¿Cómo se puede transmitir la mística de un linaje familiar dedicado a la interpretación del piano? ¿Cómo poder reflejar la particularidad de una calle de Bruselas que supo ver crecer a varios de los pianistas más importantes del mundo? Algunas respuestas en “La Calle de los Pianistas” (Argentina, 2015), ópera prima de Mariano Nante, y que tras un gran paso por el 17 BAFICI (película de clausura en el Teatro Colón), llega a los cines con su impronta de film que profundiza, básicamente, sobre dos tópicos: las relaciones filiales y la pasión por la música. Natasha Binder y Karen Lechner son madre e hija, y ambas dedican la mayor parte de sus días a estudiar, a analizar las obras musicales y principalmente a poder mejorar su relación, que en parte, se ha visto deteriorada por las exigencias de una sobre otra. Pero esto es algo que naturalmente Karen hace. Es algo que le nace y que a ella misma le ha sucedido desde su infancia. Niña prodigio del piano, su madre Lyl Tiempo, también a ella le exigió un compromiso y una dedicación superior. “Sin sacrificio no se consigue nada” lee Natasha en uno de los cientos de cuadernos o diarios íntimos que Karen escribió desde pequeña y que le acerca para que pueda completar su educación musical, y esa frase la lleva internalizada y casi marcada a fuego en su piel sin siquiera pensarla. Pero Natasha es joven, y es rebelde. A sus 14 años aún no tiene definido si será el piano, los conciertos y la música su profesión en la vida adulta. Le preguntan a su tío en una escena si él tenía pensado esto desde pequeño, y él responde que para él era natural porque ya estaba metido en este mundo de música, sacrifico y satisfacción. Nante analiza esto a través de imágenes íntimas entre madre e hija, en una relación que entre viajes y ensayos, entre presentaciones y confidencias, entre complicidades y algunos desacuerdos terminan configurando una reflexión sobre aquellos vínculos que potencian pasiones, pero que también terminan determinando caminos sin el necesario consentimiento mutuo para lograrlos. Los planos detalles de las manos encadenan imágenes y situaciones. Los archivos personales de la familia sirven para contextualizar la historia de cada una de las tres generaciones dedicadas al piano. Pero hay un adicional, que va más allá de las escenas de enseñanza, de la música y de los espacios en los que las mujeres trabajan diariamente, y es justamente todo lo que no se muestra. En la fuerza de la ausencia de Martha Argerich, clave de la historia, vecina y amiga personal del clan, que se personifica en alguna foto perdida en algún estante o mientras se la enuncia verbalmente en algún recuerdo, hay un nivel de calidad artística que se está manifestando y al que Nante quiere apelar para contar su historia. Martha, eximia pianista, aparece también en alguna escena de estudio de Natasha, quien a través de videos de youtube la observa y analiza para poder ella también interpretar, quizás en un futuro, de la misma manera que ella. Con esta práctica Nante también habla de cómo la evolución en las maneras de estudiar música quizás hagan que el linaje al cual pertenecen las tres mujeres vaya hacia un lugar impensado, porque así como Lyl educó a Karen, y Karen a Natasha, una pequeña mujer se suma al estudio siendo Natasha quien la guie en el camino del aprendizaje del piano con métodos que quizás aún no existen. Algunas escenas de “La calle de los pianistas” son innecesarias, como las cenas y almuerzos con otras familias “musicales”, eternos viajes en los que se redunda en ideas ya explicitadas anteriormente y remarcadas con una puesta básica, que abusa del recurso de la música como nexo entre momentos diferentes y que resienten la intimidad mágicamente lograda con las protagonistas por un director al que hay que seguirle sus próximos pasos.
