Propuesta que puede atraer más como ejercicio de personaje que por su narrativa en sí. El buen desarrollo de personajes es fundamental en cualquier historia. Conocer en semejante nivel de detalle a un personaje hace posible que lo conozcas como a cualquier ser humano. Es uno de esos pequeños milagros de la narrativa, donde la cámara y la interpretación hacen palpablemente real algo que antes solo eran líneas en papel. Pero hay que asegurar que ese conocimiento profundo no afecte al ritmo narrativo como un todo. Es ahí donde se encuentra ¿Dónde Estás, Bernadette? Preguntas y Respuestas Podemos decir que la pregunta que da título a la película hace referencia a la resolución de la misma, donde claramente el marido e hija de la protagonista la buscan a lo largo de la Antártida (peculiar escenario de gran riqueza visual, al menos del modo en que lo rueda Linklater), porque hasta esa instancia es más un “¿Quién eres tú, Bernadette?”. Esto se debe a que una gran parte de los 110 minutos de película están dedicados a construir de cabo a rabo al personaje. Sus inseguridades, sus miedos, sus frustraciones personales y profesionales, su antisocialidad, su negación a sus propios problemas. Lo más atractivo, temáticamente hablando, de la propuesta, es que se trata de una mujer creativa que, al no poder crear, se vuelve involuntariamente destructiva. No tanto por la profesión de arquitecta que tiene el personaje, sino de la vida que creo por fuera de esa profesión. Si bien el espectador puede percibir que el ejercicio de personaje, al profundizar en tanto detalle, lo esté haciendo en detrimento de una narración clara, debe decirse que se aportan varios momentos de efectiva comedia, donde la protagonista se hace querer. En particular por cómo ella y su hija se enfrentan a su vecina políticamente correcta en exceso. También es necesario señalar que el tercer acto, que da título a la película, está demasiado estirado. Si bien es donde empezamos a percibir el verdadero cambio de la protagonista, el ritmo sufre por ello. El nivel visual parece ser de lo más común y corriente, sin muchas rimbombancias y al servicio de lo interpretativo. No obstante, cuando las escenas pasan a la Antártida, la riqueza visual se hace presente. El estado prácticamente desierto de los paisajes polares la da a la protagonista el aislamiento que siempre quiso, pero nunca creyó encontrar allí. En materia actoral tenemos quizás al valor más potente de ¿Dónde Estás, Bernadette? Si bien entre los secundarios hay logradas interpretaciones, como un prolijo Billy Crudup en el papel del marido de la protagonista, y una efectivamente caricaturizada Kristen Wiig como su vecina, lo que va a hacer que el espectador pague entrada (y perdonarle algunos de sus tropiezos al film) es Cate Blanchett. Ella da vida con completa eficiencia e intensa humanidad a este excéntrico personaje. Atención a una escena donde le cuenta en detalle como fue el nacimiento de su hija a Laurence Fishburne (quien pudo haber sido aprovechado mejor).
Estamos viviendo una época donde tenemos que exigirle más al cine, pero ¿qué es lo que pasa cuando llega la más reciente iteración de una propuesta que no tiene esa búsqueda? La primera Rambo, estrenada en 1982 como First Blood, combinaba en escasos 93 minutos acción, aventura y una mirada a las profundas cicatrices que los conflictos bélicos dejaron en los soldados norteamericanos. Las secuelas que le siguieron conservaron la acción y la aventura, pero los conflictos de fondo adquirieron menos y menos protagonismo, al punto de ser un mensaje de último momento que la película empuja por la garganta del espectador en un vago intento de demostrar su ausencia de frivolidad. Este forzamiento, podríamos decir, es el único pecado de las secuelas, ya que para esta instancia cumplieron su propósito de ser entretenidas… catárticamente entretenidas. Rambo Last Blood no se queda atrás, siguiendo la línea renovada de la película anterior donde la propaganda es dejada de lado, en favor de abrazar el costado animal que todos tenemos adentro, y que por las represalias no nos animamos a soltar. ¿Cabalgando hacia el atardecer? Pongamos las cartas sobre la mesa: el guion no es sólido. El retrato que hace de los mexicanos es completamente unidimensional, principalmente en sus antagonistas que no podrían tener un trazo más grueso. Hay situaciones de las que el protagonista no tendría ni por qué salir vivo (quien esto escribe no puede olvidar lo que los carteles en la vida real le hicieron a unos pobres estudiantes de cine). Hay personajes