Es una biopic, que por supuesto tiene sus licencias, pero que deja con muchísimas ganas de investigar mucho más en enciclopedias o en Internet, sobre la historia de Hipatía y del momento social, religioso y político que se vivía en ese momento en Alejandría. Y te recomiendo también que...
¿El fin justifica los medios? Alejandría está bajo el Imperio Romano; pasaron trescientos años de la muerte de Cristo y los grupos religiosos y políticos se enfrentan por el poder. Amor, religión y hasta un poco de historia se mezclan en un film bastante extenso, de impecable fotografía. El director de Tesis, Los Otros y Mar adentro se lanza a una historia ambiciosa en la que prevalece una durísima crítica al fanatismo religioso. Primero el paganismo, luego el judaísmo y el cristianismo; Amenábar deja claro que no está más cerca de ninguno, sino en contra de cualquier extremismo. Su cine, como afirma en su propio sitio web, es un cine de preguntas, no de respuestas; y los cuestionamientos que plantea en este film son fuertes: ¿hasta dónde es capaz de llegar el hombre en sus ansias de poder? ¿Qué moviliza su fe? ¿Cualquier camino es válido para lograr lo que uno quiere o cree justo? La crudeza de las imágenes y los hechos que se narran en el film intentan dar algunas respuestas. La escenografía, capaz de transportar a cualquier espectador al tiempo mismo en donde ocurren los hechos, se luce en Ágora. Cuidadosamente recreadas, Alejandría y su famosa biblioteca otorgan, junto al color arena imperante, una atmósfera inigualable. Igual de exquisito resulta el vestuario; ambos elementos se combinan y logran la perfecta ambientación de una época de barbaries e injusticias. Con actuaciones parejas y muy buenas, la historia decae al mezclarse tantos condimentos; quizás su falla se deba a no tener una historia fuertemente definida: el film no se centra en la historia de amor ni en la religiosa ni en la política. Por otro lado, las vistas de la tierra desde el espacio sirven como recurso al principio, pero se tornan repetitivas casi sin sentido al final. Ágora es un film fuerte, violento, inquietante. Refleja a la humanidad misma y a sus propias miserias.
Este es el nuevo trabajo de Alejandro Amenábar, un director con una interesante filmografía que lo ha convertido en uno de los mejores de España, junto a Pedro Almodóvar. Sus anteriores largometrajes fueron "Tesis", "Abre Los Ojos", "The Others" y la ganadora del Oscar, "Mar Adentro". Amenábar consiguió el mayor presupuesto del cine español (50 millones de Euros) para realizar este ambicioso proyecto que representa un cambio de género muy arriesgado para el director. Rodada íntegramente en inglés, se exploran temas complejos como el origen del universo y los conflictos religiosos entre el cristianismo y el judaísmo durante el Imperio Romano. A esto se le suma un triángulo amoroso entre la filósofa Hipatia, interpretada por Rachel Weisz, un esclavo y un estudiante. El film resulta muy poco accesible para el público en general, entre los que me incluyo. Los temas me parecen nada interesantes y las discusiones se tornan eternas y densas. A los productores les costó encontrar un distribuidor en los Estados Unidos, supuestamente por las críticas al cristianismo que contiene. Lo cierto es que cuando el público elige ver una propuesta ambientada en esa época, prefiere "Gladiator" antes que una historia de este estilo. Lo único que puedo rescatar es la excelente realización. La recreación de Alejandría con sus escenarios y vestuarios es impecable. Amenábar se decidió por un proyecto audaz y el resultado no es el mejor.
Libertad de Credo El realizador Alejandro Amenábar se pone en los hombros un proyecto más que ambicioso, Agora es su quinta película luego de su gran reconocimiento mundial tras la premiada con un Oscar a la Mejor Película Extranjera en 2005, Mar Adentro. Y después de Los Otros es su segundo film en inglés. Contar una historia como ésta no es tarea sencilla, trasladar al espectador al Egipto del siglo IV es uno de los obstáculos que debió sortear y lo pudo lograr con mérito. La cinta se basa en la vida de la brillante astrónoma Hypatia (Rachel Weisz, Oscar por El Jardinero Fiel) y su lucha por salvar las sabidurías del mundo antiguo dentro de la majestuosa biblioteca. Mientras que en las calles de Alejandría se gesta una guerra religiosa entre judíos y cristianos, dentro del palacio su joven esclavo, Davo (Minghella), se debate entre el amor que le profesa en secreto y la libertad que podría alcanzar uniéndose al imparable ascenso de los seguidores de Cirilo. Agora Todo resulta perfectamente amalgamado, desde la cuidada fotografía, pasando por las buenas interpretaciones y por un resultado que deja entrever que, más allá de los siglos que pasaron, las luchas ideológicas continúan enfrentando al hombre y, más que nunca, con inútiles pérdidas humanas. Agora es una historia que merecía ser contada, para poder ser disfrutada y más aún con este nivel de figuras como elenco, el joven Max Minghella (Syriana), Oscar Isaac (Red de Mentiras), Rupert Evans (Hellboy), Ashraf Barhom (The Kingdom), Sami Samir (Natividad) y el veterano actor francés Michael Lonsdale (Munich).
Togas y piedrazos Esta superproducción de Alejandro Amenábar se centra en la lucha entre ciencia y religión en el siglo IV. No siempre las buenas intenciones resultan en buenas películas. Agora , superproducción de 70 millones de dólares que Alejandro Amenábar ( Mar adentro, Los otros ) filmó en inglés con Rachel Weisz, está planteada como una película que, a partir de contar la destrucción de la Biblioteca de Alejandría en el siglo IV (más los acontecimientos previos y posteriores a ese hecho), quiere llegar a un saludable e inteligente punto: hacer una crítica de los fanatismos religiosos y cómo han sido perjudiciales para el desarrollo del conocimiento a lo largo de la historia hasta llegar a hoy. El problema del filme es cómo lo hace: Agora no es más que una suma de discursos dichos más a los espectadores que hablados entre los personajes que debaten (cual asamblea o reunión de consorcio en togas) los puntos que la película trata. Como la reciente El origen (que al menos tenía la suficiente pirotecnia visual para distraernos), Agora necesita explicarse todo el tiempo. Pero no trata de aclarar sus complejidades de guión, sino directamente hablar de los temas del propio filme. Un filme de ideas, es cierto, no es algo que abunde entre las superproducciones. Pero Amenábar no sabe cómo crear drama a partir de ellas. Y, por otro lado, los conflictos que intenta crear -el religioso/científico; y el romántico, con tres hombres distintos que se enamoran de Hypatia (Weisz)- nunca crecen ni se conjugan. Da la sensación de que el filme es una pegatina de debates, escenas de muchedumbre (no hay mucha acción ya que los conflictos se dirimen, en su mayoría, con brutales piedrazos) y explicaciones de los avances científicos de Hypatia. Ella cree sólo en la ciencia y aborrece la idea de lo religioso. Eso la aleja del creciente cristianismo, y de las disputas entre paganos y cristianos que terminarán en la destrucción de ese monumento del conocimiento del que logran salvar poco material. Y también están los judíos de por medio, ofreciendo otro potencial conflicto. Y mientras ella trata de descifrar cómo orbita la Tierra alrededor del sol, tres hombres que fueron sus estudiantes y que siempre intentaron, sin suerte, conquistarla (parece que el amor y la pasión están más a mano de los religiosos que de los fríos científicos) van participando de los violentos cambios que atraviesa el Imperio Romano hacia su previsible decadencia. Pomposa, con apenas Weisz saliendo airosa del desafío actoral que es recitar parlamentos como si fuera una obra escolar en el tono más solemne imaginable, Agora tampoco aporta mucha acción, algo que Amenábar intenta disfrazar con ampulosos planos aéreos con los que trata, uno imagina, de mostrarle a sus productores en qué se gastó el dinero en una película cuyos temas podrían haberse debatido en un par de salones. Agora es una didáctica obra de teatro transformada en una extraña superproducción. Y la transformación resulta un híbrido casi sin vida.