Con varias películas en su haber Peter Flinth construye en “Beatles” (Noruega, 2014) una épica iniciática sobre un joven llamado Kim (Louis Williams), su pasión por The Beatles y la música, la amistad, y su primer acercamiento al amor. Kim es adolescente y mientras busca su identidad se reúne diariamente con tres compañeros del colegio a escuchar música y a imaginarse dentro de una consagrada banda que le permita expresarse artísticamente. Durante el año se reparten entre sueños, las tareas escolares, alguna que otra picardía como robar las insignias de los automóviles (que lo marcará en el desarrollo de la historia) y en cumplir con las obligaciones que les imparten sus padres. Pero cuando en el verano se dejan de ver por un tiempo por el receso escolar, cada uno emprende un camino de aprendizaje diferente, y en el caso de Kim, su primer acercamiento con el sexo opuesto, casual, en un cine, le harán comenzar a ver de otra manera sus prioridades. Así será como al volver a clases, y con el recuerdo aún fresco de su “conquista” en la proyección de “Zorba El Griego”, una nueva compañera llamada Cecile (Susane Boucher) le disparará los deseos más profundos. Flinth adapta el best seller de Lars Saabye Christensen con una impronta estética que acerca al filme, en algunos pasajes, a una publicidad de gaseosa cola, pero que rápidamente supera esto al volver a la explicitación de los deseos de los jóvenes que a través de la música necesitan aferrarse a algo para generar su identidad. “Beatles” intenta acercarse a aquellos filmes que bucean en el paso a la adultez y en la transformación de los niños a partir de hechos históricos o situaciones particulares que los cambian como punto de partida. Pero justamente la principal falla del filme es que nunca a los protagonistas les pasan cosas importantes, si quizás uno de los amigos ve cómo sus padres se separan frente a sus ojos, u otro ve como el negocio familiar, próspero y creciente, se derrumba ante la llegada de una cadena de supermercados frente al mismo, pero no mucho más que eso. La apelación a la música de The Beatles sirve como trasfondo o contexto, porque si bien en un inicio cada uno de los cuatro amigos es identificado con la incorporación de trazos gráficos con uno de los miembros de la banda de Liverpool, rápidamente esto es olvidado desde un guión que busca generar una mística que nunca termina de cerrar. “Beatles” podría haber sido un gran filme sobre el paso de la adolescencia a la adultez, con miedos, titubeos, leves tropiezos y el descubrimiento de la piel del sexo opuesto, pero se termina mostrando como una mera réplica de fórmulas foráneas que nada nuevo aportan al panorama cinematográfico actual. Hay un dejo nostálgico, por recuperar las historias entrañables de amigos que aman compartir y también disfrutan de los mismos gustos, pero también mucho estereotipo que en vez de sumar, resta. La factura es correcta. La dirección es sobria, pero poco jugada, porque si hay algo en “Beatles” es mucha rebeldía, que se decide que sea más explicitada verbalmente que en la puesta, que atrasa y que podría haber jugado mucho más con contrastes y principalmente con una identidad propia del país del que proviene, pero prefiere quedarse en una zona de confort que no la favorece.
Detrás de “La Salada” (Argentina, 2014), del realizador Juan Martín Hsu, hay una profunda reflexión sobre las corrientes migratorias que encontraron en Argentina su lugar para transitar y vivir y también la posibilidad de construir su imagen. Ya no podemos hablar en materia migratoria de un personaje estático, sino que justamente la habilidad de Hsu es poder contemplar a su objeto como dinámico, cambiante, múltiple, y que desde hace un tiempo para acá convive con todos buscando su verdadera identidad. Así, el director aprovecha “La salada” narra tres historias, que con el mismo escenario, buscan su individualidad y destacarse sobre las otras, aunque entre todas configuran el panorama necesario para poder compenetrarse con los protagonistas. Por un lado estará Huang (Ignacio Huang) un solitario ser que atiende un puesto de películas truchas por la noche y por el día se la pasa encerrado en su habitación mirando películas argentinas clásicas y copiando DVD’s. Por otro lado estará Yun Jin (Yun Seon Kim), una joven que debe aceptar un casamiento arreglado como destino final de su vida. Y por último estará Bruno (Limbert Tiscona) un joven que llegará sin trabajo al mercado y que de a poco irá conociendo a personajes que lo ayudarán en el difícil primer tiempo. Entre todos el abanico que se va configurando es de una complejidad y una armonía total al punto que cuando un personaje avanza con su historia el otro se mantiene en “gateras” hasta poder recuperar el protagonismo y la interrelación. “La salada” es