que tienen más una función informativa que dramática. El personaje podría no ser Rambo y la película retenía el mismo sentido. La estructura tiene un desarrollo extenso y bastante simplón, sin mucha tensión, hasta llegar a su clímax. Sin embargo, ¿esto hace de Rambo Last Blood una película, si hay que ser categórico, mala? No necesariamente. Primero tenemos que tener en cuenta que es una propuesta para aquellos que no le exigimos otra cosa a una película de este tipo más que entretenimiento y, fundamentalmente, para los seguidores del personaje que tenemos claro más que nadie lo que la franquicia es. Pero más importante, en lo que se ha convertido. Lo que hace disfrutable a una película de Rambo precisamente es la catarsis. Durante gran parte del metraje vemos a los antagonistas ser la gente más arrogante, violenta e indiferente a la vida de los inocentes en un grado tan alto (no muy diferente a lo que son en la vida real), para que luego nos dé una tremenda satisfacción cuando Rambo viene y los hace carne picada. Este es el objetivo de Rambo Last Blood. Estos son sus términos y, en honor a la verdad, debe decirse que cumplieron. Por muchos defectos que se tenga, el director Adrian Grunberg le imprime un ritmo muy ágil a la película, para que se llegue lo más rápido posible a la batalla del tercer acto que, como podrán imaginarse, tendrá todo el gore habido y por haber, incluso sobrepasando límites de una forma caricaturesca pero, reiteramos, catártica y satisfactoria.
El Reino, sólida narración sobre un mal universal. Una de las grandes ganadoras del Goya del año pasado llegó a las salas argentinas. Cosechando victorias en categorías tales como Mejor Director, Mejor Montaje, Mejor Música, Mejor Guion Original y Mejor Actor, El Reino se prueba una digna merecedora de semejante palmarés. Una historia sobre la influencia del poder político y la verdadera puesta en escena que puede llegar a convertirse, motorizada por los propósitos egoístas de algunos funcionarios corruptos. El Castillo de Naipes se está cayendo El Reino es una propuesta sólida, no solo por la eficiencia de un guion fluido y de mucha tensión, sino que esa misma tensión se percibe en el trabajo de cámara y la expresividad física de los intérpretes. Movimientos inquietos, a luz natural, desprovistos de cualquier artificialidad, como si fuera un documental o la captura en vivo de una unidad de noticieros en locación. Los encuadres a cámara en mano encierran sin piedad a los personajes en el conflicto que desarrolla la trama. Desde que se presenta el conflicto, la película no para, no descansa, igual que el protagonista. Debe estar un paso más adelante de todos aquellos que quieren venderlo o derribarlo. Es una historia que desafía a su protagonista hasta el último minuto, hasta el último fotograma. Obligándolo incluso a admitirse a sí mismo, a los miembros de su partido y a toda una audiencia de espectadores, si su honestidad es genuina o producto del miedo. A aceptar que conocía de dónde venía todo ese dinero, que eso era lo que disfrutaba y que el servicio público era un medio para un fin, más que el fin en sí mismo, cuando en una tensa reunión le preguntan ¿para qué se metió en política?, o mejor incluso ¿qué cree usted que es la política? Estos hombres cínicos, o bien callan o despliegan una serie de palabras que son lo que las autoridades quieren oír más que su genuino pensamiento. Un idealismo que ni ellos se lo creen, que se siente no proviene de alguien que lo haya tenido alguna vez. Es una historia que logra que sigamos a un protagonista cuestionable, en un universo que -por más español que sea- da la nota de que la ostentación a expensas del dinero de los contribuyentes es un mal mucha más universal del que realmente creíamos. Donde esa amistad en apariencia tan genuina que borda la hermandad puede volverse un “sálvese quien pueda” en un abrir y cerrar de ojos. Un cerrar de ojos que puede volverse permanente si se decide entregar a los que te rodean para evitar la cárcel. Pero si este desarrollo de personaje, de por sí aceitado, llega más lejos de lo que se propone, es por la interpretación de Antonio de la Torre. Esa astucia para negociar con políticos incorruptibles, ese amor sincero por su familia que lo redime y le da dimensiones, esa ira con los que lo abandonan o traicionan: toda la gama de expresiones faciales y corporales se abren cual abanico en la interpretación del actor. Uno de sus trabajos más memorables desde aquel inolvidable payaso malo en Balada Triste de Trompeta, de Alex de la Iglesia.
