El cine como experiencia vital Aquel querido mes de agosto es un film extraordinario, inspirado, irrepetible y feliz. Muchas películas cabalgan en el límite de la ficción y el documental. Esta es una de las pocas que logra ser una ficción y un documental, como si la película se desdoblara y verla fuera asistir a dos funciones en lugar de una. Y llevarse, de paso, un disco de regalo, ya que además tiene una gran relación con la música. El largometraje de Gomes -ganador de la competencia internacional del BAFICI 2009- es algo muy especial, uno de los films más originales y luminosos que se hayan visto en mucho tiempo, una película tan placentera y brillante que termina por convencernos de que el cine puede seguir siendo una experiencia vital de primer orden. Me dio especial felicidad que a Gomes le saliera un peliculón semejante porque lo conocía desde hace un tiempo, aunque más en calidad de cinéfilo que de director. Hace muchos años, cuando en el BAFICI había una competencia de cortos internacionales (y dinero para pagar el viaje de tantos directores), Gomes vino a Buenos Aires con uno de los suyos (hizo varios buenos). En aquel festival, tuvo una experiencia mística: vio Kenny, el legendario corto de Martín Mainoli, que le produjo un ataque de euforia instantánea. No estoy seguro si yo dirigía el BAFICI en ese momento, pero de todos modos recién vi el corto muchos años después y tuve la misma reacción que Gomes. El secreto es... bueno, es mejor no revelarlo y aconsejarle al lector que vea Kenny. Si no le gusta es porque no sólo es un negado para el cine, sino también para la música. Para el Gomes cineasta, además, la música es esencial en todas sus formas. Es como un chef que cocina utilizando cierto ingrediente de mil y una maneras distintas. En Aquel querido mes de agosto la música juega un papel preponderante y en su cine, además, parecen convivir una vertiente lúdica y otra hermética. Gomes es un cineasta joven, pero no sólo brillante sino notablemente maduro como tal, que tiene una idea muy firme y muy sofisticada sobre el cine. Estamos hablando de un film de tal envergadura que permite agregar a su director a la lista formada por Manoel de Olivera, João Cesar Monteiro y Pedro Costa. (Extractado de dos textos que Quintín escribió en su columna El Inclemente)
Atrayente film con abundante mezcla de géneros, deambulando por el musical, comedia, drama y documental. La historia se centra en los integrantes de un grupo musical popular y sus presentaciones a lo largo de diferentes regiones de Portugal, particularmente en Arganil, padre, hija y sobrino. Recorridos zonales, con intermisiones musicales, apartados frente a un esquema de raro y falso documental. Por momentos la cámara se escapa de las historias que van fluyendo para mostrarnos los detrás de escena del equipo técnico involucrado en el rodaje del film, y sus derivados inconvenientes. Herramienta utilizada en diversos films (La Rosa Púrpura del Cairo, El Ultimo Gran Heroe), con diferentes resultados, sin ir más lejos la anteriormente comedia romántica presentada en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, V.O.S. de Cest Gay. Esa frontera entre ficción y realidad es constantemente eludida, hasta llegar a un desconcierto narrativo que con justa razón es lo que le brinda el mayor atractivo a ésta original propuesta. Hay entrelazos amorosos y un muy eficiente duelo argumental entre personajes siempre con un trasfondo musical como conjunción. El rodaje del film peligra frente a la interacción entre los integrantes del film y técnicos encargados en la producción del mismo film que estamos viendo. Miguel Gomes presenta una paleta de situaciones que se va reinventando con el correr de los minutos, puede desorientar hasta cuadrar en el film éstos géneros cinematográficos anteriormente descriptos, el resultado sin embargo es satisfactorio a una experiencia no habitual en parámetros del pobre cine actual. Su dirección asombra por cómo simples situaciones son reflejadas con complejidad y de manera armoniosa. Ganadora del premio a Mejor Largometraje en la Competencia Internacional del 11ºBAFICI auspiciado por Hoyts Cines y la distribuidora Zeta Films cuyo premio consistió en la eventual distribución del film en salas argentinas.
Lo simple y lo banal La segunda película del portugués Miguel Gomes (A cara que mereces, 2004) que se alzó con el premio mayor de la última edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) transita los límites entre la ficción y lo documental de un modo imperceptible, convirtiéndola en una película única. El director se traslada a Arganil en Portugal para filmar un documental sobre un grupo de música popular integrada por padre, tío y sobrino. Así entre procesiones, fiestas, canciones, música, paisajes y problemas de rodaje van transcurriendo los minutos para pasar casi inadvertidamente a una historia de amor, con triangulo amoroso incluido. Gomes bosqueja de manera compleja pero a la vez casual, dos películas en una pero sin perder la lógica del relato. Un documental que vira al melodrama. Bellas canciones que terminan en un conflicto familiar. Un rodaje complicado. La verdadera magia de este film es el de nunca saber si lo que estamos viendo es parte de la ficción o de lo real, o si todo es una puesta en escena para terminar engañando al espectador en lo que será un documental apócrifo, o viceversa. La poética del film radica en lo despojado de su puesta en escena. Diálogos banales, cierta cursilería en las canciones y una historia mínima pero contundente se transforma en una celebración cinematográfica, gracias a la maestría de Gomes para transitar por los carriles complejísimos de la simpleza y armar una historia de extrema singularidad. Aquele querido mes de Agosto (2008) es una obra que rompe con la estructura del clasicismo y nos presenta una nueva forma de estructurar un relato cinematográfico, en donde realidad y ficción se conjugan para mostrarnos un film en dónde los límites no existen.
