Una fórmula con resultado fallido Alguien acostumbrado a consumir cine de género puede sostener que un buen film de terror tiene que respetar varios códigos: lo sugestivo (aquello que se percibe y no se ve a simple vista ni se explica), lo coherente (que no necesariamente tiene que ver con lo real), lo escalofriante (el elemento del miedo que es la principal atracción para los fanáticos) y, sobre todo, lo impredecible (aquello que no vemos venir). Con Ecuación: los Malditos de Dios (2016), Sergio Mazurek no alcanza ninguno de estos parámetros. Puede que se acerque, pero no logra explotarlos con firmeza. Por su parte, Carlos Echevarría, actor que participó en Garage Olimpo (1999), uno de los dramas clásicos argentinos por excelencia, y que supo deleitarnos con El Tercero (2013), película de temática gay en la cual se luce, interpreta a Hermes, un médico de guardia cabizbajo que está acostumbrado a la fatalidad. Lógicamente la muerte siempre le anda rondando, pero llega el momento de ser testigo directo de unos episodios fatales que involucran a un extraño anciano… Siempre el mismo anciano (interpretado por Eduardo Ruderman, casi lo mejor de la película). Esto desentrañará luego una investigación por parte de Hermes, que lleva al espectador a acompañarlo por los recovecos de un relato fantástico con toques de thriller. Hasta ahí, la película de Mazurek convence. Después vemos cómo van saliendo a flote los parches en un guión con una historia prolífera, pero que va decayendo luego de la primera media hora. A pesar de ello, cabe destacar la notable participación de figuras de renombre del cine de género nacional: Daniel de la Vega en cámara, Fabián Forte como asistente de dirección y extra, Guillermo Gatti y Martin Blousson haciendo el montaje y Pablo Parés en la corrección de color y VFX. En Lo Siniestro (2009), anterior película de Mazurek, donde una mujer de treinta años recién separada vuelve a la casa de su infancia y descubre un misterio relacionado con su familia, se aprecian también atmósferas oscuras y densas como marca distintiva, en las que el o la protagonista son los responsables de sostener toda la tensión dramática. El enfoque de Mazurek puede ser claro para con sus actores (a pesar de la poca solvencia a la hora de dirigirlos), no así con la historia en sí. Ecuación: los Malditos de Dios desembarca en los cines este mes como un proyecto que podría haber ofrecido más al espectador y que podría haberse convertido en una obra maestra del cine de género nacional. Un guión débil, una historia que no se sostiene ni engancha, además de lo retorcido y sobreexplicado innecesariamente. Sí pueden disfrutarse en algunas ocasiones el trabajo de fotografía y la mano de Daniel de la Vega en planos y movimientos de cámara como elementos que aportan belleza artística. Pero en otros aspectos, la película se queda atrás.
El infierno contraataca Pasaron veinte años y aquella película catalogada como found footage, casi la única que sentó precedentes en este subgénero, sigue intacta; no ha envejecido nada. O al menos esa es la impresión. Copiada millones de veces, odiada y amada, El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) es todo un ícono del terror de fines de los años 90. Fue novedoso acompañar en la pantalla grande a aquellos tres estudiantes curiosos por investigar una gran leyenda que poco a poco se fue haciendo cada vez más potente en su relato. La anécdota de la bruja del pueblo iba creciendo a medida que la tensión aumentaba en el film, sin necesidad de mostrar más nada que tan sólo los pasos de los jóvenes exploradores avanzando por el bosque, las hojas verdes y el sonido de su respiración agitada. Todo era sugestión. Han pasado veinte años también desde que Heather, la hermana de James, y sus dos compañeros desaparecieron dentro del bosque de Black Hills, dejando un sólo rastro: la cámara que retrató los espantosos momentos en que, supuestamente, algo o alguien los perseguía. Ahora James y sus amigos se aventuran en los mismos bosques con un dron, un GPS y varias cámaras más. Como era de esperarse, a esta tercera parte dirigida por Adam Wingard (a cargo de segmentos de V/H/S/ y V/H/S/2, y responsable de Cacería Macabra) se le adosan elementos que intentan ser novedosos: más y mejor tecnología, nuevas -y muy exageradas- manifestaciones de la bruja para incrementar aun más el miedo, y alguna que otra vuelta de tuerca. Todos estos recursos atraen en un primer momento, pero luego se convierten en pura inverisimilitud. Cabe destacar que en este género existe una línea muy delgada entre lo que está bien hecho y lo ridículo. El film de Wingard coquetea todo el tiempo con este aspecto. Luego de la segunda película de esta trilogía (El Libro de las Sombras: El Proyecto Blair Witch 2, un sinsentido dirigido por Joe Berlinger), ya resultaba impensado superar a la primera entrega, llena de intriga, tensión, y que jugaba con la mente del espectador. En una época en la que el terror aun es bastardeado tanto por cineastas como por el público, El Proyecto Blair Witch sigue siendo inalcanzable y toda una joya para atesorar en la videoteca. Vale la pena quedarse con el feliz recuerdo de una película provocadora y efectiva para su tiempo, que causó estupor y dudas en el público, que mirar de nuevo la misma historia -ahora más “lavada”-, que sólo consigue que la primera se reivindique una vez más no sólo como la mejor de las tres, sino como una de las mejores de su tipo.