Terror a 47 metros: El segundo ataque. Una propuesta de género que no engancha por su acción ni evoca interés por sus personajes. Desde que el éxito de Tiburón inaugurara el concepto de blockbuster en el cine moderno, los tiburones como antagonistas siempre han sido una premisa popular, aunque no necesariamente con el éxito o la solidez de ese clásico de Steven Spielberg. Incluso muchos de los esqueletos en ese armario pertenecen a la franquicia madre. No obstante, hay veces donde el deseo de entretener puede ser más poderoso que el de reflexionar, y no pocas veces puede ganar la batalla. Por desgracia, Terror a 47 Metros: el segundo ataque no llega triunfante a esa línea de meta. Aguas rojas Lo emocional está presente pero no lo suficientemente desarrollado. Tampoco lo están los personajes, razón por la cual sus muertes no conmueven mucho salvo en el placer de anticipar quién va a ser devorado primero por el escualo. Ni el amor entre hermanas que desea proponer temáticamente la película, o el simple deseo de supervivencia, consiguen agilizar las escenas o siquiera hacerlas interesantes. Tiene el valor de introducir bulliesunidimensionales, pero no tiene el coraje de darle un sangriento merecido a la altura de su premisa. Una catarsis siempre bienvenida (y, por qué ocultarlo, celebrada) en este tipo de películas. Va a haber quien diga que con el pasar del metraje el bully mira a su víctima con otros ojos y acaba por respetarla, pero no, la dinámica entre los personajes no está lo suficientemente desarrollada para que esta excusa del respeto se sostenga. El sistema de comunicación presentado en la película no es creíble. Son unas máscaras, solo unas antiparras extendidas que más o menos dejan claro cómo pueden hablar debajo del agua y a esa profundidad, ¿pero cómo escuchan? En El Abismo, una película que, como esta, desarrolla gran parte de su trama bajo el agua, se resuelve esta explicación de una forma mucho más sencilla: cascos. El espectador asume, sin necesidad de que lo expliquen los personajes, cómo pueden hablar y escucharse en semejante profundidad acuática. Si esta película no tiene esa sofisticación (o el presupuesto) tendrían que haber buscado la manera de resolverlo dentro de sus posibilidades (un aparato para el oído, hacer la película sin diálogos, etc.), pero no está negación a las reglas de un universo realista claramente introducido que hace que la suspensión de la incredulidad quede destruida bajo la presión. Un discurso profundo, emotivo y solemne que evoque el valor de sobrevivir del grupo es, a esta altura, una anticipación formal que en cuanto a seriedad no evoca nada, en cuanto a ironía no evoca risas. Y es momento de recordar que ese recurso ya se usó y mejor en Alerta en lo Profundo, que era mucho más entretenida y con personajes más queribles, sin ser tampoco un ejemplo extremo de solidez narrativa. Ese discurso motivador que termina en muerte inesperada ha sido recordado y ha sido producto de tantos memes que usarlo incluso como parodia es un despropósito. Uno lo escucha y cuenta para sus adentros “5… 4… 3… 2… 1, entra Tiburón”. Eso no es un espectador congraciándose, sino diciendo “No estoy impresionado. Siguiente escena, por favor”.