Uno de los mejores filmes del año. Este largometraje, segundo de Miguel Gomes, es uno de los filmes más arriesgados y sorprendentes de la temporada. A lo largo de varios minutos, más de una hora, Gomes retrata a partir de planos fijos distintas presentaciones de músicos amateurs en ferias estivales, así como una serie de viñetas de la vida cotidiana en los pueblos del interior de Portugal. Gracias a la precisión de su trazo el realizador nos traslada hipnóticamente al corazón de la tierra lusitana. Hasta ahí presenciamos un documental despojado y alegre en el que tímidamente se nos presentan algunos personajes que bien podrían adquirir rol protagónico. Pero es a partir de una discusión en la que vemos al productor reclamándole a Miguel Gomes por la ausencia de personajes protagónicos que el film cambia. Con los elementos (personajes, espacios, bandas) sobre los que había trabajado en la primera parte Gomes hilvana, desde ese momento, una ficción pequeña y cálida como si se tratara, formalmente, de una de las comedias y proverbios o de los cuentos estacionales rohmerianos. No se veía un trabajo donde la narración diera un giro tan marcado desde Blissfully Yours , el segundo largometraje de Apichatpong Weerasethakul. Pero de alguna manera Gomes va un poco más allá, merced a que con su giro hace una colaboración más (como lo hacen habitualmente Lisandro Alonso e Isaki Lacuesta) para derribar las cada vez más tenues fronteras entre la ficción y el documental.
Amor y música en un mes interminable En el corazón de Portugal, el mes de agosto reúne mucha gente y algarabía. La gente vuelve a su país, tiran fuegos artificiales, luchan contra los incendios, hacen karaoke, se lanzan desde puentes, cazan jabalíes, beben cerveza, hacen hijos... Si el realizador y su equipo hubieran ido al grano, resistiéndose a la fiesta, la sinopsis se reduciría a "Este querido mes de agosto sigue las relaciones sentimentales entre el padre, la hija y su primo, músicos de un grupo de música de baile" . Aquel querido mes de agosto transporta a los espectadores a Portugal y en ese marco, la trama se centra en la relación que existe entre un padre y su hija, y el primo de ésta. La nueva película del joven director portugués Miguel Gomes fue la sensación de los festivales de todo el mundo y ganó en el BAFICI. La intención del director fue realizar un documental sbore la gente, sus costumbres y la música típica de las diferentes regiones. pero la idea fue cambiando y en una de las primeras escenas se ve como su productor le reprocha a su director (el mismísimo Gomes) que la película no está progresando correctamente y que se necesitan actores para conseguir financiación al proyecto. Gomes responde: “no necesito actores, necesito gente”. Esa búsqueda es la que emprende en buena parte del film. La entrevista a personajes típicos de diferentes lugares y la observación de la música popular . Podría haber tenido una atmósfera atrapante, y contagiosa, pero la acumulación de situaciones la convierte en eterna.
Esa ficción llamada realidad El filme de Miguel Gomes combina géneros y estilos. Aquel querido mes de agosto, la película de Miguel Gomes ganadora del BAFICI 2009, propone una combinación de tantos elementos que, de sólo citarlos, parecería ser el colmo de lo pretenciosa. Pero, sin embargo, se trata de una de las películas más vitales, amables, alegres y festivas vistas en mucho tiempo. El realizador portugués mezcla documental con ficción, falso detrás de escena con improbables sesiones de cásting, números musicales en vivo y un melodrama digno de una telenovela: todo con una gracia y naturalidad tal que, más que chocar entre sí, esos elementos dispares se combinan para entregar una película subyugante. El filme es también un objeto extraño en cuanto al lugar cultural que ocupa. Se trata de un filme apegado a la cultura popular del interior portugués y, a la vez, uno que ofrece una mirada analítica de esos fenómenos pero sin jamás distanciarse irónicamente de lo que cuenta. Agosto no será de sencilla digestión para aquellos que no tienen una relación de curiosidad (amor/fastidio, cariño/paternalismo) con ciertas formas de la cultura y los mitos populares. El filme de Gomes tiene quince o veinte canciones interpretadas en su mayoría en vivo. Nada hay aquí de la elegancia exportable del fado: Agosto nos mete en un mundo de carnavales y fiestas veraniegas de pueblo, con canciones románticas, bailables y hasta una payada que sirven como marco narrativo, estético y temático del filme. La música es parte de las fiestas que se realizan durante el mes de agosto, que es cuando los emigrantes vuelven a visitar sus pueblos en plan vacaciones/reencuentro familiar. El filme de Gomes puede ser visto, en primera instancia, como un recorrido por esos pueblos, esas fiestas, esas músicas, y los curiosos personajes que los pueblan y que cuentan a cámara sus historias de amor, de locura y hasta de muerte. Pero esta narración está enmarcada por otra. Lo que vemos es casi una sesión de cásting, el recorrido que hace un equipo de filmación por una zona buscando locaciones, personajes, historias, inspiración para una película de ficción. De hecho, el propio director y varios miembros del equipo aparecen mientras que muchos de los personajes del pueblo hacen mención al rodaje, se quejan de los cambios o piden aparecer en cámara. Promediando el relato, la historia de ficción que Gomes está tratando de filmar empieza a surgir, casi imperceptiblemente. Hay un extraño triángulo "romántico" entre una chica, su padre (ambos miembros de una banda musical) y un primo que los visita y toca con ellos. No hay un corte de uno a otro relato, sino un traslado natural, en el que lo ficcional pasa a primer plano dejando al documental latiendo por debajo, lo contrario de la primera parte, que es documental en la forma pero plagado de "ficciones" -historias, fabulaciones- detrás. Las dos partes son más que una y hacen de Agosto la riquísima película que es, ya que ambas se retroalimentan todo el tiempo. Los entrevistados de la primera parte (la mujer que corrige a su marido en cámara, el tipo que vive emborrachándose y tirándose al río, y así) no son menos "personajes" que los creados por el director en la segunda parte. Ambos están a mitad del camino entre el realismo y la fantasía (televisiva, musical, de letras de cursis canciones de amor), jugando en el límite entre lo que son y lo que fabulan ser. El filme cierra con un debate entre los miembros del equipo acerca de ciertas músicas y ruidos que capturó el sonidista y que, según todos los demás, no deberían estar allí. Lo que se oye y lo que no, lo que la cámara capta, lo que muestra y lo que uno elige ver: el filme usa "la excusa" del documental para dejar en claro que eso que llaman realidad, es una construcción como cualquier otra.
