En el comienzo de “Alicia y el Alcalde”, de Nicolás Pariser, conoceremos a Alice (Anaïs Demoustier), una empleada asociada a la comunicación que se traslada de Londres, Inglaterra, a Lyon, Francia, para trabajar en la alcaldía dirigida por Paul Théraneau (Fabrice Luchini), un político de larga data, en una ciudad que tiene algunas exigencias por parte de sus ciudadanos. Los primeros minutos del relato son claves, porque nos muestran a Alice llegando al inmenso palacio gubernamental, un barroco edificio plagado de ornamentos, lámparas antiguas y oficinas pequeñas que desnudan la inmensa burocracia del lugar, y recibiendo indicaciones, breves, por parte de Melinda (Nora Hamzawi), quien responde a la incorruptible Isabelle (Léonie Simaga), la persona más cercana al Alcalde. “Llegaste para un puesto que no existe más, pero se ha creado otro para vos”, le dice Melinda, y Alice, agotada por esa información de último momento, asiste, desganada a un nuevo encuentro con Isabelle. “Tu función será crear, a futuro, planes estimulantes para el Alcalde, escribirás notas que él luego leerá”, le dicen. Atónita, sin saber cómo seguir, lo peor no está aún dicho. En su inentendible encuentro con Théraneau, intentará comprender qué necesitan de ella. “Yo hace tiempo que no puedo pensar, no tengo ideas, así que necesito que me ayudes”, le explica su superior. “Alicia y el Alcalde”, desde ese momento, comienza un intenso camino en el que la construcción de la dupla protagónica se sostiene mostrando sus claroscuros sin subrayar de manera unívoca sus personalidades. Al contrario, en cada escena se muestran nuevos colores que revelan nuevas y potentes capas de cada uno. La corrupción, los hilos ocultos de los manejos políticos, las dificultades para lograr un verdadero reconocimiento, la manipulación, y por último la verdad de los vínculos, consolidan su propuesta narrativa, que se enriquece con la mano segura de Pariser para contar este cuento. Demoustier y Luchini brillan en una historia oscura, mostrando diferentes aspectos y tonos de sus roles, guiados hacia una potente reflexión sobre el maniqueísmo político, velamientos, y en donde la mirada decepcionante de la sociedad, es tal vez, su principal motor, logrando un intenso relato sobre vínculos y pasiones.
Más palabras que emoción. Alicia y el alcalde es la segunda película del director y guionista francés Nicolas Pariser, que formó parte de los prestigiosos festivales de Cannes y San Sebastián en el 2019. Está protagonizada por Anaïs Demoustier y Fabrice Luchini, acompañados de Nora Hamzawi, Antoine Reinartz y Maud Wyler, entre otros. La historia se centra en Alicia (Demoustier), una joven filósofa contratada como asesora del alcalde de la ciudad francesa de Lyon, que atraviesa una crisis existencial tras treinta años de actividad política. Entablando así una relación de amistad, en la que ella gana lugar dentro de su círculo íntimo y él la consulta sobre cuestiones importantes además de compartirle su experiencia. El principal problema de esta película es que prioriza los conflictos laborales por sobre los humanos. Lo que da como resultado una exhibición clara del trabajo que se lleva a cabo dentro de una alcaldía desde el punto de vista de una empleada nueva. Algo que puede llegar a generar aburrimiento en los espectadores, que no logran empatizar con sus personajes ante la ausencia de conexión con sus motivaciones y la falta de gags efectivos. Motivo por el que se desaprovecha a un actor de la talla de Fabrice Luchini, cuyo personaje se limita a recitar largos monólogos informativos en los que filosofa acerca de cuestiones políticas en lugar de entablar una conversación con los demás. Así como también queda en segundo plano lo verdaderamente interesante, que es la forma en que repercute este trabajo demandante en la vida privada de Alicia, y especialmente las tensiones que genera en sus relaciones sentimentales. En conclusión, Ana y el alcalde parte del mismo planteo argumental que El discurso del rey, que es el de la relación entre un mandatario y su asesor. Pero se diferencia del primero al poner el foco en las cuestiones estrictamente laborales, dejando en segundo plano las consecuencias de estos en el entorno que los rodea, que es lo realmente interesante.
El extraño mundo de la política La relación laboral que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon y una profesora de filosofía expone un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad. La tarea de convertir al mundo de la política en un ambiente humano parece más cerca del orden de los milagros que una obra posible en la realidad del siglo XXI. Así de desprestigiada se encuentran la gestión pública y sus aspirantes, a quienes el resto de los ciudadanos ven cada vez con mayor recelo y desconfianza. Algo que parece ocurrir no solo en la Argentina, donde hace más de 20 años, con la crisis del 2001, algo se rompió entre el pueblo y sus representantes sin que el vínculo haya terminado de sanar aún. Y así parece ser también en Francia, que en ese mismo período viene enfrentando la mayor crisis política y social del último medio siglo. El retrato que el cineasta francés Nicolas Parisier realiza en Alicia y el alcalde, su segunda película, parece confirmarlo. En ella utiliza la relación que se establece entre el alcalde de la ciudad de Lyon, una de las tres más importantes de aquel país, y una profesora de filosofía que de forma kafkiana termina convertida en su principal asesora, para exponer un escenario en el que la política no podría encontrarse más lejos de la realidad. Ya desde el comienzo la historia desborda absurdo. Alicia dejó un cargo en Oxford para aceptar otro en la administración pública de la ciudad francesa. Sin embargo, al llegar al palacio municipal le informan que dicho puesto ya no existe, pero que, burocracia mediante, han creado otro ad hoc para que ella lo ocupe. La labor que le encargan también resulta inverosímil: pensar ideas para compartirlas con el alcalde. No proyectos ni acciones políticas: solo ideas, en el sentido más filosófico del término. Parisier utiliza el personaje de Alicia como guía para introducir al espectador en ese universo extraño y ajeno, que es presentado como una maquinaria fría y deshumanizada pero aceitada, donde rige el más estricto verticalismo y las acciones no necesariamente tienen sentido. La confusión de Alicia será la del espectador, de la misma manera en que también lo será su gradual comprensión de la particular lógica que motoriza ese territorio, hasta ahora extranjero para ella. Por su parte, el alcalde se presenta ante su nueva asesora como una persona que ha perdido la libido que lo unía a su vocación. Una crisis que se manifiesta justamente en la dificultad para pensar, para generar ideas que motoricen su acción como líder político. Si dentro del universo de la película Alicia asume un rol activo, una suerte de exploradora en territorio salvaje, la figura del alcalde aparece sensible y vulnerable, aunque oculta detrás de una fachada de eficiencia e iniciativa. Una fragilidad que el funcionario solo se permitirá exponer ante Alicia, quien sin proponérselo irá ganando cada vez más espacio en el círculo de mayor confianza, generando recelos. Pujas de poder; proyectos que benefician más a sus impulsores económicos que a los ciudadanos; laberintos burocráticos; acciones que parecen carecer de sentido más allá de alimentar una gestión más cercana a lo fantástico que a lo concreto. Parisier realiza un retrato impiadoso, como dándole la razón a los indignados de allá o de acá que solo pueden ver a la política, y no sin razón, como una pantomima cada vez más alejada de las necesidades de la gente. Cualquier parecido con las fiestas de María Antonieta justo antes de la famosa Revolución que tuvo lugar en ese mismo país no es mera coincidencia. La idea de un poder desconectado de su base popular sobrevuela toda la película y es puesta en cuestión en las conversaciones que mantienen sus protagonistas. Discusiones sobre la función pública o la crisis ideológica de las tradicionales izquierda y derecha en el mapa político actual, alimentan una trama que por momentos se vuelve demasiado dialéctica. Aún así, de a poco y con paciencia, Parisier consigue encontrar ese lado humano que todavía tiene la política. ¿O será que se trata de otro milagro de la magia del cine puesta en acción?
