, le brindan el contexto ideal para reflexionar sobre el amor, los hijos, las parejas, los estereotipos, y principalmente sobre la posibilidad de elegir y decidir con completa libertad el lugar en el que uno desea continuar con su vida. “Mi amiga del parque” juega con sus personajes enredándolos, acercándolos, y a veces expulsándolos y enfrentándolos, pero sabe, por el oficio de su directora, que en la capacidad de detenerse en algunos instantes antológicos de ellos, como la escena en la que Liz llora desconsolada bajo la ducha, pero se arma para sonreírle a su hijo que la mira desde fuera de la bañera, va configurando una narración que potencia cada uno de los conflictos que presenta, con los que asume la importancia de las decisiones personales como vector de cada una de las historias que nos cuenta.
Hay veces que se hace necesario recurrir al pasado para que las nuevas generaciones, las que no conocieron la sangrienta tijera de la censura durante el oscuro proceso de dictadura cívico militar, puedan entender el brillante momento democrático que en materia de cultura, y principalmente cinefilia, se vive en Argentina. Nada de pensar que porque por cuestiones comerciales una película se termina bajando de los cines, los otros circuitos pueden terminar absorbiéndola y exhibiéndola a la mayoría de los espectadores interesados en el o los filmes. Aparentemente Santiago Calori comprendió esto y apelando al recuerdo y el relato oral, ese que muchas veces termina por recuperar una parte de la historia negada por algunos, finalmente logra estrenar “Un Importante Preestreno” (Argentina, 2015) luego de varias postergaciones y de idas y venidas (muchos ya creían que esta película era un mito urbano) para homenajear, con humor, mucho humor, a los “mártires” de la gesta cinéfila local. La anécdota es el vector de la narración, que con interlocutores válidos como Axel Kutchevatsky, Fernando Martín Peña, Guillermo Hernández y Fabio Manes, entre otros, reconstruyen el complejo trabajo por parte de cineclubes y cinéfilos para poder ver y mostrar todo lo que la censura durante los años setenta se prohibía. También se expone el trabajo de los productores y distribuidores, de larga tradición, para poder, de alguna manera, exhibir a pesar de todo las películas que adquirían, muchas, por no decir la mayoría, eran productos menores ensalzados para potenciar la salida a las salas y así rápidamente recuperar las inversiones en la cinta en cuestión. Con el ahora gurú de la buena onda Claudio María Domínguez como hacedor de uno de los éxitos de taquilla más grandes de la historia de la taquilla argentina, basado en un engañoso título “Un importante Preestreno” busca ejemplificar la “chantada” argentina detrás de un negocio descomunal y que buscaba la liberación de materiales y películas pese a la presión de la censura. La edición ágil y dinámica, posibilitan el visionado del filme, que pese a caer en lugares comunes desde la enunciación, puede esquivar su linealidad gracias a una reconstrucción de la época con afiches, fotos, pero, principalmente, por la oralidad de las entrevistas. “Un Importante Preestreno” se anuncia como película evento, con una decidida apelación a aquellos que vivieron durante la época que retrata, pero también busca llegar a los que en la actualidad disfrutan de su pasión cinéfila sin tapujos y con total libertad. Hay cierto apresuramiento en la resolución de algunas de las hipótesis que plantea, producto de su necesidad de ser finalizada antes del BAFICI de este año, del que formó parte, y también hay una búsqueda de lograr efecto con muchas de las participaciones de Fabio Manes y la utilización de su imagen como claro ejemplo de una de las personas que potenció el estudio del cine para revelar mucho más que una reseña cinematográfica. Pese a estos lugares que ella misma se plantea “Un Importante Preestreno” logra su cometido, y en la transgresión de Calori por utilizar música y figuras provenientes de diferentes áreas, no sólo las que se relacionan directamente con el cine, es en donde esta película puede jugar con todos aquellos descubrimientos que él y su equipo de investigación se toparon a lo largo de los años.