Un documental que muta en ficción El segundo film del audaz director portugués Miguel Gomes es puro disfrute, libertad y talento creativo Tras su exitoso paso por el circuito de festivales (ganó el premio principal de la edición 2009 del Bafici porteño y fue premiado, entre otras muestras, en Guadalajara, Las Palmas, San Pablo, Valdivia y Viena), se estrena en fílmico este bello y original segundo largometraje de Miguel Gomes. El audaz director portugués empieza filmando una suerte de documental sobre bandas musicales que interpretan canciones populares, sobre bailes y procesiones religiosas, sobre tradiciones, leyendas y anécdotas pueblerinas, pero luego ese registro va mutando hacia el cine dentro del cine (con la trastienda del rodaje que muestra al propio director discutiendo en cámara con su atribulado productor o con su rebelde sonidista) y, más tarde, también hacia la ficción pura, con una sensible historia de amor imposible entre dos primos (un guitarrista y una cantante que forman parte de un mismo conjunto) bajo el atento control de un patriarca posesivo. "Yo quiero personas, no actores", le dice Gomes a su productor cuando éste se queja de que el director no ha elegido aún a los intérpretes para cubrir los personajes que figuran en el guión original. Y, aun cuando la película finalmente se sumerge en la ficción, sigue optando por los no actores, por gente real descubierta en los propios lugares que el equipo de rodaje va visitando. Durante los 147 minutos del film aparecen en pantalla unas cuantas bandas amateurs o semiprofesionales y se escuchan decenas de clásicos de la canción popular portuguesa (y brasileña), pero hay también imágenes de la filmación, de un programa de radio, de fiestas religiosas, de incendios forestales, de bares, ríos y playas, así como testimonios sobre múltiples situaciones cotidianas en cada uno de los pueblos. En este film luminoso como el verano que aquí se retrata no hay prejuicios, clisés ni convenciones. Todo parece estar permitido (incluidos los excesos, la falta de organicidad y hasta ciertas reiteraciones), pero el resultado no deja de ser asombroso: puro disfrute, libertad y talento creativo.
En una fiesta popular de cine La sofisticada segunda película del portugués Miguel Gomes, premiada en el Bafici, llega finalmente a las pantallas locales. La celebración por el estreno de Aquel querido mes de agosto puede provenir de fuentes múltiples. Por un lado, el film del portugués Miguel Gomes fue el ganador de la competencia internacional del Bafici 2009, con lo que su estreno en fílmico significa la dorada oportunidad de verla como corresponde: en una sala de cine. Por otro, ofrece la chance invalorable para el cinéfilo de encontrarse con el sofisticado cine de Gomes. En éste, su segundo largo, y con una habilidad asombrosa para disponer de los materiales cinematográficos (el uso de la música, por ejemplo, un elemento imprescindible en esta película), el director supuestamente mezcla documental y ficción, aunque lo que hace no es integrarlos sino difuminar uno mientras nace el otro. La operación es tan original como arriesgada y su ejecución permite reconocer en Gomes un cineasta de los más personales que se puedan encontrar. Hasta su primera mitad, el film alterna el registro de algunas celebraciones populares de la zona del centro de Portugal –y sus particularidades– con el seguimiento de un equipo de filmación (cuya cabeza es el propio Gomes) un poco a la deriva y con problemas de producción para realizar un trabajo cuyos objetivos, en principio, no aparecen muy claros. Los grupos musicales, las peregrinaciones, el relato de pobladores de los lugares elegidos se mezclan con las vicisitudes del grupo mencionado, en un registro que no se atiene a presupuestos narrativos pero que tampoco se agota en lo meramente sensorial. Gomes filma ese mundo directamente, sin filtros, contextualizando con encanto (¿qué otra cosa despiertan esos números musicales o esa minihistoria del “molador” Paulo?) y despreocupación el camino hacia el verdadero norte de su película –su centro, podría arriesgarse–, que es su costado ficcional. Aquello mismo que a los diez minutos del film le reclama al “personaje” de Gomes un supuesto productor, guión en mano. La segunda mitad del film arranca cuando el Gomes cineasta parece tomar nota de aquello, abandonando aquel juego un poco lúdico de ir y venir entre fiestas, canciones y situaciones cotidianas para entrar en el plano ficcional. El director por fin consigue los actores que necesita entre la gente común del pueblo (“quiero personas, no actores”, le dice seriamente a aquel que lo viene a apurar), aunque jamás haya en pantalla un reflejo de cómo lo hace y sí la sensación de que la frontera entre documental y ficción se borró imperceptible y naturalmente. Allí comienza la historia de Tania y Helder, dos primos adolescentes que tocan en la misma banda musical y terminan enamorándose, con el consiguiente drama familiar que ello implica. Y para narrarlo Gomes utiliza las mismas riendas que para la primera parte del film. El portugués, entre otras cosas, jamás resigna la libertad de un plano, sea real o ficticio lo que éste refleje, ni abandona el tono festivo aunque esté cruzando géneros. Así, Aquel querido mes de agosto resulta sorprendente y sorpresiva, algo así como la manifestación de un cineasta moderno que parece saberlo todo.