La política en Francia observada desde el Partido Socialista. Política de ayer y de hoy… ¿de siempre? Nicolas Parisier y su segundo largo después de Le gran jeu donde ponía el bisturí en las turbias relaciones entre la intelectualidad de su país y el mundillo político. Ahora, con Alicia y el alcalde, retoma la apuesta para sumergirse en las cavilaciones de un alcalde del PSF (Fabrice Luchini) y la especialista en filosofía (Anaïs Demoustier), contratada por el partido para acercarle ideas nuevas a un líder vacío pero con pretensiones de alcanzar la presidencia. La película recorre pasillos, reuniones y puertas que se abren y cierran ofreciendo el a-b-c de una película sobre la política sin demasiados riesgos pero valiéndose de una historia que fluctúa según su punto de vista. En un principio la joven filósofa se convierte en observadora de ese mundo, auscultando su mirada hacia el alcalde y a quienes lo rodean. En esos momentos, Alicia se posiciona e invade un territorio ajeno, no con ansias de trascender sino de sugerir qué hacer en determinadas situaciones y cómo ofrecerse hacia el otro, el que finalmente votará en una elección. Entre máscaras que gobiernan desde su hipocresía y consejos que redituarían beneficios a futuro, el personaje de Alicia cobra poder dentro de ese mundo fuera de campo, de la calle misma, de la gente, de la conducta ética. Lejana en cuanto a su contexto pero bastante idéntica en sus pretensiones por mostrar el detrás de la escena política, la trama de Alicia y el alcalde recuerda a la segunda película de Daniel Hendler como director, la olvidada El candidato. El sujeto narrador de la primera parte trastoca al del personaje del alcalde, ahora mostrado desde sus carencias afectivas, sus ambiciones sin demasiado sustento y, al mismo tiempo, la posibilidad de una pronta jubilación y retiro voluntario. En este punto surge una escena clave, la del encuentro a solas y en su oficina privada donde practica yoga o algo parecido, entre el político y la joven consejera. Allí se produce el cambio de punto de vista, ya que ahora la narración ancla su interés en el alcalde y su privacidad omitiendo por momentos la potencia dramática que tiene el personaje de la joven Alicia. Por suerte, el director no recurre al lugar común de sugerir una historia de amor otoñal entre los dos personajes. Cabría preguntarse, en tanto, si su película refleja solamente una mirada inquietante sobre el socialismo en Francia en beneficio de una derecha a la que también se invoca en más de un diálogo entre sutil y contundente. En todo caso, también vale plantearse si el discurso que se dirige a la política en Francia pretende una universalidad que puede llegar hasta donde… se sabe. Cualquiera de los interrogantes podría responderse dentro de una bienvenida incertidumbre.