sólo un inmenso mercado, que puede ser el original, pero también el que en cada uno de los barrios de a poco va ganando. El filme habla de esto, de la marginalidad, la informalidad, el dinero fácil, la explotación, la aceptación a vivir en condiciones deplorables con tal de progresar, pero también habla de la soledad, del desarraigo, de la necesidad en exilios y migraciones económicas de poder aferrarse a algo para mantener vivo el recuerdo de lo que ya no será ni volverá a ser. Será por esto que el padre de Yun Jin, interpretado por Chang Sung Kim, que se resiste a hablar en castellano y sólo se dirige a los demás en su idioma, es tan estricto con su hija, y pese a darse cuenta de la resistencia de la joven a concretar su idea de matrimonio perfecto con el hijo de otro empresario del rubro gastronómico, avanza y avasalla a su hija sobre sus ideales. “La salada” es un tríptico que sólo funciona por la habilidad del director que en su ópera prima analiza las miserias de un mecanismo que fagocita a cada uno que ingresa a él. Bucea en sus personajes y sus entornos y también en la confusión de sus sentimientos. Que muchas veces se funden en un abrazo o en la espontaneidad de una esporádica relación sexual para mitigar la ausencia de algo que a veces, como en el caso de Huang, ya no se sabe qué es.
Se podría hablar de “El otro lado del éxito” (Francia, Suiza, Alemania, 2014) de Olivier Assayas sin pensar en aquellos melodramas que toman el cine y el teatro como punto de partida para crear una historia profunda, emotiva, sobre los lazos que se forjan mientras se prepara una puesta? Seguramente la respuesta sea negativa, y menos en un filme que posee un inicio abrumador, en el que Marie (Juliette Binoche) una actriz con gran trayectoria, se dirige hacia un homenaje a un dramaturgo con el que dio sus primeros pasos en la carrera y recibe por parte de Valentine (Kristen Stewart) su asistente, la noticia que éste ha fallecido repentinamente. En el tren, desesperada, mientras los teléfonos de su ayudante explotan, con pedidos de notas, reclamos de abogados, ex maridos enojados, Marie tiene que asumir la partida de su mentor en medio del profundo dolor que le genera la confirmación de su propia mortalidad. Pero mientras viaja, y antes de llegar al lugar en donde el homenaje en vida ahora se transformó en un homenaje póstumo, Marie comienza a pensar en algunas contradicciones relacionadas al momento de su vida y cómo la agarra la noticia sentimentalmente. Valentine quiere aggiornar a Marie, acercarla a las nuevas generaciones, aquellas que llenan las salas y que determinan qué está in y qué está out en la farándula, y ella se resiste, desde su formación tradicional y estructurada nada de aquello que se está haciendo en cine con efectos y la utilización del 3D le sirve. Surge la posibilidad de participar nuevamente en la obra que la catapultó a la fama, la que mayor prestigio le brindó, no ya en su papel anterior sino en el contrapuesto, una mujer madura, que termina desluciéndose con el avance de los minutos. Ante la disyuntiva Marie se deja llevar. Llega al homenaje. Choca con un ex compañero. Recibe al director que tiene la propuesta de recrear la obra pero en otro papel. Piensa. Llora. Se derrumba. Pero siempre está Valentine para sostenerla. O eso es lo que ella cree. El filme está dividido en dos partes. Una primera que trabaja sobre los pormenores detrás del duelo de Marie, su acercamiento con la mujer del dramaturgo, su relación con Valentine ante la insistencia de ésta por introducirla en el siglo XXI, todo con un ritmo trepidante, que agobia, casi tanto como la asfixia que siente ella ante el mundo. En la segunda parte vemos a Marie ensayando de mala gana la obra con Valentine, con una tensión y una carga dramática casi similar a la que la obra despliega en sus páginas. Además Assayas trabaja con el fuera de campo, conociendo a la futura posible compañera de Marie, Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz) a través de imágenes mediatizadas y videos virales que sólo hablan de su mal comportamiento y falta de profesionalismo y recién media hora antes de finalizar la película las pone a interactuar entre sí. “El otro lado del éxito” se pierde en laberintos que ella misma se genera y de los que no sabe cómo salir. Crea una innecesaria tensión en esa espera eterna entre el encuentro entre Marie y Jo-Ann y en los choques con Valentine, emulando casi la misma obra que ensayan, y que seguramente con otro elenco protagónico el resultado podría haber sido mucho peor. Tensión sexual, violencia contenida, mentiras calladas, una narración primero vertiginosa y luego lenta, muy lenta, atentan con un producto que bucea en las miserias de la fama para demostrar que todos somos iguales ante cada decisión que se nos presenta.