Un verano para el recuerdo La película portuguesa, ganadora del Bafici del año pasado, es un raro objeto poético, un film que comienza en las fronteras del documental, pero que lleva preñado en su centro el espíritu de la ficción, inspirada por el áspero cancionero romántico de la región. En el comienzo de esta película extraña y fascinante, de una belleza a la vez simple y compleja, un equipo de filmación está preparando una toma poblada por una delicada hilera de piezas de dominó cuando el ingreso intempestivo del productor derriba todas esas fichas. De alguna manera, eso fue lo que le sucedió al director portugués Miguel Gomes (Lisboa, 1972) cuando tenía previsto empezar el rodaje de una película de ficción, un melodrama inspirado en canciones populares de la zona montañosa de Arganil, y de pronto todo el andamiaje económico del proyecto se desmoronó. Lejos de amilanarse, Gomes se cargó una cámara 16mm al hombro y, acompañado por un equipo mínimo y sin actores a la vista, viajó en pleno verano a ese rincón apacible del mundo para ir registrando todo aquello que fuera surgiendo a su paso. El resultado es un raro objeto poético, un film que comienza en las fronteras del documental, pero que lleva preñado en su centro el espíritu de la ficción, inspirada a su vez por el áspero cancionero romántico de la región. Lo primero que llama la atención de Aquel querido mes de agosto es su libertad. El film de Gomes no es libre solamente porque atraviesa en uno y otro sentido, constantemente, las cada vez más permeables fronteras entre el documental y la ficción. A poco de andar, la película –ganadora del premio mayor del Bafici el año pasado– afirma su libertad en un gesto más profundo, en la manera aparentemente aleatoria y sin embargo cada vez más armónica en la que va engarzando sus distintas secuencias. Un baile popular, el desfile orgulloso de un club de motos, la procesión de la Virgen, el estallido de unos fuegos de artificio o la encendida belleza de ese camión de bomberos que atraviesa parsimoniosamente una ruta boscosa podrían no tener en principio relación entre sí. Pero poco a poco –y allí brilla la marca del artista– van revelando su sorprendente pertinencia hasta configurar un delicado universo poético que se nutre de la realidad a la vez que la trasciende, dándole un sentido mayor. En un film que se resiste no sólo a ser descrito sino también clasificado (¿cómo figurará en las bateas de los videoclubes: drama, documental, musical?), Gomes consigue ser a la vez concreto y abstracto. Parte de la prosaica superficie del mundo y la transmuta. Y allí donde podría verse apenas un universo fragmentado –del cual el realizador no necesariamente reniega–, su mirada va encontrando un ritmo y un orden nuevos, una cosmovisión. Hay también una evidente libertad en la naturaleza de los personajes (empezando por ese loco que cada carnaval se enorgullece de arrojarse desde un puente), en la feliz indolencia a la que invita el verano, en la serena melancolía que se desprende de ese paisaje que induce al ocio, la contemplación y el amor. Porque hay finalmente una historia de amor en Aquel querido mes de agosto, un romance entre un muchacho y una chica muy jóvenes, que se va desarrollando y tejiendo sus redes de manera casi imperceptible entre los hilos del documental. Que esa historia de amor esté protagonizada por dos adolescentes a los que el film antes había presentado como gente del lugar, a la que se suma –con su desconfianza y sus celos– el padre de la chica, todos supuestos integrantes de un grupo musical de la zona, no hace sino darle al film un grado aún mayor de complejidad del que ya tenía cuando parecía trabajar solamente en el campo del registro de lo real. La naturaleza esencialmente lúdica del film de Gomes y su estructura binaria nacen sin duda de esa imposibilidad inicial que tuvo que enfrentar el director, cuando no pudo hacer la película que tenía planeada originalmente. Pero su fuerza poética y su magia radican, se diría, en esta ficción en potencia que anida en el cuerpo del documental. Y que, como una crisálida, termina materializándose frente a los ojos del espectador. En este sentido, se trata de un film que no teme exponer los mecanismos de su metamorfosis. Por eso quizá sean redundantes las escenas donde el productor y el director discuten si deben o no trabajar con actores, un recurso del cine dentro del cine que no parece precisamente novedoso. Por el contrario, cuando Gomes filma en una taberna de pueblo las reacciones de los parroquianos ante una película que se hizo con ellos mismos como protagonistas (“Una Caperucita Roja en clave de terror”, afirma alguien) ya está allí el germen de lo que llegará a ser su propio film. El mejor cine portugués siempre ha sido pródigo en estos cruces entre realidad y ficción. Basta con recordar No Quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2006), de Pedro Costa, que elevaban a los habitantes desplazados del suburbio de Fontainhas a la categoría de agonistas de estatura casi trágica. O toda la obra de de Joao Cesar Monteiro que va de A Comédia de Deus (1995) hasta Vai-E-Vem (2003), su última película, donde el director nunca deja de mitificarse a sí mismo. Pero mientras los films de Costa tienen una sustancia oscura y los de Monteiro una esencia casi viciosa, Aquele querido mês de agosto es, en cambio, en sus plácidas dos horas y media de duración, una película cálida, larga y luminosa como los días de verano en los que transcurre.