Este jueves realiza su estreno en el país la cinta francesa que se llevó el premio César a mejor actriz en el 2019. «Alicia y el alcalde» (también conocida como «Los consejos de Alice») es una comedia dramática escrita y dirigida por Nicolas Pariser. Se trata de su segundo largometraje, luego de «El gran juego» (2015). En esta ocasión, producto del visionado del documental «Le Président» (2010) de Yves Jeuland, el cineasta decidió abordar el mundo diplomático francés con una crítica al sistema actual en clave de ocurrente drama indie con tonos de comedia y existencialismo. La sinopsis anticipa: Tras pasar 30 años en política, el alcalde de la ciudad de Lyon (Francia), se empieza a quedar sin ideas y siente que sufre una especie de vacío existencial. Para superar esta adversidad, decide contratar a una brillante filósofa, la joven Alice Heinmann. Entre ambos se desarrolla un diálogo en el que sus respectivas personalidades cambian drásticamente su forma de ver y entender el mundo. Es fundamental reconocer el paralelismo entre la falta de ideas del protagonista y la democracia moderna. Esa gran ironía es el concepto principal de todo el filme. Con sutiles dosis de humor, un maravilloso uso de los diálogos y una soberbia actuación por parte de Fabrice Luchini y Anaïs Demoustier (ganadora del premio César), se mantiene firme en su seriedad y no nos permite encasillarla como una sátira común y corriente. El realizador hace un excelente trabajo de dirección coqueteando con muchos tópicos en su acotada duración de 103 minutos. Además de la crítica ya mencionada, juega con el choque generacional (por parte de los protagonistas) al confrontar conceptos políticos, e ideales de vida, antiguos y modernos. También, aprovecha ese intercambio entre los personajes para generar un clima romántico entre ellos que eventualmente deriva en una conexión intelectual más profunda que una simple atracción física. Asimismo, puede ser interpretada como un mero discurso agitador, en formato audiovisual, que incita a encontrar nuevas lógicas de gobierno con su verborragia argumentativa. En última instancia, indaga sobre la presión y competencia laboral, la falta de objetivos de los jóvenes adultos y el desequilibrio sistemático que la democracia actual provoca en su población. Sin importar cuál sea el punto que más atraiga al espectador, lo cierto es que hay varias aristas de la cual aferrarse y disfrutar de la película. La realización es acertada y encaja perfecto con el ambiente modesto que propone la obra. Sostiene un ritmo pausado, pero en continuo ascenso, que nos mantiene atrapado en su desarrollo, y cuanta con un trabajo de investigación y representación de los procedimientos políticos actuales que sorprende a cada momento. Siempre es atractivo conocer el detrás de escena de ambientes tan cerrados y desconocidos como lo es una alcaldía. «Alicia y el alcalde» es a la política lo que «The Devil Wears Prada» (2006) fue a la moda. Constituye un dinámico y adictivo recorrido donde el espectador se inmiscuye en los asuntos más internos, y menos pensados, de un área que para el común de la gente es ajena. Resulta muy entretenido descubrir la agenda y los mecanismos que atraviesan los políticos día a día. Sin romantizar la actividad, logra poner en perspectiva el sacrificio personal requerido para formar parte de ese ambiente tan codiciado. Nicolas Pariser se encarga de demostrarnos que la política no es el acartonado nido de corrupción que la mayoría piensa.
A Nicolas Parisier lo conocimos por su ópera prima Le grand jeu, vista en la competencia Cineasti del Presente del Festival de Locarno 2015, donde ya abordaba las relaciones entre los intelectuales y los políticos. En este rohmeriano segundo largometraje, Parisier se centra en la relación entre Paul Théraneau (el siempre notable Fabrice Luchini), veterano alcalde socialista de Lyon con serias aspiraciones y posibilidades de pugnar por la presidencia, y Alice Heimann (la encantadora Anaïs Demoustier, ganadora del premio César por este trabajo), una joven graduada de Filosofía en Oxford que es convocada para un poco específico cargo que consiste en “aportar ideas”. Ocurre que Théraneau -un tipo indiscutiblemente hábil e inteligente- está “quemado” al punto de que, asegura, ya no puede “pensar”. Alice -que no está contaminada por las miserias de la política- será, entonces, su sostén, su cable a tierra y su guía intelectual. En el trayecto, claro, irá ganando lugar dentro del círculo íntimo en la toma de decisiones. La película es divertida, inteligente, ingeniosa e inquietante en su mirada a las tensas relaciones, las incompatibilidades entre política y filosofía, entre la práctica y la teoría, entre los profesionales de la gestión y los recién llegados. Ganadora del Europa Cinemas Label Award en la sección Quincena de Realizadores de Cannes 2019, Alicia y el alcalde resulta una muestra paradigmática de cine francés: puro, esencial y, sí, también fascinante.
¿Cómo impacta que un político de larga trayectoria se quede sin ideas y recurra a una joven proveniente del campo de la literatura y la filosofía? Y ¿Por qué la izquierda, que él representa, insiste en ejercer una narrativa intelectualizada que lo aleja de lo colectivo? Partiendo de esos interrogantes, la nueva película del director y guionista francés, Nicolás Pariser (El gran juego, 2015) intentará dar respuestas y sentido a las contradicciones que plantea. La historia comienza con la llegada de Alice (Anaïs Demoustier) desde Londres hasta la alcaidía de Lyon, Francia, contratada para trabajar y asesorar a Paul Théraneau (Fabrice Luchini), un político de muchos años que necesita de alguien proveniente del campo de la literatura y la filosofía para nutrirlo de ideas y proyectos, ya que se siente agotado y sin nada nuevo para aportar a los ciudadanos. Desconcertada con la tarea, Alice comenzará a poner en práctica su misión, mientras lidia con la competencia y rivalidades dentro del entorno político, al tiempo que despertará en el alcalde, otras formas de encarar la vida y los valores por los que luchó. Con un fuerte peso en lo discursivo, la película se adentra en reflexiones sobre el rol de la izquierda y la derecha; en el concepto de progresismo, dividido entre quienes lo miden en relación al éxito económico, y quienes lo valoran desde la mejora en el factor humano; sumado a los sistemas de poder puestos en juego y a la fractura de los ideales en el siglo XXI; temáticas, que atravesarán todo el relato sin llegar a excelsos debates ni acaloradas discusiones, más bien los diálogos se tornan planos, tibios y algo transitados. En cambio, la elección certera de sus protagonistas, no sólo desde lo interpretativo, sino desde lo que representan, son una muestra de los conflictos puestos en juego. En el alcalde se condensa el costo de apostar por una sociedad mejor, que hoy se desdibuja y, en Alice, el representar una generación de jóvenes desmotivados por la realidad que sólo conduce a cierta inercia y soledad. Orientado hacia el cine político, como demostró Parisier desde sus inicios, en su segundo largometraje optó por darle un tono más liviano y en clave de comedia dramática, al vacío moral que provoca la crisis del pensamiento y la falta de ideas en el sistema gubernamental. Para el realizador, ese vaciamiento, pone en riesgo la democracia y las instituciones. Si bien Alicia y el alcalde se orienta hacia temas muy interesantes que se sostienen con una sólida puesta en escena, no abre un debate que genere una dialéctica discursiva en post de algo nuevo, ni ahonda en la psicología de sus personajes, ya que no termina de profundizar ni ofrecer un tratamiento más original frente al “momento peligroso, como define el director, que atraviesa nuestra historia”. ALICE Y EL ALCALDE Alice et le maire, Francia, 2019. Dirección y guion: Nicolas Pariser. Intérpretes: Fabrice Luchini, Anaïs Demoustier, Nora Hamzawi, Léonie Simaga, Antoine Reinartz, Maud Wyler, Alexandre Steiger, Pascal Rénéric, Thomas Rortais, Thomas Chabrol. Producción: Bizibi, Scope Pictures. Fotografía: Sébastien Buchmann. Música: Benjamin Esdraffo. Duración: 104 minutos
El alcalde de la ciudad de Lyon (Francia), se encuentra en una posición delicada, tras pasar 30 años en política se empieza a quedar sin ideas y siente que sufre una especie de vació existencial. (Si este tema fuese tratado en Argentina tendríamos para varias temporadas de una serie). Para superar esta adversidad decide contratar a una joven y brillante filosofa, (esto explicaría en nuestra realidad de cada día, la cantidad de asesores que tienen los senadores, diputados, concejales, etc. Pero la razón en este caso, no es
El alcalde de Lyon Paul Théraneau (Fabrice Luchini) lleva más de treinta años de su vida avocado a la política. La constante presión que le conlleva la toma de decisiones diarias y los discursos que debe ofrecer ante los diversos públicos, tanto en actos inaugurales, como en ceremonias y homenajes, parece haberlo bloqueado mentalmente, al punto de no poder pensar. Paul, se siente extraño y desgastado ante esta situación, justo él, un ex publicista e incansable gestor de nuevos proyectos.