Una astrónoma con más luz que las estrellas Quinta película del director español Alejandro Amenábar y la segunda que rueda íntegramente en inglés después de Los otros, con Nicole Kidman, Agora es una superproducción de enormes proporciones, ambientada a comienzos del siglo V de nuestra era y que aspira a ser varias cosas a la vez, sin decidirse por ninguna en particular. Por un lado, se presenta como cine de gran espectáculo, pleno de masas, templos y togas, a la manera de los viejos peplums (del griego, peplo, túnica), ese subgénero histórico que parecía muerto y enterrado hasta que lo exhumó Gladiador y lo reivindicaron Troya, 300 y Alejandro Magno. Pero aquí, a diferencia de un héroe hercúleo y con testosterona guerrera, hay una heroína capaz de enfrentarse a la violencia, no tanto con su belleza, sino más bien con su razón: Hipatia de Alejandría. Hija y discípula del astrónomo Teón, Hipatia está considerada la primera mujer matemática de la que se tiene conocimiento, en parte gracias al divulgador científico Carl Sagan, que en su famosa serie Cosmos la rescató de un largo olvido. Tal como la presenta el film del Amenábar, que no se pretende rigurosamente histórico (como ningún peplum, por otra parte), Hipatia era el alma de la Biblioteca de Alejandría, emanaba más luz que el legendario faro de la ciudad a la que perteneció y estaba empeñada en descubrir las leyes que mueven a los astros. Y lo habría conseguido, diez siglos antes que Kepler, salvo que el fanatismo religioso acabó con su vida y con su obra, cuando el incipiente cristianismo la mató por “bruja” (en el film lapidada, lo que en estos días le da a la película la actualidad en la que pensaron sus realizadores, por el caso de la mujer condenada por adulterio en Irán). De que el personaje es interesante no hay dudas. La actriz, Rachel Weisz (El jardinero fiel), tiene no sólo sensibilidad y talento, sino –cosa rara cuando se habla de temas científicos– parece saber también de qué está hablando: piensa lo que dice y lo transmite con apasionamiento sincero. El punto de vista religioso, a su vez, resulta novedoso, al menos en los peplums, donde el pueblo cristiano –desde Ben-Hur hasta Espartaco–- siempre es perseguido y castigado. Aquí, por el contrario, las masas cristianas que se levantan contra los paganos de Alejandría están sedientas de sangre y dispuestas a ver en el progreso y el conocimiento una amenaza a su credo y una afrenta a su Dios. “Vos no podés cuestionar tus creencias, mientras que yo no puedo dejar de cuestionar las mías”, le dice Hipatia al obispo de Cirene, que fue su discípulo. Si este costado es quizás el más llamativo de Agora, el menos lo es su convencional historia de amor, digna de un teleteatro, en la que tanto el discípulo Orestes como el esclavo cristiano Davo se disputan las atenciones de Hipatia, indiferente a ambos, ya que sólo tiene ojos para las estrellas. La nimbada luz que envuelve las escenas románticas, de neto corte publicitario, las hace aún menos tolerables de lo que ya propone el guión o la estolidez de sus intérpretes masculinos. Es que Amenábar es un director muy torpe, sin ninguna sutileza, como lo prueban algunos ejemplos extremos, pero que no son los únicos: para mostrar que el mundo está patas para arriba termina filmando el asalto de la turba cristiana a la Biblioteca con la cámara al revés; o para expresar que los humanos, vistos desde la infinidad del universo, somos apenas como hormigas, no tiene mejor idea que mostrar antes un... hormiguero. Esa literalidad elemental a la que Amenábar es tan afecto (como cuando en Mar adentro el personaje de Bardem, paralizado en su cama, soñaba con volar y la cámara se subía a un helicóptero) lo lleva en Agora a abusar de las imágenes generadas por computadora, no sólo para resolver la difícil reconstrucción histórica, sino para crear esos planos cenitales de la Tierra vista desde el cosmos que parecen levantados de Google Earth.
El director Alejandro Amenábar vuelve a los cines con otra película interesante que platea un tema que tiene más vigencia de lo que parece. Agora es una producción atípica del cine español, por el costo de producción que tuvo, que retrata las consecuencias nefastas que acarrean las religiones, que no hacen otra cosa que sembrar divisiones y esclavizar la mente de la gente cuando se practica con un fanatismo que no conduce a nada. Tal vez eso sea lo más deprimente de este film. Si bien la Iglesia Católica ya no quema a las personas que tienen una mirada distinta sobre Dios, que poco tiene que ver con los dogmas que predica esta decadente institución, todavía existe en el mundo gente como los personajes siniestros que aparecen en este film (ya sean paganos o cristianos) y la verdad es que la humanidad avanzó poco y nada en este tema. Basta con ver lo que ocurre en Medio Oriente donde la raíz del conflicto entre Israel y Palestina tiene una base religiosa. La realización de Agora es deslumbrante y ofrece un espectáculo visual imponente que recuerda las viejas producciones históricas de Hollywood, en la época en la que no existía la tecnología CGI. La película es bastante artesanal en ese sentido, donde sobresale un increíble trabajo en el diseño de producción y los vestuarios. Un inconveniente que tiene Agora es el guión de Amenábar, que además de presentar personajes fríos con los que cuesta empatizar, trata muchas temáticas complejas a la vez y por momentos el conflicto se embrolla con explicaciones astronómicas que se vuelven densas. Rachel Weisz sobresale como la famosa astrónoma Hypatia, quien pagó un duro precio por negarse a convertirse a una religión en la que no creía. Acá presenta uno de sus mejores trabajos que brindó en el último tiempo. Si bien le faltó un poco de emoción a la historia del personaje principal, Agora es una interesante película que para quienes se interesan por los temas históricos debería ser tenida en cuenta.a
Una épica romana que va más allá de las luchas Agora, una película que debe verse en pantalla grande Quienes esperen "una de romanos"; es decir, una épica histórica cargada de acción, es probable que salgan decepcionados con Agora . No es que este nuevo y ambicioso film del talentoso director chileno-español Alejandro Amenábar carezca de medios (contó con un presupuesto de 75 millones de dólares, el más caro en la historia del cine español) ni de escenas de masas o de sofisticados efectos visuales para reconstruir la ciudad egipcia de Alejandría a fines del siglo IV, pero -aún a costa de limitar el alcance masivo de una propuesta que poco tiene que ver con Gladiador o Troya - el creador de Tesis, Abre los ojos, Los otros y Mar adentro apuesta por algo bastante más audaz que los combates cuerpo a cuerpo con lanzas, espadas y escudos: las ideas. Puede también que Amenábar y su guionista Mateo Gil se hayan excedido por momentos en ciertas alegorías y paralelismos con la actualidad trabajados sin demasiada sutileza, pero en líneas generales estamos ante una película no sólo bien construida y narrada sino que además aborda con inteligencia temas candentes como el fanatismo religioso, el extremismo de cualquier origen y sus consecuencias inevitables e inmediatas: la intolerancia y la violencia. En un universo de marcado machismo y en medio de las fuertes tensiones de la época (la decadencia del Imperio Romano, la irrupción del cristianismo como fuerza mayoritaria en detrimento de judíos y de paganos, la clase ilustrada de la época), Agora rescata y reivindica la figura de Hipatia (la bella Rachel Weisz), una filósofa, científica, astrónoma, matemática y maestra -hija además del responsable de la biblioteca de la ciudad (el gran Michael Lonsdale)- que tuvo una enorme influencia intelectual y política, y dejó discípulos como Davo (Max Minghella), Sinesio (Rupert Evans) y Orestes (Oscar Isaac), todos enamorados de ella. La película expone la lucha de clases (Davo es un esclavo que se debate entre la pasión que siente por Hipatia y su creciente compromiso con las arrasadoras fuerzas cristianas), pero el eje del conflicto pasa por las contradicciones entre la razón, la ciencia y el humanismo en oposición con el fundamentalismo religioso. Aun cuando se reitera un poco durante su segunda mitad, aun cuando puede pecar por momentos de cierta solemnidad y aun cuando las espectaculares secuencias de acción (como la toma y destrucción de la Biblioteca) daban todavía para un mayor despliegue visual y dramático, Agora es un film digno de ser recomendado (fue bastante maltratado por buena parte de la crítica internacional) para su visión en pantalla gigante. Como para recuperar el placer de disfrutar de una película a gran escala que no degrada ni bastardea al espectador, en tiempos en que los pequeños dispositivos de la tecnología hogareña amenazan con cambiar para siempre la forma de consumir el cine.