Cuando todo se conjuga para crear un blockbuster de antemano y se reúne a un equipo que sabe cómo lograrlo el resultado es un espectáculo visual atrapante con la dosis de tensión y aventura necesarias para poder mantener en vilo al espectador hasta el último segundo de proyección. Así es “Jurassic World” (USA, 2015) una película avasallante, demoledora, y que logra evocar en su narración un espíritu nostálgico digno de los mejores filmes de acción y fantasía de la década del ochenta del siglo pasado. Porque si bien en su germen la película se presentaría como una secuela de “Jurassic Park” el mayor hallazgo de esta versión dirigida por Colin Trevorrow es imaginar un universo nuevo, con dinosaurios nuevos (más malos) y colocar varios puntos de atracción para estos (humanos) para así cerrar la propuesta. El Jurassic World, a diferencia del Jurassic Park, es un proyecto mucho màs abarcador, y que bajo la dirección de Claire Dearing (Bryce Dallas Howard) el nivel de perfección y organización del mismo es de los más altos estándares de calidad. Pero cuando sus sobrinos Zach (Nick Robinson) y Gray (Ty Simpkins) llegan para pasar un fin de semana con ella, pero con sus compromisos no los puede acompañar se desatará en ese preciso instante una emergencia no prevista ni imaginada. Uno de los dinosaurios híbridos creados en el parque, con un nivel de inteligencia superior del resto, engaña a los cuidadores y logra escapar del espacio de contención en el cual, aislado, se lo alimentaba y “adiestraba”. Trevorrow va narrando con ampulosidad principalmente toda la presentación de los espacios del parque, y a medida que va incorporando los personajes protagónicos, con estereotipos suma la impronta con la que los dejará “jugar” en el lugar. Pero Claire, desesperada ante el desequilibrio de su mundo perfecto, deberá acudir a la ayuda de Owen Grady (Chris Pratt), un entrenador de dinosaurios, con quien mantuvo un amorío de un día y a quien se siente atraída pese al aspecto y desarreglo del hombre. Owen la acompañará primero en la búsqueda de los niños y luego en el necesario pero también ambicioso desafío de poder volver al parque a un estadio anterior en el que la paz y tranquilidad reinaba. No será fácil, y en el contraste de mundos, en el choque de ímpetus y de impulsos que necesitan un control más allá del que se impregna la aventura, el universo de “Jurassic World” comienza a desplegar su seducción hacia los espectadores. Nada está librado al azar en un milimétricamente custodiado guión que potencia la aventura y el romance sobre cualquier indicio de terror que, como pasó en la entrega número 2 y número 3, tendían al miedo exagerado en cada una de las apariciones de los dinosaurios. Bryce Dallas Howard y Chris Pratt están a la altura de la propuesta y brindan una pareja de cine como las de antes. El elenco secundario con Vincent D’Onofrio como el malo de turno, e Irrfan Khan, como el multimillonario inversor que sostiene económicamente el parque, y los niños, que en una eterna huida tratarán de reunirse con su tía, son los puntos más altos de un filme con gran sentido de la nostalgia por una clase de películas que hace tiempo no vemos en el cine.