La relación entre los personajes se hace fluida, nunca cae y la química entre ambos actores es lo que hace que la película no se sienta aburrida
Un film francés de ideas e ironías. De gran pirotecnia verbal que ilustra con inteligencia los manejos del poder y la política. Para el talentoso Fabrice Lucini el personaje de un viejo alcalde de la ciudad de Lyon con serias posibilidades presidencialistas, es un personaje perfecto. Más aún cuando siente que se quedó sin ideas, que prácticamente está incapacitado para pensar, que ya no lee y está rodeado de un equipo hiperprofesional que todo lo mide en frases de focus group, minutos contados para cada entrevista y mide cada paso y cada movimiento estratégico en función de la eficacia del momento. A ese mundo de feroz competencia, donde cada uno disputa sus centímetros de poder, llega una joven graduada en filosofía, acostumbrada a la lectura y los cuestionamientos, como una mosca blanca que pone todo en discusión. Esa joven encarnada por la encantadora actriz Anais Demoustier es la voz intelectual que interpela al alcalde y los fascina, porque con esta empleada para el difuso trabajo de aportar ideas nuevas, ella plantea y él se cuestiona, idearios, viejas plataformas, miradas del mundo, objetivos. Pero también ideas sobre la derecha y la izquierda con sus métodos, el progresismo, la necesidad de escuchar a los electores. Asi la joven recién llegada escala posiciones de poder y todos quieren destruirla, envidiosos de su vertiginoso ascenso en el círculo intima del poderoso. Un film fascinante de Nicolás Parisier, disfrutable del principio al fin.
El alcalde de Lyon, Paul Théraneau (Fabrice Luchini), está en crisis. Tras pasar 30 años en política siente que se ha quedado sin ideas y experimenta un vacío existencial. Para solucionar su problema, Paul decide contratar a una joven brillante experta en literatura y filosofía, Alice Heinmann (Anaïs Demoustier). Entre ambos empiezan a desarrollarse una serie de diálogos en los sus respectivos puntos de vista se van enriqueciendo, al mismo tiempo que comienzan a tambalear sus certezas. La película parece más sofisticada de lo que realmente es. Hablar de cosas profundas no convierte a una película en algo profundo. Es un gran error del cual se han servido muchas películas para darse importancia. Aun así, en este caso los personajes están bien armados y el tono melancólico de la historia le da cierto interés y encanto. Una película pequeña con buenos intérpretes y algunas reflexiones acerca de la película.
El título rohmeriano de la última película de Nicolas Pariser remite inmediatamente a El árbol, el alcalde y la mediateca, donde Fabrice Luchini encarna a un maestro de primaria ecologista que está en contra de la construcción del pequeño centro cultural que propone el alcalde socialista porque considera que se deben preservar los espacios verdes del pueblo en lugar de remplazarlos con estructuras artificiales. En el extraordinario prólogo de aquella película, les explica a sus alumnos el uso del condicional con este ejemplo: “Si no tengo el árbol frente a mí todas las mañanas, me iré de aquí”. A lo que una niña le contesta sentada al pie del árbol: “¡Está gritando al vacío! En lugar de gritar, hay que actuar”. Casi treinta años después, Luchini tiene los medios para salir de aquel callejón: ya no es un profesor escéptico y ligeramente reaccionario, sino el alcalde socialista de Lyon en Alicia y el alcalde. Nicolas Pariser fue alumno del genial Eric Rohmer en La Sorbonne. La influencia del maestro se nota inmediatamente en la erudición de los diálogos. Alicia y el alcalde es una ficción precisa y apasionante ambientada en los espacios de poder de una gran ciudad, que se empeña en hablar de política con un discurso que parece de otro siglo. El protagonista intuye que la forma de hacer política que encarna con profesionalismo ha quedado obsoleta. Después de treinta años de carrera, Paul se siente desmotivado y supone que la contratación de Alicia, una joven profesora universitaria de filosofía, va a regenerar su capacidad de tener nuevas ideas. Alicia y el alcalde posee la particularidad de mostrar gente trabajando alejada de la habitual representación del sufrimiento. La película combina de forma dinámica y creíble situaciones públicas, rivalidades internas y conflictos culturales. El director se infiltra en el decoro político utilizando la mirada inocente de la joven Alicia, que descubre los usos y costumbres del gobierno municipal de Lyon: un teatro de verborrea y gestos, mezcla de cinismo y costumbre, que llega a un punto cumbre en una memorable reunión del consejo municipal. El flujo de palabras técnicas, discursos y demás intercambios generan una energía paradójica frente a un alcalde desconcertado que se ve obligado a trabajar. El cineasta posee la inteligencia para evitar cuidadosamente cualquier forma de caricatura. La sobriedad y la ambigüedad de las interpretaciones permite navegar con placer en el entrelazamiento de los grandes temas de la superficie, mientras se crea sutilmente una comunión más profunda entre los protagonistas, fruto de una nutrida relación intelectual. En el transcurso de la historia, Paul y Alicia abandonan sus máscaras para revelar dos rostros más íntimos. La película encuentra así una forma narrativa singular con una inevitable mirada nostálgica, aunque tal vez involuntaria, sobre la época en que los partidos políticos tradicionales eran algo más que fantasmas.