Elogio de la mujer fuerte Hipatia (Rachel Weisz) es la única hija de un filósofo y enseña en el Serapeo de la legendaria Alejandría a un grupo selecto de jóvenes aristócratas romanos. Fiel a su instinto de cuestionarlo todo, es testigo privilegiada y casi inmutable de una época de cambios: la histórica ciudad egipcia se debate en virulentas contiendas relgiosas entre paganos, judíos y el floreciente cristianismo. Nada de esto aparta jamás a esta tenaz mujer de sus convicciones ni de la finalidad última de su existencia: rebatir el paradigma ptolomeico que explica el comportamiento del sol, la Tierra y los planetas, llamados "errantes" en aquel momento del tiempo. Dos hombres de su entorno más cercano la pretenden. Uno de ellos, Orestes (Oscar Isaac) es un joven alumno, pragmático y destinado a convertirse en figura prominente de la política local. Otro es su esclavo, Davos (Max Minghella), condenado a verla y escucharla todos los días sin poder abandonar su condición vil. Cuando los cristianos toman por asalto la ciudad, al sentirse provocados, Davos obedece al llamado de la nueva fe con la esperanza de ganar su libertad y se vuelve contra todo aquello que conoció desde la cuna. Sobreviene la inevitable debacle: los paganos deben sufrir el asedio y destrucción del Serapeo, e Hipatia, desterrada de sus ámbitos amados, continúa enseñando en su propia casa y desarrollando ideas que el floreciente régimen político, preñado de cristanismo, considera blasfemas y peligrosas. A la manera del "Alexander" de Oliver Stone (pero lejos de sus pretensiones solemnes y con mucha más onda), Alejandro Amenábar toma un episodio histórico y con muchísimas licencias, lo convierte en una excusa para relatar la vida de Hipatia, filósofa alejandrina del siglo IV que se destacó por sus ideas radicales en geometría y astronomía, y por la extrema libertad con la que se permitió vivir en un tiempo donde la libertad de pensamientos era nominal, protocolar. Más allá de los efectismos y las obviedades que son funcionales a la historia que se presenta, la actuación de Rachel Weisz (no por nada el peso del filme recae sobre ella) consigue momentos conmovedores . No es el mejor trabajo de Amenábar, y si tenemos en cuenta de la magnitud de la producción que encara aquí podríamos hablar de su primer fallido funcional. Sin embargo, la tensión narrativa y lo ajustado de las transiciones hacen de este filme una buena opción, sino la mejor, entre los estrenos de la semana.
Las piedras de la ignorancia Con cuatro películas muy diferentes entre sí; pasando en su ópera prima Tesis por el thriller psicológico para terminar en el melodrama de corte realista desde Mar adentro, Alejandro Amenábar es de esos directores inquietos que siempre buscan el riesgo y redoblan los desafíos en cada proyecto, sin olvidarse nunca del espectador, pero tampoco de que el cine en definitiva también es un gran negocio. Y en ese triángulo, cuyos vértices jamás se tocan, compuesto por el cine comercial, el de autor y el híbrido a veces queda la sensación de atadura a la hora de no poder amalgamar elementos. Ágora, su último y más ambicioso film que viene levantando polémicas entre defensores y detractores, es un fiel reflejo de falta de criterio y buenas intenciones a la vez, porque sus irregularidades manifiestas desde un guión que hace del maniqueísmo un uso poco inteligente se ven subsanadas por una puesta en escena a tono con el desafío planteado por el director de Los otros. También aquí puede vislumbrarse la dialéctica del trío o la coexistencia de tres elementos que se repiten a lo largo de una trama, que se ocupa -de forma elemental- de exponer las aristas oscuras de la religión cuando deviene en fundamentalismo que se repite por los siglos de los siglos llevándose la peor parte el cristianismo, en un segundo nivel el judaísmo y con mucho menos responsabilidad el paganismo tal como queda manifestado en este relato. El otro terceto lo constituye un pseudo y tibio triángulo amoroso entre la protagonista Hipatia (Rachel Weisz), una filósofa y astrónoma que en la Alejandría del siglo IV d.c. intenta enseñar a los paganos principios de astronomía preguntándose por el movimiento de los planetas al poner en práctica las teorías de Ptolomeo y de Aristarco. Sus pretendientes, alumnos ellos, son el esclavo Davo, quien duda de las bondades del paganismo y coquetea con las ofertas del cristianismo, que por ese entonces se convertiría en la religión mayoritaria y amparada por el poder del Emperador Flavio. Su rival es nada menos que el libre pensador Orestes (Oscar Isaac), quien en el futuro se convertiría en prefecto y su actitud políticamente correcta con los cristianos terminarían por condenarlo en un claro ejemplo de cobardía. No obstante, teniendo en cuenta lo que representa cada personaje, podría pensarse que Ágora es una alegoría de la lucha entre el conocimiento y el oscurantismo; la luz de la sabiduría contra la espesa negrura de los dogmatismos -que no son otra cosa que la expresión palpable de la ignorancia- siendo Hipatia el símbolo de la filosofía y el centro inmóvil (igual que el sol) por el que giran la religión y el libre albedrio, cuya ilusión de movimiento en apariencia marcaría un constante cambio ante los ojos de los hombres, cada vez más alejados los unos de los otros. Ahora bien, la torpeza de Amenábar radica en el subrayado constante y la letra gruesa detrás de las intenciones para su nueva crítica contra la religión y, en menor nivel, ciertos manierismos que terminan cansando como el abuso de los planos cenitales para dejar en claro la mirada celestial sobre las atrocidades de lo terrenal y las miserias humanas. El otro problema que arrastra desde el comienzo es la falta de ritmo de transición entre secuencias donde es justo reconocer una excelente reconstrucción histórica y una esmerada dirección en las escenas de despliegue visual, como la quema de la biblioteca de Alejandría por parte de los cristianos y esa suerte de contrapeso o justicia poética a partir de la lapidación de los mismos cristianos por parte de los judíos. Por todo ello, es justo decir que el nuevo opus de Alejandro Amenábar termina decepcionando a aquellos que estaban acostumbrados a un cine menos complaciente y menos concesivo con el gran público.
El siempre interesante Alejandro Amenábar sorprende con un peplum rústico ambientado en la Alejandría del Siglo IV: durante el comienzo prima un crudo retrato de la intolerancia monoteísta para luego dejar paso a los conflictos explícitamente políticos de la segunda mitad. En esta acertada denuncia de las supersticiones y el fundamentalismo ideológico el realizador ofrece bellas tomas aéreas, evita todo eufemismo y en especial saca provecho de la gran Rachel Weisz aunque vale aclarar que quizás el personaje de Hypatia merecía un mayor desarrollo. Clasicista y en extremo terrenal, Ágora (2009) es una verdadera rareza para el común actual de las épicas cinematográficas...