No hace falta agregar que Neil Blomkamp es uno de los grandes hacedores del cine de ciencia ficción de los últimos tiempos, y mucho menos que sus películas suponen una reflexión filosófica acerca de los cambios en el consumo y de la dependencia de la tecnología. Basta repasar sus anteriores filmes (“Distrito 9”, “Elysium”) para poder comprender su profunda necesidad de darle un giro a las clásicas películas en las que los hombres conviven con androides/robots/tecnología. En “Chappie” (Sudáfrica, USA, México, 2015) a lo anteriormente mencionado se suma un análisis del control y poder de las sociedades actuales. El director imagina un futuro no tan lejano en la que robots conparten con la policía la tarea de apresar y patrullar las calles a fin de mantener el status quo vigente. La película se centrará en dos figuras antagónicas Deon (Dev Patel) y Vincent (Hugh Jackman) empleados de una empresa de armamentos llamada Tetravaal encargada de proveer los robots para las fuerzas. Mientras Deon creó Los Exploradores, los robots que actualmente acompañan a la policía, Vincent inventó una máquina (Alce) que va más allá que éstos y hasta puede volar. Claro está que el costo es mucho más alto que los de Deon, por lo que la jefa del lugar (Sigourney Weawer) no quiere innovar ni mucho menos perder tiempo en ellos. Pero así como Vincent se frustra por no poder lograr ubicar su producto, Deon también siente cierta pena al no poder colocar un proyecto de IA (inteligencia artificial) en la empresa. “Vendemos armas, no robots que escriban poesía” le grita Michelle Bradley (Weawer) y le cierra la puerta de su oficina. Paralelamente un grupo de malhechores intenta mantenerse al margen del control policial, pero cuando asumen una deuda por un atraco mal hecho, creen que en conseguir al creador de Los Exploradores para poder controlarlos, estará la solución de todos sus males. Justo deciden secuestrarlo el día que un despechado Deon roba uno de Los Exploradores rechazados por mal funcionamiento para probar su software de IA, y entre la banda de malvivientes y él crearán al robot que da título al filme, Chappie, una mezcla de ET, Cortocircuito y Robocop, con el que deberán lidiar, educándolo desde cero, casi como a un niño. Blomkamp deja la acción por un instante para reflexionar, a partir de ese momento, en cómo la desmesura de los cuerpos humanos tratarán de “domesticar” al robot, transformándose en sus profesores y acompañantes en cada paso que dé. Pero mientras Deon busca llevarlo hacia el camino de la responsabilidad y el trabajo, los “villanos” buscarán acercarlo al delito, los malos hábitos y la perversión (impagables las escenas en las que Chappie es un gangster más y habla con el slang de ellos). Entre ambos mundos es en donde Chappie, comenzará a andar, intentando responder siempre con buena predisposición a cada tarea que le sea encomendada, aún sin saber qué es lo correcto y qué no. El director deja la ciencia ficción y reflexiona sobre las relaciones actuales, encomendadas por la mala voluntad, el prejuicio y el castigo como manera de premio. Mientras Chappie avanza paso a paso en su aprendizaje, Vincent desenmascarará el robo de Deon para así poder implementar un ejército de sus creaciones con las que intentará dominar el mundo. Pero nada será fácil ni para Deon y sus aliados villanos, para Vincent, ni mucho menos para el grupo al que se le debe dinero, que verá en Chappie una posibilidad para poder delinquir sin ser descubiertos. Paradoja de la tecnología, parábola del creador superado por lo que inventa, “Chappie” es un filme entretenido, soberbio y con una dirección de cámaras envolventes, que suma en tensión a partir de la reflexión de la convivencia entre robots y seres humanos y que mantiene en vilo al espectador hasta el último segundo del metraje y nos otorga uno de los personajes más entrañables del cine de ciencia ficción de los últimos tiempos