La película de Nicolas Pariser (El gran juego) comienza con una secuencia que marca el tono de un relato sobrio, clásico, carente de estridencias, delicado. En ella vemos a Alice (Anaïs Demoustier, ganadora del César por su interpretación) preparándose para acudir a su nuevo trabajo, caminando por las calles y arribando al lugar con una mirada que muestra tanto temor como desconcierto. Se trata de una escena que, filmada con elegancia, empieza a configurar la personalidad de esa joven filósofa de 30 años, una muchacha errante a quien le pesan los dictámenes socioculturales. En una posición similar se encuentra Paul Théraneau (Fabrice Luchini), el alcalde de Lyon, quien atraviesa una etapa de desencanto con la política, lo cual reduce notablemente su productividad en el peor momento posible: mientras aspira a la presidencia por el partido socialista. Las vidas de ambos colisionan cuando Alice es contratada para asesorar al alcalde, quien nota de inmediato la capacidad de la joven para esbozar ideas concretas sobre el liderazgo y tópicos de relevancia para la actual coyuntura como la crisis medioambiental, aunque siempre con un ojo en los grandes pensadores del pasado que modificaron sus contextos. Pariser, también responsable del guion, va construyendo sin premura ese vínculo que inicia con el respeto como base, y que se sostiene gracias a la admiración mutua. Así cómo Alice ve en ese hombre progresista una herramienta clave para un futuro menos contaminado por los negociados, él logra ver más allá de la coraza de su asistente. De este modo, empiezan a entablar una amistad sin proponérselo, uno de los aspectos más destacables del film que obtuvo el Premio Europa Cinemas Label en la sección Quincena de Directores del Festival de Cine de Cannes, en 2019. La diferencia generacional está presente en el relato, pero no es un escollo para los protagonistas, quienes se sienten estancados en su cotidianidad. El letargo con el que Paul emite sus discursos o se dispone a escuchar a sus colegas es proporcional a la pasividad de Alice respecto a lo que quiere para sí misma. A través de recomendaciones de libros, intercambios de conceptos (a fin de cuentas, Alicia y el alcalde es una película sobre las ideas como fuentes de inspiración) y charlas a la madrugada, ambos van asomándose a otro mundo, van saliendo de ese estado de parálisis. Con un abordaje sutil y encantador de esa relación, Pariser habla sobre la conclusión inevitable de las cosas, sobre los estadios, sobre las etapas cumplidas. Por lo tanto, si bien se grafica el lobby político con algunas escenas alusivas, no es el eje en el que se mueve el director. Por el contrario, su mirada nunca se aleja de ese micromundo sin cinismo que edifican Alice y Paul, uno que no solo no concluye sino que queda en un tiempo suspendido y con un libro, una vez más, como el tercer actante de su historia.
Surge una amistad entre un político francés y la profesora de literatura filosófica que contrato para tener debates diarios que lo hagan volver a ser la maquina de ideas que supo ser.
Sé, positivamente, que van a decir que este es un lugar común muy francés: el hombre mayor, experimentado, cansado de su bienestar burgués que se relaciona con una joven fresca e inteligente. Sí, bueno, ok, bingo, tienen razón. Pero aquí hay dos cosas que valen la pena. La primera, como siempre, Lucchini, uno de esos actores que incluso a la peor cosa le pone garra, y esta no es “la peor cosa”. La segunda, analizar la relación no solo entre personas de diferentes generaciones, sino la de la política con lo cotidiano. En las conversaciones entre ese alcalde que quiere ser presidente y esa licenciada en filosofía que busca ayudarlo a salir del estancamiento en el que se encuentra el hombre, no hay romanticismo, se rompe el lugar común del “amour” y sí hay conversaciones sobre qué hacer y cómo. La película no carece de inteligencia al disponer de estos temas desde el esquema de una historia casi coral alrededor del poder y su ejercicio, y nos permite, pensar en otras cosas.
Una historia a la que le faltó vuelo Lo que le pasa al alcalde de Lyon, Paul Théraneau, es algo que le sucede a muchos políticos de aquí y de allá: la falta de ideas. Desde ese lugar, el director Nicolas Pariser, que ya había demostrado su mirada ácida hacia la clase política en “El gran juego”, decide poner en marcha la historia de esta película. Al principio, quien la vea sentirá cierta desilusión (al menos es mi caso), porque el trailer del film apunta más a una comedia disparatada. Pero no. Aunque quizá el género drama le quede un poco grande, no deja de ser grave lo que le sucede a este alcalde ni es menos problemático lo que le toca a Alice Heinmann (Demoustier), una joven lúcida con algunos conocimientos de filosofía, quien será convocada para “desarrollar ideas” inspiradoras en el gobierno de Lyon. “Alice, dejé de pensar hace veinte años, necesito que me hagas pensar”, le dice el intendente (Luchini), con más hastío que desesperación. Quizá faltó que el realizador aprovechara un poco más el costado divertido de este consagrado actor francés para que la película tomara otro vuelo. Esto no es “Desde el jardín” donde un Peter Sellers brillante hacía creer a todos que era un gran político. Aquí Luchini sabe que es un gran político pero no tiene ganas de pelear en un entorno atomizado entre la derecha y la izquierda. Cualquier parecido con la realidad argentina no es mera coincidencia. Lo concreto es que la historia se va de desandando entre la relación de un intendente a la deriva y una joven asistente que viene de otro universo, que se tienta ante las luces del poder, pero no está del todo convencida en ser parte de ese mundo. Lo penoso es que la película nunca despega. A Pariser le faltó darle una vuelta de tuerca para que esas contiendas políticas adquieran un tinte más bizarro. Pero no, casi sin ideas como el intendente, apenas se quedó con diálogos ya vistos y oídos sobre las internas partidarias, y en los celos de la mesa chica ante la llegada de una joven dama extrapartidaria, que tampoco fue aprovechado al máximo para que la sangre llegase de alguna buena vez al río. El cierre, con un encuentro entre los protagonistas después de un tiempo, intenta poner un moño políticamente correcto a la historia. “Alicia y el alcalde” termina siendo una película que se queda a mitad de camino entre la comedia y el drama, sin llegar a ser ni una cosa ni la otra. Quizá en la próxima de Nicolas Pariser se anime a quemar las naves y coronar algo mejor.