La música del azar Aquel querido mes de agosto son, en realidad, dos agostos. En el primero, en clave documental -o de falso documental-, un grupo de rodaje sale a recorrer el interior de Portugal en busca de su película y de la película que su director va creando en su cabeza, paralela a la que se va desarrollando en la pantalla. El dinero no llega y el productor, perturbado porque la película comienza a girar fuera de control, increpa al realizador (Miguel Gomes, que interpreta al director y es, a su vez, el director de la película) por hacer caso omiso del guión original. Mientras tanto la película continúa, revelándonos los ritos, las historias, las expresiones de los pueblos del interior portugués, una suerte de mapa espiritual de la Portugal profunda, sin un ápice de condescendencia o ironía. Y nos muestra un rito en particular, la fiesta del pueblo, reuniones sociales muy similares a las peñas folklóricas autóctonas en las que se baila, se escuchan bandas de “musica ligeira portuguesa” y se juega. Pero nada más alejado del pintoresquismo que el método de registro de Gomes: el objeto a registrar no son las costumbres exóticas sino algo más inasible, una especie de profunda comunión entre la música popular y los estados de ánimo a los que induce, desde la alegría estival (lamentablemente transformada en mercancía en tantas publicidades de gaseosa) hasta la melancolía por el amor perdido, principal referencia retórica de la musica ligeira portuguesa y de Aquel querido mes de agosto. Y así, de a poco, casi imperceptiblemente, la película empieza a ensamblarse frente a nuestros ojos. Comienzan a reverberar las historias que se amontonan desde los relatos en off, las entrevistas a lugareños y las canciones de amor, conformando una sinfonía narrativa que se compone en la marcha. Las historias son siempre múltiples, y no por cotidianas dejan de ser extraordinarias. Esta suerte de nudismo estructural que ostenta el film de Gomes, lejos de aplacar el misterio ligado a su génesis y desarrollo (a saber, ¿de dónde salió esta película y hacia dónde va?), lo acentúa: esconde su inquietante desnudez estructural con los paños de la deriva narrativa. Pero el productor se sigue quejando, quiere su película, y sin personajes no hay película. De repente, el equipo de filmación encuentra a una adolescente (Sónia Bandeira) que pasa sus tardes vigilando los montes en busca de incendios forestales mientras canta y baila en la caseta de vigía, y a un joven guitarrista (Fábio Oliveira) jugador de hockey. Una sobreimpresión sellará sus destinos. Boy meets girl; tenemos una película. El vuelco hacia la ficción promediando el metraje recuerda al que realizan los últimos films de Apichatpong Weerasethakul, aunque a diferencia de la intención simétrica y de espejo del tailandés, ambas partes, la documental y la ficcional, se plantean como un continuo. El segundo mes de agosto, el de la ficción, cuenta la historia de un hombre cuya mujer lo abandonó por otro, de su hija adolescente (Bandeira), inquietantemente parecida a su madre, y del primo de ésta (Oliveira), que se une a la banda de padre e hija (de nombre “Estrellas del Alva”, con “v” corta, por el río que atraviesa el pueblo, en cuyo margen los amores se harán carne en secretos besos) para una pequeña gira por los pueblos del interior de Portugal durante sus últimas vacaciones antes de mudarse a Estrasburgo. Paulatinamente se va configurando un amable melodrama familiar, cuando los primos se enamoran y en el padre afloran unos celos que tienen algo de sobreprotectores y otro poco de complejo de Electra invertido. Sin embargo, la puesta en escena de Aquel querido mes de agosto, plena de encuadres fragmentados y amplios fuera de campo, de largos planos y, aún en su luminosidad, de enigmáticas sombras, niega el modelo genérico clásico. Porque al igual que en Mysterious objects at noon de Apichatpong, las ficciones se van construyendo por azar, de forma comunitaria, y las imágenes dan cuenta del carácter espontáneo y transmutable de los relatos populares. Son narrativas omnívoras, capaces de fagocitar diversos temas y registros, de la misma forma que lo hace la película, que trasmuta la feliz deriva inicial por un no menos festivo relato de iniciación amorosa. Y en el plano final de la narración, en el que la joven convierte llanto en risa al igual que la película transita del documental a la ficción (simultáneamente, sin abandonar nunca uno o adoptar definitivamente el otro), Bandeira se luce, seduce. Mientras ruedan los créditos, el equipo de rodaje discute sobre la posibilidad de que se haya colado en la banda sonora música que jamás fue registrada, melodías furtivas escondidas en los bordes de la existencia. Porque si, como gustaba decir al zorro consejero del Principito de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos, definitivamente no lo es a los oídos.
Si hay algo que puede caracterizar a este film del portugués Miguel Gomes es su impronta de cine independiente ya que prevalece la idea de búsqueda, de riesgo, durante las dos horas y media en las que el director utiliza el pretexto de un rodaje que lo acerca conceptualmente al documental desde el registro inmediato y sin filtros para encontrarse con historias sencillas en una aldea portuguesa haciendo foco en lo banal, en la falta de acontecimientos extraordinarios. La cámara encuentra personajes en cada rincón por el que pasa, mérito excluyente de este joven realizador que mereciera el premio en la sección oficial de competencia internacional del último BAFICI, pero se ve invadida por una energía que proviene de la naturaleza y de la sencillez y carisma de sus protagonistas, entre quienes se destacan los miembros de una familia compuesta por un padre abandonado por su mujer, una hija adolescente, su tío y su primo que se ganan la vida cantando canciones de amor, al estilo Julio Iglesias. Tan pegadizas al oído como inolvidables para las escenas de una película dispuesta a mostrar que pese al artificio del cine la realidad de lo cotidiano, mostrada desde un ojo sensible, tiene más riqueza y vitalidad que la ficción...
La noche americana En escena hay una fila de fichas de dominó en un orden y una distancia precisa, dispuesta por la mano de un director – Miguel Gomes – y su equipo técnico. Y es que, aparte de Dios, ¿hay alguien más omnipotente que un director de cine? Con esa obra de la ingeniería humana hubiera empezado Aquel querido mes de agosto si el malo de la película –llamémoslo el productor – no la hubiera desbaratado en un acto de mera torpeza. Distorsiones del audio, conflicto con el sonidista, los conocidos intereses encontrados con el productor y la hazaña de encontrar actores son algunos de los temas puestos en función de refutar este viejo mito del director con control total sobre su obra. Pero esta película es mucho más que un backstage o una demostración de lo complicado que puede ser el proceso de trabajo colectivo cuando se trata de hacer cine. Si hasta acá Aquel…recordaba a La noche americana, de François Truffaut, se desentiende de su predecesora al plantear un confuso juego con los límites de dos géneros con más similitudes que las que pueden admitir. Lo que comienza siendo un documental hecho de fragmentos de música de bandas en vivo, lugares y anécdotas de gente común, se va convirtiendo en un drama sobre un romance entre dos primos incestuosos y un padre medio adípico. Con el cambio de documental a drama, lo que antes era persona ahora es personaje, lo que era un problema se convierte en un conflicto dramático y va de paisaje a decorado. Los limites se confunden hasta el punto de no saber si el documental no es parte de una emboscada al espectador y es, en realidad, tan ficticio como el resto de la película. Aquel…, ganadora de la última edición del Bafici, es una de esas raras películas que se hacen gigantes a medida que avanza el tiempo. Lo poco convencional e inconexo que puede parecer la primera parte – el documental – ancla sentido en el drama posterior. Y si bien esto exige un espectador atento y bien predispuesto, superada la abulia del primer momento, resta disfrutar de una película inteligente y original.