Acercarse al universo de Naruto, el manga iniciado en 1999, a partir de “Naruto: La película” (Japón 2014) puede ser un tanto engorroso para aquellos, como en mi caso, que salvo alguna imagen esporádica en la TV nada sabe de antemano de la serie. No es porque no tenga la película una coherencia interna que posibilite conocer en detalle el microcosmos creado para esta suerte de defensores de la tierra, que harán lo imposible para que el villano de turno deje de amenazarla, no, el principal problema de este filme animado para los ignotos en sakura, senseis, bijus, jutsus y demás es tratar de abarcar la totalidad del dibujo en tan sólo 112 minutos y mantener, al menos, algo de la explosión de información que ofrece. “Naruto: La película” fue creada con el objetivo de conmemorar los 15 años de la franquicia y sumar una cinta más a la extensa serie de películas que ya se han realizado sobre el universo de Naruto y los kages, una especie de defensores que luchan juntos para conciliar la paz entre los clanes. Todo comienza en esta oportunidad cuando un pequeño Naruto conoce circunstancialmente a Hinata, una joven que termina profundamente enamorada del pequeño guerrero de cabellos naranja, y que aprovecha el humor para distraer a sus enemigos. Una bufanda roja será el objetivo de Hinata para poder conquistar el corazón de Naruto. Noches y días se la pasa tejiéndola, creyendo que así podrá llegar a los sentimientos de su compañero, sin pensar que a partir del intento de destrucción de la tierra por parte de Toneri, un excéntrico villano habitante de la luna, también se convertirá en el objeto del deseo del hombre lunar. Un triángulo amoroso se conformará entre ellos al punto de poner en vilo al resto de la humanidad por los caprichos de cada uno por mantenerse en su posición. Por un lado Toneri desplegará un siniestro plan para destruir la tierra a partir de la implosión de la luna y la proliferación de piezas lunares que caerán en el mundo. Por otro lado Naruto, ajeno a la pasión de Hinata, y desatendiendo los alertas que esta le dé, seguirá inmiscuido en sus planes. Y por último Hinata, cual Penélope que teje y desteje la inmensa bufanda roja para su amor, a quien en secreto anhela poder compartir su vida con él. La dirección de Tsuneo Kobayashi prefiere las atmósferas de transición y la utilización de múltiples estilos de animación para dotarle a un filme comercial, como es este el caso, un ambiente épico y mas artie, para poder así plasmar la fortaleza de la saga, agregándole una historia de amor que cohesione todo. La evolución de niños a adultos de Hinata y Naruto se logran a partir de la utilización de un complejo entramado de elipsis que bucean en algunos tópicos sobre la niñez que dotan a la propuesta de cierta inocencia que brilla en el filme. De hecho, una de las primeras escenas de “Naruto: La película” es en la escuela, con una consigna impartida a ambos pidiendo que cuenten con quién les gustaría pasar el resto de su vida, y si bien Hinata lo tiene bien en claro, para Naruto la respuesta le llegará al finalizar el filme. “Naruto: La película” está dividida, solapadamente, en episodios, que a medida que va avanzando la narración buscan poder dar un respiro a los espectadores para comprender la compleja historia que se teje detrás de la simple enunciación de esta película como filme animado, y que termina por cerrar el ciclo de Naruto como protagonista de una de las series más aplaudidas de los últimos tiempos.