Preguntas que hacer a la política La película del francés Nicolas Pariser pone en escena un diálogo de matices amables pero no menos complejos entre un alcalde sin ideas y una profesora de preguntas incómodas. De manera clásica, por acorde con formas narrativas claras, legibles, Alicia y el Alcalde establece rápidamente a sus personajes y contexto. Luego del café hogareño, Alicia se dirige al Ayuntamiento de Lyon. Allí le espera el primer día de su trabajo, en un despacho vacío, sin claridad todavía sobre qué hacer. Sería algo así como una asesoría intelectual, una disparadora de pensamientos y reflexiones que ayuden al alcalde porque éste, así lo dirá él, se quedó sin “ideas”. A partir de aquí, el vínculo, el conocimiento mutuo, entre este político añoso, de carrera sostenida y proyección presidencial, y una joven profesora de filosofía sin demasiada experiencia, que deja su lugar en Oxford por esta oportunidad (respectivamente interpretados por Fabrice Luchini y Anaïs Demoustier). De manera sencilla, sin estridencias, la relación surge complicada y avanza desde matices, gestos pequeños, algunas simpatías y discusiones. De manera genérica, lo que se perfila es también un diálogo entre el hombre de Estado y la mujer de las ideas, dos mundos que inevitablemente se tocan aun cuando requieran de esferas propias. ¿Qué relación hay, entonces, entre filosofía y política? La relación está y desde siempre, es histórica y necesaria, y el film del francés Nicolas Pariser (éste es su segundo largometraje, ya tiene un tercero de pronto estreno: Le Parfum Vert, según parece con clima de misterio teatral y folletín) se anota un punto a favor al no dar ninguna lección sobre el asunto, mientras actualiza una discusión hoy un tanto relegada. No por la filosofía, está claro, pero sí por la política, cuya esfera (de políticos) parece autosuficiente por seducida –victoria de la derecha– ante eslóganes de creativos publicitarios y cerebritos del marketing (de allí esos libros de espanto, con títulos como “Maquiavelo para empresarios” y aplicaciones similares). Théraneau, el alcalde en cuestión, se identifica con el socialismo y anda un tanto desconcertado. Como si el rumbo que antes parecía claro hoy estuviera ambivalente, confuso. Salir en auxilio de la filosofía oficia como una vuelta a las fuentes, a los textos, al pensar y, fundamental, a la lección platónica del diálogo. Esto, como se decía, no es algo que la película declame sino que lo pone en acción, a partir de los sucesivos encuentros entre alcalde y asesora –los dos andan desconcertados, ojo–, mientras ella se ve envuelta cada vez más en la telaraña y el laberinto de la función pública; en este sentido, sus elecciones, antes supeditadas al mundo intelectual, son ahora conmovidas, al tomar contacto con problemas que requieren de soluciones inmediatas. Entre uno y otra, entonces, se provoca una necesaria compensación, una afección mutua y benéfica. Por un lado, entonces, la filosofía preocupada por la política; algo que de suyo propio la filosofía hace porque, sencillamente, debe. Por el otro, la política preocupada por la filosofía, algo las más de las veces ausente. Por todo esto, el planteo de Alicia y el Alcalde va más allá de la ciudad de Lyon que el film delinea, y toca a cualquiera otra a través de problemas, planteos, que son invariables y deben ser vueltos a revisar. Entre ellos y muy hábilmente, la película indaga –con sorna cuidada– en la “tormenta de ideas” que el departamento de comunicación debe afrontar tras declaraciones un tanto desafortunadas del alcalde sobre el tema ecología; declaraciones que dicho sea de paso se reducen al fragmento que la nota periodística en cuestión elige “resaltar”, y que sacan de contexto lo dicho. Una inmediatez de lectura (y de escritura) que tendrá que ser resuelta desde un “tweet”. En otras palabras, un procedimiento –como quiera que se lo mire– que niega la reflexión. Quienes se desempeñan en estos ámbitos, ¿reflexionan? Hay un diálogo allí que está muy bien, con enojos consecuentes. Alicia, el personaje que llega para socorrer al alcalde. De esta manera amable, nunca exaltada, el film de Pariser pone en escena cuestiones fácilmente asimilables, y desde un repertorio de palabras cuya aplicación política traspasa fronteras: la derecha, la izquierda, el socialismo, los impuestos, las corporaciones, los empresarios, el progreso. ¿Y qué es el progreso?, pregunta Alicia, palabra que el alcalde tanto utiliza, cuando el progreso, para la derecha, le recuerda ella, consiste en pagar (ellos, la derecha, y nadie más) menos impuestos. Entre otras consideraciones, el nombre Alicia evidencia su función semántica, habida cuenta de su etimología, de origen griego y que significa “verdad”. No es que la Alicia de la película se crea poseedora de verdad alguna, pero sí pregunta y se pregunta. El camino que el film recorre será, por todo lo dicho, espejado, con revisiones y replanteos compartidos, en vistas a un desenlace que podría resultar un tanto abrupto pero de todos modos consecuente con el planteo primero: volver a las fuentes, a lo esencial. Entre los nombres que circulan por el argumento (son pocos, y está bien que así sea, se trata de una película y no de una biblioteca) figuran Orwell, Rousseau, Melville. Filosofía y también literatura; de esta manera, el abanico se abre y el mismo cine, por ser el portavoz de este planteo, se suma al diálogo.