Pájaros de Verano, sólida narración que rejuvenece a un modelo narrativo reconocido. La prosperidad sin sacrificar la integridad es una meta que todos deseamos, a la que algunos pocos renuncian por una desesperación que les hace ver incompatibilidad entre ambos conceptos. Este es un recurso visto infinidad de veces en el cine, pero casi siempre de la mano de bichos de ciudad. Los creadores de El Abrazo de la Serpiente nos muestran que este camino de hedonismo, del sacrificio de la integridad para acceder a la abundancia, es algo que no solo afecta a los citadinos sino también a las orgullosas tribus indígenas. Como si el hecho de ser tentados por la codicia fuese algo que nos hermana. Una Scarface Indígena Esta crítica es consciente que está tomando un término repetido por muchos medios, pero es el que mejor le sienta y el que mejor resume sus aciertos. El espectador no va a sentarse a ver un documental sobre una tribu donde solo se limitan a observar su proceder, sino que van a ver una fluida narración. Los realizadores ilustran con gran nivel de detalle los rituales y la sociabilidad de la tribu que protagoniza la trama de esta historia. Es la puerta por donde entra el espectador, y es tal la paciencia y la puntillosidad en introducir estos detalles que uno originalmente pensaría que el rigor documental nos va a privar de una historia más dinámica. Donde la intención parecería ser solo la de mostrar la realidad histórica en la que se enmarca la narración. No. Como en las mejores narraciones, el contexto es clave. A medida que avanzan el dinero y la sangre, nos damos cuenta que ofrecen una historia que probablemente hayamos visto en otras ocasiones, pero con la novedad de que es dentro del último de los contextos que nos podríamos imaginar que ocurriera. Su originalidad es esa: sin perder ese detalle, sin perder ese respeto por el contexto que se molestaron en establecer, los realizadores componen una historia de ambición, traición, amor y violencia, en donde los protagonistas ceden poco a poco a cada uno de los principios largamente impuestos por su tribu. Es de destacar la estructura de cinco actos elegida para desarrollar la trama. Si bien presentadas como cantos, este proceder narrativo recuerda a la vieja usanza ejemplificada por William Shakespeare en sus tragedias más destacadas. Porque Pájaros de Verano al final del día es eso, la tragedia de un hombre, de una familia, que motivados por el deseo de proteger y prosperar terminan, irónicamente, destruyendo todo lo que les rodea. El aspecto visual es tratado con sumo cuidado, con una gran riqueza de composición e iluminación que oscila entre lo pictórico y el realismo documental. El nivel actoral goza de prolijidad pero quien destaca es Carmiña Martínez como la matriarca de esta tribu, quien con mucha austeridad y confianza física transmite la potente emoción de su interpretación, en particular los progresivos matices que empujan a su recto personaje hacia la perdición.
Pequeña historia sobre unos protagonistas con una sensibilidad particular. El cine usa la imagen y el sonido como transmisores de lo sensorial. La imagen y el sonido son intermediarios cruciales para poder poner esas sensaciones en palabras. ¿Pero qué ocurre cuando quienes no disponen de estos sentidos deben expresar esas sensaciones? En El Panelista podremos observar que esa carencia de sentidos le permite a los protagonistas de este documental expresarse con una profundidad y sentimiento que no necesita de mayores rimbombancias, más que sus relatos. Lo sensorial más allá de la simple percepción El Panelista, si bien es la historia concreta del personaje particular, es más la historia de todo un grupo que comparte su misma condición de ceguera, y cómo dicha condición les ha agudizado los sentidos, permitiéndoles incluso poder hacer aportes científicos. Sin embargo, este último detalle es apenas una circunstancia, ya que la película elige profundizar los vericuetos emocionales de sus protagonistas. Esta propuesta no evoca en ningún momento la lástima. Ahonda en la superación lo mínimo indispensable. Es una película de cotidianeidades, de un día a día muy peculiar, de sociabilidades. Donde el tacto, el olor, el oído, no son solo sentidos, no son solo herramientas de trabajo, sino que son accesos a las sensaciones, a las emociones que tenemos todos. Donde, con perdón de la cursilería, se ilustra con acciones y expresiones que los ojos no son las únicas ventanas del alma humana. Sus protagonistas no solo experimentan dentro de los muros del laboratorio, sino afuera de él. Un experimento constante. Es una narración que se planta, que no es intrusiva, que se sabe observadora y deja que sus sujetos cuenten la historia. Cierto, este enfoque contemplativo puede atentar contra el ritmo final. Pero uno puede entender la prioridad en no afectar la naturalidad de este entorno y sus personajes, elemento crucial para apreciarlos y comprenderlos. Ejemplos claros de esto es cómo reaccionan los protagonistas ante una versión audio-descriptiva de la película Titanic. Una de ellas toma el recuerdo del visionado del film como puntapié para contar su propia historia. Sin embargo, uno más conmovedor es cuando el panelista titular cuenta la historia de cómo casi pierde a su hijo al quedar este electrocutado. Es ese relato que motoriza un segmento algo psicodélico, un gesto en apariencia poco coherente con el ritmo visual que se viene llevando, pero que por otro lado trata de guiar al espectador por esa vivencia de un modo más sensorial que una escenificación. Decantarse por esta última hubiera sido un error, uno que afortunadamente la película no comete. Entre tanto rigor científico y de cotidianeidades varias, también sabe cómo despertar momentos conmovedores de situaciones pequeñas, como atravesar un viaducto en bicicleta a toda velocidad. Es ahí donde queda resumido el espíritu de El Panelista, una historia pequeña y extraordinaria de unos personajes que gracias a esta película podrán tener más visibilidad en la sociedad.