El amor duele. El amor mata. No se puede vivir del amor. Algunas frases que en los últimos tiempos, y en un contexto hostil para las relaciones han llegado a proliferar y a convertirse en oraciones de cabecera para unos cuantos. Claro está que para la protagonista de “Abzurdah” (Argentina, 2015) de la realizadora Daniela Goggi (con vasta experiencia en TV), todas las palabras son potenciadas y en cada letra de amor o cada frase que lee ella ve una amenaza para su dolor. Es que Cielo (María Eugenia Suárez), una adolescente perteneciente a la clase alta de Argentina, necesita de alguna manera transgredir los límites impuestos por sus padres (Gloria Carrá y Rafael Spregelbrud) y va más allá en su transgresión, mucho más que cualquier berrinche o tarea incumplida encomendada. En el decidir avanzar en su relación virtual por ICQ con un admirador (Esteban Lamothe) y en el tomar algunas decisiones equivocadas para que él trate de estar cada vez más tiempo con ella, se comenzará a gestar un pequeño incendio dentro de los límites de lo establecido como relación “normal”. Goggi avanza con la adaptación del best seller de Cielo Latini con paso sólido y con una puesta en escena estilizada, con lograda reconstrucción de época y mútiples referencias a la tecnología de los años noventa, y que sorprende por que termina generando una historia íntima que bien podría, en otras manos, haber caído en el cliché de la teenflick. Cielo se emociona con su relación y avanza hasta el punto de dejar de comer para que él la siga “queriendo”, desatendiendo totalmente los mensajes que le da sobre la superficialidad de sus intenciones con ella. “Mientras estamos juntos está todo bien, pero no me pidas más”, en algún momento declama él, y ella lee “cuando estamos juntos estamos tan bien que no quiero saber más nada de otras relaciones”. Pero los mensajes y los encuentros entre ellos se espacian. La interacción en el ICQ es casi nula, y en una época en donde internet no estaba tan desarrollada ni con tanto ancho de banda, cada correo que llegaba era como un tesoro para ella. Igualmente esos mails nunca llegan. Cielo miente a sus padres, a sus amigas, a sus profesores. Falta a clase. Lo espera a Alejo (Lamothe) en la puerta de su casa. Él nunca llega. Le escribe un mail extenso pidiéndole que nunca más la contacte. Y él toma al pie de la letra el pedido. Desesperada, comienza a dejar de comer, cree que la ve gorda y por eso la dejó. Abre un blog con su experiencia. Se da cuenta que no es la única que cree que la delgadez derivada de un desorden alimenticio es algo positivo y redobla su propuesta. Goggi trabaja la historia de esta especie de Madame Butterfly adolescente actualizándola y trayéndola al siglo XXI, pero con extremo cuidado, principalmente en la etapa de la historia en la que Cielo se esfuerza por perder peso sin pasar bocado. Hay también en “Abzurdah” una reflexión sobre los vínculos filiales, la responsabilidad parental sobre los hijos, y también sobre la red de contención necesaria para poder afrontar un desvío de este tipo tanto emocional como físico. “Abzurdah” evita el lugar común y fluye gracias a las notables actuaciones del elenco protagónico (Lamothe, Carrá, Spregelbrud) y, principalmente, el esfuerzo de María Eugenia Suárez en recrear a la herida Cielo, con una interpretación natural y consistente con la propuesta que narra.
Con una vasta experiencia en el género, Kevin Greutert (“Saw”) asume el compromiso de dirigir su primera película independiente de una saga en “Jessabelle” (USA, 2014), un filme que si bien toma del estilo algunos puntos básicos para construir su trama principal, es en la evocación de atmósferas, climas y hasta un dejo nostálgico que la atraviesa, en donde encuentra su razón de ser y su disfrute. Jessie (Sarah Snook) o Jessabelle, como quieran llamarla, es una mujer a punto de dar un gran paso en su vida. Convencida por su pareja, se irá a vivir con este al hogar en donde entre ambos criarán al hijo que está por venir. Pero gracias al guión de Robert Ben Garant (“Una noche en el museo”, “Reno 911!”, “Taxi”, etc.) el disparador de la trama será un cambio en esa perfección aparente, razón por la cual Jessie deberá ir a vivir con su padre (David Andrews) a la vieja casa familiar. Hay que comentar que Jessie hace años que no veía a su padre, quien la dejó al cuidado de una tía luego del fallecimiento de su madre a pocos momentos de haber nacido la joven y sin mucha más información Volver luego de dos meses al mundo. Relacionarse con su padre nuevamente. Conocer detalles de su infancia y de su identidad. Todo va conformando un inmenso rompecabezas en el que ninguna pieza irá quedando librada al azar. Pero Jessie es curiosa, y a partir de unos viejos VHS en los que su madre se presenta hacia ella, le va narrando detalles de su gestación y crecimiento, irá conociendo una verdad que desconocía, y que habla sobre su destino, que ya estaba marcado y que nada en su vida fue porque ella torció el camino. “Jessabelle” va hilando la historia de la joven con paso lento y desperdigando múltiples indicios, que si llegan a ser desatendidos por el espectador, por los básicos golpes de efecto que Greutert dispara en algunos momentos claves del filme para cumplir con las leyes del género, impedirán la conformación total del universo previo a Jessie, eso oculto que nunca supo, y que ni querrá saber en este caso, sobre su madre y su extraño vínculo con hechizos y magia vudú. Porque justamente lo interesante de la propuesta, que seguramente puede ser tildada de repetir fórmulas y utilizar clásicos recursos que generen factor sorpresa durante toda su duración, es su capacidad para ir de a poco introduciendo una historia con características épicas y que bucea en las miserias de un pueblo y una pareja, que a partir del nacimiento de una niña intentó expiar sus culpas relacionadas al racismo que imperaba en la época. La nostalgia como constructora de género (VHS, cajas musicales, reconstrucción de época, imágenes mediatizadas, etc.) y la apelación a una cosmogenia derivada de rituales vudú, le impregnan una originalidad a la propuesta que termina potenciando lo que expone y generando tensión allí donde menos lo pensaba. “Jessabelle” es la historia de una mujer que podría haber tenido una vida feliz, pero que en su necesidad por descubrir más detalles de su identidad termina generándose una carrera hacia su propia muerte sin posibilidad de escape.