Los combates y el debate. Grandes muchedumbres, arquitecturas monumentales, mujeres con túnicas etéreas y guerreros en minifalda. El péplum es un género tan viejo como el cine. Amenábar, al igual que sus recientes antecesores (Scott con Gladiador y Petersen con Troya), quiso renovarlo. Ágora es una suerte de péplum intelectual, un intento pretencioso y fallido de reconciliar el espectáculo con la reflexión. La película recrea la cristianización violenta de Alejandría, simbolizada por la destrucción de la biblioteca real de la ciudad, una de las siete maravillas del mundo. En el centro del relato está la astrónoma y filósofa Hipatia, una bonita joven que se consagra a preservar el espíritu de tolerancia haciendo frente a los fanatismos. Ante todo, debemos señalar que no parece del todo inocente la representación de guerras religiosas en Medio Oriente, en un momento en el cual todavía asistimos a las consecuencias de los atentados del 11 de septiembre. Sobre todo si tenemos en cuenta que Amenábar es un director propenso a guiñarle un ojo a la actualidad de manera bastante directa en sus ficciones. Así es como pasamos de la realidad virtual y la eutanasia a la intolerancia religiosa, subrayando las características de los bandos para que la analogía entre pasado y presente sea clara. En su infame Pasión de Cristo, Mel Gibson culpaba a los judíos de todos los males; Amenábar carga con la misma hosquedad contra los cristianos, que son exhibidos como siniestros extremistas de barba oscura y túnica negra que rompen tradiciones seculares, persiguen agradables paganos y condenan al pueblo judío al éxodo eterno. Ágora es una superproducción española hablada en inglés, cuya acción transcurre en Egipto. Una mezcolanza insulsa que pone a las luchas religiosas, el romance afectado y los avances de la ciencia en un mismo nivel, pero se queda siempre en la superficie. El constante ir y venir entre Alejandría y el Universo en el cual resuena su destino, no deja rastros. El director asume con orgullo el artificio inherente al género y manipula las imágenes a su antojo. Su torpeza bordea lo risible cuando, para simbolizar que el mundo está patas para arriba, filma a una horda de cristianos con la cámara al revés. Amenábar abusa sin pudor de efectos digitales sofisticados para reproducir las elementales zambullidas cósmicas de su cámara en la batalla terrestre y luego se eleva de Alejandría para que todos reconozcamos los poderes divinos del realizador.
El pasado como responsable del presente La nueva y postergada película del español Alejandro Amenábar (Mar adentro, 2004) no es un film fácil de digerir, al menos con una sola mirada. Ciencia, religión, amores y odios se unen en una historia épica de más de dos horas de duración con el claro y conciso objetivo de generar polémica. Agora (2009) cuenta la historia de una mujer, de una ciudad, de una civilización y de un planeta. El ágora es el planeta en el que todos tenemos que convivir y que Alejandro Amenábar intenta mostrar junto con la realidad humana en un contexto terrenal, mientras que la tierra se hallará en el contexto universal, es decir formando parte de un todo mucho más complejo. Mirar a los seres humanos como si fueran hormigas, y a la tierra como una pelota más que va flotando en un océano de estrellas, es la intención que el film plantea y que, el propio Alejandro Amenábar recalcó hasta el hartazgo. Para lograr ese objetivo se ha jugado con el cambio de la perspectiva de la historia, uno de los puntos más interesantes de un film narrativamente complejo, en el que más allá de poner en crisis las leyes que rigen la física y la religión, hay una minuciosa reconstrucción de época. Uno de los desaciertos de la trama es el de poseer un carácter demasiado academicista, algo que le juega en contra a la hora de brindarle ritmo narrativo y que puede llegar a "aburrir" al espectador, claro está, en caso de que éste no se deje llevar por los códigos propuestos de antemano. La historia propuesta por Agora es la de dar una lectura sobre el pasado, ver cómo era aquella época, y en muchos sentidos, mostrarnos una historia del pasado sobre lo que está pasando en el presente. El público mirará la película como si se tratará de un espejo y observará desde la distancia del tiempo y del espacio, descubriendo, sorprendentemente, que el mundo no ha cambiado tanto, al menos para bien.
Pandillas de Alejandría Extraño recorrido el de Alejandro Amenábar -“¡elíptico!”, diría Hypatia, la protagonista de Agora-: cercano al cine fantástico o de suspenso con Tesis, Abre los ojos y Los otros, su cine dio un volantazo con Mar adentro, incluso con un personaje que parecía sacado de una película fantástica. Y qué decir ahora de Agora, su película más extrema; extrema aún cuando la presencia de una figura universal como Rachel Weisz, muchos efectos especiales, gran presupuesto y una recurrencia a la épica y el peplum hacían prever un megaéxito. Sin embargo fue un fracaso. ¿Y por qué extrema? Porque en tiempos de épicas romanas a lo Gladiador o 300, Amenábar apuesta a un film que sí, hace gala de su parafernalia y tiene algunas escenas de acción, pero es básicamente un film de reflexión, de diálogo, un drama romántico con aristas trágicas y una crítica al extremismo con el que se manejan las religiones. Y a lo arriesgada de la propuesta sumemos su ambición, o pretensión ya que no logra ser igual de efectiva en todos los temas que aborda: está dicho, que Agora tome todos estos riesgos no la hacen una mejor película. Aunque sí hay una decisión del director por demás interesante: mostrar a los cristianos como una pandilla de violentos y forajidos. La jugada del director con las expectativas del espectador respecto de su film, podríamos analizarla a partir del tema que se aborda: Weisz es Hypatia, conocida para la historia por ser la primera mujer matemática sobre la que hay registro. Y para más datos, su figura también es importante para los movimientos feministas, ya que por enfrentarse desde su paganismo al ascendente cristianismo que por aquellos momentos gobernaba en Alejandría, terminó siendo lapidada, supuestamente por una horda de cristianos furiosos, aunque hay quienes le adjudican al crimen a Cirilo, figura emblemática de este credo religioso. Hypatia estaba analizando por aquellos momentos, según refleja el film escrito por Amenábar y Mateo Gil, la órbita terrestre. La obsesionaba descubrir cómo era el movimiento que desarrollaba el planeta para que el sol muestre diferentes etapas a lo largo del tiempo: decididamente el movimiento no era circular. Entonces, Agora trabaja sobre las formas, sobre las más comunes y sobre aquellas que se salen de la norma, que sobresalen. Esa es la elipsis y eso es lo que intenta el director con su película: demostrar que, como antes, el cine puede apostar a un gran espectáculo que no por eso pierda la posibilidad de debate y de discutir algunos temas. Agora intenta ser esa elipsis. Sin embargo, en esta movida, Amenábar pierde buenas chances de redondear un producto más interesante. Agora no es una basura, sí apenas un producto aceptable. Y uno imagina que las intenciones del director eran mucho más altas que los resultados: se preocupa tanto por la reflexión, que la película se debate largamente en diálogos a los que les falta sustancia, emoción o mayor profundidad. Por otra parte, cuando apuesta al gran espectáculo -la destrucción de la Biblioteca de Alejandría-, le falta un manejo mayor de la puesta en escena: hay un par de metáforas visuales -como un plano que termina al revés- que son hasta indignas para un estudiante de cine. Víctima del síndrome de la sábana corta, cuando Agora quiere ir para un lado falla en el otro, y viceversa. Seguramente la demostración más fehaciente de este problema sea la subtrama amorosa: ya sea por la falta de actores más carismáticos (ni Oscar Isaac como Orestes, ni Max Minghella como Davus están a la altura de Weisz) esta parte, que atraviesa buena parte del relato y hasta es importante en el desenlace, carece de interés, de peso dramático. Por suerte, la Weisz hace de algunos parlamentos imposibles algo real, la tipa actúa con una simpleza absoluta. De hecho no pareciera estar actuando. Ella es el corazón del film. Pero, sin dudas, Amenábar es un director interesante. Y ahí está la forma en que muestra el ascenso del cristianismo contra el paganismo. Una vez que los seguidores de Jesús se instalen en el poder, buscarán eliminar también a los judíos. La forma en que ambas facciones se disputan espacios y poder se parece bastante a la que Martin Scorsese usa para construir los cimientos de su Nueva York en Pandillas de Nueva York. La venganza, la sangre, la destrucción del adversario como forma de autoimposición. Los bandos enfrentados, sin diálogo, sin posibilidad de reflexión. Igualmente Amenábar logra correrse de la fascinación del neoyorquino por la violencia y su mirada se asemeja más a una visión horrorizada. Agora, antes que una película atea, es una película orgullosamente humanista. El problema es que Amenábar no logra traducir esto en cine, no al menos de forma sostenida durante las poco más de dos horas que dura el film. Que la denuncia no sea un valor cinematográfico, no al menos en estos términos -otra cosa es la notable El rati horror show-, es un punto en contra que empaña los parciales aciertos de este extraño y demodé tanque.