Una galería de idiosincráticos personajes en una narración que los desarrolla poco. El cine, sin importar cuán cercano o alejado esté del realismo, es vivencia. Es aquello que le permite a un cineasta narrar desde la más absoluta honestidad. Es aquello que lo hace original, incluso si la vivencia del cineasta no es muy diferente a la del otro ser humano. Esa diferencia está en la mirada, en la sensibilidad. Sin embargo, hay ciertos límites que no deberían cruzarse y ciertas catarsis pueden hacer más daño que beneficio. Esta senda es la que recorre Nuestros Veranos. El arte imitando a la vida Tomando en cuestión que la protagonista es una actriz y directora de cine, igual que la mujer que le da vida, el espectador no podrá evitar sospechar ciertos tintes autobiográficos. Los cuales se hacen inmediatamente notorios una vez que están en la casona. La narración no solo se limita a mostrar la vida de esta familia, sino también la de su personal de servicio y la guionista que viene a trabajar con la protagonista. Los integrantes de dicha familia son una galería de personajes con idiosincrasias interesantes, pero cuando la narración se sale de ese núcleo es cuando empieza a flaquear. El detalle en sus desarrollos comienza a descender conforme avanza el metraje y uno no puede evitar preguntarse qué utilidad podrían tener para la historia como un todo. Ese deseo de abarcar mucho solo para terminar abarcando poco termina quitándole desarrollo a la que es la más que atractiva premisa de la película: una directora de cine que pretende narrar los últimos días de su hermano, quien falleció a manos del virus del SIDA, y cuyo fantasma vuelve para socavar los intentos de su hermana para materializar esa historia. Sin embargo hay mucho espacio para el amor, tanto romántico como familiar. El amor no correspondido, el afecto reclamado, y cómo estas exigencias pueden consumirnos y hasta impedirnos el seguir adelante. El pasado más como pesada cadena que aprendizaje. Un peso manifestado en el grosor de esa bruma que cierra la película, una bruma no natural, artificial dentro del verosímil mismo del film, pero simbólica de una memoria que busca claridad. Una declaración visual e incluso inteligente de una película que es un tira y afloje entre la comedia de enredos y la introspección. La propuesta visual es prolija, y Valeria Bruni Tedeschi sabe hacerse el suficiente espacio para que su oficio como directora no opaque su oficio como actriz. Su protagónico se sostiene con mucha dignidad, pero en materia calidad la interpretación de Valeria Golino, como su hermana, le da pelea, ya que ella tiene un personaje más complejo desde un punto de vista dramático en oposición a la complejidad más cómica del de Bruni Tedeschi. Una diferencia de registros que es sostenible por separado, pero plantea una mezcla un poco más exigente cuando ambas comparten escena. Es allí donde uno nota más que la película tiene claro su tema, más no su tono. Una comedia puede tener momentos de drama y viceversa, pero cuando las cantidades son iguales, el esfuerzo por compatibilizar puede llegar a confundir y quitarle lustre al producto final.