¿Dónde está nuestra madre? Antes de desasnarse acerca de la película de los austríacos Veronika Franz y Severin Fiala, el espectador no debe olvidar que estamos muy lejos de la industria hollywoodense. Teniendo en claro esto, somos conscientes de que Goodnight Mommy no es pretensiosa en su afán y se toma su tiempo para contar las cosas, hecho que puede densificar el relato de alguna u otra manera. Dos hermanos gemelos (Lukas y Elias Schwarz) aguardan la llegada de su madre (Susanne Wuest), recién sometida a una intervención quirúrgica estética. Todo se vuelve misterioso cuando la mujer llega al lugar con su rostro totalmente vendado, como si fuera una momia, en una secuencia que realmente inquieta. Este contexto se irá enrareciendo cada vez más cuando los hermanos comiencen a sospechar que la mujer no es su madre. Siempre recordaré una película de terror francesa muy interesante llamada Ellos (Ils, 2006), en la que una pareja joven se mudaba a una gran mansión. El lugar, totalmente alejado de todo y de todos, encerraba un misterio e incertidumbre que la película transmitía de excelente manera. Es válido recordar este ejemplo para entender que las buenas historias no necesitan de la grandilocuencia, y que el cine europeo tiene otras formas de contarnos las cosas. Dicho esto, no queda más que disfrutar de un film lento en su relato, con climas sórdidos y claustrofóbicos bien logrados y con una mística que se renueva plano tras plano (los ambientes de la casa plagados de cuadros fotográficos de una mujer que, inferimos, es la madre en cuestión, totalmente desfigurados). La película de Franz y Fiala aprovecha bien sus recursos y en ningún momento se vuelve predecible, elemento que actualmente vemos hasta el hartazgo repetirse en el género. Es por ello que en esta época nos viene bien que aparezcan films como Goodnight Mommy, que se sostiene bastante bien aunque uno de sus desaciertos haya sido no incorporarle algún componente más vertiginoso al relato.