La butaca de la sala de cine es una hamaca que se mece con la brisa ligera, la seducción y el ensueño de una tarde de verano. Una naturaleza desconocida nos transporta con su vagabundeo embriagador por los confines del documental y la ficción en busca de un sujeto. Estamos en algún pueblo perdido en el corazón de Portugal, la cámara se entusiasma con los bailes populares y cada tanto se pierde en una procesión o se distrae con un desfile. De a poco vamos conociendo, como al pasar, a los personajes extravagantes que habitan en sus campings o en el club de los motoqueros. De pronto, el cursor se desplaza hacia una puesta en abismo cuando reconocemos al director, a los técnicos y a los productores enfrascados en una gran discusión. De esta manera se nos revela que la idea original de la película quedó trunca por falta de presupuesto y que el director decidió, de todas maneras, tomar unas imágenes del lugar antes de volver al año siguiente a filmar su frustrado proyecto. Cualquier otro realizador hubiera tirado a la basura el trabajo preparatorio. Gomes, por el contrario, decide comenzar por ahí. Esas imágenes son las que estuvimos viendo, un documental embebido de la indolencia estival que deja una idea precisa de la manera en la que el director va a filmar su ficción. La ficción es un melodrama interpretado por algunos de los personajes que conocimos en el documental. La historia podría ser la que cuenta la canción Morir de amor, una de las tantas que interpretan a dúo los protagonistas centrales de la película: dos primos que se enamoran venciendo todos los prejuicios culturales y haciendo frente a sus respectivas familias. El tercero en discordia es el padre de la chica, un músico al que su mujer abandonó hace tiempo en circunstancias poco claras. Toda la historia está frecuentada por el misterio de esa madre ausente, que cuestiona el sistema estético de una película que hace documental y ficción consubstanciales para que nunca sepamos cuál de los dos es el fantasma. El segundo largo de Gomes es una película libre y estimulante que no resiste comparación, una obra incandescente y bucólica, moderna y romántica. La permeabilidad de los registros, la combustión a fuego lento de los grandes motivos que atraviesan el díptico, la mezcla carnavalesca de humores y sentimientos, y el deseo de volver a creer en el resurgimiento estival de una cultura popular desvanecida, hacen de Aquel querido mes de agosto una película discretamente revolucionaria.
Amores que no se olvidan Es una tarea complicada hablar de Aquel querido mes de agosto, la película del director portugués Miguel Gomes ganadora de la competencia oficial del Bafici del año pasado. Me acuerdo que la vi en el festival y salí confundida de la sala; por un lado era consciente de que esta película inabarcable era simplemente bella, pero por otro lado no podía explicarme muy bien por qué. Es que es tan sutil el trabajo de Gomes que resulta imperceptible el paso que da desde el documental a la ficción en Aquel querido mes de agosto. Cuando creemos que lo mejor que puede hacer la película es entregarnos al registro de un pequeño pueblo de Portugal y conocer las pequeñas anécdotas que las personas/personajes le cuentan a la cámara curiosa de Gomes, irrumpe la ficción con la historia de dos primos y todo lo que vimos hasta ahí se resignifica. Lo encantador y mágico, si se quiere, es justamente la falta de un eje por donde uno pueda seguir la película. Todo es importante, todo está de alguna manera conectado y a la vez también, todo es caprichoso. Es como si el director hubiese elegido contarnos con las partes documentales la superficie, lo anecdótico del pueblo, con los grupos musicales que cantan temas empalagosos que nunca podrían haber sonado más felices (varios conocidos por nosotros de los Pimpinela), con pequeñas historias como la de esa pareja de viejitos que no se acuerdan cuántos años tienen, o como la del rengo que salta del puente. Todo esto para después ir cada vez adentrándose más y, a través de la ficción, atraparnos por completo hasta hacernos parte de la historia y ya no simples espectadores distantes y a la defensiva. La segunda vez que vi la película traté de estar atenta a ese paso, a ir viendo las señales, a dilucidar qué era lo real y qué era parte de la historia que Gomes nos iba a contar, pero no pude. Resulta también muy poco importante estar concentrado en esos detalles cuando cada una de las situaciones que se van sucediendo es más rica que la anterior. El momento en que la familia protagonista de la ficción se reúne a festejar y vemos a ese vecino que empieza a cantar la tragedia que marcó la sospechosa relación entre la chica y su padre, contiene tanta tensión que podríamos enmarcar a la película como un melodrama solo por esa escena. Sin embargo, muy lejos está de serlo. Sin duda esta es una película inasible, y como todo aquello que se nos escapa es imposible no querer abarcarla en su totalidad para seguir fallando en el intento, pero qué lindo que es fallar si en el camino se puede disfrutar tanto. La escena en la que los dos primos, integrantes del grupo musical, luego de haberse dado un primer beso (como solo una gran película nos lo puede mostrar) viajan en moto, ella agarrada de la cintura del chico, saludando a los motoqueros que los pasan por el camino, puede ser una pequeña muestra de cómo debería ser la felicidad. Parece una tarea difícil recomendar a alguien que no sea cinéfilo una película que dura más de dos horas y media, con canciones intragables en cualquier otro contexto que irrumpen sin mucho sentido (por lo menos aparente) cada dos por tres, y en la que la historia aparece casi al final, pero qué desperdicio sería no hacerlo. Quién hubiera dicho que salir del cine tarareando Es mentira de los Pimpinela iba a ser sinónimo de salir feliz.