Hay que celebrar la experimentación en el cine. Sí señor. No hay que permitir que algunos errores y huecos en la narración imposibiliten el disfrute de una experiencia que bucea en la materia propia del séptimo arte para afianzar su propuesta, innovadora y transgresora. “Uno mismo” (Argentina, 2015) de Gabriel Arregui, con Chino Darín como “Uno” y Maria Dupláa como “Una”, trabaja sobre la hipótesis de la rutina como vector del espacio protagónico en el que las decisiones que se van sumando, a esa misma estructura, terminan por fijar límites que imposibilitan la libertad de sus personajes. “Uno” es un joven que vive día a día de la misma manera, o al menos así lo refleja Arregui con sus planos contemplativos, casi sin diálogos, de todas las tareas que el personaje realiza durante sus días. Se levanta, se arregla, sale al trabajo, se mantiene firme en su tarea de anunciar en las esquinas del barrio una marca de cigarrillos y por la noche cena siempre lo mismo, puré de papa y salchichas. También habla por teléfono con un amigo, con quien constantemente recibe comunicaciones que terminan en una broma y se lo dota de un universo “masculino” con graffitis que hilan la narración, el sentido quilmeño de pertenencia de la historia y el fútbol como espacio de disfrute y encuentro del protagonista. Y “uno” es feliz en ese contexto, sabiendo que aún en la predecibilidad de sus actos hay un argumento para evitar innovar o desandar otros caminos más que los que él conoce y que lo podrían desorientar. Pero “uno” no sabe que un día, inesperadamente, “una” llegará a su vida, con toda la pasión del amor inicial, aquel que en su desprejuicio y desconocimiento permite desestructurar las tareas y hábitos y se entrega totalmente a él. Pero de a poco el espacio de “uno” se ve invadido, “una” avanza por toda su casa dejando muestras de su femineidad y belleza, por lo que decide perderse en sus propios pensamientos antes que enfrentar a “una” y plantearle lo que realmente debe decirle, ANDATE, de la mejor manera. Pero entre idas y venidas la relación se resiente, y cada uno, en su accionar termina por alejarse aún más del otro. Arregui explora con diferentes texturas, trazos gráficos y la utilización de música (que en muchas veces son el acompañante ideal de cada plano detalle, de cada acción, de cada indicio que se suma al contexto) la vida de un joven que paso a paso intenta progresar o al menos mantenerse en situación en la que se encuentra. Las secuencias oníricas, además, otorgan, junto con la actuación de Chino Darín, cierto aire de realismo mágico al cuento y un vuelo y un aire a la película que claramente termina siendo lo mejor de la propuesta. Cuando el cine mira al cine para crear, cuando un director se para y detalla con holgura un universo (al mejor estilo Martín Rejtman), es cuando una película respira cine en cada fotograma, y pese a tener algunas falencias y vacíos en la historia, terminan construyendo un lugar para reflejarse en muchas de las situaciones que se plantean.