Relato de mi enojo con el mundo. Es evidente que en Mecánica Popular, su última película, aquel director premiado y festivalero que conocimos gracias a títulos como Buenos Aires Viceversa (1996), la divertidísima El Viento se Llevó lo que (1998) y Valentín (2002); o por su ópera prima de 1984 El Hombre que Ganó la Razón, une dramas y cuestionamientos existencialistas en un contexto temporal bien delimitado, sin duda un rasgo distintivo de la mayoría de sus obras. El tema en cuestión aquí es que al editor Mario Zavadikner (Alejandro Awada) el desencanto con el modernismo y las nuevas tendencias en lo social e intelectual, incluso en lo artístico, lo abruman. A punto de quitarse la vida en su despacho, conoce a Silvia (Marina Glezer), una joven escritora que amenaza con hacer lo mismo si su novela no es leída al menos una vez por él. Un planteo más que atrapante para un film que luego hace agua por varios frentes. La película de Alejandro Agresti tiene momentos hermosos e inteligentes, pero en ocasiones se enrosca tanto en sí misma y está tan sobreactuada por (vaya la ironía) actores de primera línea, que perdemos el foco de lo que se quiere contar. Estamos ante la presencia de una parafernalia verbal tan innecesaria como salvaje, que lo único que logra es que el planteo pierda toda verosimilitud, gracia y coherencia. Si Agresti en todo caso quiso llevar a cabo una puesta más teatral, se puede justificar tranquilamente debido a los diálogos sobrecargados de palabras, conceptos y exagerada gestualidad. Pero la realidad es otra: las personas no hablan así, ni siquiera los más grandes referentes intelectuales y culturales. Esa clase de discurso ya quedó obsoleta, por lo menos en el cine. Por su parte, las apariciones de Romina Ricci (en la piel de la ex esposa de Zavadikner, quien a su vez tiene un parecido perturbador con la joven que acaba de entrar en la vida del editor) y de Diego Peretti son una de las mejores decisiones. Ricci realiza todo un monólogo de la época de la última dictadura militar, dejando mal parado además a su ex marido por otras cuestiones más “personales”; y Peretti juega una suerte de compañero y conciencia del protagonista, éste último elemento el más pintoresco de su personaje. No hay que pasar por alto a Patricio Contreras representando al portero del edificio que se llena la boca con palabras y frases intelectuales, un personaje totalmente fuera de la realidad. En resumen, Mecánica Popular peca de ser demasiado ambiciosa, no en su planteo (lo vacío de aparentar, el carisma del “snob”, el verso del porteño, etc.), sino en su modo de presentarlo. Parecería más bien una película clasicista inspirada por un estilo “woodyallenesco”, aunque cabe destacar el coraje de Agresti de hacer algo diferente y arriesgado. Pero el riesgo también tiene su precio, y en este caso el resultado es una película fallida en su afán de representar justamente lo que tanto nos molesta de ella.
Hazte la fama y échate a correr. Mientras escuchamos la cálida voz de Ariel “Chato” Cruz, quien compuso la banda sonora de esta, la ópera prima de María Luján Loioco, se nos abre la puerta al peculiar mundo de Isabel (una convincente y debutante Mercedes Burgos), quien interpreta a la niña del título de la película, y quien corretea alegremente por los caminos de tierra aledaños a su casa. Una buena introducción para lo que será un relato cargado de emociones. La historia se sitúa en un pequeño pueblo aislado de la gran ciudad y las grandes masas, que es testigo, por el período de un año, de la construcción de un gran hotel. Isabel comienza a trabajar junto a su madre en dicho predio y pronto se da cuenta de que es objeto de atracción entre los hombres. Al principio se extraña de ello pero luego irá descubriendo que puede utilizarlo a su favor. Pero todo se irá oscureciendo. La Niña de Tacones Amarillos es la crónica agridulce de una quinceañera que, además de enfrentar un choque cultural, también está frente al descubrimiento de su sexualidad. Pero nada se dará de manera normal; todo parece estar signado por las malas experiencias y los rumores. Ella, caprichosa, enérgica y más madura de lo que aparenta, a su vez ambiciona más de lo que le da la edad. Una niña que piensa como adulta y ya sueña con cosas muy distintas a las de su grupo de amigas. El relato no carece de ritmo y se compone de paisajes (gran trabajo en la dirección de fotografía), silencios, miradas, sonidos característicos del lugar y diálogos acordes. Loioco construye el universo de Isabel de tal forma que hace que el espectador se conmueva y a la vez se desoriente. Esto no es un elemento negativo, por el contrario le aporta un toque de suspenso y atractivo a la trama, cuyos elementos se nos van mostrando naturalmente; lo que denota una madurez en la narración y un gran potencial en la construcción de los personajes y los estados de ánimo. Con sus diferentes momentos -algunos intensos y otros no tanto- La Niña de Tacones Amarillos (presentada en el BAFICI del año pasado y seleccionada por más de quince festivales alrededor del mundo) es otra gran apuesta del cine nacional que no dejará indiferente a nadie. Una película que demuestra que con pocas pretensiones y un guión y recursos simples se puede contar una gran historia.