LA MADRIGUERA DE LA POLÍTICA El descreimiento general hacia el ejercicio político es, para un partido, uno de los grandes desafíos del Siglo XXI. Esta desconfianza popular que va anexada a los cuestionamientos hacia la democracia como sistema de organización del Estado, alejado de buena parte de la población, ha erupcionado en distintas manifestaciones a lo ancho y largo de nuestro mundo. Lejos de ser un fenómeno del ombliguismo mediático argentino, las manifestaciones se han extendido a países como Estados Unidos, Reino Unido y, por supuesto, Francia, con el movimiento de Indignados. Y decimos Francia porque Alicia y el alcalde, el estreno y segunda película de Nicolas Pariser, se centra en este país que se encuentra atravesando una crisis social y política. La radiografía descarnada de Pariser no es casualidad. Pero Alicia y el alcalde no es un thriller político, subgénero que los franceses dominan con la precisión de un reloj, sino un drama con algún tinte de comedia -no se dejen llevar por su rótulo de comedia dramática-, por el extrañamiento que genera el universo de la política. Para ello nos pone en el lugar de una joven profesora de filosofía llamada Alice (Anais Demoustier) que recibe una extraña propuesta de trabajo como asesora del intendente de la ciudad de Lyon. Es un cargo un poco improvisado en un edificio casi sin vida y su sorpresa es tal que en un comienzo se arrepiente de haber dejado su trabajo en Inglaterra. El nuevo oficio consiste en dar ideas al alcalde para impulsar su perfil, dado que ya ha perdido la motivación para encontrar ideas novedosas o razonar en torno a ellas. Esta premisa un poco fantástica y kafkiana alcanza un desarrollo sólido gracias a como construye el punto de vista. Como espectadores estamos tan perdidos como Alice en ese mundo de intrigas y susceptibilidades, con planes que cambian constantemente en función de la imagen del funcionario. El nombre “Alice”, que siempre nos retrotrae a ese clásico universal que es Alicia en el País de las Maravillas, está usado con acierto para describir un mundo ajeno que nos atrae pero al mismo tiempo nos expulsa. El film de Pariser problematiza en torno a la política pero no cae en la antipolítica, una denominación ambigua y un tanto errónea. Es más bien una radiografía de un microcosmos al que el común de la gente, entre tanto protocolo y burocracia, le resulta absurdo y, como se expresa hipotéticamente en el film, esto lleva a menudo a la elección de sistemas avalados por derechas conservadoras y pragmáticas. Entre la música anodina, planos diáfanos y actuaciones correctas hay un film poderoso al que quizá sus poco más de 100 minutos terminen por momentos agotando entre sus diálogos más cargados de teoría política, pero la sensibilidad de la protagonista da lugar a un film noble y, por qué no, interesante para el debate.
Las cosas de la vida Un día nos vamos a levantar a la mañana y no habrá películas como esta. Es decir que ya no podremos ver películas cuya irremediable autonomía no está dada por su narrativa novedosa, ni por sus temas, ni por su audacia formal sino, simplemente, por su llaneza, por su naturalidad, por su modo de fluir misteriosamente, sin mayores artificios ni aparente dificultad. Alicia y el alcalde, o Los consejos de Alice, nombre con el que también se la conoce –grises títulos que, sin embargo, no suenan mucho peor ni dicen más que el original Alice et le maire– pertenece a una segunda línea intrigante del cine francés. No ocupa el departamento de los bodrios exitosos irreparables – especialidad de la casa: comedias que no parecen comedias-, ni pertenece al grupo que opera con la eficacia de una guerrilla hiperkinética, tocado por la gracia de las sombras, cuya cabeza más eficaz es la extraordinaria Pascale Bodet. Su lugar de pertenencia, más bien, podría ser el mismo en el que se desenvuelve a sus anchas Axelle Ropert, esa maestra de la discreción: aquel conformado por películas que se conducen con una sencillez y seguridad que a primera vista pueden parecer un poco rancias, con su deslumbrante trabajo con los actores, con una destreza para el detalle que se disimula bien en su dramaturgia pequeña, en su falta de histrionismo, en la seguridad con la que son capaces de llevar al espectador de paseo de una punta a la otra sin que este se las tenga que ver con grandes emociones ni ripios lastimeros. Nos podríamos también remitir a algunos momentos de Claude Sautet, pero Claude Sautet está muerto. El alcalde de Lyon recibe la asistencia de una chica que desembarca en la administración sin saber demasiado para que se la ha convocado, de qué se trata ese trabajo por el que dejó su enseñanza de filosofía en el extranjero. La mujer que oficia de mano derecha del alcalde le aclara enseguida a la recién llegada que el puesto que se le había prometido –va aquí un título nebuloso- no existe más, pero que en realidad de lo que se va a ocupar es de dar consejos al alcalde. El mandatario de marras cuenta unos setenta años, tiene todavía ambiciones políticas y espíritu de transformación al servicio de su comunidad, pero está vacío, no puede pensar. Alice se ve desconcertada al principio, pero de inmediato empieza a anotar cosas en su libretita; escucha un discurso de su nuevo jefe, anota. Ve su presentación en la legislatura, anota más. En la siguiente reunión la chica le recomienda a su jefe autores, le marca cosas, le sugiere un acento en tal tema, una modulación distinta en tal otro. El hombre duda, pero termina cediendo. El alcalde y Alice hacen buenas migas profesionales. Algún integrante de rango difuso del gabinete se enoja, pero el tema no pasa a mayores. Alice es bastante brillante y todos aceptan este hecho, aunque sea a regañadientes. Alice tiene algún que otro amorío por ahí; se reencuentra con un amigo que ahora está casado, pero con el que tuvo una atracción en el pasado no concretada; aparece la mujer del amigo, que es una artista un poco loca de atar y está involucrada por hobby en temas ambientales. No pasa mucho con esos asuntos, conatos de drama o de comedia que expiran en breves escenas que se suceden con una ligereza pasmosa. Pero la película, justamente, navega a favor de esa tesitura de las “pequeñas cosas”, siempre con la habilidad suficiente como para que el desempeño de Alice se siga con la fascinación reservada a las grandes aventuras vitales en un medio tono medio que resulta tan eficaz como sorprendente. Hacia el final, hay una tensión muy lograda cuando se prepara un discurso y la convención -¿del Partido Socialista?- espera que el alcalde se pronuncie. La película parece esbozar desde el vamos una cierta idea peregrina acerca de la soledad profunda del poder, con la tentación de la analogía fácil de la chica joven sola y el hombre maduro solo, ambos un poco extravagantes para quienes los rodean –un caso servido de “tal para cual”-, pero evitando en todo momento con gran soltura cualquier sospecha de melodrama romántico o desvío amoroso. No se trata de amor, entonces; ni se trata en realidad de política, ni tampoco es acerca de las vidas melancólicas, en este caso las de Alice y el alcalde. En el fondo, la película parece partir de una premisa dudosa que sin embargo se ha probado muchas veces. Filmar una cosa, pero simular que se está filmando otra distinta. Solo que esa primera cosa, la que en verdad importa, no se sabe muy bien cuál es. Se filma el derrotero de una vida en un período no muy largo de tiempo. La vida, como es lógico, tiene sinsabores, algún triunfo. Un reguero de pequeños acontecimientos, asuntos que ni fu ni fa –salvo fuerza mayor- jalonan esa trayectoria. A veces las grandes películas, aunque sean pequeñas, se comportan con una consciencia tan pronunciada de eso que no se sabe qué es, ese tema esquivo a fuerza de perseverar en su persecución –más se lo busca, más inmaterial se vuelve- que no tienen más remedio que aceptar lo que no es sino una derrota anunciada. La fragilidad de Alicia y el alcalde, esa condición de criatura exótica en peligro de extinción de un momento a otro, reside en la manera con la que nos conmina a no dejar de mirar la pantalla mientras se abstiene de revelarnos su verdadero secreto.