Gran metáfora sobre el pasado para analizarla en su proyección al presente Alejandro Amenazar, el director de la fabulosa “Tesis” (1996) y ganador del premio “Oscar” por “Mar Adentro” (2004), nos tenía acostumbrado a un cine intimo, pequeño en cuanto a producción, pero enorme en cuanto a guión. Con la realización de “Ágora” da un salto al vacío, con una inmensa producción de un costo total de 50.000.000 de euros, recurriendo a un gran despliegue técnico y escenográfico para contar una historia antigua, ambientada entre los siglos IV y V después de Cristo en la Ciudad de Alejandría. Vuelve a repetir el método que le dio buenos resultados en cuanto a producto terminado y a taquilla con “Los Otros” (2001), una co-producción y hablada en ingles. Pero, y este es el mayor logro del realizador, no por ser historia antigua deja de ser actual, la misma sensación me produjo, salvando las distancias, el filme de Andrzej Wajda “Danton” (1982). “Ágora” refiere la destrucción de la biblioteca de Alejandría por parte de los romanos. En ese ámbito dictaba clase una mujer, rara avis en su mundo, la astrónoma y filosofa Hipatia, joven, bella, y virgen, que no tuvo acceso al amor por su amor a las ciencias. Pero todo el relato es una gran metáfora, y esto no pasa por ser una lectura intencional de un texto fílmico. Constantemente hay guiños de los guionistas y el realizador para redituarnos frente a una ficción que instala un discurso, creo que no es casual, el nombre del filme, icono de la vida en Grecia, ese espacio publico, la plaza donde se comerciaba no sólo con mercadería de uso sino que operaba como centro de cultura y discusiones filosóficas y políticas. Pero todo esto sumamente griego transcurre en Egipto, en la ciudad de Alejandría bajo el yugo del Imperio Romano. Parece una gran mezcolanza pero no lo es, ya que a partir de una construcción impecable del relato despliega un cantidad de temas de actualidad: el extremismo de cualquier índole, el fanatismo religioso, el abuso de poder, la intransigencia, la violencia, el lugar de la mujer, sus luchas, los afectos, pero por sobre todas las cosas sobrevuela constantemente la lucha todavía vigente de la ciencia contra el oscurantismo ignorante. Es verdad que para hacer más ágil al relato, construye una subtrama amorosa, pero de un amor no correspondido y conformado por un triangulo, en el que uno de sus vértices es la filosofa, en otro Orestes, uno de sus alumnos y el otro Davo, un esclavo de Teon, padre de Hipatia, que es de su misma edad y esta enamorado de ella desde niños. Ella no puede corresponder a ninguno de los dos. En relación a los rubros técnicos son de una buena manufactura, al igual que el diseño el montaje de sonido, también es para destacar las actuaciones de Rachel Weisz (Hipatia), Michael Lonsdale (Teon), en tanto el resto del elenco esta muy por debajo ambos, ¿será por falta de merito en la construcción de los personajes?, ¿será por que los actores no son ingleses y su ingles parece recitado? Algunos dirán que Michael Lonsdale es francés, si pero de padre inglés, mas allá de la chanza, las actuaciones terminan siendo el punto más bajo de la producción. Claro que también cabría preguntarse cuanto de responsabilidad le cabe al realizador que, a lo mejor, no logró extraer el máximo potencial de cada uno en su labor como director de actores.
Los realizadores cinematográficos se habían desacostumbrado a producir films épicos donde lo esencial de la guerra no fuera otra cosa que su misma violencia y los contenidos, "valor", "coraje", "romance" y "tiranía". Pero de Alejandro Amenábar podíamos esperar otra cosa. Él siempre tiene la delicadeza de crear películas que placen al público general y, tratan, a la vez, temas delicados y profundos, como la muerte (y su más allá) y el maltrato a los seres humanos. Hay también en sus obras expresiones fundamentales de compasión, que surgen tras la exposición tanto de las virtudes como de las miserias humanas. Agora es una historia de la Alejandría del Siglo IV d.C., que es a la vez una pequeña concentración de la historia cultural del milenio, aclárese, occidental. La protagonista es la filósofa Hipatia (Rachel Weisz), inteligente y virtuosa mujer que enseña a distintos jóvenes, incluidos (aunque "de rebote") los esclavos que la sociedad romana, así como la griega, mantenían como pilares de su economía y cultura. Entre ellos se encuentra Davus (Max Minghella), quien ha logrado cultivar la ciencia astronómica impartida por Hipatia, gracias al amor, como siempre casi obsesivo, que siente hacia la joven y poderosa dama, hija de Theon (Michael Lonsdale), un anciano con un elevado cargo político. Pero esa paz intelectual será rápidamente interrumpida por la intervención de los cristianos, quienes con un discurso de solidaridad por los más pobres, adquieren gran popularidad, hasta el punto de desplazar, por orden romana, a los griegos de su Serapeo, destruyendo en una orgía de odio toda la biblioteca de Alejandría. Hipatia, debe huir y continuar con sus estudios en otro sitio, aunque la cultura que vio nacer toda su filosofía haya entrado en una época de oscuridad. He leido algunas críticas severamente negativas respecto de esta nueva producción de Amenábar. Es que uno puede dejarse atrapar tanto por lo positivo como por lo negativo que está en Agora. Quizá lo más criticable sea la simplicidad o superficialidad con la que trata los movimientos sociales de la época: edad media oscurantista, la ciencia es buena, el esclavo se enamora de su ama. No obstante, esta claridad es, a la vez, una virtud -si se prefiere verlo así- en tanto concentra conceptos y los expone "para la divulgación" en una obra entretenida y bella. Pues la belleza está presente en esta película y presta espacio para una discusión bastante seria, la de la relación entre lo bello y lo verdadero. Las imágenes satelitales y astrales que pone Amenábar cobran sentido cuandCursivao se vincula la belleza y grandiosidad de las mismas con aquello que suscitaba el incesante deseo de conocer de Hipatia. Qué extraño, pensaría cualquiera, este tipo de exposición en una época donde ese tipo de imágenes no existían. Sin embargo, eso es lo que el cine permite. Algunos detalles y escenas de la obra generan un sentimiento tan atemporal como contemporáneo; no por su "vigencia", cual trasposición de contenidos, sino porque ese es el modo de comunicar un sentimiento hoy. Y para los que deseen algo un poco más new age, podrán discutir la problemática del rol de la mujer y su relación con el poder y el conocimiento. Como he dicho más arriba, a Amenábar fascina hacer sufrir a sus protagonistas en vistas a un objetivo pedagógico. Si por todo lo dicho alguien imagina arduos combates filosóficos sin sangre, temo decepcionarlos. El padecimiento no es menor que en Tesis, sin tripas, aunque sin "metamensaje" tampoco: se trata de un sintético relato de odios mutuos. Finalmente, hay algo que es menester mencionar, a saber, la posible interpretación "derechista" que propone Amenábar, la turba enardecida e inculta. Sólo posible, pues a veces la turba es enardecida y otras tantas, inculta, pero que la ciencia y la filosofía sean completamente inocentes, eso sí es de dudar. No hay conocimiento puro, ni política pura, todas se mezclan y, en Agora aparece más la influencia de la filosofía sobre la política y el padecimiento de la filosofía por el accionar despótico de los poderes instituidos. La carencia del film es, entonces, no hacer ver la urdimbre ideológica (¡y no humanista!) del pensamiento de aquella época y de todas. Aunque quizá sea esta una expresión de deseo, y no las ideas que yacen en la cabeza de don Alejandro Amenábar.