Del policial venimos y al policial vamos. A esta altura es evidente la hermosa obsesión de Santiago Fernández Calvete por lo detectivesco y los enigmas tanto sobrenaturales (La Segunda Muerte, 2011) como más terrenales (Testigo Íntimo, 2015). La diferencia principal entre sus dos películas pasa por los escenarios donde trascurren las historias. Puede haber un cadáver o dos -la cantidad no importa- pero la muerte siempre te está pisando los talones. Aquí otro caso a resolver: el crimen de una joven mujer (Guadalupe Docampo) y dos hermanos envueltos en una maraña de secretos, mentiras y traiciones. Facundo (Felipe Colombo) es un abogado a quien no parece irle mal en nada. Tiene una casa moderna y grande, un buen trabajo y una mujer hermosa a su lado. Pero no le alcanza al parecer, ya que al mismo tiempo mantiene una relación amorosa con la pareja de su hermano (Leonardo Saggese). Todo se complica cuando la chica aparece muerta. En este punto la película de Fernández Calvete se va volviendo por demás atractiva y los diálogos vertiginosos casi no dan respiro al espectador. Algunos momentos resultan predecibles pero el trabajo de ambos actores sostiene perfectamente la trama sin deslices argumentales. Estamos ante un guión compuesto por temas y subtemas (en primer lugar cómo tapar un crimen y en segundo lugar la invasión de la tecnología en la vida de las personas) y suficientes puntos de giro como para acomodarnos en la butaca más de una vez debido a la tensión. No importa tanto con qué personaje nos sintamos identificados, o si estamos del lado del bueno o del malo. ¿Hay realmente uno bueno y otro malo? Al salir de la sala la sensación es de incertidumbre, no sobre lo visto en la película, sino sobre nosotros mismos y las relaciones que mantenemos o mantuvimos alguna vez. ¿Somos capaces de reconocer nuestras habilidades para mentir? ¿Somos capaces tanto de reconocer un hecho como de ocultarlo? ¿Somos Facundo o somos Rafael? Quizá no somos ninguno… quizá seamos ambos. Fuera de todo este planteo, la película tiene una estructura clásica de flashbacks para reforzar y recordar momentos, el suspenso característico del género y artistas de renombre a la altura de las circunstancias. Y hablando de renombre, la vemos a Graciela Alfano volver al cine, esta vez haciendo honor a la mujer corajuda y fría. Del pueblo a la ciudad, Santiago Fernández Calvete vuelve a ofrecernos climas intrigantes y finales insospechados, dignos de un subgénero que maneja muy bien. Presente en el Blood Window del pasado Festival de Cannes, Testigo Íntimo es una fiel representante del cine de género -afortunadamente- tan en boga por estos días en nuestro país.
Mi voz es el dibujo. Hay films que se focalizan en temáticas concretas. Hay otros, en cambio, que representan tópicos más universales. La libertad de expresión y la rebeldía contra determinados mandamientos sociales es un ejemplo del segundo tipo. Con frescura, inteligencia y respeto, Los Hongos (2014) retrata el sentir, pensar y vivir de dos jóvenes en plena edad de descubrimientos y cuestionamientos. Cada noche, después de la obligación que implica el trabajo, Ras (Jovan Alexis Marquínez Angulo) se dedica a lo que más le gusta hacer: pintar graffitis en distintos muros de su barrio. Durante el día es obrero de construcción y el hijo de María (María Elvira Solís), una mulata que emigró a la ciudad proveniente de la selva del Pacífico y que intenta, por todos los medios, imponerle que lleve una vida normal. Pero Ras sueña despierto con otras cosas. Luego de perder su trabajo por robarse unos tarros de pintura para terminar un gran mural, Ras atraviesa la ciudad en busca de Calvin (Calvin Buenaventura Tascón), otro joven graffitero estudiante de Bellas Artes que está atravesando el divorcio de sus padres y el cáncer de su abuela. Los chicos irán sin rumbo fijo y serán libres. Los Hongos se propone acompañarlos en ese estupendo recorrido lleno de experiencias, sin horarios ni impedimentos. Este es un intenso proceso plagado de características típicas del cine de autor. Lejos de la intención de encarar un viaje psicodélico relacionado con las drogas y el placer -como al que quizás el título de la película podría remitir- el colombiano Oscar Ruiz Navia escribe esta historia desde una experiencia dolorosa propia, según dice. Y eso es lo más rico de este relato; la posibilidad del espectador de disfrutar de la belleza y simpleza de los planos, entendiendo que “los hongos” representan la metáfora de dos seres que están sumergidos en un contexto de podredumbre y descomposición. Casi como un documental, Los Hongos representa la realidad de aquellos que aun abocados y sofocados por la rutina angustiante que significa en gran medida hoy en día vivir para trabajar, sueñan pensando en trabajar quizás sólo para poder vivir y alcanzar otros objetivos de carácter más bohemio. Como reza el eslogan del afiche, los protagonistas nunca más guardarán silencio sobre cómo se sienten. La expresión a través del arte lo es todo y ya nada podrá acallar tremenda manifestación. Oscar Ruiz Navia, premiado y reconocido en varios festivales internacionales por otros films interesantes como El Vuelco del Cangrejo (2009), con una narrativa visual imponente, sabe ofrecer una puesta atípica que no pasará desapercibida. Los Hongos significará para muchos un revelador viaje de ida.