Una premisa muy conocida pero razonablemente ejecutada. Al encontrar una fórmula que más o menos funciona, los estudios de cierto éxito se aferran a ella como si fuera la de la Coca Cola, aunque al final del día el producto no tenga el mismo gusto. Un Amigo Abominable presenta a un Dreamworks que no sale de su zona de confort, pero no por ello se entrega completamente a la suerte. No reinventa la pólvora pero la utiliza para entretener y emocionar. Una receta precisa La premisa de un chico/a que atraviesa una reciente tragedia personal, conoce a una criatura extraña, y con la ayuda de sus amigos la ayudará a volver a su casa, fue vista innumerables veces, siendo el paradigma de esta fórmula el E.T. de Steven Spielberg. Un Amigo Abominable logra -de forma bastante noble- sostener una narrativa interesante sin negar sus claras influencias. Esto se debe a que la cuestión de la soledad no está tan pronunciada: aquí el acento es puesto en temas como el aislamiento familiar, la vanidad, y particularmente el permitir demasiado que nos sensibilice la mirada de los otros. El recurso de los poderes mágicos de la criatura titular consigue algunas escenas cautivantes (en particular aquellas en donde la música es un partícipe crucial), pero también debe decirse que no pocas veces bordea en una conveniencia que desafía los límites del verosímil, incluso en una propuesta de marcada fantasía. Es necesario destacar que todos los personajes tienen un desarrollo por ínfima que sea su aparición en el metraje; y no es un desarrollo porque sí. Cada cambio que experimentan es un aporte hacia la resolución del conflicto. Es también una propuesta que juega con la percepción de lo que es el antagonismo, aunque cuando la percepción se vuelve definitivamente clara, es una resolución que no puede evitar sentirse como algo forzada. Como en toda propuesta animada de Dreamworks, la comedia dice presente. En el caso de Un Amigo Abominable es más para aflojar la tensión que para producir genuinamente risas. Este detalle es solo un complemento a las sendas secuencias de acción que pueblan la película, las que si bien no dejan al borde del asiento, mantienen al espectador comprometido con la historia. El aspecto visual está prolijamente trabajado no solo en obvias elecciones de color e iluminación, también en cuestiones como movimiento de cámara o composiciones de cuadro. En las persecuciones, la cámara y el montaje son ágiles como uno espera de escenas de esta naturaleza, mientras que en las escenas más emotivas la cámara es un poco más sutil en su movimiento, bordeando los sentimientos que se complementan con el paisaje. Esto se nota particularmente en detalles tales como encuadres ubicados detrás de la protagonista mientras contempla coómo deja atrás el mundo que conoce, o cuando la cámara arquea alrededor de ella mientras toca el violin arriba de un buda al que empiezan a brotarle flores. Entre las voces podemos encontrar labores prácticamente irreconocibles de Eddie Izzardcomo el anciano multimillonario que busca a la criatura en cuestión, y a Sarah Paulson como la zoóloga que trabaja a sus órdenes. Todo esto, claro está, si el espectador puede ver la versión subtitulada.
Así Habló el Cambista: aciertos de humor negro, pero con desventajas sentimentales. La Fiebre del Oro, esa búsqueda desesperada que al día de hoy sacude a los Estados Unidos, tuvo cuantiosas representaciones cinematográficas a lo largo de la historia del cine. Para nosotros, algunos de los primeros acercamientos a cómo eran las vivencias de esa época (y no a través de films clásicos), los encontramos en los famosos Looney Tunes, donde observábamos a un personaje mover un plato metálico de aquí para ella en busca de una pepita, por minúscula que fuera, que se abriera camino entre el montón de tierra. Esa búsqueda, o al menos aquellas instancias que más veces fueron retratadas cinematográficamente, no estaban exentas de violencia. No pocas veces hacían hincapié en la codicia y el egoísmo de sus protagonistas. Los tiempos y el objeto de deseo habrán cambiado, pero los temas siguen firmes: la fiebre del oro verde que nos aqueja hasta el día de hoy, es donde se enmarca la premisa de Así Habló el Cambista. Oro Verde Desde el vamos, una detallada voz en over empieza a poblar el relato. Voz en over de un narrador omnisciente cuyo nivel de detalle, en cuanto a pensamiento y contexto histórico, ponen en evidencia los claros orígenes literarios de la película. Una voz austera y no pocas veces con ironía, una pizca introductoria en la banda de sonido del humor negro que permea a Así Habló el Cambista. Ningún personaje es un santo, sin ir más lejos es una enorme galería de amorales, egoístas e hipócritas; lo que tiene sentido con el clima ácido de “sálvese quien pueda” que propone el contexto histórico del film. Por ejemplo, hay una memorable escena donde el protagonista y su esposa andan por Buenos Aires en un taxi y se produce un atentado en plena calle. Ante esto, el protagonista sale disparado del auto para cubrirse, abandonando a su mujer. Cuando ve que el blanco no es él, vuelve al auto y -de una manera muy poco convincente- le recrimina a su mujer su falta de reflejos. Un momento de risas, pero esas risas que hacen sentir mal al espectador por experimentarlas. Una película tranquilamente puede tener un personaje que no sea querible. Sobran los ejemplos en el cine de personajes de esta naturaleza que se han ganado al espectador. La clave es cómo sortean la humanidad, los breves momentos de bondad que evitan los absolutos que conviertan a la “maldad” en una caricatura. La naturaleza humana es mucho más complicada, y es allí donde esta crítica tiene sentimientos encontrados con la película. Por un lado, esos breves momentos de afecto parecen forzados y le restan peso al recorrido. Pero por otro lado, bien podríamos hablar de un patetismo buscado, donde el personaje en sí mismo sabe estar dando gala de una sensibilidad que es más puesta en escena que sincera bondad. En el aspecto técnico, la fotografía, el diseño de arte y vestuario consiguen exitósamente sumergirnos en esa época, pero también aportándole una paleta de color más personal, cercana a los grises o los colores desaturados. Visualmente hablando, el realizador aprovechó sobremanera todas las ventajas que un presupuesto cuantioso puede ofrecer.