Cuentos de verano El pop como parte del paisaje (literalmente) inunda y dota de sentido y sinsentido esta maravillosa trampa que es Aquel querido mes de agosto, supuesto documental de aspecto intrascendente sobre las costumbres de los pueblos del interior portugués que, de manera casi imperceptible, deviene en ficción rohmeriana de amor de verano. Hay que esperar casi una hora de metraje para confirmar la sospecha de que aquéllo que estamos viendo no es lo que parece, y esa invocación a la paciencia es un gran riesgo calculado por el director Miguel Gomes, quien va orquestando (detrás y a veces hasta delante de cámara) los acontecimientos que se suceden como pistas, con un montaje tan pausado como preciso, retratando el calor con frescura. Y no es tarea sencilla. Un relato fragmentado, relevamiento musical (y cursi) de fiestas populares, viñetas sin conexión aparente, van mutando en melodrama romántico, en un ejercicio de amable deslizamiento. La magia que propone se materializa en planos convencionales, testimoniales, en donde se va colando algún elemento de ficción. Hay más de una gran escena escondida en los límites de esas imágenes simples, y uno descubre la trampa y se deja estafar con gusto. La escena final, con las quejas del sonidista porque el micrófono capta sonidos que no deberían estar allí, es el resumen de la tesis de Gomes: la realidad es inabarcable, pero aquéllo que encontramos cuando salimos a buscarla sigue valiendo la pena.
Mientras transcurre el verano “Aquel querido mes de agosto” es un film que media entre el documental y la ficción en un tono que los iguala y que describe el paso del tiempo y del amor entre festividades de aldeas de montaña portuguesas
Historias populares Aquel querido mes de agosto, ganador del Bafici 2009, es una película inclasificable. ¿Una ficción de naturaleza documental? ¿Un documental camuflado en términos de ficción? Esta epifanía de la vida misma en fotogramas parece ser en su primera hora una recolección de relatos y fiestas populares, a veces interrumpidos por una escena recurrente: un productor discute con un director el diario de filmación de una película. Así, un encuentro de motoqueros, conciertos nocturnos que bien pueden remitir al cuarteto cordobés, procesiones religiosas, la proyección de un filme de terror interpretado por habitantes de la región, y personajes que cuentan historias extraordinarias del lugar constituyen, una región del centro de Portugal. Miguel Gomes parece traducir en imágenes la historia oral de un pueblo. Más tarde, la supuesta historia del filme empezará a ocupar el relato. El productor deviene en personaje y será el padre de una adolescente virgen. Ella vivirá un romance con su primo mientras éste y su familia pasan sus vacaciones en Arganil. Un melodrama edípico e incestuoso repiquetea en el relato. En una confrontación musical, los versos de los copleros explicitarán la tensión edípica, aunque nada habrá de perverso aquí: es el dolor de un hombre adulto aferrado a su hija como sostén emocional. Hay varios pasajes memorables. El misterioso plano inicial en donde un zorro intenta capturar unas gallinas es quizás una metáfora del cine como un arte de cazar lo real en su indetenible transitoriedad, plano que será complementado por una discusión cómica y filosófica entre Gomes y su sonidista sobre las posibilidades del cine de capturar (objetivamente) lo real. En la senda de Renoir y Tati, Gomes quizás no haya conseguido del todo realizar una “especie de musical de Minelli”, en clave popular y no ciudadana, pues la película excede ese género clásico de Hollywood en el que la felicidad y la fantasía son la regla. No obstante, Gomes ha canalizado la música cósmica de una región del universo. Su película vibra en los sonidos de Arganil y nos brinda una imagen de nosotros mismos, animales narrativos, que en nuestro deseo de ficción intentamos conjurar la insignificancia del universo.
Se estrena en Buenos Aires la película que ganara la edición 2009 del BAFICI. Lo primero que hay que decir es que esta película es una sola. Ni siquiera tiene dos partes. Es una bocanada de cine fresco, personal y distinto. Con tiempos propios y personajes contundentes que tienen dos momentos para decir su papel –el del documental y el de la ficción- la unidad resultante es un camino sinuoso que roza todo el tiempo los límites. Es que es una película sobre los límites. El exceso parece serle constitutivo. Es excesiva como documental, excesiva como mezcla, excesiva como ficción. Pero no satura. Excesiva en lo sutil, en el detalle, en la búsqueda. Una película de cielos, donde todo es rojo y verde, todo es musical, todo es vino, pasiones, caminatas, montes, vistas, aires diáfanos, incendios amenazantes, hombres y mujeres que se juegan todo o nada. La magia de este film quizás radica en llevar adelante un relato concéntrico desde lo errático. Concéntrico porque todas las historias periodística y también antropológicamente mostradas al comienzo se transforman en personajes de lo que luego será la ficción. Pero esa llegada donde todo encaja es más bien rumbeante, sutil y equívoca. Hay pistas del comienzo que luego se diluyen o son solo un aire, un clima, un pequeño desliz casi caprichoso. Un director, el mismo Miguel Gomes que filma una película pero que no quiere actores, sino gente. Y esa gente que sale de los pueblos para ser lo que quizás ya es. Lo más interesante de la película tal vez sea ese continuo imperceptible entre el reality y la ficción, entre la entrevista y la actuación, entre el testimonio y el recitado. Capítulo aparte el maravilloso final, que vuelve a decirnos que todo era cine, y que reivindica a los sonidistas, a su imaginación, la caja negra de esos señores que en las filmaciones se la pasan portando una caña y metidos en su mundo de auriculares. En síntesis, una película para ver, exquisita, un director para seguir esperando, un cine que nos impone otras lógicas narrativas, utilizando creativamente recursos e historias. No se la pierdan.