La venganza será terrible. El director australiano debutante Joel Edgerton, además actor en películas como Warrior (2011), El Gran Gatsby (2013), y más recientemente Éxodo: Dioses y Reyes (2014), y con una participación en los dos últimos films de la trilogía de precuelas de La Guerra de las Galaxias, ahora también nos deleita con un guion inteligente, certero, con giros oportunos y cuya solidez es admirable. Dos compañeros de colegio que no se vieron en muchos años. Simon (Jason Bateman) no lo recuerda, pero Gordon -alias “Gordo”- (Edgerton) no lo ha podido olvidar. Un encuentro casual en un local comercial, una cena y regalos… muchos regalos extraños. Esto desestructura la vida perfecta de Simon y su mujer Robyn (Rebecca Hall). El orden se convierte en caos y lo que Simon creía bajo control comienza a resquebrajarse frente a las intimidaciones de su colega de escuela, que hace que viejos secretos vean la luz. Edgerton demuestra con El Regalo que es un excelente contador de historias que involucran la psiquis humana, y que sabe cómo hacer para mantener la tensión y el interés. No puede negarse que algunos momentos son predecibles, producto también de que en el cine ya prácticamente no hay nada nuevo por explotar, y menos aun en este género que tuvo su auge en la década del 90. Igualmente, tóquese el tema que se toque, se puede narrar algo simple y efectivo o, como en este caso, arriesgarse a algo un poco más complejo. El fuerte aquí será la coherencia. Plagado de climas, suspenso e intriga, El Regalo es ese thriller psicológico que no deja indiferente a nadie. Otro de los grandes aciertos del director primerizo, en lo que a largometrajes se refiere, fue contar con Jason Bateman entre sus filas, un actor visto generalmente en comedias que se luce, junto a Edgerton, explorando su veta dramática (grata sorpresa para quienes siguen su filmografía). Ambos conforman un dúo más que efectivo, un duelo de grandes artistas, una película en la que ambos trabajos actorales pesan por igual. Será difícil decidirse por uno. Se incorpora además Rebecca Hall, que hace las veces de una esposa desconfiada y racional. ¿Qué mejor que retratar un triángulo de mentiras y ocultamientos, maltratos y envidia, jugando con la sensación de que el inocente no lo es tanto y de que el malo está escondido? Saquen sus propias conclusiones. Joel Edgerton lo hizo y muy bien.