La espía equivocada El 2015 va a ser recordado como el año en que los grandes estudios más han revisitado el género de espionaje. Al esperado estreno de una nueva entrega de 007, varias producciones como Mortdecai, el artista del engaño (2015), Kingsman: El Servicio Secreto (2014) y ahora SPY: Una espía despistada (Spy, 2015), han recuperado las virtudes de un estilo que permitió forjar carreras de grandes actores y actrices, como así también de sagas inolvidables. En SPY: Una espía despistada está Melissa McCarthy como Susan Cooper, la asistente del estereotipado y elegante agente secreto Bradley Finn (Jude Law) de quien está, además de feliz por ayudarlo en las misiones, perdidamente enamorada. Pero un día Bradley es asesinado en medio de una peligrosa misión en la que intentará acercarse a Rayna Boyanov (Rose Byrne), terriblemente mala y con intenciones de matar a quien se le cruce en el camino. Susan es reclutada como agente en acción, para acercarse a la misteriosa mujer antes que ésta venda una bomba nuclear. Paul Feig, un clásico hacedor de comedias, impregna a SPY: Una espía despistada de un cuidadoso timming y de punchlines que no hacen otra cosa que reafirmar a Melissa McCarthy como uno de los nuevos exponentes de la comedia ácida y mordaz más corrosiva. Película con clave física (el cuerpo se expone en todo sentido) y verbal, es tan exacta -la precisión del guión- que justamente sorprende. Será por eso que Susan no teme ponerse en ridículo ante cada una de las misiones que será expuesta: pasará de amante de los gatos, a una sexagenaria solitaria, o a una madre soltera con cuatro hijos que parecen salidos de un campamento Amish, debiendo adaptarse a cada situación. Pero Feig no sólo expone al ridículo a ella, también será objeto de burla el agente Rick Ford (con una creación completamente diferente de Jason Statham), un imbécil y borracho que se cree más que lo que realmente es, y que meterá la pata en cada paso que intente dar en la misión. La película fluye a fuerza de gag y golpe de humor negro, convocando a lo corrosivo como material de corte para cada uno de los chistes que a lo largo del metraje apuntalan las divertidas misiones de los protagonistas. Como exponente de género SPY: Una espía despistada cumple con todos las premisas necesarias para conformar su verosímil, potenciando aquellas características comunes a los films de espías y aprovechando la tecnología y efectos especiales para redoblar su apuesta. Feig filma todo con sobriedad y dinamismo, uno de los puntos a favor de la cinta. Porque el mayor mérito de SPY: Una espía despistada es que en su aparente superficialidad y en su contenida gráfica publicitaria, hay escondida una gema que no hace otra cosa que sumar incorrección política (la gran clave de los films de Feig) y universalizar su narración a partir de una puesta en escena cuidada (travellings, paneos) y un dedicado trabajo de producción que refuerzan el sentido de ser explosivo y entretenido de la película, tan ecléctico y dinámico como su principal protagonista, la inmensa Melissa McCarthy.