Una invitación a gozar El verdadero cine, aquel que se propone salir en busca del mundo que nos rodea (sea para descubrirlo, sea para problematizar lo que se supone ya conocido), sigue estando lejos de las grandes salas de la ciudad: cada fin de semana se estrenan un promedio de cuatro o cinco películas que, en su mayoría, no tienen nada para decir sobre el hombre, la vida, ni de ésta tierra que contiene la infinita multiplicidad de la existencia. Si hay alguna excepción suele ser por mérito exclusivo del circuito de cines independientes de la ciudad, que de vez en cuando se animan a traer alguna de esas joyitas olvidadas por el mercado, para alivio y gozo de la siempre anhelante comunidad cinéfila. Y por eso es hora de celebrar, ya que el próximo jueves se estrenará en el Cine Teatro Córdoba (27 de abril 275) nada menos que Aquel querido mes de agosto, la película ganadora del premio mayor del Bafici 2009, que sin dudas será uno de los mejores estrenos del año. Múltiple y moderno, libre como la vida que lo habita, Aquel querido mes de agosto es un filme inclasificable y complejo, que se opone diametralmente a los cánones que hoy dominan al séptimo arte, pero que al mismo tiempo es una obra absolutamente popular, accesible, vital y festiva, dueña de un optimismo existencial propio del tiempo que registra y de su naturaleza. Se trata además de un triunfo del cine sobre si mismo (o sobre sus presuntas adversidades y limitaciones), empezando porque en su origen hay un impedimento presupuestario que imposibilitó a su director, el portugués Miguel Gomes, rodar la película que pretendía. Y siguiendo porque su estructura formal pone en crisis todas las concepciones de género, porque bascula entre el documental y la ficción como si ambos fueran la misma cosa y porque reflexiona como pocas sobre la naturaleza del registro cinematográfico, mientras retrata la idiosincrasia de un pueblo y de una clase social, y cuenta aquella historia de amor que Gomes había querido narrar al principio de todo. El escenario son las sierras portuguesas de Arganil en un verano cercano. Lo que comienza como un retrato documental de ciertos grupos de música popular, ciertas fiestas, tradiciones, bailes, ceremonias, leyendas y personajes del lugar irá transmutando casi imperceptiblemente en una historia de amor entre dos primos, con una disputa familiar de fondo, y con otra subtrama sobre la realización de la propia película en la que los realizadores son protagonistas. Lo excepcional del filme de Gomes es cómo su aparente caos formal, su aparente cambalache estético y narrativo, esconde un orden apenas perceptible que justamente busca reflexionar sobre el cine y sus límites, sobre la pertinencia de los cánones y las categorías, sobre la realidad y su representación, al mismo tiempo que trata las cuestiones humanas más básicas y supuestamente banales, como el amor romántico y adolescente, los lazos familiares y la vida en comunidad. Todo lo que muestran los planos es real: los bailes populares, desfiles de motos, procesiones religiosas, diferentes tradiciones y personajes del lugar están aconteciendo y contando sus vidas en ése momento. Pero al mismo tiempo todo tiene algo de ficción, como queda claro en la escena de aquél hombre que cuenta su vida a la cámara mientras la mujer, ubicada atrás en un lugar de subordinación, desmiente y contradice sus afirmaciones. Los límites se borran, y Gomes deja parece decir que todo registro es una ficción, así como todo relato está atado indisolublemente a la realidad. Pero hay mucho más para ver y sentir en Aquel querido mes de agosto: esencialmente poética y lúdica, la película trasunta una disposición de espíritu particular, que se puede apreciar no sólo en los múltiples bailes y conciertos que registra (con aquella música tan ninguneada con el calificativo de “popular”), sino también en las escenas donde el equipo de filmación discute sobre la película (el productor vive reprochando a Gomes que no filma lo que dice el guión), y donde parece haber una invitación a ver el cine como un juego gozoso, mágico y vital, que no puede escindirse de su entorno, sino que debe preñarse de la vida de su comunidad. De allí que la traducción formal de la película sea una hegemonía casi absoluta de los planos medios y generales, con muchos pasajes de planos secuencia que no sólo confirman el carácter realista del filme, sino que revelan una concepción del cine comunitaria, colectiva, que busca impregnarse de la vida social y simbólica de un tiempo y una sociedad específicas. El cine, en fin, como una pasión esencialmente popular, que deviene en una construcción social, como en aquel gran pasaje donde Gomes presenta a los campesinos del lugar una película filmada con ellos como protagonistas (una “versión de terror de Caperucita roja”, indica), sólo para captar sus reacciones al verse proyectados en la gran pantalla. Hay muchos pasajes reveladores como éste: desde la misma apertura del filme, donde un zorro se acerca sigilosamente a una jaula de gallinas para atacarlas (síntesis magistral de la concepción del cine del propio Gomes, el cineasta como un cazador atento de la realidad), hasta el cierre de la historia de amor, ciertos hallazgos en las historias de los pobladores del lugar, o los pasajes en donde el director y su equipo discuten la realización de la película (con un sentido del humor sutil pero bien irónico). Hubo quien criticó el cierre del filme por su supuestamente excesiva autorreferencialidad, acusando a Gomes de ser una especie de nihilista incurable. Bien al contrario, quien firma estas líneas piensa que la última escena (donde todo el equipo discute con el sonidista sobre la naturaleza de su trabajo) revela la esencia lúdica de la película, es un pasaje de comedia muy logrado que encima plantea un dilema ontológico sobre el cine y la realidad. Quedará al lector decidir su posición. Por lo pronto, lo seguro es que, al menos por una vez, nosotros también estamos invitados al juego del cine (por las dudas, recuerdo que será desde el jueves al domingo en la sala del Teatro Córdoba). Por Martín Iparraguirre