La película de Alejandro Amenábar trata acerca de la cuestión femenina encarnada en una mujer en plena subversión hacia aquello -el saber- que en la antigüedad se hallaba concentrada en el vórtice masculino. Narra la historia de una filósofa y científica griega, Hipatia de Alejandría, que supo correr por delante de la historia superando al saber de su época al vislumbrar una idea vedada durante siglos -por lo menos hasta el siglo XVI-: el movimiento de la tierra, su traslación alrededor del sol. Las tensiones en el sistema de producción antiguo son exageradamente potentes, la película evidencia aquellas fuerzas que se rebelan: las mujeres subyugadas, la corriente de saber casi extinto y la aberración legitimada a través de la esclavitud. El genio de Amenábar surge al exponer -a veces visceralmente- dichas contradicciones que aparecen por todos los intersticios del sistema antiguo, las fuerzas caóticas se liberan de su eje dando lugar a lo incomprensible: una mujer que toma sobre sí la tarea de defender aquello que la subyuga representado por el sistema heliocéntrico ligado al patriarcalismo-científico mecanismo que excluye la sabiduría ancestral de los cultos a la gran diosa antigua. Hipatia es, por tanto, una figura sintetizadora de una época que será purgada por el pensamiento “salvador” cristiano, una figura que no puede sino devenir chivo expiatorio.
El olvido de la razón Tensado entre la relativa libertad del cine de autor y los condicionantes un tanto opresivos del cine industrial, Alejandro Amenábar ha labrado una carrera interesante pero despareja, siempre afecta al virtuosismo: demostró que puede abordar thriller (Tesis), ciencia ficción (Abre los ojos), terror (Los otros), drama (Mar adentro) y ahora el género histórico, con Ágora, por igual. Lejos de la frescura de sus dos primeros filmes, de raigambre independiente, Amenábar parece padecer y no aprovechar los presupuestos millonarios a su alcance. Ágora evidencia su planteo “de autor” en la excentricidad de la historia, en lo ambicioso de los decorados y las tomas (que llegan a enfocar hasta el planeta Tierra) e incluso en cierta alegoría político-religiosa aplicada a la actualidad, que es más forzada y menos aparente de lo que parece. Hipatia (Rachel Weisz) es una joven astrónoma que dedica sus días a la ciencia en la biblioteca de Alejandría, en pleno siglo IV, justo en el momento en que una era (el Imperio Romano) termina y otra (el cristianismo) comienza. Por eso sus descubrimientos en el terreno de las órbitas espaciales y la figura de la elipse van cobrando el matiz de una cruzada solitaria e imposible, justo cuando las huestes cristianas cobran poderío e imponen su oscurantismo brutal (por otro lado ecuánime, frente a la esclavitud y ostentación profesada por los paganos). Y en el medio de todo eso, el amor imposible que carcome a Davo (Max Minghella) por su ama Hipatia, también disputada por Orestes (Oscar Isaac). Así, en el contraste entre las tranquilas (y un tanto tediosas) clases de ciencia que imparte la astrónoma y los violentos enfrentamientos callejeros entre distintos clanes es donde el filme avanza, henchido de clasicismo y majestuosidad técnica, pero sin mucho que ahondar en el terreno de la historia y los conflictos que allí se dan cita. De esa forma, lo que en un principio parece un punto de partida atractivo (una época histórica ambigua, un personaje femenino donde antes siempre hubo un gladiador) sucumbe ante las piezas fragmentadas de un rompecabezas que nunca se arma todo. El romance trunco entre ama y esclavo (que derivará en el dramático y esperado final), los avances de Hipatia en el conocimiento del universo (simplistas y demasiado “pedagógicos”), el enfrentamiento razón-superstición, no consiguen sugerir más que la mera suma de sus partes, y por eso Ágora termina siendo un filme confuso, inocuo, intrascendente. Mención aparte merece el protagónico de Rachel Weisz, quien cumple en su rol de heroína trágica, fiel a esa estampa de mujer bella y sabia en dosis iguales, si bien su frágil figura no resulta suficiente para sostener tanta grandilocuencia.
Lanzar la primera piedra Alejandro Amenábar es un virtuoso realizador que siempre supo ofrecer buen cine desde diversos puntos de vista. Ya sea a partir de su fantástica ópera prima Tesis (cuya inspiración se centra en el muy interesante texto de Román Gubern, La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas) hasta la oscarizada Mar Adentro, y Los Otros, todas sus películas mantuvieron, con sus diferencias, un mismo perfil. No suena raro entonces que Agora, esta superproducción española hablada en inglés de 75 millones de dólares, haga tanto ruido en el mundillo cinéfilo. En principio porque toca –otra vez- un tema polémico: el nacimiento del cristianismo, la diferencia entre ciencia y religión y la capacidad humana para tergiversar los escritos dogmáticos a favor personal. La influyente figura de Hipatia (una siempre correcta Rachel Weisz) en el Egipto dominado por el Imperio Romano en el Siglo VI, será el nudo de todas y cada una de las historias del film. En principio como la filósofa encargada de formar a jóvenes estudiantes, luego como la protagonista de un blando trío amoroso que nunca llega a tomar trascendencia y finalmente como la consejera y principal disputa de una civilización dividida por las ideologías imperantes que poco a poco ganaron espacio en el fervor popular. Porque más allá de la trifulca naciente entre judíos y cristianos, la intención de Amenábar es subrayar –tal vez en extremo- la capacidad del razonamiento para excusar en el don divino cualquier atrocidad. Allí, donde la denuncia suena como un grito desesperado de atención hacia el conflicto en Medio Oriente, aparece el humano como simple individuo cuya ignorancia le permite justificar todo acto de violencia, todo homicidio aberrante, como una coartada que tiene por fin único aquello que siempre fue el objetivo principal de toda contienda: la obtención de poder. En este sentido, Agora se transforma en una punzante protesta contra los fanatismos divinos del hombre, tan presente y tan marcada como lo hicieron –aunque en un modo muy distinto- los Monthy Pithon en La vida de Brian, alegoría absoluta sobre la interpretación subjetiva que desprende cualquier escritura divina. Más que biopic sobre la figura de una brillante matemática y filósofa, esta pomposa superproducción con predominantes planos cenitales (aquel lugar desde donde Dios mira a sus discípulos) intenta plantear la polémica de cómo la necesidad de la creencia religiosa sirvió como alegato de todo lo que no está al alcance de la razón. No hay explicación, no hay fundamentos, no hay posibilidad de diálogo, es así o no será. El individuo como destrucción de toda construcción práctica (cristianos incendiando la Biblioteca de Alejandría), permite varias lecturas sobre cómo evolucionaron los dogmas desde aquellos días hasta hoy. Las incipientes alegorías y la sorprendente incapacidad para desarrollar los correlatos presentados no impiden que Agora ponga en evidencia que, para disfrutar de una historia épica, no es necesario mostrar siempre espadas, batallas y guerreros. Porque no sólo de ellos se ha construido la historia.