Folclore y prejuicios Muchas colaboraciones entre Hollywood y países periféricos han posibilitado el trabajo de una industria latente, o al menos incipiente, fortaleciendo vínculos y creando una red de trabajo con resultados positivos para directores, guionistas, técnicos, actores que luego pudieron terminar sus proyectos personales, o en otros casos, acercarse a la meca del cine para consolidar sus carreras. En otras oportunidades, como el caso de Desde la oscuridad (Out of the Dark, 2014), una coproducción entre Colombia y España con participación estadounidense, se plantea además el caso opuesto: un producto lleno de lugares comunes, prejuicios, y principalmente, la estigmatización como vector de la narración. La película comienza con el traslado de una pareja y su pequeña hija hacia un lejano país de centro América con el objetivo de establecerse en una empresa familiar. Sarah (Julia Stiles) llega luego de un llamado de su padre (Stephen Rea). Instalados ya en un viejo caserón, con el correr de los días, descubrirán de manera fortuita un complejo entramado de engaños en el que un misterio del pasado, que afectó a algunos niños del pueblo, volverá y afectará a la hija de Sarah. Sarah recorre trata de desentrañar qué pasa con su hija, pero también de a poco, se enfrenta con la corrupción del pueblo y, principalmente, con un costado no conocido de su padre, quien, junto con dos o tres hombres más, manejan todo en el lugar. Es ahí donde justamente Desde la oscuridad intenta despegarse de productos de características similares, pero al trabajar con estereotipos y con una estigmatización del pueblo, de sus habitantes y de la polaridad entre ricos y pobres, sólo termina construyendo un sinfín de lugares comunes en los que una suerte de puesta al día de historias que se fundan en la llegada del otro a una cultura diferente posibilitan algunos tópicos generadores de tensión. Pero como producto de género, este film del español Luis Quilez, no puede superar una premisa interesante, que se termina diluyendo rápidamente y que además, no logra avanzar en el relato del drama de Sarah y su familia, sin llevarse por delante a la gente del pueblo y la historia de los niños que regresan a tomar venganza. Desde la oscuridad es una historia vista anteriormente y que, pese a contar con un elenco internacional, los actores nada pueden hacer con un guión trillado y una puesta básica que no transmite la urgencia y los conflictos necesarios para poder lograr una empatía con sus protagonistas y el film. Película fallida en la que el acercamiento del diferente a estereotipos y trazos gruesos, terminan alejándonos de la historia más que acercarnos y compenetrarnos con su relato.
Perdidos sin en el laberinto Cuando la primera entrega de Maze Runner se estrenó hace un año, este cronista celebró la impronta visual y el desparpajo con el que la distopía adolescente imaginada por James Dashner planteaba su universo en el cine. También celebré, que este tipo de películas, basadas en sagas de libros pensados para jóvenes, permitan el acercamiento hacia el mundo de la lectura por parte de este rango etario, algo que hace tiempo no sucede. En algunos casos las sagas son transpuestas con mayor o menor fidelidad a la pantalla grande, y en el caso de Maze Runner: Correr o Morir (Maze Runner, 2014) hubo una linealidad narrativa, no así visual, que construyó un film, tenso, emotivo y hasta épico, tomando la historia de los jóvenes que intentaban desafiar las nuevas órdenes impartidas en una fábula que asemejaba la historia con el Gran Hermano de George Orwell dotándolo de grandes dosis de acción. En esa primera parte la lucha desesperada de los “larchos” por poder escapar de la zona de detención a través de inmensos laberintos llenos de sorpresas, planteaba un concepto clave en una historia que apelaba al escape y al fuera de campo para generar el suspenso. Pero así como este recurso funcionaba, en la nueva entrega Maze Runner: Prueba de fuego (Maze Runner: The Scorch Trials, 2015) encontramos a los larchos fuera del laberinto y tratando de llegar a encontrar respuestas a las preguntas que tienen y también a contactarse con alguien que los ayude a poder, de una vez por todas, a ser libres y recuperar su pasado. Porque justamente en ese presente urgente, que los apremia, ningún vestigio del pasado vuelve a ellos para poder, de esta manera, construir su identidad, la que, fragmentada se desvanece en cada intento de rememorar que hacen. La acción en esta oportunidad se trasladará a los vestigios de la humanidad, donde la corporación WICKED controla todo y roba la vitalidad a los seres, esos mismos que mimetizados con las paredes de los derrumbados edificios los terminarán por acosar sin tregua. Maze Runner: Prueba de fuego aprovecha la búsqueda de escapatoria para poder, además, profundizar en la relación de la pareja protagónica, la que termina, por requerimiento de la acción, enfrentada en más de una oportunidad. Mientras huyen, y ven como cada persona a la que se acercan y en la que confían inmediatamente los traiciona. Liderados por Thomas (Dylan O'Brien) el grupo primero será abandonado por Janson (Aidan Gillen) quien respondiendo a las órdenes de la déspota Ava Paige (Patricia Clarkson) seguirá escondiendo el secreto tan guardado sobre cada uno de ellos. Wes Ball aprovecha una vez más el narrar esta historia, pero a diferencia de la primera entrega, el recurso de la huida cansa, y si justamente en ese primer acercamiento al universo de Dashner, prevalecía el respeto por la novela, innovando visualmente (y con algunos claros homenajes a películas como Star Wars: Episodio V - El Imperio Contraataca o Flash Gordon), acá la cruza entre distopía y El señor de las moscas, se deja de lado, acercándola más a The Walking Dead y su precuela Fear The Walking Dead, con zombies incluidos, que a algo nuevo. Los seguidores de la saga saldrán contentos, pero para quienes, como en mi caso, la primera entrega de Maze Runner fue una sorpresa, en esta oportunidad Maze Runner: Prueba de fuego termina por licuar las oportunidades y el potencial que tenía para avanzar en la narración y ofrece un espectáculo ya visto con anterioridad.