La opinión pública es la opinión de las personas sin opinión, de los que hacen coincidir su discurso con el discurso de los medios. La política sin ideas es marketing, estudio de mercado, expertos en comunicación: la que gana elecciones. En un contexto en el que los intelectuales han sido reemplazados en el debate público por famosos, por cualquiera que tenga plata y por gente que maneja muchos seguidores y poco vocabulario, Alice et le Maire (Alicia y el Alcalde) es una radiografía de la izquierda contemporánea, que pone en escena la difícil relación entre el pensamiento crítico y la acción política.
La fábula del poder Como si de una fábula cotidiana se tratase, la intrépida Alicia (Anaïs Demoustier) se inmiscuye en las internas subterráneas del juego político en Alicia y el alcalde, segundo filme de Nicolas Pariser. Intelectual de formación académica, Alicia consigue empleo como asistente ideológica del alcalde de Lyon, Paul Théraneau (Fabrice Luchini), cuyos colaboradores le trazan ambiguos límites desde un comienzo: su tarea detrás de escena consiste en “trabajar con ideas” y “tomar distancia”. La reunión puertas adentro con el funcionario no resulta más apaciguadora: asustadizo y nervioso, Théraneau le refiere a Alicia su alejado pasado publicista cuando se le ocurrían decenas de ideas a diario. Y añade: “Una mañana me desperté y ya no tenía ideas”. “Ya no consigo pensar nada”, remata. Hombre puro de acción, Théraneau ha sacrificado la vida privada para ejercer su cargo, que lo pasea sin respiro por ceremonias donde pronuncia vaguedades sobre socialismo, democracia y progreso. A Alicia le toca la compleja y ambigua tarea de conciliar ese pragmatismo rampante con citas de pensadores, pero más aún con la responsabilidad ética que le debe a su generación. En una charla con su amigo Daniel (Antoine Reinartz), ella es tácitamente juzgada cuando él le dice que el antiextremismo de izquierda de George Orwell es usado como perversa legitimación conservadora: de manera sutil, la película sugiere que la inocente Alicia puede ser más opaca que Théraneau en su intermediación. TERCERA AMBIENTALISTA EN DISCORDIA La cuerda se tensa cuando aparece en escena la artista Delphine Bérard (Maud Wyler), teóricamente al día en cuestiones de ambientalismo planetario. Al término de una puesta de Wagner (allí donde arte y política se fusionan), Delphine encara a Théraneau para proponerle un tratado de paz con otras especies, advirtiéndole que en 50 años la humanidad habrá desaparecido. Él, cómicamente desencajado y luego recompuesto (la política está hecha de gestos), le responde sonriente que el municipio trabaja en un proyecto de desarrollo sostenible. La respuesta no puede ser más frívola y demodé, pero Alicia prefiere ser testigo y mantener la distancia, acaso la tercera posición que Pariser asume como realizador. “Siempre ha habido príncipes y filósofos”, le justifica una sofista Alicia a un amante que no entiende cómo ella puede trabajar en un ámbito viciado como el ayuntamiento. Con ternura y sin cinismo a lo House of Cards, Alicia y el alcalde posee el mérito de invocar esa sociedad palaciega como el encuentro misterioso que subyace a toda fábula.
¿Puede la izquierda sobrevivir a la crisis partidaria moderna? Este drama francés, plagado de diálogos y guiños hacia la realidad política gala, viene a plantear una suerte de desconexión entre el utopismo de la teoría política y el funcionamiento real y pragmático del gobierno. Profundamente influenciado por Eric Rohmer, en la forma en que filosofa sobre aquello que el argumento revela, “Alicia y el Alcalde” auto percibe de tal forma su concepción inteligente sobre el asunto que explora, que acaba cerrándose sobre su micro mundo y resulta un tanto incomprensible para quienes no vivimos insertos en dicha dinámica e idiosincrasia social. Fabrice Luchini es un político en decadencia que critica el malestar de la izquierda. Actual alcalde del pueblo, otrora batallador ideológico, ha dejado de pensar ‘hace ya veinte años’. Sus convicciones hoy lucen flácidas. Allí está su contraparte, Anais Demoustier, escribiendo a diestra y siniestra memorandos llenos de ideas y esperanzas en reverdecer intelectual La segunda película de Nicolas Pariser opone tradicionalismos y modernismos en boga, resultando un intento necesario de abordar los problemas de la izquierda moderna: un agotamiento conceptual frente al capitalismo del siglo XXI en constante mutación.