Sumergirse en lo simple. Con algo de buen jazz de fondo empezamos a recorrer este relato que tiene como protagonistas a sólo dos mujeres que le dan vida a un único escenario, como una obra de teatro: la casa de Ana (fenomenal María Ucedo), quien llega, se desensilla y recibe a Miranda (Yanina Gruden), que nos pone un poco nerviosos con su histrionismo. La Utilidad de un Revistero se centra en este encuentro entre una escenógrafa de teatro experimentada y una metiche aspirante a ocupar el puesto de colaboradora de vestuario. Ésta será una entrevista de trabajo informal con dibujos, charlas y una cena extraña de por medio. Con un nombre que vende poco y nada, la película de Adriano Salgado se va poniendo cada vez más interesante con el correr de los minutos. Un guión sencillo pero inteligente y dinámico nos envuelve en una trama con su buena dosis de suspenso (los truenos y la lluvia, por ejemplo, contextualizan a la perfección una historia impredecible). No sabemos específicamente qué pero algo anda mal entre Ana y Miranda. La incomodidad en ellas está presente todo el tiempo en un ambiente enrarecido por miradas y gestos. Dos mujeres totalmente opuestas (ambas artistas) conviven en casi dos horas de película -en tiempo real- y el espectador es testigo de situaciones diversas. Lo interesante del planteo de Salgado es partir de una historia mínima para ir desarrollándola con buen pulso y hacerla más atractiva, recurriendo al plano general en todo el metraje y aprovechando la cámara estática. Además lo sonoro juega un papel preponderante: música diegética y extradiegética adornan climas mientras las actrices salen y entran de cuadro. Elementos, todos juntos, atípicos en una misma narrativa pero bien característicos de los comienzos del Nuevo Cine Argentino. Complementa el enorme trabajo de dirección el hecho de que en el film no haya cortes. Se rodaron tres versiones de corrido y Salgado optó por la que le pareció más efectiva. Esto evidencia, además, un gran trabajo de las actrices que le ponen el cuerpo a este único acto en el que también se van modificando y moviendo los distintos objetos que hay en el ambiente. “¿Cuál es la utilidad de un revistero?”, le pregunta Miranda a Ana inocentemente. Lo que ocurre a partir de esa pregunta clave es lo mejor de la película. Hacia el final, la sorpresa también será grata.
Puedes correr pero no esconderte. Si algo podemos decir del gran maestro del cine gore es que siempre se animó a jugar con los miedos. Nadie podría negar que le teme -al menos en la fantasía- a un secuestro y la posterior tortura mientras viaja por el mundo (Hostel, 2005), un poco al canibalismo (The Green Inferno, 2013) y otro poco a contraer un extraño virus que descompone tejidos (Cabin Fever, 2002). Hoy Eli Roth está de vuelta y arremete con una temática -y ya casi un subgénero- que hemos visto bastante en el cine: un payaso malvado que persigue y come niños. Si eso no es una fiel representación de un miedo infantil y de antaño, ¿qué otra cosa puede ser? Kent McCoy (Andy Powers) es un padre y marido ejemplar. Cuando el animador que contrata para la fiesta de cumpleaños de su hijo cancela su presentación, él decide darle una sorpresa y aparecer disfrazado. No se le ocurre mejor idea que hurgar en un viejo y misterioso cofre, donde parece encontrar el atuendo ideal. Su hijo se queda encantado y su esposa maravillada por tremenda acción. Kent se duerme accidentalmente con el disfraz de payaso puesto y al día siguiente descubre que no puede quitárselo de ninguna manera. Con el correr del tiempo, Kent se sumerge en una maldición de origen nórdico bastante desconocida vinculada al lado oscuro. Si bien Roth no dirige esta cinta, El Payaso del Mal (Clown, 2014) está plagada de sus marcas de estilo. Quizá con una estética más comercial, más “americana” si se quiere, la película no provoca sobresaltos pero tiene sus buenos momentos. Sin demasiados artilugios, el film viene a darnos un pequeño respiro en este año en el que el buen terror no se hizo presente. Convengamos que Roth también juega muy bien con la tensión pero esta vez se ha volcado más hacia lo sobrenatural. Quizá ésta es la pata que le faltaba experimentar. Pero démosle crédito también al director Jon Watts, que supo construir un personaje más que interesante con un giro original rindiéndole culto al género, cuyas joyas más emblemáticas son It (1990), Killer Klowns from Outer Space (1988); algunas menos conocidas e incluso olvidadas como Clownhouse (último slasher de la década de los 80 sobre el tema) y Fear of Clowns (2004). Ni hablar del payaso que se mece en la silla en Amusement (2008). Mérito aparte merece el actor sueco Peter Stormare, quien ayudará a la esposa de Kent a combatir el mal que padece su marido de una forma un tanto drástica. Su rostro -que resulta muy familiar en el cine- encaja a la perfección con este personaje que viene a adicionar un poco de humor a la cuestión. Casi sin gore, poco terror (más bien un toque de suspendo), actores no conocidos en su mayoría y asesinatos fuera de cuadro, El Payaso del Mal podría ser para muchos una buena alternativa del género aunque no le alcance. Rescatemos que vemos al productor en acción y disfrutemos de una historia que va por otros caminos y se distingue del resto. Así puede que se disfrute más.