El doble peligro de llamarse Hipatia Son las palabras, la sentencia, con la que Hipatia desafía a la inquisición de aquellos tiempos (s. IV, d.C.): "Creo en la filosofía". dice, y es dictamen suficiente para entender la necesidad de condenarla por brujería, por indagar los cielos desde el doble peligro que significan la matemática y el saber femenino. Hipatia se convierte en bisagra de un mundo que se desmorona mientras otro se yergue, receptáculo de razón que persevera en los secretos de los libros, que molesta como el tábano todavía socrático. Uno de los momentos más exasperantes de Agora, última película de Alejandro Amenábar (Tesis, Los otros), es el de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. Ante el alud cristiano imparable que Amenábar rápidamente permite asociar a un hormiguero , la protección de los libros es el reclamo inmediato que asalta a Hipatia. La desesperación por salvar un libro más, y otro. Porque tal como Umberto Eco y Jean Claude Carrière confirman en su diálogo Nadie acabará con los libros (Lumen), el destino de todo libro parece ser el fuego. Agora se anima a indagar en un momento crítico de la civilización desde la revelación y denuncia del fanatismo religioso y cristiano, desde la construcción del "otro" como enemigo que definir para destruir. Primero el culto pagano, luego la molestia judía. El juego político queda relegado de a poco, y con él el uso de la palabra, herramienta desde la que se constituye el hombre público, el que habita la plaza de voces, el ágora. Es por ello que la manera de morir, de ser asesinada, de Hipatia no puede ser menos sintomática: es la palabra -su respirar lo que se le prohíbe. Sin ejercicio de la palabra, sumisión entonces a los designios de la Escritura. Nada de política, de filosofía, de dudas. La Hipatia de Amenábar puede estar más o menos basada en lo poco y contradictorio que se sabe de la Hipatia histórica, pero sí es expresión clara y todavía molesta de los tiempos actuales. El film, de hecho, ha sido atacado por sectores conservadores de una manera visceral. La Hipatia de Agora insiste en su observación de los cielos y en su conclusión de la elipse como móvil del planeta. Con ello desmorona una concepción de mundo, de una manera mucho más peligrosa que la que suponen tanto los dogmas ciegos como las armas asesinas. Además, Hipatia predica en su escuela, por fuera de todo culto que no sea más que el del pensar, bajo la égida que supone la equidad entre los miembros del grupo. Hipatia, entonces, como mártir cierta -y no construida como efigie mentirosa, sacra, y que esconde a un asesino , que preludia a tantas otras brujas, a tantos otros filósofos, mientras asume las consecuencias del uso de su palabra. Como Sócrates, Bruno, Galileo, y tantos más.
Algo habrán hecho Alejandro Amenábar vuelve a la carga, de un thriller como "Tesis" (1996), o pasar un drama biográfico: "Mar adentro" (2004) a su maravillosa y mejor obra: "Los otros"(2001), este realizador siempre supo armar historias sólidas desde un guión, y ahora remarca una narración ardua en tema producción y de altísimo costo (75 palitos verdes). Hipatía (una notable Rachel Weisz) es filósofa, astrónoma, venerada maestra por sus discípulos -tanto que hay tres locos por ella-, en el Siglo IV, cuando Egipto -Logradísima recreación de Alejandría mostrando sus maravillas del mundo como el Faro y la Biblioteca- se hallaba bajo el Imperio Romano, y las revueltas y conflictos religiosos estaban a la orden del día. Precisamente esa intolerancia, ese fanatismo desquiciado que lleva a enfrentar a los seres humanos entre ellos por un Dios que quizás sea el mismo, sigue tantisimos siglos después en absoluta vigencia, ergo especificando que mucho no evolucionamos. Así es que la mujer en una época de hombres, donde no había cabida para las hembras, menos ser pensante, formada, de ideas propias, y sugerir por ejemplo a un cristiano: "Tú no puedes cuestionar tu fé, yo debo hacerlo”, está mostrando sus claros principios. Su actitud parece semejarse a Galileo Galilei, que en otra época y tiempo pasó por su cuestionamiento. Dentro de una estrucutura de excelencia cinematográfica, buenos efectos, decorados relevantes, vestuario, correctas actuaciones siempre creíbles, y una estupenda fotografía, el filme se hace merecedor de elogio y ser destacado en cuadrito de honor entre lo mejor estrenado este año, sin dudas.
Las superproducciones de tono épico suelen prodigar un gran espectáculo, con personajes y diálogos estereotipados. Por eso era un verdadero desafío para el español Alejandro Amenábar (“Los otros”), hombre que suele frecuentar otros climas cinematográficos, encarar un “mainstream” y salir airoso. El asunto arranca en Egipto, en el siglo IV. Hay violencia religiosa en las calles de Alejandría. Un desborde imparable que alcanza la célebre Biblioteca de la ciudad. Atrapada entre sus paredes, la astrónoma Hipatia, lucha secundada por sus discípulos, para salvar esa fuente de conocimientos. En ese grupo, dos hombres se enfrentan por su amor: el privilegiado Orestes y Davus, joven esclavo de Hipatia, quien se debate entre su amor secreto y sus ansias de libertad que lo impulsan a unirse a los cristianos. Amenábar consigue un relato noble y bien documentado, sin vulnerar las reglas de un género donde caben la pasión y la aventura junto a la precisión histórica.
La batalla entre la fe y la razón Puede resultarle raro al espectador encontrar un debate de ideas dentro de una película que parece lo que hace algunas décadas se identificaba como "una de romanos". A pesar de que el director Alejandro Amenábar ("Los otros", "Mar adentro") se preocupa por deslumbrar al espectador con una reconstrucción de época impresionante y de cuidar la realización de las escenas de acción, lo más interesante de esta película está en el conflicto entre la razón y la fe religiosa. El filme se centra en el personaje de Hipatia, una mujer que concreta una verdadera revolución en su época al discutir temas filosóficos de igual a igual con sus colegas y sus estudiantes, todos varones. Preocupada por desentrañar el secreto del movimiento y la trayectoria de los cuerpos celestes, esta astrónoma y matemática no advierte que el fanatismo religioso que la rodea va tomando un cariz violento, al punto que los enfrentamientos entre paganos, cristianos y judíos pronto dejan de ser verbales y comienzan a dirimirse a piedrazos. Hipatia, amada por dos de sus discípulos y también por uno de sus esclavos, sólo tiene tiempo para sus estudios, que lleva a cabo en la legendaria biblioteca de Alejandría; le tocará verla devastada y reducida a cenizas por la acción de una horda vociferante que no deja nada en pie. La bella Rachel Weisz da el tono justo a su personaje, y alcanza un equilibrio que no logra el resto de elenco (con la excepción de Michael Lonsdale, el padre de la protagonista) a la hora de darle consistencia a los discursos conceptuales que abundan en el guión. Amenábar alterna las escenas en las que los personajes confrontan ideas con cuadros de acción enmarcados en una soberbia ambientación; logra de esa manera redondear una propuesta atractiva, con buen ritmo narrativo y gran despliegue visual que, además, deja bastante material para el debate posterior. Es que la lucha entre quienes no pueden dudar de lo que creen y los que dudan metódicamente para poder avanzar en el conocimiento es tan vieja como el mundo.