Afiliadas actuaciones, pero con un humor negro que puede dividir las aguas. Una de las definiciones de riesgo narrativo es la de contar y estrenar una historia con un protagonista poco o nada querible, en un contexto de humor negro. Un riesgo que duplicado no solo por la falta de identificación, sino por mostrar el lado más oscuro de nuestra humanidad sin ninguna redención posible. Esta parece ser la intención en la que se enmarca Iniciales S.G. Historia de un Francés El protagonista Sergio Garcés comparte iniciales con el cantante Serge Gainsbourg, pero le dicen “el Francés”. Es en este apodo, digamos, cariñoso, que recibe el protagonista, donde siente una onza del reconocimiento al que aspira pero le es esquivo. Su búsqueda de que Garcés sea sinónimo de Gainsbourg. Por el momento, una similitud en la acentuación esdrújula entre su nombre y el gentilicio no es mal lugar para empezar. Iniciales S.G. no es solo una apuesta destacable por ser encabezada por un personaje nada tribunero o por su acento en el humor negro, donde el espectador ve sufrir al protagonista a cada paso del camino, sintiendo que levemente se lo merece por su violencia interna. Es también una apuesta por la senda narrativa que la película elige para hacer circular a su personaje, que está completamente alejada de cualquier clasicismo. Esto es una rodaja de vida; no hay otra meta más que mostrar un par de días, decisivos y dolorosos, en la vida de un personaje. Ese alejamiento del clasicismo es lo que más ayuda a aceptar la (coloquialmente hablando) mala leche que tiene la película. Iniciales S.G. hace uso del amor por el fútbol como subtexto. Como una manera de exteriorizar, de hacer universo a la personalidad del protagonista. Ese contexto, o al menos del modo que lo asumimos a través de su punto de vista, es mostrar a la selección argentina como el protagonista: llegan a la final teniendo todo para ganar, pero por H o por B no ganan. Aunque podríamos decir que esa H o esa B podrían ser la vanidad, el cinismo y el cortoplacismo al querer una victoria masiva en el menor tiempo posible; una exigencia que se vuelve más imperante conforme uno envejece. Es situación la atraviesa el personaje interpretado por Diego Peretti. No obstante, Iniciales S.G. es en cierto modo una historia de cambio, aunque esta crítica se aventura a afirmar que un ejemplo más rotundo del mismo está manifestado en el personaje de Julianne Nicholson. Si bien al espectador le puede llegar a causar algo de lástima la indiferencia que el personaje de Peretti ejerce en ella, sus gestos, sus actitudes, y un llamado telefónico es lo que proponen esta enorme pronunciación. Párrafo aparte merece el trabajo de narración en voice over a cargo de Daniel Fanego. No es ninguno de los protagonistas, y es un recurso más novelístico que cinematográfico. Pero cuando se usa bien es cuando aporta detalles que la imagen no puede rendir por si mismos. Detalles de la historia previa de los personajes dichos por este narrador, pero ubicándolos en momentos cruciales. Es esa narración austera, disociada, pero con un fuerte dejo de ironía, es donde suele latir más fuerte el corazón del humor negro de esta historia.