¿Cómo se puede, en la urgencia de apurarse para ganarle de mano a la decena de producciones que se están realizando sobre la figura del Papa Francisco, crear una película honesta, narrativamente clara y con buenas actuaciones? La respuesta está en “Francisco: El padre Jorge” (Argentina/España, 2015) que el otrora prolífico Beda Docampo Feijóo dirigió en varias ciudades del mundo y que toma la figura del Basandose en el libro “Francisco: Vida y Revolución” sobre el Papa de la periodista argentina, corresponsal del diario La Nación, Elisabetta Piqué, el director decide tomar algunos puntos de ese relato, que se centra en un Jorge Bergoglio “revolucionario”, que tomó de San Francisco de Asís algunas máximas, principalmente las relacionadas a la humildad, pobreza y el entender el lugar de la religión en el mundo como movilizadora de esperanza y posibilidad de transformación. A través del flashback Docampo Feijóo nos lleva a la casa de su juventud, con una madre (Laura Novoa) que desea profundamente que su hijo sea médico y al enterarse de la decisión de entrar al seminario de éste, se desespera “Te estás escapando de la vida, no vas a conocer el amor, no voy a tener nietos, te vas a quedar solo”, le dice entre lágrimas y el consuelo de un joven Bergoglio que ante la pregunta en tono de inquisición de “vos me dijiste que ibas a estudiar medicina” responde serenamente “medicina del alma”. El reparo y la fuerza para seguir adelante en su decisión lo encontrará en su abuela (Leonor Manso) quien alienta fervientemente las ganas de ayudar al otro de su nieto, y a quien cree capaz de superar la tentación de la carne y las miradas desafiantes de los que no pueden comprender su sorpresiva muestra de cambio de rumbo en su vida. Es que hasta ese momento de revelación Jorge Bergoglio era un joven común, con gustos y costumbres similares a la de muchos jóvenes de su edad, y mientras deja a su novia (Justina Bustos) siempre la mujer (lo mejor de la creación, según sentencia en algún pasaje) será el objeto a relegar por sobre la fe. El director destella algunos pasajes de la juventud para luego avanzar en el relato con los conclaves en los que se decidió el destino del sumo pontífice, uno en el que casi es nombrado y el final en el que, muy a su pesar, el resto de las eminencias deciden que es el adecuado para aggiornar a la institución y dirigir los destinos de una institución cuestionada. Darío Grandinetti compone a Jorge Bergoglio con una economía de recursos actorales que sorprenden, y pese a no lograr emular completamente al Papa, hay alguna evocación que permite ver el filme y acercarlo a la máxima figura eclesiástica, aún cuando se lo contrasta con imágenes de archivo del propio Bergoglio. Ana (Silvia Abascal) el alter ego de Piqué, será quien guíe el relato, que a su vez es introducido por una imperceptible y medida Leticia Brédice, como la guía turística de un recorrido hacia algunos espacios que el anteriormente padre recorrió. En esos momentos, el filme se transforma en una enorme publicidad de la ciudad, alejando a Francisco de la pantalla, y trayendo a la periodista que debe asumir su rol como especialista en el Vaticano y se acerca, antes que sea Papa, a Jorge Bergoglio por temas personales. Justamente cuando “Francisco: El padre Jorge” profundiza en la periodista, el filme habla más de una mujer que debe tomar decisiones personales difíciles para poder continuar