Alejandro Amenábar es un director que realmente admiro, pero cada vez me voy convenciendo más que esa admiración se debe a sus dos primeras y sorprendentes películas. Tesis y Abre los ojos fueron dos thrillers que lo colocaron en boca de todos, el material ideal para el lanzamiento hollywoodense que tuvo con la remake de su segunda película (remake anémica, pese a estar dirigida por Cameron Crowe y protagonizada por Tom Cruise) y con su tercer film como director, Los otros, protagonizada por Nicole Kidman, una película más lúgubre y con menos nervio cinematográfico (y mucha menos sorpresa) que las anteriores. Después volvió a España para realizar un drama como Mar adentro, que, lauros aparte, lo mostró como un director maduro, definitivamente alejado de sus primeros y consagratorios filmes, y en este, su quinto largometraje, se ocupó de acentuar su afición al cine americano, entregando una película costosísima (50 millones de Euros, la producción más cara del cine español, un dato que se veía venir de un realizador como Amenábar) que se viste de peplum americano clásico, sin poseer la energía que requiere este género. Ágora narra la vida de Hipatia, una mujer que sufrió la tortura de haber concebido teorías astronómicas demasiado adelantadas para su época, y de haber vivido en un tiempo y un lugar convulsionados por una terrible guerra de credos. La historia daba para un film fascinante, a lo que Amenábar responde con una superproducción que no teme exponer su fastuosidad, y que brilla sólo por los aspectos externos. El problema principal es que la historia le sirve de excusa a Amenábar para adentrarse en un universo de temas y conflictos (la lucha entre cristianos y paganos, el amor que sienten por Hipatia Orestes, futuro prefecto de Alejandría, y Davo, esclavo que luego se une a los cristianos, los elementos de la cultura greco egipcia que se reunen en la legendaria Biblioteca de Alejandría, las revolucionarias teorías astronómicas de Hipatia, etcétera), que deberían estar atravesados por la figura de Hipatia, pero terminan por opacarla. Amenábar intenta que Hipatia sea el hilo conductor del relato, pero son tantos los temas que aparecen, que no termina de saber cuál de ellos privilegiar, y este despliegue atenta contra la evolución del propio personaje. De ese modo, asistimos a un peplum hecho y derecho, clara excusa para un discurso a favor de la convivencia entre distintos credos, que evoluciona hacia un agnosticismo puro, ponderando la vocación científica del personaje y tomando a las religiones como la cuna de fanatismos capaces de colisionar y destruir, a su paso, la historia y la cultura de los pueblos. Pero también nos toca presenciar un drama romántico por partida doble, en uno de esos guiños alla americana que suelen ser el quiste recurrente de cualquier aventura histórica (si hay algo insoportable de esas producciones, es cuando se ven obligadas a imbricar el conflicto grupal con el individual, y para efectuar esto no se les ocurre otra cosa que recurrir a algún amor complejo, no correspondido, o a alguna de esas variantes tradicionales, que poco tienen que ver con el trasfondo histórico y sólo existen para lograr una empatía forzada entre personaje y espectador). En el medio de estos dos extremos está Hipatia y una convincente Rachel Weisz, quien se toma muy en serio su personaje, y permite que el tono épico se sostenga, aún pese a sus múltiples subtramas y al quiebre en dos del relato, otro elemento que poco ayuda a la cohesión del film. Se sabe que Amenábar se ha deglutido el módelo americano, y que sus obras son muestras cabales del talento de un realizador coherente con su afición a este módelo de géneros. En todas sus producciones ha sabido exponer su perfeccionismo técnico y su solidez narrativa, pero aquí se ha indigestado en el denodado esfuerzo por hacer que su film dispare en múltiples direcciones sin dejar de presumir su importancia. Son tantas las direcciones y tanta la necesidad de imprimirle importancia al film, que en el medio ha quedado la pulsión y la energía que ostentaban sus primeras películas, la esencia que lo supo posicionar como el niño mimado del cine español, a fuerza de acoplarse con astucia y vigor al modelo americano. Vigor que aquí brilla por su ausencia, o ha sido sepultado entre tanta pompa y tanta tela para cortar. Ante un film grandilocuente y pesado como Ágora, sólo queda la ilusión de que Amenábar vuelva a ser el joven prodigio y vital que supo ser en sus comienzos.
Cine y espectáculo La ciudad viene teniendo un cierre de año que no le hace honor a este 2010 sorprendente, que estuvo lleno de buen cine de diferentes latitudes del mundo, pero que en sus últimos días se encuentra dominado por la impertérrita hegemonía norteamericana. Puede ser todo un dato que la única película no estadounidense estrenada el fin de semana en los grandes complejos de la ciudad sea el mejor testimonio del colonialismo cultural en que vivimos: producida por España, Agora es curiosamente un filme hablado en inglés a pesar de que transcurre en los inicios del siglo V en Egipto, más precisamente en la legendaria Alejandría. No se trata por supuesto del único desliz que se permite el director Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos), que en algún momento fuera gran promesa de la cinematografía ibérica, hoy definitivamente trunca, pero resulta suficientemente ilustrativa de la situación en que se desarrolla el séptimo arte en casi todas las latitudes, Córdoba incluida. Agora puede ser también buen ejemplo de cómo la fórmula, o quizás los lineamientos impuestos por los cánones hollywoodenses, pueden truncar un tema fértil, una historia apasionante, que parece nacida para el cinematógrafo (que el autor de esta columna considera como uno de los ámbitos naturales de la filosofía). Su protagonista es nada menos que Hipacia de Alejandría (cuyo nombre aparece mal traducido aquí como Hipatia), destacada filósofa y maestra neoplatónica griega, conocida por ser la primera matemática y astrónoma de la historia, y cuya vida terminaría cegada por el cristianismo en ascenso en los inicios del siglo V, en medio de fuertes disputas con el judaísmo y el paganismo. La versión Amenábar de su vida pretende emular a los viejos “péplums” norteamericanos e italianos, aquellas películas de grandes producciones y enormes aspiraciones que intentaban narrar las gestas bíblicas, casi siempre apelando a un tono idílico y romántico (caso Ben-Hur, Espartaco, Rey David), y que supo resucitar a inicios del siglo de la mano de Gladiador. Y quizás el gran defecto de Amenábar sea precisamente el haberles sido demasiado fiel a ésos modelos, apostando al artificio y la espectacularización de la historia, pero clausurando así las posibilidades mismas del cine: su capacidad mágica para recrear la experiencia vital de otros tiempos y de otras culturas. Ya el primer plano del filme parece revelar el ego del director: la tierra entera aparece encuadrada en él, mientras se nos introduce al tiempo histórico que veremos, y a la figura que abordará. Hipacia (o Hipatia, como prefiera, interpretada por Rachel Weisz), es una joven y bella filósofa muy respetada en su comunidad y por sus alumnos, en la agitada Alejandría de fines del siglo IV, donde conviven el paganismo, el cristianismo en ascenso y el judaísmo, bajo la égida del imperio romano. Tiene una obsesión: develar los misterios de los astros, en especial el movimiento de los planetas (una de las “licencias” de Amenábar consiste en postularla como la descubridora del sistema heliocéntrico, ¡1.200 años antes que el verdadero, Johannes Kepler!), e intenta mantener a sus alumnos al margen de las disputas políticas y religiosas. Su padre, el filósofo y matemático Teón, es el prefecto del lugar, y debe lidiar diariamente con aquellas tensiones, que por supuesto no tardarán en llegar a la violencia extrema, y en un estallido terminará por acabar con el reinado pagano. Amenábar no se priva tampoco de introducir una disputa amorosa por Hipacia entre Orestes, su discípulo y futuro prefecto, y un esclavo de ella, Davo, que terminará revistando en las filas cristianas: la lucha entre oscurantismo y razón terminará reducida así a un triángulo insulso, aunque el enemigo mayor de Hipacia terminará siendo Cirilo, líder despiadado de los católicos. Las licencias que se toma Amenábar (que son muchas y nada menores por cierto) no serían importantes si no revelaran el espíritu que mueve a la película: hacer de todo un gran espectáculo, pretender contar un momento trascendental para la historia de la humanidad, que por supuesto tiene su pertinencia contemporánea (las analogías con nuestro tiempo no parecen casualidad). Poco importa en realidad la relación entre la fe y la razón, a pesar de que el filme parezca destilar una mirada atea (o humanista): el plano cenital que abre la película volverá cíclicamente cada vez que haya un enfrentamiento, emulando la mirada de Dios. Tampoco cuenta la fidelidad histórica (a pesar de la gran reconstrucción de escenarios, vestimenta y arquitectura), pues la caricaturización y la manipulación son regla, y así los creyentes aparecerán siempre como una horda de bestias, en especial los cristianos (quizás la única particularidad del filme consista en mostrarlos como victimarios); como menos aún interesa el realismo dramático, roto cada dos por tres por una banda de sonido omnipresente, o por planos que se van más allá de la tierra pero donde se siguen escuchando los sonidos de los protagonistas. Sí resulta claro que Amenábar quiere condenar los fanatismos religiosos, pero curiosamente utilizará sus mismos instrumentos para hacerlo (manipulación, distorsión, espectacularización), y el resultado será un filme más digno de la televisión, a pesar de sus 75 millones de dólares de costo, de sus grandes escenas de masas, de sus efectos digitales y de sus precarios debates filosóficos. Por M.I.