con su vida que de continuar con el relato fragmentado del Papa y aún así, cuando “Francisco, el Padre Jorge” supera su tono televisivo y su plan de “evangelizar” sobre el Papa, a aquellos que no conocen (raro) la figura y la manera de accionar de él, y se acerca e intenta mostrar el costado más “humano” del hombre, el filme puede cumplir con su cometido, más allá que muchos de los cuestionamientos sobre algunos dichos y temas del pasado se traten someramente y terminen erigiendo una figura de bronce impoluta sin un ápice de fisura y se empareje con el biopic televisivo que sólo busca realzar figuras intachables.
Pastiche a la mexicana Don gato y su pandilla (2011), la adaptación que la empresa Anima realizó del clásico dibujo animado de Hanna-Barbera, luego de su fenómeno de los Huevos Cartoon, fue un éxito insospechado que posibilitó la consolidación de México como país productor y exportador de películas animadas hacia toda América. Curiosamente su director, Alberto Mar es el responsable en esta oportunidad de crear, a partir del clásico de L. Frank Baum, Guardianes de Oz (2015), una historia en la que se imagina un universo en el que no sólo se apelará a la magia y la fantasía como propulsores de conflictos, sino que además habrá un viaje iniciático y transformador por parte de su protagonista excluyente, con el que se logrará terminar con la dictadura de una bruja mala. Esta tarea se cumplirá a partir de la intervención del protagonista, un pequeño mono volador llamado Ozzy, que debido a su tamaño y deseos, no puede cumplir la faena con la que debe lidiar: la de proteger Oz de las constantes amenazas sufridas junto a un ejército liderado por su padre, el poderoso y recto Goliat. Y mientras sufre por el dolor causado desde la discriminación, y sabe que en el fondo la bruja Eveline, que dirige de manera autoritaria a todos, no es alguien a quien desea seguir respondiendo, se rebelará, encontrando en el camino hacia la liberación de su pueblo a Gabby, una pequeña, como él, aprendiz de bruja, que también sospecha del misterioso accionar de todos ante Eveline. Pero cómo es que Ozzy puede liberar a Oz, pues superando obstáculos hasta llegar a los “Guardianes de Oz” del título, que no son otros que los tres amigos de la Dorothy original de Baum, el león, el espantapájaros y el hombre de hojalata, quienes se encuentran perdidos en sus mundos y con sus propios problemas y a los que se los presenta potenciando cada una de las características de la clásica historia. Así, Ozzy navegará y caminará por lugares inimaginables para poder cumplir con su misión y volver con su padre para demostrarle que a pesar de su poco tamaño y fuerza, el también puede ser líder y triunfador en la vida. El guion de Jorge G. Gutiérrez, Doug Langdale y Evan Gore intenta generar empatía con el personaje central, pero a medida que se va avanzando en la narración, de manera tosca, con una animación rudimentaria, y elementos visuales de muchas otras películas infantiles, el acercamiento se diluye, terminando en una propuesta alejada ya no sólo del clásico relato, sino, también, de la frescura y originalidad con la que Mar revisitó anteriormente a Don Gato. Relato con mucho olor a otro tiempo, ni siquiera los más pequeños podrán acercarse a un film, que si bien intenta desde el original pensar otra historia, la misma no cumple con los mínimos requisitos de una narración fluida e interesante.